Rory caminó a zancadas hacia Things Past; se movía deprisa a pesar del peso de la condenada nube que parecía pisarle los talones más que nunca. Aunque Greg había dejado Caidwater, ya que dos días atrás se había esfumado con Iris dejando una nota en la que decían que hacían una escapada a Las Vegas, la mala suerte seguía acechándolo.
Solo faltaban tres días para la fiesta y no tenía servicio de catering. Los que había contratado tuvieron que suspender el servicio a causa de un brote de hepatitis y los demás estaban comprometidos porque se trataba del fin de semana del día de san Valentín.
La desesperación lo llevó a recordar el picnic organizado por Jilly, preparado por unos amigos suyos que habían abierto un nuevo catering. Tal vez eran lo bastante desconocidos como para estar disponibles ese fin de semana.
Claro que antes tenía que lograr que Jilly le diese el número de teléfono.
Jilly… El cabreo con ella aumentó durante unos segundos, pero enseguida se le pasó. La otra mañana, cuando ella dio por terminado el pacto, Rory apenas recordaba que habían llegado a un acuerdo. Mejor dicho, casi ni recordaba su nombre y apellido. El fragor sexual con Jilly le anulaba el pensamiento y aquella mañana los fragmentos habían quedado tan dispersos que necesitó varios minutos para recogerlos y dirigirle la palabra.
Ella se había enfadado y Kincaid sabía perfectamente por qué. No hay ninguna mujer a la que le guste que la traten de presa fácil, pero las palabras ya habían escapado de su boca y no pudo desdecirse. Claro que tampoco entonces estaba dispuesto a hacerlo. En todo momento el mayor peligro había sido controlar lo que sentía por ella y lo había conseguido apelando a ese epíteto.
Al llegar a la tienda miró el escaparate y se quedó de piedra. La persona que iba detrás chocó con él, pero no se movió ni reaccionó ante el insulto que masculló el peatón. Respiró hondo, cerró los ojos y volvió a abrirlos.
Aquello no podía ser real. En el escaparate de Things Past, al que hasta entonces jamás había prestado atención, Jilly había colocado una reproducción de su rostro dentro de una burbuja de plástico colgada encima de una especie de extraña bañera. Por si eso fuera poco, había puesto palabras en su boca, en un bocadillo de cartón blanco como los de las tiras cómicas, que a continuación había pegado a la burbuja de plástico. Las palabras que salían de sus labios con mayúsculas negras pregonaban: «¡Vota por el sexo seguro y visita French Letters!». Una flecha señalaba la tienda contigua.
A Rory se le hizo un nudo en la boca del estómago y lentamente siguió con la mirada la flecha que apuntaba hacia French Letters. Palideció y, como un zombi, se dirigió al escaparate de la condonería. ¡No! Sus labios articularon una muda negación cuando vio lo que ocurría.
Aquello también era real. Su garganta emitió un gemido, una especie de balido. ¡La mujer a la que todo el mundo consideraba su prometida decoraba el escaparate de una condonería…!
¡Dios santo… y cómo lo decoraba! Se acomodó las gafas de sol y recorrió la calle con la mirada. De momento parecía haberse librado de los paparazzi, pero los muy víboras tenían la mala costumbre de merodear por los lugares en los que podían encontrarlo, y no le sorprendería que la tienda de Jilly figurase en la lista de esos carroñeros.
Intentó respirar pese a que la ansiedad le cerraba los pulmones; se acercó al cristal del escaparate. Sin lugar a dudas, un ligero recordatorio de la condición de Jilly… mejor dicho, de su propia posición de futuro candidato del Partido Conservador, la convencería de que debía abandonar la tienda de preservativos. Rory golpeó el cristal y Jilly levantó la cabeza.
Sin pensar en lo que hacía, Kincaid se pasó el dedo por el cuello como dando a entender que se lo cortaría y, sin emitir sonido alguno, le ordenó que abandonase lo que estaba haciendo.
Al final no fue tan delicado como pretendía y la mirada que Jilly le dedicó siguió los mismos derroteros. No hizo falta ningún gesto con el dedo para saber cuál había sido la respuesta exacta de la joven.
Jilly volvió a ocuparse del escaparate, que representaba una escena en la cocina e incluía un maniquí con una típica bata de ama de casa, un delantal almidonado y un collar de perlas. Había un pequeño letrero en el que se leía: «Ropa vintage de Things Past». Tanto el maniquí como Jilly se encontraban junto a una mesa pequeña. Rory vio que Jilly inclinaba la cabeza sobre un frutero que contenía un racimo de bananas al que la joven colocaba preservativos.
