Capítulo 3

El traqueteo del transporte de Jilly Skye, al que Rory no se atrevía a denominar «coche», traspasó el aire matinal e incluso se coló por las gruesas paredes de Caidwater. Apretó el teléfono inalámbrico que llevaba pegado a la oreja y miró a través de la ventana de la biblioteca.

Debió de quejarse en voz alta porque el hombre con el que hablaba, el honorable Benjamin Fitzpatrick, su mentor y actual senador por California, se interrumpió en medio de la frase y preguntó:

– Hijo, ¿qué te pasa? ¿Hay algún problema?

Para entonces Jilly había detenido su monstruo rojo y se había apeado.

– Señor, está todo bien. ¿Qué era lo que decía?

Desde luego que había un problema, un problema grave. La mujer que el día anterior se había presentado con un vestido de fiesta no se había convertido en una fémina alta, plana y vestida de forma conservadora. Ni pensarlo. El delicioso y sinuoso cuerpo de Jilly estaba cubierto por prendas que rendían homenaje a la época de las flores: blusa campestre blanca y vaqueros estridentemente adornados con parches multicolores y rebuscados bordados. Rory se llevó automáticamente la mano al bolsillo de la camisa y buscó las gafas de sol. Dolía mirar esos tonos chillones, dignos de un pavo real.

Por si fuera poco, a pesar de que los pliegues de la blusa disimulaban sus soberbios pechos y de que sujetaba su alborotada melena de rizos con un gran pasador, la mente de Rory recordó vivazmente cada centímetro de su exuberancia y aún le cosquilleaba la mano que había rozado sus cabellos. Por añadidura, sus dedos ansiaban seguir el contorno de la señal de la paz, de color rojo vivo, que adornaba un bolsillo trasero de los vaqueros, así como la cadena de margaritas que rodeaba su muslo.

Y pensar que esa tarde tenía una reunión en Caidwater, un encuentro que exigía total concentración…

– Rory… Rory… hijo, ¿me oyes?

Kincaid centró su atención en el senador.

– Sí, señor, por supuesto. Lo oigo perfectamente. El equipo llegará a las dos.

La voz del anciano rezumó satisfacción:

– No sabes cuánto me alegro. Has dado demasiadas largas a esta cuestión.

Rory se movió inquieto. Seguía pensando que era demasiado pronto para reunirse con el equipo de estrategas del Partido Conservador a fin de tratar los detalles específicos de su candidatura electoral.

– Sabe perfectamente que prefiero esperar a que mi candidatura se anuncie oficialmente.

– No olvides que eso es únicamente para la galería, en la práctica ya eres nuestro candidato.

El senador siguió parloteando y repasó por enésima vez los diversos puntos del encuentro.

Rory escuchó sin prestar demasiada atención y pensó que sorprendentemente el candidato del Partido Conservador era precisamente él. Aguardó y deseó experimentar una oleada de satisfacción. Se mantuvo expectante, pero no sirvió de nada.

Frunció el ceño, contrariado. Debería alegrarse de que el senador estuviese convencido de que su integridad y carácter eran lo bastante firmes como para superar la vida llena de escándalos no solo de su padre, sino también de su abuelo. Lo único que experimentó fue una zozobra que sintió en la nuca como una mano helada.

Su turbación carecía de sentido. El año anterior, cuando lo nombraron miembro del comité federal encargado de investigar el fraude del comercio electrónico, se alegró de que sus servicios llamasen la atención del senador Fitzpatrick. El anciano le cayó bien en el acto; siempre había admirado su talento político. Pasaron sin dificultades de la relación profesional a una amistad que Rory tenía en alta estima.

Un poco desconcertado tras la reciente venta de su empresa de software, Rory se sintió muy halagado cuando ese hombre entrado en años empezó a hablar del nuevo Partido Conservador y de la candidatura al Senado. No es que Rory viese de color de rosa la vida en Washington, pues sabía que allí también había ególatras y genta ansiosa de poder, pero lo cierto era que, en virtud de sus antecedentes familiares, se consideraba más capacitado que la mayoría para quitarlos de en medio.

Lo que más lo atraía de esa posibilidad era que el Partido Conservador se proponía recuperar la política de la misma forma que él aspiraba a restituir la dignidad del apellido Kincaid. Tanto el nuevo partido como él deseaban recobrar el honor.

Daba la impresión de que, con la candidatura al Senado, el destino le ofrecía una oportunidad hecha a su medida.

Se asomó por la ventana y reparó en que Jilly Skye se agachaba para sacar una cartera del coche. Los vaqueros gastados ceñían su atractivo y redondo trasero con la misma firmeza que las manos de un hombre. Volvió a reprimir un gemido. El astuto destino también le brindaba la oportunidad de conocer a la tentadora Jilly.

Maldita sea, estaba convencido de que su estado melancólico era culpa de la joven. Al igual que la víspera, solo de verla le daban ganas de bajar la cabeza y esfumarse, es decir, dejar de tomar decisiones hasta que resolviese la cuestión.

