En el pequeño despacho de Things Past, con el ceño fruncido Kim miró el monitor e intentó concentrarse. El problema consistía en que no dejaba de pensar en Jilly. A primera hora de la mañana había salido para pasar el fin de semana en San Francisco y su sonrisa pícara no presagiaba nada bueno.
Alguien golpeó la puerta abierta, por lo que levantó la cabeza, contenta de que la interrumpiesen.
Su alegría se esfumó cuando vio que el responsable de la interrupción era Greg. En el acto la palma de su mano le picó con un escozor fantasmal, un fragmento del recuerdo de los cabellos del actor rozando su mano. Tragó saliva y dijo:
– No, Greg, yo…
Tras él apareció una niña, que asomó la cabeza a la altura de su muslo mientras el resto del cuerpo permanecía oculto. Su mano pequeña se aferró a los gastados vaqueros de Greg y observó a Kim con ojos del mismo y sorprendente tono azul de los Kincaid.
El pelo de la niña era de un rubio que le resultó conocido.
¡Iris…!
La chiquilla desapareció de su vista. Kim parpadeó y se frotó los ojos. Tal vez la había imaginado…
Greg no apartó la mirada de Kim cuando extendió los brazos hacia atrás para volver a poner a la niña a la vista de la ex modelo. Apoyó las manos en sus hombros menudos y la cría se reclinó confiadamente en sus piernas.
– Kim, te presento a mi tía Iris Kincaid -dijo quedamente, y enseguida carraspeó-. Iris, te presento a…
– Soy Kim. -Pensó que sería incapaz de articular una palabra más y, sobre todo, de moverse, pero abandonó la silla y se agachó a la altura de la niña-. Hola, Iris.
Pese a que su corazón latía desaforadamente, Kim se obligó a mantener la calma y sonrió a la pequeña.
Greg tiró con suavidad de la larga melena de Iris.
– Cielo, saluda.
Iris bajó la cabeza.
Kim miró a Greg, que se encogió de hombros, volvió a carraspear y añadió:
– Nos gustaría saber si quieres venir a la playa con nosotros.
Kim se preguntó si era un sueño. Estaba a punto de pellizcarse cuando Iris musitó algo.
– ¿Qué has dicho? -preguntó Kim.
La niña hizo pucheros y alzó el tono de voz:
– Que Greg quiere que vengas a la playa con nosotros.
Kim se dijo que debía pellizcarse y, por extraño que parezca, movió los labios.
– Ah… -murmuró, y reprimió una sonrisa. Le daba igual el humor de Iris. Le bastaba con ver respirar a la cría, a la niña que había parido, a la pequeña que había cuidado con todo el amor del mundo durante las seis semanas que le permitieron ser madre-. Pero no estás segura de querer compartir el paseo, ¿eh?
– Iris… -intervino Greg a modo de advertencia.
– No te preocupes -apostilló Kim, y se puso en pie para tomar distancia antes de dar un susto de muerte a Iris al estrecharla en su brazos-. Estoy encantada de conocerte. -Las miradas de Kim y Greg se cruzaron y la muchacha soltó una mentira-: Así es suficiente.
Greg volvió a tironear con delicadeza de los cabellos de Iris.
– Bicho, dame un respiro -rogó, aunque su expresión fue muy seria y su mirada endiabladamente vigilante.
Kim intentó dar a entender que la situación no la preocupaba.
– Está bien -accedió Iris a regañadientes, y se miró las zapatillas rojas-. Puede venir.
La ex modelo estuvo en un tris de echarse a llorar.
El trayecto hasta la playa transcurrió en silencio. Kim tenía miedo de abrir la boca, evidentemente a Iris no le apetecía hablar y Greg se concentró en el tráfico. Cuando llegaron, el actor cargó una manta mexicana de algodón a rayas y un cubo enorme lleno de juguetes de playa y dijo tranquilamente a su tía:
– Coge de la mano a Kim mientras atravesamos el aparcamiento.
Evidentemente acostumbrada a ir de la mano de un adulto y tal vez distraída por la promesa cercana de la arena blanca, Iris no protestó y acercó su mano a la de Kim. Esta titubeó, aterrorizada y regocijada a partes iguales. ¡Estaba a punto de tocar a su hija!
– ¡Date prisa! -Impaciente, Iris aferró espontáneamente la mano de Kim y en el acto la arrastró hacia el muro bajo que separaba el aparcamiento de la playa.
