Cuando una mujer mide metro cincuenta y siete y pesa cincuenta y pico kilos, con ese pico localizado principalmente entre el cuello y la cintura, no es acertado asistir a una reunión de trabajo por la tarde con un vestido de noche escotado y de color carne.
Si a ello añadimos sandalias de tiras finísimas, un puñado de lentejuelas doradas y el hecho de que era la cita profesional más decisiva de su carrera, por no decir de su vida, el desacierto se convertía en un más que probable desastre.
Jilly Skye lo sabía, pero también sabía que no tenía otra opción, sobre todo si no quería llegar imperdonablemente tarde.
De todos modos, titubeó antes de pulsar el botón del intercomunicador situado en el exterior de la verja de hierro forjado, negra y de aspecto sólido. Era el último de la sucesión de obstáculos que había salvado desde primera hora de la mañana, cuando Rory Kincaid había accedido a recibirla. Gracias a un chivatazo, sabía que Rory quería deshacerse de un montón de ropa vieja y vestuario de escena. Jilly era una comerciante de ropa vintage que deseaba desesperadamente entrar en la mansión de los Kincaid.
Mejor dicho, lo deseaba con locura.
A pesar del ceñido vestido de gasa, el estómago de Jilly dio varios saltos mortales. Ciertamente, la palabra locura era la correcta. Aunque la maestra de ceremonias del desfile de modas benéfico celebrado por la mañana había divagado durante más de una hora; a pesar de que su ayudante se había marchado con toda la ropa que su tienda, Things Past, había mostrado en el desfile, incluido el traje de calle que pensaba ponerse para acudir a la cita, y pese a que sus frenéticas llamadas a Rory Kincaid para explicarle que estaba en medio de un atasco solo habían dado por resultado la señal de que comunicaba… a pesar de los pesares, nada impediría que Jilly se reuniese con Rory, ya que había demasiado en juego.
Cogió fuerzas y se estiró a través de la ventanilla del coche para pulsar el botón, pero le temblaba tanto la mano que se detuvo.
Se dijo a sí misma que debía recobrar la calma, que esa no era la mejor manera de conseguir el trabajo y que lo más aconsejable era respirar hondo. Lo intentó, pero jadeó al reparar en que sus pechos estaban a punto de escapar del atrevido escote. Pensó que era lo único que le faltaba. Sujetó el corpiño para subirlo y se acomodó estratégicamente los senos. Se sonrojó como un tomate. Lo que le había parecido divertido y elegante para lucir en un evento de moda exclusivamente femenino se había vuelto casi… aterrador.
¡Maldito Rory Kincaid! También él tenía parte de culpa. Si su teléfono no hubiera comunicado tozudamente y hubiera podido hablar con él, habría tenido tiempo de llevar a cabo un decisivo cambio de ropa.
¿Por qué diablos ese hombre hablaba tanto por teléfono? Lo único que mantenía un número constantemente ocupado era un romance a distancia o una desaforada afición a navegar por internet.
Seguramente estaba enganchado a la red. Al parecer, Rory Kincaid era una especie de magnate de los soportes informáticos. Al igual que Bill Gates, era joven, triunfador y rico.
¡Ya lo tenía! ¡Bill Gates! El ritmo cardíaco de Jilly se redujo. Bill Gates… Volvió a pronunciar el nombre para sus adentros y el nerviosismo disminuyó un poco más.
Imaginó a Rory Kincaid como un hombre parecido a Bill Gates, es decir, alguien con gafas, desgreñado y más interesado en los disquetes que en la moda, y notó que recuperaba la confianza. Si se podía confiar en los tópicos, los amantes de la tecnología solían perder la noción del paso del tiempo… bueno, solían perderla casi siempre. Por otro lado, a Kincaid le importaría un bledo la ropa que ella llevaba. Si Jilly no decía nada sobre su vestido de noche, probablemente el magnate ni siquiera se enteraría.
La idea de concentrarse en Bill Gates dio mejores resultados que el bicarbonato. Su estómago dejó de dar vueltas, se le aligeró el corazón, extendió el brazo a través de la ventanilla del coche y, llena de confianza en sí misma, pulsó con el índice el botón del intercomunicador. Conseguiría ese trabajo. Levantó la barbilla y cuadró los hombros. Mientras la verja se abría lentamente, pisó el acelerador, sin dejar de repetir mentalmente el mantra recién estrenado: Bill Gates, Bill Gates, Bill Gates.
Pasó lentamente junto a la desocupada casa del portero y subió por la calzada de acceso, escarpada y sinuosa. Se movió en el asiento e intentó acomodarse el vestido color carne, con el que prácticamente parecía que iba desnuda. Se convenció de que la reunión discurriría sin dificultades mientras se aferrase a la idea de que Rory Kincaid era como Bill Gates. «Bill Gates, Bill Gates, Bill Gates…», repitió para sus adentros, deseosa de que la idea calase hondo.
Se repitió por enésima vez que todo saldría bien. Pensó que un tío como el que ella imaginaba probablemente no notaría que iba exagerada o, mejor dicho, escuetamente vestida.
Alertado a través del intercomunicador de la verja de que su retrasada cita de la tarde había llegado por fin, Rory Kincaid salió de la mansión Caidwater, de estilo colonial español, respiró el aire invernal que, impertinentemente, rondaba los veintiséis grados e hizo una mueca de contrariedad.
La brisa seca arrastraba consigo el suave perfume a azahar y la fragancia más intensa de las crasulas en flor, por lo que contuvo el aliento.
A su alrededor los pájaros gorjearon estúpidamente y se sumaron a la alegría incesante del agua que borbotaba en las ocho fuentes de los ocho jardines temáticos que rodeaban la casa de cuarenta y cuatro habitaciones.
El sonido lo crispó.