Incapaz de dominar totalmente el pánico, Rory carraspeó y se excusó:

– Disculpe, senador, pero tengo que colgar.

Dada la trascendental reunión de la tarde, durante la cual conocería al nuevo director de campaña del Partido Conservador, más le valía situar a la deliciosa Jilly tras las barricadas de la colección de su abuelo. Con un poco de suerte, también podría encerrar con ella los perversos pensamientos que discurrían por su mente.

– Hijo, no permitas que Charlie Jax te acoquine.

– ¿Cómo ha dicho? ¿Que me acoquine? -Rory volvió a concentrarse en el senador Fitzpatrick-. ¿Qué quiere decir?

La risilla del senador no le resultó nada tranquilizadora.

– Pese a ser un poco contundente, Charlie representa una ventaja extraordinaria para el Partido Conservador.

Rory protestó.

– Senador, lo que usted define como «un poco contundente» para los demás significa que «te aplasta como una apisonadora».

El senador Fitzpatrick volvió a reír.

– Acabarás por entenderte con él. Aseguraste que estabas dispuesto a afrontar nuevos desafíos.

Rory protestó con más energía y reprimió el deseo de mirar por la ventana.

– En momentos como este tengo el convencimiento de que el verdadero desafío consiste en convencerlo de que se presente para otro mandato.

El senador no dejó de reír y colgó.

Una vez terminada la llamada, Rory abandonó la biblioteca rápidamente y abrió la puerta antes de que su picajosa visitante tocase el timbre. Jilly abrió desmesuradamente los ojos al reparar en lo que Rory esperaba que fuese una expresión aterradora.

– Sígame -masculló el magnate.

Con esa orden a modo de saludo, Kincaid cogió la cartera de cuero que la mujer llevaba y la condujo hacia el ala este de la residencia.

– Lo mismo digo, señor Kincaid, hola -murmuró Jilly-. Sí, desde luego, tiene usted toda la razón, hace una mañana preciosa.

Rory arrugó el entrecejo y la miró de soslayo.

Jilly lo observó a través de sus pestañas muy, pero que muy rizadas y sonrió. En el cutis cremoso de su mejilla izquierda destacó algo en lo que hasta entonces Rory no había reparado.

¡Maldita sea!

¡Tenía un hoyuelo! ¡Ese pequeño y erótico bombón tenía un hoyuelo! Era el tipo de peculiaridad que desarma y que hace que algunos hombres olviden la vestimenta floral, las lentejuelas de la víspera y todo lo que demostraba que esa mujer no era más que otro ejemplo de la fauna más estrafalaria y chiflada de Los Ángeles.

Kincaid intentó convencerse de que él no formaba parte del grupo de «algunos hombres».

Finalmente Rory se detuvo al comienzo de un largo pasillo, delante de una de las diversas puertas cerradas, situadas a uno y otro lado del corredor, y dirigió una mirada especulativa a la mesa de comedor, de madera maciza, arrinconada contra la pared. En cuanto lograra que Jilly empezara a recorrer el pasillo, si retiraba los altos jarrones orientales que adornaban la mesa y buscaba la ayuda del jardinero, tal vez… tal vez podría volcar la mesa y taponar la abertura. Encerrar a la joven le parecía una idea fabulosa.

Ciertamente, se trataba de una idea absurda, pero Jilly Skye con su hoyuelo saltarín en la mejilla izquierda y una begonia bordada en el trasero era tan peligrosa para sus leales ambiciones en el Partido Conservador como una esposa loca encerrada en el desván.

Rory señaló en dirección a las puertas.

– Empiece por aquí -propuso.

Las diez habitaciones la mantendrían ocupada, como mínimo, durante varios días. Deseoso de volver al despacho, Rory aguardó impaciente a que Jilly se moviera. Sabía que debía tomar notas, fijar fechas y olvidarse de las begonias bordadas y los hoyuelos.

Jilly Skye permaneció inmóvil.

– ¿Por aquí? -preguntó la muchacha, y recorrió con la mirada las puertas cerradas.

Rory dio unos pasos convencido de que lo hacía para que empezara cuanto antes. Pasó junto a Jilly, abrió la primera puerta, siguió andando por el pasillo, se inclinó de derecha a izquierda y abrió una puerta tras otra.

Jilly continuó donde estaba.

Rory arrugó el entrecejo y regresó a su lado. La joven abrió desmesuradamente los ojos mientras echaba un vistazo a las habitaciones, llenas de ropa y de vestuario de películas colgados en percheros con ruedas.

– ¡Maldición! -exclamó Rory-. Tendría que habérselo mostrado ayer. ¿Quiere deshacer el trato?

Rory se dijo que si no deseaba que se fuera se debía solo a que supondría todavía más jaleo.