Kincaid dejó escapar una larga exhalación al ver que ponía un condón de color verde manzana a rayas en una de las frutas amarillas. De su garganta volvió a escapar un gemido y golpeó nuevamente el cristal con impaciencia y energía.
Jilly puso el mismo empeño en no hacerle caso, cogió un pepino y lo decoró con una goma de látex de color morado, con protuberancias, que más que un juguete para practicar el sexo seguro parecía una pelota de pelos de plástico.
Imaginó lo que pensarían los miembros del Partido Conservador y volvió a dar golpecitos en el escaparate. Jilly fingió que no se enteraba y revolvió una cesta llena de condones con envoltorios de papel de aluminio; se mordió el labio como si pensase cuál quedaría mejor en el calabacín de aspecto obsceno que sostenía con la mano izquierda.
A Rory se le nubló la vista. Por Dios, le repateaba en el hígado que quien la viera supusiese que Jilly era una especie de experta sexual. A la hora de la verdad, ¿quién le había enseñado a poner un condón? Él… Maldita sea, ¿quién le había enseñado todo lo que sabía de sexo? Él… A pesar de todo lo que había funcionado bien y de todo lo que había funcionado mal entre ellos, ¿quién la había echado muchísimo de menos las últimas noches? Él…
Rory ni siquiera intentó extraer conclusiones lógicas de esos tres interrogantes. Entró furioso en la tienda y oyó que una serie de acordes de trompeta anunciaban su presencia. No hizo caso del sonido ni del dependiente, cuyo sexo era imposible definir, que se acercaba a toda prisa con un exceso de piercings en las zonas más variadas del cuerpo. Kincaid avanzó en línea recta hacia el escaparate y arrebató de las manos de Jilly tanto el calabacín como el preservativo que la joven había escogido y aún no había abierto.
– ¿Qué demonios estás haciendo?
Jilly intentó recuperarlos.
– Estoy montando el escaparate de un amigo.
– Esto es… esto es indecoroso.
– ¿Indecoroso? -preguntó la muchacha, y reprimió una carcajada.
El enfado volvió a empañar la visión de Rory. Por Dios, podía pasar cualquiera y comprobar su técnica para colocar condones. Si a eso se añadía su menudo y ardoroso cuerpo con los vaqueros ceñidos y la camisa holgada que llevaba la palabra «ángel» bordada en el bolsillo, Jilly solo se estaba buscando problemas.
Kincaid apretó los dientes y dijo:
– No quiero que la gente se haga ideas equivocadas con respecto a ti.
La joven intentó recuperar el condón y consiguió cogerlo.
– ¿A qué te refieres? ¿A la misma idea que te has hecho tú?
Pues sí, era exactamente a lo que se refería. No quería que cualquier seductor de tres al cuarto conquistara a la inocente Jilly y se la llevase a la cama; con esa ropa estaba endiabladamente sexy. Tironeó del extremo del preservativo, que empezó a desenrollarse, y lo miró escandalizado. En la goma de color carne había incrustadas falsas piedras preciosas de color rojo, verde y azul.
– ¡Qué horror! ¿Quién se atreve a ponerse algo así?
– No tengo ni idea, supongo que alguien que no puede pagar diamantes -espetó Jilly-. Devuélvemelo.
La joven tironeó y el condón se desenrolló un poco más. Rory no lo soltó.
– Jilly, este asunto no pinta nada bien… Te…
La muchacha perdió la paciencia y lo interrumpió para preguntar:
– ¿A qué has venido?
– Deberías alegrarte de que esté aquí. Alguien tiene que hacerte entender que…
– ¿Que ayudar a un amigo puede convertirse en un desastre? Ya me has demostrado que en ocasiones ocurre.
Rory tensó los músculos.
– Si no recuerdo mal, hubo varias ocasiones en las que pensaste que era placentero.
Jilly ni siquiera, parpadeó.
– Ve al grano. ¿Qué quieres?
Con la intención de serenarse, Kincaid aspiró una gran bocanada de aire.
– Además de una solución para los desastres que no cesan de ocurrirme, necesito un servicio de catering. -Aprovechó la repentina muestra de interés de Jilly y apostilló-: Hablemos en otra parte.