En su intento de no apretar demasiado la mano de su hija, los músculos de los dedos de Kim se agarrotaron. Pensó que la mano y los dedos de la niña eran delgadísimos, aunque bastante más grandes que los diminutos puños de bebé que Iris solía apoyar en sus mejillas. Apenas había asimilado los cambios ocurridos cuando Iris le soltó la mano y saltó el muro. Corrió en línea recta hacia el mar, que rompía a veinticinco metros.
– ¡Iris! -gritó Kim, y detectó miedo en su tono al tiempo que echaba a correr.
– Está bien -anunció Greg, y la contuvo-. No irá a ninguna parte.
Con el corazón desbocado, Kim aspiró una larga bocanada de aire salobre y se vio obligada a reconocer que Greg tenía razón. En cuanto llegó a la arena que mojaban las olas, Iris dio la vuelta y corrió hacia ellos, sonriente de alegría y agitando los brazos con la brisa.
Kim recorrió con la mirada la curva de la sonrisa de su hija.
– Se parece a…
– Es calcada a ti -aseguró Greg, se adelantó un trecho y depositó en la arena lo que llevaba en brazos.
Kim fue junto a él y lo ayudó a extender la manta. No quitó ojo de encima a su hija, que revoloteó y saltó por la playa como un animal mitad gaviota y mitad andarríos. Una vez extendida la manta de rayas, los flecos aletearon como el nerviosismo en su vientre e hizo frente a la mirada de Greg al tiempo que preguntaba:
– ¿Por qué? Te lo agradezco infinitamente, pero ¿por qué?
¿Por qué le había ofrecido el regalo de compartir una tarde con su hija? ¿Por qué mostraba tanta generosidad a pesar de que lo había herido?
Greg desvió la mirada hacia la rompiente y no respondió.
En cuanto la manta estuvo en su sitio y sacaron del cubo los juguetes, Iris bailoteó por la playa unos minutos más y finalmente se sentó en la arena, rodeada de sus juguetes. Kim miró a Greg en busca de pistas de lo que tenía que hacer, pero el actor se había tumbado en la manta y había cerrado los ojos.
Kim tragó saliva con dificultad y se acercó lentamente a Iris. Se sentó a poca distancia de su hija, se quitó las gastadas zapatillas y los calcetines y hundió los pies en la arena. La parte de arriba estaba calentita y dos centímetros más abajo, fría y húmeda. Así era la arena en invierno. Kim había estado igual durante los últimos cuatro años. Solo dos centímetros de su persona habían permanecido cálidos y vivos mientras que, por debajo, el resto permanecía frío e intacto.
Iris la miró y preguntó:
– ¿No vas a ayudarme?
Kim se sobresaltó. ¡Su hija le pedía ayuda…!
– Sí, claro. ¿Qué construiremos? ¿Un castillo de arena? -Iris tensó el labio superior. Kim reprimió una sonrisa porque ese gesto franco le recordó a Jilly. No estaba mal ser franca. Llegó a la conclusión de que podía aprender mucho de su hija-. ¿No haremos un castillo?
Iris adoptó otra mueca de disgusto y su expresión denotó que le molestaba tener que explicarlo todo a los adultos.
– Yo vivo en un castillo. Lo que me gusta es hacer casas de arena.
Casas de arena… Kim se acercó a ella y enjugó algunas lágrimas que amenazaban caer de sus ojos. La princesa del castillo quería construir casas de arena. Como temía que se le quebrase la voz, durante un rato se limitó a cumplir las órdenes de Iris, llenó el cubo con agua de mar y recogió restos de conchas y algas para adornar las casitas a las que su hija dio forma.
En un círculo de arena de aproximadamente dos metros de diámetro, Iris construyó con gran ahínco un conjunto de casas, algunas muy cerca y otras distanciadas. Cada vivienda tenía una forma y una decoración distintas y la más adornada, que también era la más pequeña, se encontraba en el centro del círculo. El viento azotó los cabellos de Iris, que no pareció reparar en que le taparon los ojos cuando con sumo cuidado colocaba la última concha a un lado de la casita.
– Ya está -declaró la pequeña-. He terminado.
Al oír esas palabras, Greg abrió los ojos y se acercó al barrio de Iris.
– Me gusta -opinó-. ¿Por qué no le hablas a Kim de tus casas?
En el tono de Greg hubo algo que repentinamente asustó a la ex modelo.
– Está bien, pero también puedo limitarme a disfrutar de una buena vista -se apresuró a decir Kim.