Jilly pudo finalmente mover lentamente los pies, que la condujeron a la primera estancia. Acarició la manga de lana de un traje de hombre que colgaba del perchero más próximo.

– Por supuesto que no -replicó sorprendida-. No quiero deshacer el trato.

– ¿Está segura? -quiso saber Rory, que se sintió comprensiblemente aliviado-. En el ala siguiente hay más habitaciones como estas.

Jilly abrió mucho los ojos.

– ¿Más?

– Y todavía más. -Rory se peinó los cabellos-. Jilly, hay ropa por todas partes.

La muchacha se internó en el cuarto y extendió las manos para tocar la tela de los trajes, camisas y corbatas que el abuelo había acumulado a lo largo de los años. En opinión de Rory, solo eran trapos. De repente Jilly se volvió con la mirada encendida; el hoyuelo amenazó con volver a marcarse.

– ¿Ha dicho por todas partes?

Totalmente desconcertado por el entusiasmo de la joven, Rory asintió. Ese gesto fue lo que cerró definitivamente el trato. Aquella chica estaba como una cabra.

Diez años atrás, al dejar Caidwater, Rory había decidido evitar a toda costa a los fugados de los manicomios, motivo por el que en ese momento retrocedió, pero al final se detuvo e inquirió:

– ¿Realmente le gustan estas cosas?

– Las adoro.

Su sorpresa iba en aumento.

– ¿Por qué?

Jilly acarició el terciopelo negro de la capa que el abuelo de Rory probablemente había llevado en una película de hacía mil años.

– ¿Alguna vez llevó uniforme escolar? -preguntó la joven. Rory meneó negativamente la cabeza-. Yo, sí. El uniforme era gris y blanco y tuve que ponérmelo durante trece años. La casa de mi abuela también era, principalmente, gris y blanca. Si lo pienso, lo mismo podría decir de su personalidad, de color blanco frío y gris controlador… ¡mientras que esto…! -Jilly volvió a girar sobre sí misma. Rory se quedó fascinado por la energía que su cuerpo menudo despidió-. Estos hilos, las lanillas… los azules, los verdes… los colores, las texturas… -Levantó un brazo como si quisiese abarcarlo todo.

En ese instante algo llamó la atención de Jilly. Se adelantó, inexorablemente atraída, como a algunas mujeres les ocurre en presencia de hombres poderosos. Extendió el brazo con actitud reverencial para acariciar una prenda de color carmesí.

Las yemas de sus dedos volvieron a acariciarla y a Rory le hirvió la sangre.

– Esta prenda… -musitó Jilly con una voz apenas audible-. Está tan lejos como cabe imaginar de lo gris y lo blanco. Para mí representa la vida, una existencia emocionante, sin prohibiciones y multicolor.

La muchacha dejó escapar un suspiro.

Al percibir ese sonido soñador y maravilloso, a Rory volvió a hervirle la sangre, aunque por una razón que no tenía nada que ver con su reacción al ver cómo sus dedos acariciaban las telas. Estaba contrariado. Se suponía que habían llegado a un acuerdo comercial y no estaba dispuesto a que el trato incluyese los comentarios roncos e íntimos de Jilly acerca de los uniformes escolares. No quería que esa mujer lo llevara a pensar en sus pilas de camisas blancas y en la barra de la que colgaban infinidad de trajes de tono gris marengo.

Jilly apartó varias prendas con delicadeza para ver mejor la de color rojo. Se trataba de un vestido de noche, algo que le habría sentado como anillo al dedo a Ginger Rogers. ¡Por Dios!, probablemente era de Ginger, sobre todo si la milésima parte de las leyendas sobre el abuelo del magnate eran ciertas.

La joven siguió con delicadeza el adorno de cuentas de cristal.

– No sabía que la colección de su abuelo incluía ropa de mujer. Por lo que sé, cuando falleció estaba soltero.

– ¿Soltero? -Rory rió con ironía-. Dudo que se pueda llamar soltero a un hombre con seis… no, mejor dicho, con siete ex esposas.

Jilly lo atravesó con la mirada.

Rory pensó que ya estaba, que ya había hablado demasiado, y se maldijo por bocazas. Era la señal de que debía marcharse. Jamás se refería a su familia. Si no le quedaba más remedio, daba ligerísimas pinceladas, pero no mostraba cólera ni amargura.

Pese a todo, le resultó imposible apartar la mirada de Jilly. La muchacha deslizó lentamente la tela carmesí sobre su brazo y Rory imaginó el vestido alrededor de su cuerpo menudo y ardiente, como una lengua en torno a una piruleta de canela.

¡Maldición! Se le puso dura y tuvo la sensación de que sus pies eran incapaces de moverse.

– ¿Estas prendas pertenecieron a las esposas de su abuelo? -quiso saber Jilly mientras la falda del vestido se deslizaba por la piel cremosa de su muñeca.

– Es posible -repuso con voz entrecortada-. Aunque puede que algunos hayan sido de las esposas de mi padre que, hasta ahora, solo ha tenido cuatro.