– Por intentarlo que no quede, ¿eh? -Jilly tironeó de su extremo del condón, que se alargó un poco más-. Ya te he dicho que estoy aquí para hacerle un favor a un amigo. Suéltalo.
Rory no le hizo caso.
– Yo podría hacer un favor a tus amigos, me refiero a los del catering. ¿Crees que aceptarían un encargo para el sábado por la noche?
La tensión del preservativo se aflojó y a Jilly le brillaron los ojos.
– Seguramente.
– Estupendo. -Rory intentó arrancarle el condón de los dedos-. Los contrataré si aceptas venir a la fiesta.
La idea le gustó en cuanto escapó de sus labios, aunque lo cierto era que no había pensado en proponerle ese trueque.
Jilly entornó los ojos.
– Es a ellos a los que necesitas, no a mí. Además, no me apetece asistir a tu fiesta.
Rory tironeó del condón.
– Claro que te apetece.
Jilly hizo lo propio.
– No, no quiero ir.
– Esto es una ridiculez. -Kincaid intentó hacerse con el preservativo.
– En eso estamos de acuerdo -aseguró ella mientras también tiraba de la goma.
Rory miró a través del escaparate. El tira y afloja había atraído a un corro de personas y un escalofrío de temor recorrió su columna vertebral. Se imaginó la secuencia de fotos de esa disputa tanto en los periódicos como en las pantallas de televisión. En un año imposible de olvidar, su padre fue la estrella de al menos siete escándalos televisados.
– Jilly… -masculló con los dientes apretados y tironeó.
– ¿Por qué no lo sueltas de una vez?
Maldita sea, no lo soltaba porque esa mujer lo ganaba cada vez que intentaba vencerla. Cada vez que creía que lo tenía todo resuelto y que incluso se había aclarado la relación entre ellos, cada vez que metía a Jilly en un casillero en el que podía dejarla u olvidarse de ella, la joven hacía algo imprevisible que sin duda estaba destinado a volverlo loco.
Por ejemplo, cometía un disparate como abandonar su cama.
Rory la miró y tiró del condón con todas sus fuerzas. El látex adornado con falsas piedras preciosas alcanzó una longitud anatómicamente imposible.
– Ven a la fiesta.
Jilly entrecerró los ojos, se mantuvo en sus trece y tanto su rostro como sus dedos revelaron testarudez y enfado.
– No.
– Me lo debes. Al fin y al cabo, me has utilizado.
Rory pensó que, si podía aferrarse a esas palabras, tal vez mantendría la cordura.
La terca expresión de Jilly no se suavizó. Enarcó una ceja y preguntó:
– ¿Ya no recuerdas que también me utilizaste?
No era cierto… Rory no tuvo tiempo de contestar porque al otro lado del cristal se produjo un fogonazo.
Sobresaltada, Jilly soltó el extremo del condón largo y tenso, que rebotó como una goma elástica y golpeó a Rory en la bragueta del pantalón caqui.
– ¡Ay…! -exclamó Jilly, y abrió desmesuradamente los ojos-. ¿Te encuentras bien?
Kincaid tuvo que hacer acopio de su fuerza de voluntad para no desplomarse cuando se produjeron más fogonazos, que anunciaban la llegada de los paparazzi.
– Ahora sí que tendrás que venir a la fiesta -murmuró Rory cuando recuperó el aliento.
Jilly dirigió una mirada fugaz a los dos fotógrafos situados al otro lado del cristal del escaparate.
– Rory…
– No, quiero que me escuches. El único modo de neutralizar lo que saldrá en estas fotos es que asistas a la fiesta.
Jilly se había llevado la mano a la boca y, aunque la apartó, su voz sonó extrañamente entrecortada.
– ¿Por qué tengo que hacerme cargo de tus problemas con los medios de comunicación?
Kincaid apretó los dientes por enésima vez.
– Porque has sido quien los ha originado. Jilly, por favor, ven.
Ella no dejaba de resistirse y su tono de voz seguía siendo extraño.
– Tal vez no sea tan grave, probablemente la gente pensará que han recortado nuestras cabezas y las han pegado en otros cuerpos.
Rory dejó escapar un bufido.
– Nadie tiene un cuerpo como el tuyo.
La mirada de Jilly descendió del rostro de Rory al condón que este aún esgrimía. Levantó la mano para taparse nuevamente la boca y musitó desde detrás de los dedos:
– Ni como el tuyo.