Otra bocanada de aire demasiado caliente y dulzón lo rozó y su mueca se intensificó. A pesar de estar en enero, el sur de California parecía el paraíso, y a Rory le desagradaba enormemente.
Se dijo que, al fin y al cabo, era la época de la Super Bowl. Si no quedaba más remedio, podía prescindir de la lluvia y de la nieve, aunque no era demasiado pedir que en pleno invierno el aire fuese un poco más cortante. Los Ángeles se tomaba demasiado en serio su fama de ser la tierra de las fantasías y de los deseos hechos realidad. Siempre se había comportado de esa forma.
Rory se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y abandonó las sombras que creaba la mansión. En el acto, la brillante luz solar atacó sus ojos y, sin pensar, se llevó la mano a la funda de las Ray-Ban que llevaba en el bolsillo de la camisa.
Lo único positivo de haber crecido en Hollywood era la capacidad de apreciar unas buenas gafas de sol.
Rory descendió por la ancha escalinata y mentalmente empujó a codazos al anterior propietario de la finca, su abuelo Roderick Kincaid, para acercarlo a los fuegos atendidos por el demonio de lo que sin duda era su última morada. El viejo merecía arder en el infierno por haberle endosado la ejecución de sus últimas voluntades. Entre los Kincaid que lo sobrevivían figuraban Daniel, el padre de Rory, y Greg, su hermano. ¿Acaso el abuelo les había transmitido sus quebraderos de cabeza? Claro que no. Fueran cuales fuesen sus motivos, lo cierto es que el viejo había escogido a Rory, precisamente a Rory, que detestaba Caidwater y cuanto representaba.
Cuando diez años atrás el magnate se largó de Caidwater, juró que no volvería a franquear la verja. Pero gracias a las exigencias de Roderick, a la insistencia de sus abogados y a que le resultaba imposible hacer caso omiso de su sentido de la responsabilidad, ahora estaba allí, agobiado por la opulenta residencia, por todo lo que contenía y por una tía menor de edad que, por añadidura, estaba bajo su tutela.
El momento no podía ser peor. Debería estar en su casa de Atherton, situada en el apacible norte de California, donde durante el invierno hacía frío, y regodearse con el gratificante interés que el Partido Conservador mostraba en defender su candidatura al Senado de Estados Unidos. Debería aprovechar el apoyo que, todavía en privado, le prestaba el senador estatal a punto de retirarse.
La verdad es que estaba inmovilizado en Caidwater, cuando precisamente lo que menos le convenía a su inminente campaña política era que la gente recordase que formaba parte de la decadente familia de actores Kincaid. Gracias a su abuelo y a las calaveradas de su padre, ahora no le quedaba más remedio que esperar a esa mujer que compraba y vendía ropa vieja y apolillada.
Rory consultó la hora con impaciencia. La mujer llevaba cuarenta y un minutos de retraso.
Así era el sur de California: el clima resultaba impropio para la estación, sus habitantes eran poco de fiar y lo único que estaba claro era que ansiaba abandonar Los Ángeles lo antes posible.
Un estrépito agorero resonó en la calzada de acceso. Se le erizaron los pelos de la nuca. Rory no hizo caso de lo que sentía y, pese a que la sensación de desastre no cesaba de perseguirlo, se acercó a la amplia curva de la calzada que rodeaba la casa.
El metálico estertor volvió a asaltar sus tímpanos. La mujer con la que estaba citado, Jilly Skye, conducía el peor coche del mundo o su vehículo reclamaba a gritos un cambio de amortiguadores. En ese momento el automóvil trazó la última curva cerrada de la calzada.
Rory no se había equivocado en nada. Supuso que el vehículo había visto la luz en los despreocupados años sesenta como furgoneta «de madera», si bien ahora avanzaba cuesta arriba como un envejecido fumador de tres cajetillas diarias. El bastidor del coche protestó por el esfuerzo y el ruido logró que a Rory también le entrasen ganas de chillar.
Para colmo de males, alguien había tenido la genial idea de repintarlo, madera incluida, de color rojo cereza.
Con la intención de ver a la conductora, Rory entornó los ojos, pero los cristales oscuros lo imposibilitaron. En cuanto los temblores del coche cesaron se abrió la portezuela del conductor y una sandalia de tacón indescriptiblemente alto se posó en las baldosas. Las tiras sujetaban un pie muy pequeño y arqueado por la forma del calzado. Al igual que el vehículo, las uñas de los pies estaban pintadas del color de las piruletas de cereza.
Rory cerró los ojos y ahogó un quejido. Recordó lo mucho que detestaba esa ciudad de locos. Se disponía a celebrar una reunión de trabajo y se topaba con uno de esos pies por los que uno se vuelve fetichista. No le quedó más remedio que volver a mirarlo y durante un instante evaluó la posibilidad de renunciar a un escaño en el Senado a cambio de trabajar de vendedor en una zapatería pija de Rodeo Drive.
En ese momento la suela de la otra sandalia golpeó las baldosas y produjo un chasquido que lo devolvió a la realidad. Se dijo que solo eran un par de zapatos y que sin duda el resto de la mujer sería mejor.
¡Vaya si lo era! Mejor dicho, era mejor, pero también peor. Mientras permanecía a la espera, por detrás de la cortinilla de la portezuela de madera pintada de rojo asomó una mujer. Era una mujer baja, llena de curvas y que parecía vestida de desnudez y lentejuelas.
Rory volvió a cerrar los ojos con desconcierto y resignación. Pensó que esas cosas solo ocurrían en Los Ángeles y se recriminó por no haberse preparado para ese tipo de situación. La última vez que una mujer lo sorprendió en un lugar inesperado fue precisamente en Caidwater, casi diez años atrás. Fue la noche en la que dejó fuera de combate a su padre, salió pitando de la casa y escapó hacia el norte.