Jilly parpadeó y guardó silencio unos instantes.

– En total suman once.

– ¡Vaya, también sabe sumar! -masculló Rory.

Kincaid pensó que once mujeres habían entrado y salido de la mansión, once esposas, aunque también había habido muchas más que se habían acostado con su padre y con su abuelo sin llevarlos al altar.

Rory sonrió y esbozó una sonrisa contrariada y amarga porque se dio cuenta de los motivos por los que Jilly lo excitaba tanto: era la viva imagen de los problemas que había tenido a lo largo de la vida.

– Forma parte de esa existencia emocionante, sin prohibiciones y multicolor a la que se ha referido hace un momento.

Era la clase de basura tipo carpe diem que detestaba, las gilipolleces que su familia había utilizado durante décadas para justificar sus excesos.

Jilly volvió a parpadear y bajó la mirada.

– Está bien. -Pasó la mano por otro perchero lleno de vestidos de noche-. Está claro que las esposas han dejado muchas cosas.

– Verá, mi padre y mi abuelo eran muy hábiles para encontrar mujeres a las que no les preocupaba dejar cosas cuando se iban. -Cruzó los brazos sobre el pecho-. Diga lo que se le ocurra y le aseguro que aquí lo dejaron, ya fuera ropa, calzado, sombreros… -Rory hizo una pausa y enseguida añadió-: Incluso abandonaron niños.

Se produjo otro tenso silencio.

– Vaya… bueno… veamos… Por lo que tengo entendido, la madre de Iris…

Kincaid la interrumpió con un ademán brusco.

– Se largó como todas las demás.

Jilly se estremeció, pero Rory tuvo la certeza de que se debía a su tono gélido. De todos modos, ya no se molestó en disimular su amargura. Era mejor que ella supiese cuál era realmente la situación.

¡Vaya, vaya con la existencia emocionante, sin prohibiciones y multicolor! No era más que la racionalización de la irresponsabilidad en una ciudad tan superficial como Los Ángeles.

La joven carraspeó.

– Veamos… me parece que su padre y su abuelo tuvieron muy mala suerte a la hora de elegir esposa.

– Sí, por supuesto. También lo podemos llamar mala suerte. -Rory rió sin alegría y se apartó-. La verdad es que todos los Kincaid hemos hecho elecciones desastrosas en lo que se refiere a las mujeres con las que hemos querido contraer matrimonio.


La percha chirrió sobre la barra metálica cuando Jilly pasó de un perchero a otro un traje de hombre de los años treinta del siglo XX. Comprobó el número de la etiqueta de color que había colocado en la manga y a continuación cogió el cuaderno para catalogar el número del artículo, su descripción y el destino recomendado. Al sujetar el lápiz notó un calambre en la mano, por lo que suspiró y levantó la cabeza mientras masajeaba sus dedos atenazados. Al día siguiente llevaría el ordenador portátil e introduciría directamente la información en la base de datos.

Un golpe seco en el pasillo, al otro lado de la pared de la habitación, la llevó a coger el lápiz y centrarse diligentemente en la hoja del archivo. A pesar de que ya había transcurrido la mañana, lo cierto era que no le apetecía hablar nuevamente con Rory.

Ese hombre era muy imponente, muy atractivo, muy… amargado.

Jilly cerró los ojos con fuerza. Evidentemente, Rory no tenía una opinión demasiado buena de las mujeres que, a través del matrimonio, habían pasado a formar parte de la familia.

De las once, ninguna le caía bien.

Descartó esa idea perturbadora y se centró en Kim. Tenía trabajo por delante, ya que Rory pensaba que Kim había elegido abandonar a Iris. No sabía exactamente en qué consistía ese trabajo, pero la reacción ante Rory, que el día anterior tanto había intentado negar, seguía siendo un obstáculo casi insalvable.

A Kim le había parecido que se trataba de una broma, pero, tras otro rato en compañía de Rory Kincaid, Jilly ya no se reía. Había algo en el aspecto exótico de ese hombre, en su pelo negro, su piel morena y sus ojos azules que echaba a volar su fantasía.

En un instante, la joven pasaba de tocar un sombrero de fieltro de hombre a correr por las dunas doradas y onduladas, perseguida por un hombre vestido de blanco que montaba un corcel árabe. La risa del príncipe del desierto resonó provocadora y deliciosa; a renglón seguido, la cogió en sus brazos y la estrechó contra su cuerpo. El corazón del hombre latió junto a su espalda con más intensidad que los cascos del caballo. Ardientes como el fuego, sus ojos azules la traspasaron y movió cálidamente los labios junto a su oreja para decirle que la llevaría a la kasba.

Jilly suspiró. Lo que más la preocupaba de esa fantasía reiterada era su propia carrera por la arena porque, en realidad, no se trataba de una huida. Si era sincera, no le quedaba más remedio que reconocer que, en lugar de correr, lo que intentaba era que él la persiguiera y la pillase.