Bien sabía Dios que sabía protegerse de las cuestiones dolorosas.
Iris la observaba con gran atención.
– ¿No quieres que te hable de mis casas?
Kim cerró fugazmente los ojos.
– Por… por supuesto.
La chiquilla extendió sus delgados brazos.
– Esto es Irislandia.
Kim estuvo a punto de atragantarse.
– ¿Qué dices? ¿Una especie de Disneylandia?
Iris volvió a tensar los labios.
– Bueno, no. Es como… -Miró a Greg en busca de ayuda.
– No es un parque temático -explicó el actor sin apartar la mirada de la niña-. Es el lugar en el que a Iris le gustaría vivir… y supongo que eso incluye el estilo de vida que le agradaría tener. Se parece al barrio de Mister Rogers, en televisión.
Iris se incorporó de un salto.
– Hay una casa para todos a los que quiero. Mira… -Señaló una casona cercana al centro del círculo-. Esta es para la señora Mack. La he hecho muy grande porque le gusta limpiar.
Kim se acordaba del ama de llaves de Caidwater y declaró con gran seriedad:
– Estoy segura de que agradecerá tener tanto espacio para mantenerlo pulcro y ordenado.
La niña movió afirmativamente la cabeza y describió otras viviendas. Había construido casas para su antigua niñera, las criadas, los jardineros e incluso para el agente de Greg. Una mansión, todavía sin dueño, se alzaba en solitario casi fuera de los límites de Irislandia.
– Y esa, ¿de quién es? -inquirió Kim con curiosidad señalándola.
Su hija adoptó una expresión indescriptible.
– Es para mi sobrino Rory.
Greg estuvo a punto de atragantarse de risa.
– Iris, cada vez la construyes más lejos. ¿Te parece correcto? Creía que al menos le tenías algo de afecto.
Iris no le hizo el menor caso y se dirigió al centro del círculo para agacharse junto a la casa más pequeña y primorosamente construida.
– Esta es mía y de Greg.
Kim permaneció inmóvil, con los pies hundidos en la arena fría y húmeda.
– ¿Tuya y de Greg?
– Greg y yo viviremos siempre en esa casa y seremos felices.
Kim esbozó una sonrisa; era evidente que la cría sentía debilidad por el actor.
– Y lo llamaré papá.
Papá… Después de todo, no se trataba del encaprichamiento romántico de una cría. Iris deseaba vivir en una casa pequeña y normal y quería que Greg fuese su padre.
– ¡Iris…! -exclamó Greg con voz apenada.
Kim lo miró. Pensaba que, con relación a Iris, solo ella sentía dolor, pero comprobó que también dejaba huellas en las facciones de Greg, incluso a pesar de que el viento alborotó su remolino juvenil. De pronto el actor ya no parecía tan joven.
Kim pensó que podía incorporar esa situación a su colección de pecados.
Durante el resto de la tarde Iris parloteó sin cesar. En cierto momento se entusiasmó lo suficiente como para dar a elegir a Kim una casa de su barrio. De todos modos, la ex modelo reparó en que la niña limitó la selección a una de las tres que estaban casi tan distantes del centro como la de Rory.
Kim sabía perfectamente que todo lo bueno se acaba y, pese a que lo habría deseado, no lloró como Iris cuando Greg dijo que era hora de irse.
Caía la tarde y la brisa era fresca, pero dentro del coche se estaba bien. En pocos minutos Iris se durmió en el asiento trasero y hasta Kim se sintió deliciosamente calentita, calor que casi le llegó al corazón. De los altavoces del coche escapaba una música suave y Kim se dejó llevar por esa serenidad.
Pasara lo que pasase, siempre tendría ese recuerdo. Olería a aire salado en su pelo y, por muy milagroso que pareciera, si cerraba los ojos todavía notaría el tacto de la mano de Iris en la suya.
– Hemos llegado.
Al oír la voz de Greg, Kim despertó sobresaltada. Parpadeó. Era de noche y estaban aparcados a la puerta de Things Past. Giró la cabeza. No, no había sido un sueño, su hija seguía hecha un ovillo en el asiento trasero y dormía a pierna suelta.
Gracias a la iluminación de una farola, Kim memorizó las facciones de la niña, desde la nariz pequeña y casi respingona hasta las curvas semicirculares de sus pestañas. Sin pensar en lo que hacía, estiró la mano para acariciarla, pero enseguida la retiró. Quizá era mejor no pedir nada más; no debía querer más.