Repentinamente receloso, Rory bajó la cabeza y siguió la dirección de la mirada de la joven. El preservativo, estirado hasta límites insospechados y llamativamente decorado, colgaba de su mano a la altura del cinturón y pendía casi hasta las rodillas, como la lengua de un perro agotado.
Rory se dijo que era exactamente lo que parecía: la lengua de un perro que no podía ni respirar.
– ¡Mierda! -exclamó, y arrojó la goma sobre la mesa. Añadió casi con la boca cerrada-: Ahora sí que tienes que venir a la fiesta.
Tuvo la sensación de que, desde detrás de la mano que le cubría la boca, Jilly accedía a su petición con sonidos extraños y amortiguados. Luego ella empezó a partirse de risa. Aunque las carcajadas le sentaron fatal, Rory no tuvo más remedio que reconocer que ese sonido alegre y divertido pareció alejar momentáneamente la oscura nube que se cernía sobre su cabeza.
Contrariado, Rory contuvo sus emociones, salió de French Letters por la puerta trasera, cruzó el callejón y llegó a una calle adyacente, atestada de gente. Fue entonces cuando vio su imagen en el escaparate de la clínica de un veterinario.
Se detuvo y repasó mentalmente el rifirrafe que había mantenido con Jilly: los plátanos con condones; el preservativo adornado con piedras preciosas que estiraron y estiraron entre ambos; el fogonazo del flash, el latigazo de la goma y el látex colgando sobre su pierna.
Se echó a reír.
Rió a carcajadas, francamente, con la cabeza hacia atrás mientras evocaba una vez más el tira y afloja mantenido con Jilly. Un transeúnte vestido con ropa de cuero de motorista y collar de perro realizó un amplio rodeo para evitarlo y Kincaid todavía rió más a gusto.
Le sorprendió comprobar que hacer el ridículo le permitía sentirse libre.
Tres noches después, Rory intentó recordar esa fugaz sensación de liberación mientras luchaba con un temor mucho más conocido. Estaba ante el ventanal de la sala de juegos contigua al dormitorio de Iris y tocaba con impaciencia la hoja doblada que había guardado en el bolsillo de su chaqueta del esmoquin blanco. Lucecitas de colores adornaban la terraza que se extendía a sus pies. Los músicos afinaban los instrumentos en un extremo y en el otro habían montado una barra. A uno y a otro lado habían instalado unas pocas mesas pequeñas, pero el centro estaba libre para bailar y para el brindis que el senador Fitzpatrick haría en cuanto Rory anunciase públicamente su candidatura.
También había otras sorpresas más llamativas preparadas para después del discurso de Kincaid. Dichas sorpresas habían obligado a los operarios a recorrer los techos y el estanque para canoas de Caidwater durante los dos últimos días. Estaba claro que ese montaje no era más que un truco publicitario sin sentido, pero por lo visto Charlie Jax tenía debilidad por el melodrama.
Rory volvió a tocar la hoja de papel y se tranquilizó al comprobar que seguía en el bolsillo de la chaqueta. Contenía el texto de su discurso, si es que ese puñado de palabras que tanto le había costado encontrar y que ponían de manifiesto sus intenciones podía considerarse un discurso; esperaba que, una vez pronunciado ante los cientos de invitados previstos, desapareciese de una vez por todas la sensación de inminente desastre.
– ¡Iris…! Iris, ¿todavía no estás lista? -preguntó. Hacía un rato que Greg y la pequeña habían regresado de la excursión a Las Vegas y Rory se había desvivido por convencer a la niña de que no tardara en cambiarse para la fiesta-.¡Iris!
– Tú debes llamarme tía -repuso la niña con voz ronca a través de la puerta que comunicaba las habitaciones.
Rory suspiró. Para variar, su encanto no servía de nada cuando se trataba de Iris… bueno, de su tía.
A pesar de que hacía semanas que convivían, Rory no había llegado a comprender lo que la cría necesitaba o quería de él. Suspiró y abrigó la esperanza de que, en cuanto abandonasen Los Ángeles, cada uno se sintiera más cómodo con el otro. Iris era una obligación que estaba empeñado y decidido a sobrellevar como correspondía.
Miró por la ventana y buscó algo que pudiese justificar su ansiedad permanente. Desde donde se encontraba comprobó que las cercas de los ocho jardines que rodeaban la casa estaban abiertas, que era como debían estar, y que cada jardín estaba iluminado por lucecitas de colores colgadas de los árboles y de los setos.