La portezuela del coche se cerró enérgicamente y, por las dudas, Rory se atrevió a echar otro vistazo. Pues no, cada centímetro, hasta el último, seguía siendo el mismo, incluidas las rutilantes lentejuelas y las sandalias con tacón de aguja.
Mientras Rory la miraba, la mujer respiró hondo.
El cerebro de Rory dejó de funcionar… probablemente porque toda la sangre de su cuerpo se agolpó en la mitad inferior del torso.
Rory se dio cuenta de que la miraba fijamente, pero la mujer hacía lo mismo. Tuvo la sensación de que la muchacha movía la boca y repetía una suerte de mantra mudo. Avanzó con paso majestuoso hacia él, si es que alguien con un calzado tan imposible es capaz de hacerlo, y por razones inexplicables Rory retrocedió… y volvió a retroceder.
La joven siguió acortando distancias; finalmente Rory se quedó quieto y pudo ver que la muchacha llevaba un vestido de noche color carne que se adhería como cinta adhesiva a su cintura de avispa y a sus espectaculares pechos. Se detuvo ante él, a una educada distancia de un metro.
La mujer extendió la mano.
– Hola, señor. Soy Jilly Skye.
Rory la miró y su mente se vació de todo lo que no fuese aquella visión adornada con lentejuelas que tenía delante. La muchacha acercó la mano y él la miró, atontado. ¿Qué esperaba la chica que él hiciera? Volvió a observar su rostro en busca algún indicio y creyó percibir que movía los labios.
La expresión de la joven se volvió radiante, bajó la mano y, notoriamente aliviada, añadió:
– Usted no es Rory Kincaid.
El hombre parpadeó.
– No. Sí que soy Rory Kincaid.
Al menos, estaba relativamente seguro de que lo era.
La mujer tragó saliva, movió nuevamente los labios sin hacer ruido y volvió a extender la mano.
– Lo siento. Soy Jilly Kincaid… Perdone, señor Kincaid, soy Jilly Skye y estoy encantada de conocerlo.
La mujer tenía una cara felina y los ojos verdes, y finalmente Rory se percató de que esperaba que le estrechase la mano. La palma y los dedos de su mano pequeña y cálida apretaron la suya con actitud decidida e impersonal, demasiado rápida y formalmente.
Formalmente… Jilly Skye… «¡Dios mío, esta es la cita que tenía esta tarde!», pensó Rory sin acabar de creérselo.
La muchacha enarcó las cejas y sonrió sin tenerlas todas consigo.
– Lo escucho.
Vaya, la chica estaba dispuesta a escucharlo. Rory se preguntó qué esperaba que hiciese.
Volvió a recorrer con la mirada a la menuda mujer. La joven agitó los dedos sujetos por las tiras de aquellas provocadoras sandalias y a renglón seguido se acomodó la delicada diadema con cuentas. Por debajo, la cabellera color café le caía hasta los hombros en una maraña de rizos naturales. Rory ya había reparado en los ojos verdes, pero entonces vio las pecas que salpicaban su rostro. La joven volvió a mover los labios, por lo que Rory llegó a la conclusión de que padecía un lamentable tic nervioso.
Kincaid negó para sus adentros. Con o sin el lamentable tic nervioso, esa comerciante de ropa vintage no resultaría útil para clasificar las cosas que contenía la mansión. Casi siete décadas de acumulación de ropa y vestuario de escena ocupaban hasta el último rincón de Caidwater, por lo que su catalogación era una tarea imponente. Rory quería trabajar con una persona profesional y eficiente porque debía ocuparse de recaudar fondos para el Partido Conservador y porque deseaba abandonar Los Ángeles lo antes posible.
Repasó nuevamente a la mujer con la mirada y otra oleada de sangre recorrió su entrepierna. No le hizo el menor caso. Desde que era muy pequeño había visto todas las formas imaginables de cómo se torcía la fascinación sexual. A diferencia de algunos pijos de Hollywood que habían sido sus amigos, Rory había aprendido de los malos ejemplos de su célebre familia y había abandonado Los Ángeles tras cometer un grave error. Cuando se trataba de sexo, ahora siempre usaba el cerebro en primer lugar.
Con la candidatura al Senado en perspectiva, estaba obligado a proteger su reputación y había quienes esperaban que la defendiese. Por muy tentador que resultase, la mera idea de pensar en juguetear con ese encanto pechugón apuntaba a un desastre que aparecería en los titulares de la prensa sensacionalista y todos los leerían.
En el caso de un hombre listo como él, lo mejor sería que la ayudase a subir inmediatamente al coche y la apartara de su vida.
Mientras elaboraba la frase correcta para llevar a cabo su plan, la joven abrió desmesuradamente los ojos y se tragó una exclamación de sorpresa. Rory hizo como que no se daba cuenta y supuso que debía de tratarse de su lamentable tic nervioso en pleno despliegue. La joven retrocedió hasta que sus sinuosas caderas chocaron con el lateral rojo cereza del coche. Algo peludo y de color gris pasó como un suspiro junto a Rory, con sus potentes garras trepó velozmente por el vestido de la mujer y se posó en su hombro.
Lo que faltaba…
La mujer permaneció inmóvil, aunque sus bonitos ojos verdes se desviaron hacia esa cosa orejuda y de cola larga. Evidentemente, se trataba de un animal, de una mascota, pero como estaban en el sur de California, el bicho, cuyo tamaño estaba a mitad de camino entre un conejo y una cobaya, no era ni un gato ni un pájaro ni un pez de colores. No se trataba de un tipo de vida animal, domesticada o salvaje, que la gente normal que vive en un entorno normal espera encontrar en el transcurso de una jornada normal.
Rory pensó en negar que conocía la existencia de esa mascota, pero todos los que lo conocían sabían que se enorgullecía de ser un hombre responsable.