– Me preguntaste por qué había organizado esta salida… -La voz de Greg sonó serena y segura, como un hombro en el que apoyarse en medio de la oscuridad-. Querías saber por qué he traído hoy a tu hija.
– Así es -susurró Kim, y siguió memorizando la belleza de su niña, ya que le resultó más sencillo que mirar al único hombre que le había llegado al corazón.
– Porque la quiero -afirmó Greg. Kim dio un respingo y se acercó las rodillas al pecho como si, de manera refleja, intentara protegerse. Maldita sea, a continuación Greg empeoró las cosas-. Y porque te quiero, porque siempre te he querido.
Kim se paralizó y su cuerpo recuperó toda la frialdad del mundo. Rígida e incapaz de moverse, no reparó en las lágrimas que caían por sus mejillas hasta que Greg le desabrochó el cinturón de seguridad y la volvió hacia él. La cogió de los hombros, luego de los brazos y le secó las lágrimas con los pulgares, pero ese roce no rompió su embotamiento.
Greg la quería…
Llorar por eso solo serviría para confundirlo y causarle incluso más daño, pero el llanto era incontenible. A través de las lágrimas vio el bello y desconcertado rostro del actor. Greg no dejó de enjugarle las lágrimas y Kim siguió sin sentir sus manos.
Greg la quería…
Hasta ese instante de su vida, nadie le había dicho que la quería.
Ataviado con el esmoquin, Rory deambuló junto a la puerta cerrada del segundo dormitorio de la suite del Ritz-Carlton de San Francisco. Le dolía la cabeza debido a las numerosas tazas de café que había tomado durante la reunión con los estrategas del Partido Conservador, reunión que se había prolongado a lo largo de todo el día.
También le dolía la mandíbula por apretar los dientes más o menos cada minuto y medio, que era la frecuencia con la que la imagen de Jilly aparecía en su cabeza, mejor dicho, la imagen que tenía por la mañana cuando la recogió de camino al aeropuerto. Con un abrigo con un estampado de piel de leopardo y un sombrero redondo a juego, la joven se instaló en el asiento del Mercedes con una sonrisa que demostraba claramente que le importaba un bledo lo que pensase de su atuendo.
Rory pensó que era una locura. Mejor dicho, pensó que era él quien estaba loco.
¿Cómo se le había ocurrido pensar que saldría airoso de la cena con el senador y los demás peces gordos del Partido Conservador si llevaba a Jilly a cuestas? Era una idea tan absurda como el disfraz que probablemente en ese mismo instante se debía de estar poniendo la joven. Carraspeó y preguntó:
– ¿Te falta mucho?
Rory pidió a Dios que Jilly no hubiese escogido una prenda con manchas de leopardo o rayas de tigre.
Del otro lado de la puerta llegó una respuesta apenas audible.
Kincaid cerró los ojos y el nubarrón cayó pesadamente sobre sus hombros. Si ella franqueaba la puerta con una vestimenta escandalosa, ¿cómo haría para explicárselo al senador? Volvió a carraspear.
– Jilly, escúchame. No sé si he dejado lo suficientemente claro que es imprescindible que esta noche causemos buena impresión.
– Querrás decir que yo cause buena impresión. -En este caso su voz sonó clara como el agua y cargada de ironía.
Rory pasó por alto la ironía.
– Como es lógico, el senador se muestra interesado por la mujer con la que voy a… con la que paso mucho tiempo. Ha depositado una gran confianza en mí y es mucho lo que está en juego.
Al otro lado de la puerta se produjo una pausa expectante y Jilly volvió a tomar la palabra:
– Hablando de lo que te juegas, me gustaría saber qué es exactamente lo que te atrae de la vida política.
Rory se puso tenso. ¡Ahora Jilly también se metía con él! Ya tenía suficiente con que su hermano tuviera dudas sobre sus ambiciones.
– No tengo por qué contarte mi vida.
Por favor, pero si el día que se quedaron encerrados en el vestidor se sinceró con ella. Jilly conocía su pasado pero no hacía falta que supiera a qué futuro aspiraba.
– De acuerdo. -El tono de Jilly restó importancia a la situación-. En mi condición de… hummm… ¿cómo lo dirías? Ah, sí, en mi condición de prometida pensé que te gustaría decirme lo que el partido quiere oír.
¡Maldita sea, Jilly no se lo tomaba en serio!