Aguzó el oído al percibir otro golpe seco en el pasillo. Gimió para sus adentros y pensó que el príncipe… mejor dicho, que Rory acababa de llegar. Un suave palmoteo acompañó el golpe seco y las prendas del perchero más cercano a la puerta comenzaron a balancearse. A menos que hubiera reducido drásticamente su tamaño, la persona que acababa de colarse en la estancia no era el individuo al que Jilly tanto quería evitar.

Jilly carraspeó y preguntó:

– ¿Hay alguien ahí? ¿Iris?

En lugar de obtener respuesta, la ropa se bamboleó un poco más y las perchas chirriaron. Tal vez la niña se comportaba tímidamente porque no recordaba que el día anterior la había visto. Al fin y al cabo, la habían despertado de la siesta y estaba medio atontada.

Jilly sonrió para sus adentros, terminó de catalogar el traje y con el rabillo del ojo avistó una figura menuda que se aproximaba paso a paso. Fingió que no se daba cuenta de que Iris acortaba distancias sigilosamente. No entendía mucho de niños, sobre todo porque su abuela jamás le había permitido serlo, pero era toda una experta en sentirse sola.

A las niñas pequeñas y solitarias les gusta observar; las niñas pequeñas y solitarias observan a las personas y luego participan.

Jilly cogió un sombrero de señora, de copa poco profunda y ala ancha, que colgaba en un perchero cercano. Era de terciopelo negro y estaba adornado con plumas de avestruz doradas. No pareció ser un buen anzuelo para llamar la atención de la cría de cuatro años. Con un amplio movimiento del brazo, Jilly soltó el sombrero «por accidente» y la prenda acabó cayendo milagrosamente cerca del escondite de Iris.

– ¡Vaya! -Jilly fue en busca del sombrero y cuando se agachó a recogerlo se topó cara a cara con Iris. Con el accesorio de terciopelo negro sobre los ojos, Iris estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la mullida alfombra. Jilly no perdió la sonrisa, levantó delicadamente el ala del sombrero y se encontró con la mirada de Iris, tan azul como la de Rory-. Volvemos a encontrarnos.

Iris se incorporó como pudo y al erguirse se echó el sombrero hacia atrás. Una de las plumas doradas se meneó como la cola de un perro.

– Usted es la señora que me dio agua.

Jilly estudió azorada la vestimenta de la niña. Su sorpresa no tenía que ver con el sombrero o, al menos, no fue lo único que la dejó atónita. A decir verdad, el sombrero combinaba con el vestido que Iris se había puesto. Pese a ser mediodía de una jornada laborable, la niña lucía un vestido de terciopelo negro que llegaba hasta el suelo. Era de manga larga y cuello alto; varias hileras de encaje dorado adornaban la falda, desde el talle imperio hasta el dobladillo.

– Bueno… veamos… ¿estás jugando a disfrazarte?

Iris miró hacia el suelo.

– No. Rory me dijo que me pusiera esta ropa.

– ¡Caramba! Está bien… No cabe duda de que es elegante. -Aunque le gustaba disfrazarse,: Jilly se dio cuenta de que, en cualquier circunstancia, la vestimenta de Iris era totalmente inadecuada para una niña de cuatro años… a no ser que tuviera audiencia con la reina de Inglaterra. Por lo visto, Rory sabía de niños incluso menos que ella. Sonrió y preguntó-: ¿Qué has hecho por la mañana?

– He ayudado a la señora Mack.

La señora Mack era el ama de llaves; se había presentado a Jilly poco después de que por la mañana Rory la dejase sola. Reparó en la mancha de polvo que Iris llevaba en una de las mangas de terciopelo.

– Me juego la cabeza a que la señora Mack estaba limpiando.

Iris asintió y automáticamente movió la mano para chuparse el pulgar, pero no tardó en apartarla.

Sin decir nada, Jilly admiró el dominio de sí misma que la pequeña acababa de demostrar. Era algo que también tenían en común: chuparse el dedo. Jilly se consolaba de la misma manera hasta que cumplió cinco años. Por entonces su abuela pidió al dentista que fabricase un aparato que Jilly se ponía por la noche. Si mientras dormía se olvidaba de cumplir el edicto de su abuela contra ese hábito, los afilados dientes metálicos del aparato se le clavaban en la yema del pulgar. Aún recordaba que el dolor la despertaba.

– Bueno…

Jilly se mordió el labio inferior con actitud de preocupación. La pequeña no dejó de observarla solemnemente y la muchacha ya no supo qué decir.

A Iris le hizo ruido el estómago y rió.

Jilly sonrió. El hambre era un lenguaje transgeneracional.

– Me parece que tienes hambre. -La niña asintió-. Yo también. -Apartó el sombrero de terciopelo de la cabeza de la niña-. ¿Quieres que vayamos a buscar algo de comer? La señora Mack ha guardado mi fiambrera. Dijo que la pondría en la nevera. ¿Me mostrarás dónde está la cocina?