– No le hará daño -aseguró. Caminó despacio hacia Jilly y maldijo mentalmente a su hermano, que era quien había llevado el condenado bicho a Caidwater-. Es una chinchilla.
Kincaid se aproximó un poco más y la mujer arrugó el entrecejo. Rory le puso una buena puntuación por su valentía, ya que mantuvo el cuerpo inmóvil, como si fuera una escultura de hielo.
– ¿Está seguro? -Rory pensó que la mujer intentaba mantenerlo todo quieto, ya que cuando habló apenas movió la boca. Como no gesticuló demasiado, Rory se fijó en que su boca era suave y de labios gruesos-. ¿Conoce a este animalito?
– Beso -respondió Rory.
Los ojos verdes se clavaron en él y el tono sonrosado de las mejillas de la muchacha hizo juego con el rosa de su boca.
– ¿Qué ha dicho?
– Es la mascota de mi tía. Se llama Beso. He propuesto que le cambiemos el nombre por el de Houdini, pero no ha querido saber nada.
Más le valía afrontar que la hermana de su padre no mostraba demasiado entusiasmo por sus propuestas ni por él. Rory no cesaba de repetirse que todo mejoraría en cuanto instalase a la tía en su casa cerca de San Francisco.
Como si llevara toda su vida de roedor aguardando ese instante, la chinchilla Beso miró con adoración a Jilly, trepó por su hombro y acurrucó la coronilla en la parte inferior de la barbilla de la joven.
Jilly dio un salto y parpadeó.
– ¡Vaya! Tiene el pelaje realmente suave.
Dio la impresión de que Beso sonreía y volvió a frotarse la cabeza contra esa piel tersa. Rory llegó a la conclusión de que era lógico envidiar a un animal que había empezado a despreciar.
– Vamos, Beso.
Estiró la mano para coger a la mascota, que chilló a modo de protesta, se deslizó velozmente por el hombro de Jilly y se parapetó bajo el pelo de su nuca.
La joven también chilló, y Rory, que se encontraba muy cerca, vio la carne de gallina que se formó desde su cuello hacia el escote. Antes de empezar a envidiar también la carne de gallina, Rory apretó los dientes y masculló:
– ¡Beso, sal con las zarpas en alto o habrá guiso de chinchilla para cenar y zapatillas de chinchilla para Navidad!
En lugar de rendirse, el animalillo se agazapó un poco más, por lo que Jilly jadeó. Ese jadeo, por su lado, provocó una… no, mejor dicho, provocó dos hechos espectaculares.
Tras un vistazo único e increíble, Rory fingió que no había reparado en que los soberbios pechos de la joven se escapaban del vestido ni dio señales de haber experimentado la lógica reacción masculina.
Dolorosamente consciente de que no lograría que el condenado animal saliese por su cuenta, Rory se acercó a la mujer y de repente introdujo la mano en los espumosos rizos de su melena. Dio con el cuerpo frenético de su adversaria y la aferró; no hizo caso de los chillidos de queja de Beso, de sus perturbadas maniobras de distracción, de los ojazos desmesuradamente abiertos de Jilly Skye ni de su tic nervioso, que volvió a agitar sus labios dulces y suaves.
Le resultó imposible no notar la cálida sensación que el cabello de Jilly provocó en su mano… y le pareció inaceptable. Por eso, cuando Beso hizo un último intento desesperado por aferrarse a la joven, Rory volvió a apretar los dientes y cogió firmemente a la mascota. Con un último chillido, la chinchilla abandonó el enredo de la cabellera de Jilly convertida en una contrariada perdedora.
– ¡Misión cumplida! -exclamó Rory triunfal, y retrocedió para ver cómo reaccionaba la mujer.
En lugar de agradecida, Jilly estaba azorada. Rory no la censuró porque entonces le quedara menos vestido que al llegar a la mansión. Al parecer, la lucha entre el hombre y la bestia había dado por resultado que el vestido se rasgase. Jilly aferraba el corpiño con una mano y el extremo de un tirante roto con la otra. Rory sabía lo suficiente sobre la ley de la gravedad como para ser consciente de que las manos de la joven eran lo único que impedía que transgrediese las normas del decoro.
Súbitamente los titulares de la prensa sensacionalista cobraron vida en la mente de Rory y tuvo la sensación de que le amargarían la existencia.
– Necesito que entre en casa -musitó en tono apremiante.
Las cosas ya estaban bastante mal cuando la mujer lucía el descarado vestido… ¡del que ahora solo quedaba la mitad! Deseosos de sacar provecho de los rumores sobre sus aspiraciones políticas, hacía semanas que reporteros y fotógrafos rondaban la zona, y los teleobjetivos eran algo poderoso y perverso. No debía acompañarla hasta el coche. Era mejor que no la viesen salir de Caidwater hasta sujetar el vestido con clips o agujas.
Con una mano, Rory mantuvo a Beso sobre su pecho y con la otra aferró a Jilly del brazo y la condujo hacia la casa.
– Por aquí.
Jilly lo siguió hasta que llegaron al final de la escalinata que desembocaba en la puerta. Una vez allí se detuvo y ladeó la cabeza para contemplar las tres plantas de paredes de estuco rosado.
– ¡Qué curioso, parece una fortaleza árabe!
Rory la urgió a continuar; en ese momento no le interesaba admirar la residencia. En su opinión no era más que lo que parecía: un palacio de ensueño, caprichoso y exageradamente lujoso.
– Ocupa tres mil metros cuadrados -informó con toda la naturalidad del mundo-. Tiene cuarenta y cuatro habitaciones, incluida una piscina cubierta, para no hablar de los ocho jardines ni de las hectáreas de tierra sin cultivar. Una cascada de treinta metros cae sobre el cañón, en el que hay un estanque para canoas; también dispone de pistas de tenis y un campo de golf de nueve hoyos.