– Escúchame, lo entiendas o no, es muy importante contar con la aprobación del partido. Están decididos a que en la vida política vuelva a haber principios. Por si no lo recuerdas, soy un Kincaid.
– ¿Y qué importancia tiene que lo seas…?
Rory apretó los puños.
– Maldita sea, porque soy miembro de una familia que durante los últimos cincuenta años ha visto su basura y sus trapos sucios aireados y sacados a la luz por revistas de cotilleo del tres al cuarto y entrevistadores de televisión demasiado bien pagados. Estoy harto de que se utilice el apellido Kincaid para burlarse o para el titular obsceno de un artículo a cuatro columnas.
– Para no hablar de tu deseo de servir al pueblo estadounidense en general y a los electores de California en particular -apostilló la muchacha con voz baja.
Rory se pasó cansinamente la mano por el pelo.
– Sí, también por esas razones. -Se dio cuenta de que Jilly abordaba la cuestión con una total falta de delicadeza pero, demonios, tampoco estaba dispuesto a engañarse y declarar que para él el respeto público no era tan importante como la oportunidad de introducir cambios hacia la actitud negativa que los ciudadanos mostraban con respecto a los cargos públicos-. Esta noche no me gustaría echar a perder mis posibilidades.
Del otro lado de la puerta se produjo una nueva pausa agorera, fruto tal vez de una ofensa.
Vaya, vaya, lo más aconsejable era cambiar rápidamente de tema. Rory miró desesperado a su alrededor, decorado con suaves tonos grises, y clavó la mirada en el montón de bolsas que Jilly había acumulado tras dedicar la jornada a hacer compras. Se rascó el mentón y comentó:
– Si todas esas bolsas sirven de indicio, parece que has pasado un buen día. ¿Qué has comprado?
– Creo que ya he empezado a arrepentirme de lo que no he conseguido. -Suspiró ruidosamente-. Pensé en hacerme otro tatuaje, pero me da miedo que alguien que no sea el doctor John marque mi piel.
A Rory se le heló la sangre. ¿Jilly había dicho tatuaje? ¿Se había referido a otro tatuaje? Con sorprendente precisión repasó todas las imágenes de la muchacha que había almacenado en su mente. Un tatuaje… ¿Cabía la posibilidad de que tuviese alguno que él todavía no había visto?
Desde luego que era posible. Kincaid tragó saliva.
– La ropa que llevas esta noche, ¿es… en fin…, te cubre adecuadamente?
Jilly rió.
– Desde luego que me cubre.
Rory pensó qué entendería Jilly por «estar cubierta». Se acordó del vestido color carne, de los vaqueros que se adherían como el papel transparente de cocina y de la curva delicada y vulnerable de su espalda. Al menos sabía que no estaba tatuada desde la nuca hasta el par de hoyuelos del comienzo de las nalgas.
Rory volvió a tragar saliva y se dijo que era imposible que la joven hubiese echado a perder esa piel clara y salpicada de dorado. No le cupo en la cabeza que el doctor John hubiera trazado a tinta una mariposa o una rosa en su piel, menos aún un nombre masculino o algo más indecente como «tía loca», «gatita cachonda» o «arpía».
Al oír la voz de Jilly, Kincaid descartó de su cerebro las imágenes que lo distraían y preguntó con voz ronca:
– ¿Cómo has dicho?
– Quiero saber tu opinión sobre las joyas que debo ponerme.
Rory era incapaz de dejar de pensar en la tersa carne de la entrepierna de Jilly. ¿Estaba adornada exclusivamente con un puñado de pecas y las delicadas eses que formaban las venas?
– ¿Te refieres a llevar pendientes? -preguntó distraído.
– Supongo que también me los pondré, aunque en realidad me refería a los piercings.
Rory pensó que no había oído bien. ¿Seguro? Corrió hasta la puerta y accionó el picaporte. ¡Maldición, el cerrojo seguía echado! Respiró hondo y se dijo que no debía perder los estribos. Por Dios, la tragedia parecía cernerse sobre su cabeza cada vez que Jilly estaba cerca.
– Vaya… Dime… esos piercings de los que acabas de hablar, ¿se verán? -Rory tuvo que tragar saliva para terminar de plantear la pregunta.
– Solo el de la lengua.
Kincaid ya no sabía qué hacer; estaba a punto de ahogarse cuando por fin Jilly se apiadó de él.
– ¡Es una broma! ¡Es una broma! -exclamó la joven, y Rory recuperó el aliento-. Me refiero al piercing en la lengua.