Iris asintió y preguntó:

– ¿Ha traído su fiambrera?

Dado que no sabía cómo se desarrollarían los acontecimientos, Jilly se había llevado el almuerzo.

– Por supuesto. ¿Y tú?

Iris negó con la cabeza.

– Siempre como en la cocina.

– Por supuesto, es normal. -Jilly siguió a la niña pasillo abajo-. ¿Quién te prepara la comida? ¿La señora Mack?

– No, Rory. Dice que la señora Mack ya tiene bastante trabajo.

Jilly enarcó las cejas. ¿Rory ayudaba a la niña a vestirse y le preparaba el desayuno?

– ¿No tienes niñera? ¿No hay nadie cuyo trabajo consista en ocuparse de ti?

– Nina ha conseguido otro trabajo y cuida a un bebé.

A Jilly se le encogió el corazón. La pequeña había perdido a su padre y a su niñera y vivía con un hombre que la vestía ridículamente con ropa de terciopelo negro y encajes dorados.

Iris la condujo por un corto tramo de escalera, empujó la puerta de batiente y llegaron a una cocina tan grande como Things Past. La iluminación de los fluorescentes rebotó en las paredes blancas, las encimeras de granito y los electrodomésticos de acero inoxidable, por lo que durante unos segundos quedó deslumbrada. Parpadeó y reparó en que a dos kilómetros de distancia, en la otra punta de la cocina, un hombre moreno cerraba la puerta de una de las dos enormes neveras.

Rory miró a su tía y a su empleada.

– Iris… mejor dicho, tía. Estaba a punto de ir a buscarte. Tu almuerzo está prácticamente listo. -Abrió la nevera e introdujo la mano en ella-. Me atrevo a suponer que esto… -Rory se volvió hacia Jilly y le ofreció su fiambrera de Perdidos en el espacio-. Supongo que esto es suyo.

¡Maldición! Pese a lo mucho que había deseado evitar a Rory, Jilly se dio cuenta de que lo único que podía hacer era andar sobre ese suelo reluciente y recuperar su fiambrera. En lugar de concentrarse en la comida que preparaba, Kincaid se limitó a observarla con mirada firme.

Jilly titubeó. A pesar de la distancia que los separaba, tuvo la sensación de que algo la tironeaba. Rory parecía atraerla a pesar de que no había movido su cuerpo alto y delgado. La muchacha desplazó los pies como si tuviesen voluntad propia. Rory no dejó de contemplarla.

Mientras atravesaba la cocina, Jilly cobró conciencia de sí misma de una forma extraña, nueva y enriquecedora: reparó en el ritmo de sus pisadas. Su cuerpo avanzó fluida y sensualmente. A cada paso que daba, el algodón de la blusa frotaba su ombligo con caricias suaves y delicadas, lo que bastó para ponerle la carne de gallina. Con la misma rapidez con la que subió su temperatura corporal, se le erizó la piel de las piernas, los brazos y el torso. Sus pezones se endurecieron.

¡Vaya, vaya!

Sin pensar en lo que hacía, la joven se humedeció los labios y la mirada de Rory se agudizó. Sorprendida por su propia actitud, Jilly trastabilló. Hacía un instante había tenido lujuriosas fantasías con ese hombre perturbador, y a continuación se convertía en una vampiresa de labios húmedos que caminaba hacia él. En su vida había hecho nada parecido. ¿Qué le pasaba?

De repente lo tuvo claro de forma tan súbita y abrumadora que volvió a tropezar.

Llegó a la conclusión de que Rory sacaba lo peor de ella.

Se dijo que, después de todo, probablemente su abuela tenía razón.

Esa idea perturbadora no contribuyó a disminuir su hipersensibilidad. Cada vez que movía las piernas notaba el roce del algodón de los vaqueros en las corvas y en cierto momento ese contacto áspero subió por sus muslos. Los pezones, en erección, presionaron las copas del sujetador.

Deseó fervientemente que Rory no se diese cuenta de nada.

La suerte estuvo de su parte. Cuando llegó a su lado, el dueño de la mansión le ofreció la fiambrera con expresión impávida y con la mirada fija en su nariz. Era una actitud bastante neutral, pero cuando Jilly cogió el asa, Rory no soltó la fiambrera. La mirada de la joven pasó de la representación metálica de Robot y el resabidillo Will Robinson a los nudillos blancos de Kincaid y a sus ojos fijos, al parecer a regañadientes, en sus senos.

A Jilly se le secó la boca, se le quitó el hambre y notó que, por encima de la carne de gallina, se le volvía a poner la carne de gallina. ¡No podía ser! Cerró los ojos.

Tal vez ella también sacaba lo peor de Rory.

– Quiero mi almuerzo.