En lo más alto de la cadena de colinas que rodeaban Hollywood y protegida por palmeras adultas y eucaliptos de la mirada de los seres corrientes que vivían en el valle, Caidwater era el campo de juegos de un rico; un campo de juegos que ahora estaba atado al cuello de Rory con el nudo corredizo del verdugo.
No era de extrañar que tuviese la sensación de que se ahogaba.
Con la mano en el picaporte, Rory hizo un alto antes de hacerla pasar a la entrada principal. Recapacitó y llegó a la conclusión de que lo mejor era evitar al servicio.
Sin dar la menor explicación, Kincaid se apartó de la puerta principal y, sin dejar de sujetar a Jilly del codo, atravesó rápidamente la verja que conducía a una terraza lateral. La muchacha trotó a su lado y se las apañó a pesar de los absurdos tacones y de tener que luchar por mantener el vestido en su sitio. Rory no se atrevió a correr el riesgo de soltarla hasta que llegaron a una puerta lateral. Cuando abrió, el aire fresco y el olor a aceite caro, con aroma a limón y alcohol, escaparon a través del hueco de la puerta.
Sin dejar de sujetar los restos del vestido, Jilly lo precedió, franqueó la puerta y miró a su alrededor con ligera curiosidad.
– ¡Caramba! Piscinas, un estanque para canoas y cuarenta y cuatro habitaciones. Parece exactamente lo que un déspota podría desear.
Rory se quitó las gafas de sol y entrecerró los ojos. Tras ese comentario tuvo la sensación de que la joven había conocido a su abuelo. Rechazó la idea y la condujo a la biblioteca que había convertido en su despacho. Los estantes empotrados cubrían las paredes y estaban ocupados por miles de libros encuadernados en cuero, textos que jamás se habían leído, volúmenes vendidos junto con la casa comprada por Roderick en 1939.
– Espere aquí -pidió Rory, y señaló una silla-. Tardaré un minuto en encerrar al animal.
En cuanto Beso estuviera en su jaula, Rory encontraría la manera de cubrir decentemente a la mujer y agradecerle que se hubiera tomado la molestia de dedicarle un rato; luego seguiría buscando la forma de deshacerse de la ropa. Bastarían cien pavos para que esa chica se largase contenta y con las manos vacías.
– ¿Le molesta que lo acompañe?
Rory se detuvo ante la puerta que conducía al resto de la casa. Miró por encima del hombro y estuvo a punto de atragantarse de desesperación. No era necesario que sufriera un ataque de pánico ni que la llevara al interior de la casa, pues ella ya se había arreglado el vestido.
Evidentemente la joven reparó en la dirección de su mirada y esbozó una sonrisa antes de explicar:
– Un viejo amigo de la familia perteneció a la marina. -En un abrir y cerrar de ojos, había enlazado el tirante roto con algo del interior del corpiño del vestido y lo había anudado-. Creo que lo llaman nudo marinero. -Preocupada, Jilly se mordió el labio inferior-. Bien, ¿puedo acompañarlo?
Rory apartó la mirada del nudo del tirante y de la boca de la mujer y consultó el recargado reloj de pared, situado tras ella.
– Mi tía está durmiendo -contestó-. No quiero molestarla.
Rory reprimió el escalofrío que experimentó ante la mera posibilidad; su tía ya era bastante arisca sin necesidad de despertarla.
– Me encantaría ver el resto de la casa -se apresuró a decir Jilly.
Kincaid enarcó las cejas. La chica no se había mostrado excesivamente impresionada cuando minutos antes le había descrito la mansión. De todos modos, deseaba deshacerse de ella con el menor jaleo posible, si bien reconocía que había cometido el error de hacerla entrar. Cabía la posibilidad de que, si hacían un recorrido rápido, la curiosidad de la mujer quedase satisfecha… o se llevara un chasco.
Caidwater ya no estaba a la altura de su fama. A diferencia de lo que había sucedido en el pasado, hacía tiempo que los agentes de Hollywood, decadentes y medio ebrios, no deambulaban entre las mesas de billar ni remojaban sus sobrevalorados cuerpos en la humeante piscina de burbujas. Los únicos aspirantes a estrellas, falsos y ambiciosos que deambulaban por los pasillos eran los amargos fantasmas que poblaban la mente de Rory.
– De acuerdo, vamos -propuso. Echó a andar por el pasillo y señaló el impresionante espacio que se abría al otro lado de la extensión cubierta con baldosas-. El acogedor salón -comentó con ironía.
El artesonado estaba cubierto con pan de oro, las paredes estaban revestidas con maderas primorosamente talladas y había una chimenea de piedra capaz de albergar a una orquestra de pocos miembros. Si la memoria no le jugaba una mala pasada, durante una fiesta demasiado concurrida es lo que sucedió.
En lugar de detenerse a evaluar la respuesta de la mujer, Rory siguió caminando, señaló el comedor y a continuación la entrada a la sala de cine, con aforo para cien personas.
– Allí está el ascensor -añadió, señaló otras puertas de madera rebuscadamente talladas y se desvió hacia la escalera de caracol, de roble.
Jilly aferró con una mano la falda del vestido y subió peldaño a peldaño junto al dueño de casa. Se mantuvo a su lado hasta que Rory se detuvo ante una puerta cerrada del primer piso.
– Es la habitación de mi tía -susurró-. Entraré y meteré a Beso en la jaula.
Jilly asintió y volvió a morderse el labio inferior.