Esa chica iba a matarlo. No, matarlo sería demasiado sencillo y rápido. Rory ya no tuvo dudas de que había perdido el control de su vida. Estaba convencido de que algo espantoso e inimaginable ocurriría antes de que la velada tocase a su fin. Se apostaba el escaño al Senado, que todavía no había conseguido, a que pasaba algo.
– Jilly, no estoy de humor -declaró a modo de advertencia.
La joven rió y abrió la puerta del dormitorio.
Rory retrocedió instintivamente y enseguida dio otro paso atrás porque, esperara lo que esperase, no era precisamente con lo que se encontró.
Jilly levantó los brazos y giró sobre los tacones de aguja de sus sandalias negras de chica mala, sujetas con tiras de terciopelo. La idea de que esa mujer podría hacerse rica como vendedora de calzado volvió a revolotear en la cabeza de Kincaid.
La joven dio un giro de trescientos sesenta grados y preguntó:
– ¿Qué te parece?
– Estás tapada, cubierta -respondió Rory con grandes dificultades.
Era verdad. Jilly lucía un esmoquin negro prácticamente igual al suyo, incluida la tira de raso que iba de la cintura al dobladillo de cada pernera. La diferencia radicaba en que Jilly no llevaba faja, pajarita ni… camisa. Evidentemente era un esmoquin diseñado para que lo llevase una mujer, ya que la chaqueta era entallada y los botones llegaban a un punto en el que apenas se vislumbraba el impresionante canalillo de la joven.
La mirada de Kincaid recorrió su melena, discretamente sujeta por una diadema de terciopelo, se detuvo en sus orejas adornadas con una perla y descendió hasta las uñas de sus pies, pintadas de un elegante dorado.
Cuando la mirada de Rory regresó al rostro de la joven, Jilly sacó la lengua y la movió.
– ¿Lo ves? Ya te dije que era una broma. El esmoquin es totalmente respetable y pertenece al estilo de los años setenta.
Rory la observó y se dio cuenta de que estaba muy seria. Se preguntó si Jilly creía de verdad que el esmoquin era totalmente respetable. Era cierto que iba más cubierta de lo que él suponía y probablemente más que algunas mujeres que acudirían a la cena, pero ninguna despedía esa ardiente sexualidad como si fueran señales de humo. Solo Jilly era capaz de hacer algo semejante.
– Vamos -dijo Kincaid roncamente-. Llegaremos tarde.
Jilly correteó tras él cuando caminó por el pasillo en dirección a los ascensores.
– ¿Te pasa algo? Pensaba que así iría correctamente vestida.
Rory suspiró y pulsó el botón para descender hasta el vestíbulo a fin de coger el otro ascensor y llegar al restaurante del ático, situado en la otra torre.
– Estás impresionante.
Fue incapaz de explicarle lo guapa que estaba; no podía decirle que parecía un orgasmo con tacones.
Mientras un ascensor los bajaba y el otro los subía, Rory se pellizcó el caballete de la nariz e intentó imaginar la reacción del senador cuando viera al pastelito relleno de chocolate y nata que lo acompañaba. Se dio cuenta de que deseaba que el anciano cogiera simpatía a Jilly. Quizá no fuera la mujer adecuada para un candidato al Senado, pero lo cierto es que poseía vivacidad, descaro y encanto. Había conseguido de la nada amistades, una vida y un negocio y por ello la admiraba profundamente.
A la salida del ascensor los esperaba el maître. Inclinó la cabeza ante Rory y dedicó una sonrisa aprobadora y no tan profesional a Jilly.
La joven respondió, por lo que durante un fugaz instante mostró su hoyuelo letal. Rory apoyó posesivamente la mano en el final de la espalda de Jilly y miró al maître con cara de que más le valía acompañarlos al salón privado que el Partido Conservador había reservado para la cena.
Durante los veinte pasos que necesitó para llegar, Rory intentó encontrar la manera de explicar la presencia de Jilly, cómo desactivarla o, como mínimo, protegerla de la desaprobación casi segura del senador.
De la entrada del salón llegaron murmullos y el ruido de hielo en los vasos. Rory pasó la mano de la espalda de Jilly a su cintura y la sujetó para frenar su avance. La joven aminoró sus pasos, pero no se detuvo.
– Jilly… -masculló Rory. La muchacha lo miró por encima del hombro y una ligera sonrisa demudó sus labios llenos y encantadores. Kincaid apostilló en tono apremiante-: Pase lo que pase, quiero que sepas que…
– ¡Ya estáis aquí! -Una voz masculina interrumpió a Rory-. ¡Adelante, adelante!