Rory parpadeó y desvió la mirada. La orden de Iris también sirvió para que Jilly recobrase la normalidad. Su piel volvió a ser su piel, sus andares un modo de moverse y Rory un hombre que… que conseguía que su piel cosquillease.

En apariencia, Rory estaba totalmente tranquilo y sereno. Jilly se dijo que, probablemente, se había inventado el episodio durante el cual ninguno de los dos había soltado el asa de la fiambrera.

¡Por los pelos…! Desde el principio, Jilly había albergado la esperanza de que acabasen por establecer una suerte de amistad, ya que nada más era seguro… pero, si a eso vamos, nada era seguro ni aconsejable.

Jilly dirigió la mirada hacia la encimera y se fijó en el plato que Rory había preparado para Iris. Volvió a mirarlo. Grande como una bandeja, el plato de loza blanca estaba lleno de diversos alimentos, desde lonchas de rosbif hasta minibocaditos dulces.

Iris también pasaba revista a su almuerzo. Se había sentado en el taburete situado junto a Rory, y Jilly supuso que estaba allí precisamente con ese propósito. Señaló la carne con un dedito y dijo:

– No. -Rory retiró el rosbif-. No -repitió Iris, y señaló el apio cortado en juliana. Jilly miró a Rory, que tragó saliva y dejó el condenado apio sobre la encimera-. No, no y no.

Entonces desaparecieron un minibocadillo con manteca de cacahuete, dos trozos de manzana y un triángulo de queso.

Rory había palidecido. Jilly arrugó el entrecejo mientras observaba al magnate, que estudió el rostro de su tía. Pareció concentrarse… mejor dicho, se puso nervioso mientras aguardaba el veredicto.

Iris recorrió el plato con la mirada y finalmente declaró:

– Así está bien.

Rory liberó lentamente un suspiro contenido y se masajeó la nuca mientras la chiquilla se apeaba del taburete. Entregó el plato a su tía, que caminó con cuidado hacia una mesa pequeña situada bajo la ventana.

Azorada, Jilly paseó la mirada de Rory a la comida de Iris y volvió a fijarla en el dueño de la casa.

– En ese plato prácticamente no hay nada.

Kincaid le volvió la espalda y replicó:

– Déjese de tonterías. Tiene de sobra.

A Jilly le costó creer lo que acababa de oír.

– ¿Cómo dice? ¿Le parece que bocaditos dulces, palitos salados, barquillos de vainilla y regaliz rojo son alimento suficiente?

La puerta de la nevera se cerró violentamente.

– ¿Alguna vez ha oído hablar de los cuatro pilares?

– ¿Los cuatro pilares?

– Sí, claro. Me refiero a calcio, hidratos de carbono, galletas y golosinas.

Kincaid abrió una botella de Pellegrino y sirvió dos vasos de agua con gas.

Jilly se frotó la frente. El regaliz pertenecía a la categoría de golosinas, los barquillos a las galletas y los palitos salados a los hidratos de carbono. Su cerebro comenzó a funcionar e inquirió:

– ¿Está seguro de que los minibocaditos dulces corresponden a la categoría de productos ricos en calcio?

Rory acercó un vaso de agua fría a Jilly y alzó el otro.

– Al fin y al cabo, son blancos, ¿no? Como la leche.

Jilly no podía creer lo que oía. Se quedó boquiabierta y murmuró:

– Pero…

– Algo de beber -ordenó Iris desde su mesa.

Rory se apresuró a servir otro vaso de Pellegrino.

Iris lo rechazó con la misma presteza.

Una idea pasó por la mente de Jilly mientras Rory ofrecía a su joven tía tres bebidas: limonada, zumo de naranja y, por petición de la niña, Coca-Cola.

Craso error: Iris quería una Coca-Cola light.

A Rory no se le movió ni un pelo.

Cuando Iris se dio finalmente por satisfecha, Kincaid regresó junto al vaso que había dejado en la encimera. Bebió un trago generoso, como si el esfuerzo precedente lo hubiera deshidratado.

Jilly también bebió agua.

– ¿Qué sucedió con la niñera de Iris?

Rory carraspeó.

– Se buscó otro trabajo. Dentro de unas semanas me llevaré a Iris de aquí y decidí que me apañaría con ella hasta que nos mudemos.

– ¿Se apaña con la niña?

Jilly pensó que seguramente Kincaid sabía que los vestidos de terciopelo y los almuerzos preparados con minibocaditos dulces no eran el modo más habitual de ocuparse de un crío.

Rory se encogió de hombros.

– Nos estamos acostumbrando el uno al otro -replicó en tono neutral.

– Sin duda resulta difícil -comentó Jilly. Tal vez reunir a Kim con Iris podía convertirse en algo tan sencillo como demostrar que para Rory tenerla consigo suponía muchas molestias-. Me refiero a que para un soltero tiene que ser difícil ocuparse repentinamente de una niña.

– Las dificultades no vienen al caso -respondió con firmeza-. Soy responsable de Iris y me propongo educarla bien.