Rory contuvo el aliento y entró. Su tía ocupaba una suite de dos habitaciones, el cuarto en el que estaba y el dormitorio situado al otro lado de la puerta cerrada. Caminó de puntillas entre varios objetos de su tía desparramados por el suelo, como una colcha de ganchillo, dos libros y un par de instrumentos musicales que usaba para entretenerse, y avanzó sin hacer ruido hasta la jaula de Beso. Con movimientos precisos y silenciosos introdujo la chinchilla, que no cesó de retorcerse, y cerró firmemente la puerta de la jaula. Aún no había logrado desentrañar cómo se las apañaba Beso para escapar, y su tía afirmaba que no lo sabía.
Lanzó una mirada furtiva en dirección al dormitorio de su tía, albergó desde lo más íntimo la esperanza de no haberla despertado, se volvió hacia la puerta que comunicaba con el pasillo y caminó deprisa y en silencio.
Se movió sin hacer ruido hasta que con las prisas pisó una pandereta. Aunque permaneció inmóvil, el instrumento se deslizó agoreramente por la alfombra oriental, chocó con la pared de yeso con bastante impulso y produjo sonidos suficientemente estrepitosos como para despertar a los muertos.
¡Mierda!, dijo para sus adentros.
Rory tensó los hombros y se preparó para las previsibles consecuencias, que no tardaron en llegar.
– ¡Eh! -exclamó una voz, en principio quejumbrosa, si bien enseguida se fortaleció-. ¡Eh! -Como no obtuvo respuesta, la voz se tornó más estentórea y quejica-. ¿Quién anda por ahí?
Rory hizo una mueca y procuró disimular el ligero sudor que cubría su piel. Se obligó a esbozar una sonrisa conciliadora, tragó aire y se acercó al dormitorio de su tía. No se sorprendió cuando, repentinamente, notó que Jilly Skye estaba a su lado. Sabía a la perfección que era imposible pasar por alto la voz de su tía.
Rory volvió a respirar hondo, abrió la puerta con delicadeza y se dispuso a hablar con su tía, que estaba sentada en la cama con dosel, cubierta con su camisón de encaje. La huella de la almohada marcaba su mejilla y la expresión de contrariedad torcía sus labios hacia abajo. El magnate tragó saliva y musitó:
– Iris…
La expresión de contrariedad se trocó en una mueca monstruosa.
– He dicho que quiero que me llames…
– Tía -se apresuró a añadir Kincaid, y levantó la mano, como si quisiera contener el malestar de la niña-. Lamento haberlo olvidado.
La pequeña levantó la barbilla con actitud de emperatriz y Rory notó que miraba a la mujer que se encontraba a su lado.
– ¿Quién es? -quiso saber, y la señaló con el dedo, como una reina que asiste a decapitaciones.
Rory esbozó una sonrisa de resignación y se volvió ligeramente. La expresión de Jilly Skye era de curiosidad, sorpresa y algo más que no consiguió desentrañar.
– Señorita Skye, quiero presentarle a mi tía Iris Kincaid. Iris, te presento a la señorita Jilly Skye.
Como si cada día saludase a crías de cuatro años que eran las tías ariscas y exigentes de hombres de treinta y dos, Jilly recorrió la mullida alfombra blanca y estrechó la mano de Iris.
A Rory le costó creer lo que veía. Hacía un mes, cuando conoció a la niña, temió que le mordiera, miedo que aún no había desaparecido. Sin embargo, Jilly no parecía recelar de Iris. Es más, sin que se produjeran incidentes fue a buscar y le entregó el vaso de agua que la cría pidió.
Rory se mantuvo en la seguridad relativa de la puerta del cuarto de juegos y su sorpresa se convirtió en perplejidad cuando Jilly acomodó a Iris en su nido de edredones ligeros. Jilly se despidió con un ligero ademán, al que Iris respondió soñolienta, y luego salió al pasillo.
Poco dispuesto a correr riesgos, Rory cerró la puerta del cuarto de juegos con todo el cuidado del mundo.
Los ojos de la joven brillaban cuando comentó:
– Es una niña adorable.
Al principio Rory pensó lo mismo. Iris tenía una preciosa y dorada cabellera y los famosos ojos azules de los Kincaid. Claro que su personalidad, al menos en lo que a él ser refería, era más de barracuda que de beldad infantil.
– Apenas hemos comenzado a conocernos -comentó Rory de forma poco comprometedora, y se dirigió hacia la escalera-. No la conocí hasta que murió su padre, es decir, mi abuelo. Ahora soy su tutor.
– ¿Su tutor? -inquirió Jilly en un tono cargado de curiosidad.
– El abuelo la dejó a mi cargo -respondió Rory-. Está bajo mi responsabilidad, aunque le aseguro que todavía no he acabado de acostumbrarme a la idea.
Rory sabía que los niños necesitan estabilidad y que él era el mejor y el único Kincaid capaz de proporcionársela.
Su mentor, el senador Fitzpatrick, se frotó las manos al conocer la noticia; aseguraba que criar una «hija» fomentaría en la mente de los electores la imagen de Rory como amante de la familia.
Esos pensamientos le recordaron todo lo que tenía que hacer antes de la impresionante fiesta para recaudar fondos que se celebraría al mes siguiente. Las tareas incluían sacar de la casa los condenados trajes y vestuario, por lo que volvió a experimentar la sombría sensación de que un naufragio estaba a punto de producirse.
Desvió la mirada hacia Jilly mientras la conducía de regreso a la biblioteca. Echó un único vistazo al rutilante vestido de noche y a la generosa parte de arriba de su cuerpo, apenas ocultada, y recordó que, en el mejor de los casos, esa mujer era una excéntrica y, en el peor, una influencia negativa para su tía.
Había compartido suficientes experiencias con mujeres excéntricas y negativas como para no querer saber nada de ellas durante el resto de su vida.