Claramente animado por un par de martinis, Charlie Jax les indicó que entraran y esbozó una sonrisa casi amistosa.
Jilly cumplió las órdenes con Rory detrás. En el salón había varios corrillos de personas vestidas de gala y con cócteles en la mano. El grupo más grande se encontraba directamente frente a ellos; cuando se acercaron se abrió y en el centro vieron al senador Benjamin Fitzpatrick.
Jilly se detuvo. El senador dejó de hablar con la mujer que tenía al lado. Rory contuvo el aliento.
Con una expresión ilegible, el anciano entregó su copa a alguien y se adelantó fluida y rápidamente; para variar, no lo estorbó la artritis, consecuencia de los años que había pasado en los submarinos de la armada. Rory se dio cuenta de que Jilly tensaba los hombros; le habría gustado llevársela.
¿Qué mosca lo había picado? No era necesario someter a Jilly a una especie de prueba de respetabilidad. Se dijo que era responsable de cuanto ocurriera. Le había impuesto el «compromiso» y también el fin de semana en San Francisco.
El senador se detuvo frente a Jilly y la repasó de la cabeza a los pies. Rory pensó en el estricto código moral del político y concluyó que más le valía no encontrar el menor defecto en su acompañante. Le traía sin cuidado que la detestase nada más conocerla, lo único que le preocupaba era que mantuviese la boca cerrada.
El senador sonrió y su rostro se arrugó con gesto de sincera alegría.
– ¡Dios mío! -exclamó Fitzpatrick-. ¡Pero si eres Gillian Baxter!
Para sorpresa de Rory, Jilly pareció reconocer ese nombre y devolvió la sonrisa al senador con auténtico placer.
– Tío Fitz, ahora me llamo Jilly Skye.
El senador abrió los brazos.
– Me da igual como te llames. Bienvenida, mi dulce niña.
Benjamin Fitzpatrick la estrechó en sus brazos y Jilly rió y también lo abrazó.
Rory se quedó patidifuso al oír «dulce niña» y «tío Fitz» y los miró azorado mientras celebraban el reencuentro. Alguien le puso en la mano un vaso de whisky con hielo.
– Pareces conmocionado -comentó Charlie Jax-. No tengo ni la más remota idea de qué representa tu prometida para el senador, pero da la sensación de que tú tampoco sabes con quién has estado retozando últimamente.
Mientras la luz de la farola iluminaba el coche, Greg escrutó el rostro de Kim para ver si seguía llorando. La ex modelo se había puesto a llorar cuando le dijo que la quería, pero finalmente se había calmado.
Sin motivos para acariciarle las mejillas, un indeciso Greg la cogió de los hombros. Al contacto, el cuerpo de Kim le resultó tan rígido e inflexible como su expresión.
¿Había descartado tan a la ligera la declaración de lo que sentía por ella? Greg le propinó un suave empujón.
– He dicho que te quiero.
Kim se humedeció los labios con la lengua, tragó saliva y replicó con voz quebrada:
– No es verdad.
– He intentado dejar de quererte -reconoció el actor quedamente-, pero ha sido imposible.
– Ay, Greg.
Kim parecía estar profundamente triste. De todas maneras, el actor se negó a dejarse dominar por el pánico.
– Vamos, Kim. No creo que sea ninguna novedad. Hace cuatro años ya sabías que estaba enamorado de ti y quiero que veas que nada ha cambiado.
– Pero yo he cambiado. -Su voz sonó más fuerte-. Gracias a Dios y a Jilly, ya no soy la misma de antes.
El actor pensó en los diplomas colgados en la pared de la oficina de Things Past. Se sintió tan orgulloso de ellos como de ella, aunque no lo habían sorprendido. Lo había intuido cuando vio que Kim sacaba pilas de libros de la biblioteca de Caidwater.
– Lo comprendo perfectamente.
– ¿Estás seguro? -Kim entornó los ojos-. Por aquel entonces eras un hombre decente y honrado, al igual que hoy. ¿Tienes idea de lo que cuesta cambiarte a ti mismo, dejar de justificarte y de responsabilizar a los demás de tus elecciones?
– Kim, no fue culpa tuya.
– ¡Y una mierda!
Greg parpadeó, ya que era la primera vez que la oía soltar un taco, y repitió:
– No fue culpa tuya.