Gracias a Jilly, las habitaciones de la planta baja de Caidwater ya no estaban atiborradas de ropa, sino listas para recibir a los visitantes. Los encargados del catering, también amigos de Jilly, habían llegado a primera hora de la mañana y los deliciosos aromas procedentes de la cocina le permitían saber a ciencia cierta que al menos la comida no sería un desastre.
Rory se masajeó la nuca; y sentía una legítima preocupación por el servicio de catering. Hasta entonces, el negocio de Paul y Tran no había requerido más camareros, por lo que, para satisfacer las necesidades de ese trabajo urgente, habían recabado la ayuda de un buen número de residentes en FreeWest a fin de que sirviesen la comida y la bebida.
Kincaid volvió a restregarse la nuca y reconoció para sus adentros que le inquietaba la perspectiva de mezclar a los miembros afiliados al Partido Conservador con el tipo de personas que había conocido pocas semanas atrás, durante la inauguración de la galería en FreeWest. Esperaba que Paul y Tran hubiesen seleccionado a los menos estrafalarios del grupo.
Sin embargo, ya no había tiempo para más reflexiones. Había hecho cuanto podía para cerciorarse de que la fiesta fuera sobre ruedas. Como recordaba bacanales anteriores en Caidwater, que acabaron en peleas entre borrachos, así como en ménages à trois que aparecieron en los titulares de los periódicos de la mañana siguiente, había contratado un ejército de guardias de seguridad con el propósito de evitar hasta el menor escándalo.
Aquello había sido lo más doloroso, cuando tenía doce, dieciséis y veintidós años. Todavía se le hacía un nudo en la boca del estómago al recordar los titulares. Eran sórdidos pero excitantes… por Dios, habían sido tan sórdidos y excitantes como los hombres de la familia Kincaid, y Rory se parecía tanto a ellos que todo el mundo esperaba más de lo mismo. Durante muchos años esa situación había atraído atenciones indeseadas y críticas inmerecidas.
Pero la fiesta de esa noche no se parecería en nada a las del pasado. A Dios gracias, había convencido a Jilly de que asistiese. Tal como era previsible, en pocas horas las condenadas fotos de la condonería habían llegado a la red y a los programas de la prensa rosa, pero enseguida quedaron eclipsados por otro alboroto relacionado con el actor principal de la última película de Greg y su caballo. Si hacía acto de presencia con Jilly cogida de su brazo, el episodio del preservativo adornado con falsas piedras preciosas se olvidaría en un abrir y cerrar de ojos y nada echaría a perder los acontecimientos tan esperados de esa velada.
En eso pensaba Rory cuando Iris franqueó la puerta que comunicaba su dormitorio con la sala de juegos. Nada más ver la ropa que se había puesto, Rory se quedó boquiabierto y dijo:
– No.
La niña enarcó las cejas con una actitud imperativa que, muy a su pesar, hizo que a Rory le recordase su propia gesticulación.
– Sí -replicó Iris.
Para la fiesta, la señora Mack le había comprado un conjunto de dos piezas, azul sobre azul, de terciopelo con cintas. Iris aseguró que se vestiría sola, por lo que la señora Mack salió del dormitorio para ocuparse de los mil y un detalles que aún estaban pendientes. Al ver a la niña, Rory se dijo que estaba claro que o Iris no sabía vestirse sola o estaba empeñada en que le pusieran una camisa de fuerza.
Era cierto que Iris se había puesto la ropa nueva, pero no como correspondía. Se había colocado la falda con cinturilla elástica por debajo de las axilas, como si fuera un top ceñido, y abotonado la camisa alrededor de la cintura. Los leotardos azules a juego tapaban su cabellera rubia: se había enrollado las piernas en la cabeza, a la manera de un turbante. También se había puesto del revés los zapatos de charol negro.
Rory cerró los ojos y se esforzó por dominarse. Evidentemente, la pequeña pretendía ponerlo a prueba. En su mesilla de noche había un libro titulado La temible mente de los niños de cuatro años que preveía batallas de ese tipo. Intentó recordar lo que aconsejaba y, como no se le ocurrió nada con la suficiente rapidez, abrió los ojos y señaló hacia el dormitorio.
– Ve a cambiarte… por favor -dijo por fin.
– No.
Kincaid hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta del esmoquin y apretó el discurso hasta formar con él una bola.
– Yo diría que sí. Ve a cambiarte ahora mismo. No podemos perder más tiempo. Los invitados están a punto de llegar.
– Yo no quiero ir a la fiesta.