Jilly bebió otro sorbo de agua para disimular su sorpresa. Cabía la posibilidad de que Kincaid se preocupase realmente de la pequeña.

Rory volvió a mirar a Iris y carraspeó por segunda vez.

– Cuando termines de comer descansarás un rato -comunicó a la niña con una autoridad forzada.

– No.

Jilly tuvo que reprimir una sonrisa cuando Rory introdujo un dedo en el cuello de la camisa y la echó hacia delante. Parecía que se había quedado sin aliento. Por mucho que tuviera la intención de educar bien a su tía de cuatro años, de momento no era precisamente hábil en el trato con los niños. La idea que había tenido hacía algunos minutos volvió a su mente.

– Iris… -Rory intentó insistir-. Quiero decir, tía…

– Quiero salir a jugar. -Su tono sonó endiabladamente imperativo y traspasó con la mirada a su sobrino-. También quiero que juegues conmigo.

Rory volvió a estirar el cuello de la camisa y suspiró.

– De acuerdo.

Iris aún no había terminado de plantear sus exigencias.

– Quiero que me lleves a dar un paseo en canoa.

– ¿Un paseo en canoa? -repitió Rory, y meneó negativamente la cabeza-. No puede ser. Esta tarde tengo una reunión y no hay tiempo.

Ante la negativa de Rory, la niña entornó los ojos. Cogió un minibocadito dulce y lo apretó, por lo que el centro líquido goteó entre sus dedos pulgar e índice.

– Greg siempre me lleva a pasear en canoa -añadió, como si retase a Rory a llevarle nuevamente la contraria. Desvió la mirada hacia Jilly y sonrió de forma encantadora; mejor dicho, esbozó la sonrisa normal y simpática de una cría de cuatro años-. Y usted también. Quiero que venga. Por favor, ¿vendrá con nosotros?

Rory no pareció detectar que la niña se dirigía a Jilly con un tono distinto al que empleaba con él. No quitó ojo de encima a su tía mientras respondía por Jilly con actitud tajante:

– No puede. Tiene que trabajar.

Jilly frunció el ceño. Nadie le decía lo que podía o no hacer. Hacía tiempo que nadie decidía por ella.

– Quiero que venga -insistió Iris, y volvió a entornar los ojos-. Greg no está y quiero que venga alguien más para que juegue conmigo.

Rory suavizó el tono:

– Tía, dame un respiro. La señorita Skye está ocupada.

Jilly sabía que no debía ir. No solo tenía que clasificar las prendas, sino que prefería evitar a Rory. Por favor… Ese hombre le ponía los pelos de punta. Debía guardar las distancias con él a no ser que encontrase la manera de calmarse y de defender con éxito la posición de Kim. Por otro lado…

– No puede -repitió Rory.

El magnate volvía a las andadas. A Jilly le molestó. «No puede, no debe, no es aconsejable.» De pequeña había oído tantas veces esas palabras que se habían convertido en el tema de su infancia solitaria. Todas aludían al control, mejor dicho, a intentar controlarla a ella.

– Iris, desde luego que puedo jugar contigo -intervino impulsivamente. Se dijo que, al fin y al cabo, se trataba de la hija de Kim-. No sé mucho de canoas, por lo que tendrás que enseñarme. -Poco dispuesta a comprobar la reacción de Rory a su actitud rebelde, Jilly no dejó de dirigirse a Iris-: Claro que, antes de salir a jugar, tendrás que comer. En mi fiambrera hay un bocadillo de queso y brotes de soja. Te daré la mitad.

Iris titubeó unos segundos, pero Jilly no cedió.

– Está bien -aceptó la pequeña-. Pero solo la mitad.

– Y también te pondrás ropa con la que puedas jugar -apostilló Jilly-. Por ejemplo, pantalón corto y camiseta.

– Vale -dijo la niña al cabo de unos segundos, y movió afirmativamente la cabeza.

– Alabado sea el Señor -musitó Rory en un tono apenas audible.

En lugar de mirarlo, Jilly se volvió y apoyó la fiambrera en la encimera. Abrió la tapa con un chasquido y buscó el bocadillo.

– Entonces ¿no fue usted quien escogió ese vestido por la mañana?

– ¡Por favor, claro que no! Ella da la orden y yo lo descuelgo.

«Ella da la orden…» Jilly supo que lo que había pensado hacía un rato era correcto; prácticamente compadeció a Rory. Casi lo compadeció, pero no del todo. Otro gallo habría cantado si Kincaid no hiciera esfuerzos por entenderse con Iris. De todos modos, era su oportunidad de apuntarse un tanto a favor de Kim. Cabía la posibilidad de que, si se daba cuenta de que no era el tutor ideal para la niña, más adelante estuviese dispuesto a negociar la cuestión. Jilly miró a Rory y preguntó:

– ¿Se le ha ocurrido pensar que la niña lo tiene aterrorizado?

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