– Estaba convencida de que no lo entenderías. -Meneó la cabeza-. Por supuesto que fue culpa mía. Soy culpable de ese matrimonio y de haber perdido a mi hija, no solo por haberme vendido, sino por ser estúpida. Me respetaría a mí misma si hubiese sido lo bastante lista para leer el acuerdo prematrimonial en lugar de creer a ciegas en Roderick.
Greg le apretó los hombros.
– Era un cabrón.
– Creo que es exactamente lo que me merecía -acotó Kim con fervor-. Pero ya no es así, ahora tengo estudios, una profesión y un negocio que marcha.
Una idea repentina retorció el estómago de Greg.
– ¿También tienes pareja? No se me había ocurrido pensar que… -Apartó las manos de los hombros de la ex modelo-. ¿Hay un hombre en tu vida?
Kim miró por la ventanilla.
– No es tan sencillo.
Greg se preguntó qué era lo «no tan sencillo» y pensó que tendría que elegir entre reír o asestar un puñetazo al parabrisas. En la relación entre ellos nada había sido sencillo y la idea de que en su vida hubiese otro hombre lo complicaría todo todavía más.
El actor se preguntó a quién pretendía engañar. Imaginar a Kim con otro lo cegó de celos, tanto como lo había estado cuando, día tras día, habían convivido bajo el mismo techo sabiendo que era la esposa de su abuelo.
– Kim… -Greg la cogió del brazo, le dio la vuelta para que lo mirase y añadió severamente-: Dime que no hay nadie más. ¡Maldita sea, dímelo!
– En mi caso no hay ni habrá nadie más -replicó sin inmutarse.
– ¿Qué demonios quieres decir?
Aunque el tono de Greg siguió siendo brusco, cesó la amargura que sentía en la boca del estómago.
– Significa que no quiero un hombre… que no quiero sexo.
El actor relajó la tensión de los dedos y le soltó el brazo.
– ¿Cómo dices? -inquirió sorprendido.
– No tengo esos impulsos… no tengo impulsos sexuales.
La respuesta de Kim fue tan directa que Greg tuvo la sensación de que no la había entendido y, totalmente desconcertado, meneó la cabeza. Kim tenía veintitrés años y acababa de decirle que no tenía impulsos sexuales.
– ¿De qué hablas? Recuerdo perfectamente que en Caidwater no permitías que te tocara…
– Porque me pareció que estaba mal. Tocarnos o hablar sobre lo que ocurría entre nosotros habría sido una traición incluso mayor a tu abuelo, pero ahora…
– Ahora ¿qué? -insistió Greg.
Kim desvió la mirada y su voz se trocó en un susurro:
– Supongo que, desde el momento en el que me vi obligada a dejar a Iris, perdí el sentido del… tacto, la sensibilidad. No siento nada cuando alguien me toca o cuando toco a alguien. Es como si mis terminaciones nerviosas estuvieran desconectadas. Mi piel está insensibilizada. -Una sonrisa iluminó su rostro y miró de soslayo hacia el asiento trasero-. Salvo hoy, cuando sentí la mano de mi hija. Te lo agradeceré toda la vida.
Greg la miró fijamente.
– Sigo sin comprender. Si tu piel… si tu piel está insensibilizada y no sientes nada, ¿por qué sigues evitando el contacto conmigo?
– Porque… -El murmullo de su voz rajó como una navajazo el corazón de Greg-. Porque pensé… supongo que porque albergué la esperanza de que contigo sería distinto.
Lo que Kim calló fue que no había querido averiguar si realmente era distinto. También calló que no había sido distinto. Greg se pasó la mano por la cara.
La pena llenó su vientre, su cabeza y su corazón. Mientras que para él el roce de Kim era como una descarga eléctrica en su piel, ella no sentía nada cuando la tocaba.
A Greg le temblaron las manos. Había perdido a Kim, la había reencontrado y ahora descubría que no podía emocionarla. ¿Por qué había ocurrido? ¿Acaso era su castigo?
El actor notó una bocanada de aire frío cuando Kim abrió la portezuela y se inclinó hacia ella.
– Kim… Kim… -No supo qué decir ni qué pensar-. ¿Estás segura?
La tenue sonrisa de la ex modelo fue como una cuchillada en las entrañas.
– Estoy segura. Diga lo que diga mi corazón, mi cuerpo no responde.
Kim miró a su hija por última vez y abandonó el coche.
Una vez más, Greg la dejó escapar.