Dado que sabía lo que tenía que hacer, al llegar a la biblioteca cerró la puerta y luego apoyó una nalga en la esquina del escritorio. Señaló una silla y Jilly Skye tomó asiento. Su falda de lentejuelas fluyó como el agua por encima de sus rodillas juntas. Adoptó una expresión expectante pese a lucir un vestido de estrella porno; Rory restó importancia a la sensación que tenía de estar a punto de aplastar a un gatito.
– Escúcheme… -Vaciló, pues no sabía cómo abordar el tema-. Me parece que, después de todo, el acuerdo al que llegamos por teléfono no servirá de nada.
Jilly entrecerró sus ojos verdes como un gatito que detecta dificultades.
– ¿Hay algún problema?
– Verá, no se trata exactamente de un problema.
La muchacha se deslizó hacia el borde del asiento de cuero.
– ¿No está conforme con mis referencias?
– Sus referencias son correctas, mejor dicho, excelentes.
Jilly le había dado los nombres de diversos profesores de universidades locales, de conservadores de dos museos y el del presidente de una organización de coleccionistas.
Rory se pasó la mano por los cabellos cortos.
– El mes que viene nos vamos, pero antes celebraré en la residencia una fiesta muy importante. Me parece que representará demasiadas dificultades y llevará demasiado tiempo seleccionar, clasificar y resolverlo todo para esa fecha. Bastará una llamada telefónica para que cualquier tienda local de ayuda humanitaria envíe sus camiones y lo saque todo en un par de días.
– ¡Pero no puede hacer eso! -exclamó Jilly de viva voz. Tragó saliva y, tranquilizada, volvió a empezar-. Estoy segura de que le cuesta darse cuenta del valor de lo que posee, pero le aseguro que es considerable. Su abuelo prometió algunas cosas, concretamente su vestuario de actor, a un museo. Como le comenté por teléfono, le cobraré un precio más que razonable por mis servicios de evaluación y catalogación a cambio de que me permita adquirir parte de las piezas que no están destinadas al museo.
Rory cerró los ojos y se frotó el entrecejo para calmar el dolor de cabeza que amenazaba con aparecer.
– Me parece que…
– Se trata de algo personal, ¿no?
Kincaid abrió los ojos con actitud culpable.
– ¿Ha dicho personal? -repitió. Jilly Skye lo miró, abrió desmesuradamente esos bonitos ojos verdes, sus pechos voluptuosos asomaron por encima del escote del vestido y la melena se rizó libremente sobre sus hombros. Respondió con una mentira-: No.
– En ese caso, quiero hacerlo -declaró la joven con firmeza.
Rory maldijo para sus adentros y se preguntó por qué aquella mujer no dejaba las cosas como estaban.
– Llevará demasiado tiempo…
– Tiempo es precisamente de lo que dispongo. Aunque por teléfono mencionó la magnitud de la colección, estoy convencida de que podré hacerlo antes de que se cumpla el plazo.
Rory experimentó la sensación de que la situación se le escapaba de las manos.
– ¿Y su tienda? -inquirió, y se aferró a lo primero que se le ocurrió-. No creo que sea bueno desatenderla…
– Tengo una socia y dependientes. Además, actualmente gran parte de las transacciones se hacen a través de la red. -Jilly saltó de la silla sin darle tiempo a que pusiera pegas-. Le demostraré de qué hablo. -En medio de una ráfaga de lentejuelas, la muchacha rodeó el escritorio y ocupó el sillón situado delante del portátil. Apoyó su mano menuda en el ratón y preguntó-: ¿Me permite?
A Rory no le quedó más remedio que acceder. Rodeó el escritorio, se situó detrás de la joven y fijó noblemente la mirada en el ordenador en vez de clavarla en el vestido. Jilly inclinó la pantalla para que Rory viese mejor; luego marcó y clicó hábilmente hasta conectar con el buscador. Una vez allí, casi en el acto lo trasladó a una web llamada «Things Past», cuya propietaria era Jilly Skye.
Durante los diez años que había pasado en Silicon Valley, Rory había visto miles de webs, y aquella no estaba nada, pero que nada mal. Peculiar y nada sobrecargada, ofrecía a sus clientes opciones claras como «Prendas de mujer anteriores a 1920» o «Lencería victoriana».
Rory enarcó las cejas. ¿Lencería victoriana? El título despertó su curiosidad, pero se llevó un chasco porque la joven clicó otro botón que exhibía una página de vestidos, hábilmente fotografiados, de los años cuarenta del siglo XX. Debajo de cada foto aparecía el pie, en el que figuraban la talla y el precio.
– ¿Cuántas visitas recibe al mes? -inquirió Kincaid aludiendo a la cantidad de cibernautas que se conectaban a su página.
Jilly Skye nombró una cifra impresionante y lo impactó un poco más cuando mencionó la cantidad de dólares obtenidos en el último trimestre del año anterior gracias a los negocios en la red. Sonrió con un poco de presunción, se dedicó a mover el ratón y de repente en la pantalla apareció el interior de una tienda de ropa.
Rory Kincaid frunció las cejas por enésima vez y preguntó:
– ¿Es una webcam?
La joven asintió y su ligera sonrisa le recordó a los gatitos y la nata.
– En realidad, la imagen no es excesivamente nítida, pero… bueno, mi asesora informática intenta mejorarla; de todos modos pensamos que así atraeríamos más clientes.
Mientras Kincaid miraba, la cámara recorrió lentamente la tienda; vio un par de personas que estudiaban los artículos, una joven detrás de la caja y atractivas presentaciones de ropa.
– No está nada mal-reconoció Rory-. Y si a alguien le apetece comprar un artículo…
Jilly señaló una ventana de la pantalla.
– Puede llamar a nuestro teléfono gratuito o hacer el pedido por correo electrónico. -Rory aún estaba con la vista fija en el monitor cuando repentinamente Jilly Skye se volvió en el sillón y el asiento giratorio chirrió a modo de protesta-. ¿Qué me dice? -inquirió, y le clavó la mirada-. ¿Me dará o no el trabajo?
Rory maldijo su estampa. Se había concentrado tanto en la página de Things Past que no había buscado nuevos motivos para negarse.
– Veamos… Déjeme pensar.
Se peinó los cabellos, se frotó la nuca y se rascó el mentón mientras intentaba no mirar los admirables haberes de Jilly Skye, su bonita cara de ojos verdes y serios y su boca rosada hecha para besar.
La joven levantó una mano para alisarse la cabellera y bajó la mirada a fin de comprobar que el nudo del tirante del vestido seguía en su sitio. Lo único que faltaba era que la chica le recordase que tanto él como la mascota de su tía la habían vapuleado hacía menos de media hora. A renglón seguido movió el ratón para pasear el cursor por la imagen de la webcam de su tienda. Rory se dijo que debía reconocer que sus prácticas comerciales no eran tan extravagantes como el resto de su persona. Por último, Jilly deslizó los dedos sobre el escritorio hasta rozar delicadamente los bordes de la agenda abierta.
Por Dios, estaba claro. ¿Quién más podía realizar el trabajo como correspondía? Además, sus referencias garantizaban que era la mejor.
La joven levantó la cabeza y preguntó:
– ¿Me lo da o no?
– Yo… Sí, está bien -acabó por responder, y se maldijo.
Consciente de que la había fastidiado, Rory se habría dado cabezazos contra la pared, pero no podía desdecirse porque, como si hubiese adivinado sus intenciones, la muchacha ya se había levantado del sillón, sonreía y le estrechaba la mano.
Le aseguró que estaba muy agradecida. Pondría manos a la obra a primera hora de la mañana. Con otra ráfaga de lentejuelas y una nueva sonrisa centellante, Jilly franqueó la puerta de la biblioteca y atravesó la entrada de la casa.
Esa súbita y enérgica manifestación de actividad mareó a Rory. No solo la actividad, sino la bocanada de aire demasiado cálido y perfumado que lo abrumó en cuanto cruzó la puerta de entrada y vio que Jilly Skye montaba en su cafetera y bajaba por la calzada larga y serpenteante.
La mujer condujo con cuidado, probablemente porque no quería forzar demasiado su destartalado vehículo. A pesar de todo, la furgoneta de madera saltó, traqueteó y proclamó, en el caso de que su dueña estuviera dispuesta a escuchar, actitud que a Rory le pareció imposible, que algo tan viejo y peculiar tendría que haber acabado hacía años en el chatarrero. Al doblar la primera curva, lo penúltimo que Rory avistó fue el techo de color rojo cereza y una mano en alto a modo de alegre despedida.
Solo cuando vislumbró lo último, el guiño definitivo de las lentejuelas doradas, se dio cuenta de que, como mínimo, tendría que haber solicitado una forma de vestir más decorosa.
Rory meneó la cabeza y se dijo que esas cosas solo ocurrían en Los Ángeles. Puesto que volvía a vérselas con una de las chifladas de la ciudad, seguramente algo estaba condenado a salir mal.
Únicamente se trataba de saber hasta qué punto saldría mal.
Su corazón latía tan rápido que Jilly se preguntó si se había tragado uno de los colibríes que revoloteaban entre los arbustos en flor que bordeaban la calzada de acceso a Caidwater. Aferró el volante con fuerza y logró contener su entusiasmo mientras atravesaba la verja de hierro forjado y giraba en dirección a su hogar.
No regresaría directamente a su apartamento; antes haría un alto para compartir la noticia. Condujo el coche hasta un arcén ancho y a la sombra. Apagó el motor, puso el freno de mano y buscó su móvil bajo el asiento del acompañante. Le temblaban tanto los dedos que fue incapaz de pulsar los botones, por lo que durante unos segundos apoyó el teléfono en su corazón agitado.
¡Lo había conseguido! Rory Kincaid había aceptado.
Rory Kincaid… Se le hizo un nudo en el estómago, un nudo que desprendió calor y subió hasta besar su piel.
Se le puso carne de gallina en los brazos incluso mientras intentaba desterrar a ese hombre de sus pensamientos. Estaba claro que pronunciar el nombre de Bill Gates no había conseguido que Rory dejara de ser guapísimo y pasase a convertirse en un imbécil. Se trataba de un tío de metro ochenta, pelo negro, ojos azules y rasgos poco corrientes, casi exóticos.
Poseía rasgos exóticos que instantáneamente evocaron imágenes de…
¡No! Jilly se revolvió en el asiento y se obligó a controlar tanta tontería. La manera en la que Rory Kincaid despertaba su imaginación no solo era inquietante sino inoportuna. Las hormonas alborotadas no tenían nada que hacer con sus planes.
De todas maneras… Suspiró. Por algún motivo inexplicable, desde el instante en el que había visto a Rory y cada vez que pensaba en él, en su mente se desplegaba un sueño, un sueño de lo más peculiar en el que…
Sonó un pitido. Jilly pegó un brinco y desbloqueó el móvil. Miró a su alrededor, algo desconcertada ante ese giro totalmente novedoso y casi delirante de su mente.
Tal vez debería comer más verduras o beber únicamente café descafeinado. Estaba convencida de que padecía alguna deficiencia, ya que fantaseaba sobre un hombre cuando tenía cosas mucho más importantes que hacer, entre ellas deshacer varios entuertos.
Se movió por la agenda con el pulgar y pulsó un número. Respondió una voz conocida y aflautada a causa de los nervios. Jilly se olvidó de su inquietante reacción ante Rory Kincaid y sonrió tanto que le dolieron las mejillas.
– ¡Lo he conseguido! -exclamó pletórica de alegría-. ¡Y, por si fuera poco, lo he visto!