– Me da igual lo que quieras. Esta fiesta es importante y tienes que estar presente -aseguró levantando el tono de voz, pero enseguida lo suavizó-. Al menos tienes que estar un rato. Más tarde vendrá una canguro.
– No quiero una canguro.
– Está bien, vendrá a cuidarte alguien que se ocupa de los niños de cuatro años. Ahora haz el favor de entrar en tu habitación y vestirte como corresponde. -Kincaid carraspeó e intentó sonar convincente-. Vamos, Iris, quiero que vean que eres mi niña preferida.
– ¡No lo haré! -Los ojos azules de la pequeña echaron chispas y elevó el tono de voz-. No lo haré. ¡No quiero ir a la fiesta, no viviré contigo y nunca seré tu niña preferida!
Rory intentó mantener la calma.
– Iris…
– ¿Hay algún problema? -preguntó Greg desde la puerta de la sala de juegos.
Rory se volvió hacia su hermano.
– Pues sí, hay un problema. Está agotada porque te la has llevado a Las Vegas, y ahora se niega a asistir a la fiesta. -Entrecerró los ojos y se dio cuenta de que su hermano llevaba pantalones y botas vaqueros-. ¿Dónde diablos está tu esmoquin?
– Yo tampoco quiero ir a la fiesta -aseguró Greg. Miró a Iris, que había corrido a su lado, y tironeó del turbante fabricado con el leotardo-. Un momento digno de Sombrero azul, sombrero verde, ¿no es así, Bicho?
El mayor de los Kincaid frunció el ceño.
– ¿De qué estáis hablando?
Greg miró atentamente a Rory.
– Hablo de Sombrero azul, sombrero verde, el libro preferido de Iris. Va de animales que se disfrazan; el pavo siempre se equivoca.
Rory arrastró los pies y no tuvo más remedio que reconocer que desconocía cuál era el libro preferido de la cría.
Greg miró a la pequeña y meneó la cabeza.
– Iris, supongo que sabes que lo que has hecho te convierte en el pavo.
La niña puso morritos.
– No soy un pavo.
– Tal como vas vestida, lo eres. -Greg la empujó ligeramente para que fuera al dormitorio-. Haz el favor de arreglarte mientras hablo con Rory.
Iris dirigió a Greg una mirada suplicante y contrariada, pero el actor no le hizo caso, por lo que al cabo de unos instantes echó a andar hacia su dormitorio.
– Todavía te odio -espetó en dirección a Rory, y cerró de un portazo.
– Lamento mucho lo que acaba de decir -reconoció Greg-. Hablaré con ella para que no utilice la palabra «odio».
Rory meneó la cabeza.
– No eres responsable de la niña.
Una expresión insólita demudó las facciones de Greg, que cuadró los hombros.
– Sí, hasta cierto punto lo soy. Anteayer me casé en Las Vegas con la madre de Iris.
Rory lo miró fijamente.
– ¿Qué has dicho?
– Que me he casado.
Rory intentó sonreír.
– No puedo creerlo.
El mayor de los Kincaid pensó que se trataba de una broma de mal gusto. Greg no sonreía.
– Me he casado con Kim Sullivan, la madre de Iris.
– ¿Con quién?
– Convivimos en Caidwater antes de que naciera Iris. Me refiero a Roderick, a Kim y a mí. Fue entonces cuando me enamoré de ella.
Algo frío y viscoso se deslizó por la columna vertebral de Rory.
– ¿Me estás diciendo que eres el pad…?
– ¡No! -Greg avanzó un paso, se detuvo y respiró hondo-. Te mataría por pensar eso de Kim y de mí, pero tendremos que acostumbrarnos a esta situación. Iris es, sin el menor atisbo de duda, hija de Roderick y de Kim. Mientras estuvieron casados jamás toqué a Kim; ni siquiera permitió que le expresase mis sentimientos.
Rory meneó lentamente la cabeza.
– No lo entiendo.
– Ya sé que no lo entiendes. -Greg miró a su hermano a los ojos-. Me enamoré de ella hace más de cuatro años, sin pensar en las consecuencias ni en las complicaciones. Ni siquiera estoy seguro de haber tenido tiempo de pensar en todo ello. -Su boca esbozó una fugaz y pesarosa sonrisa-. Si quieres que te sea sincero, no sirvo para ocultar mis sentimientos. Estoy seguro de que Roderick echó a Kim precisamente por lo que yo sentía. No soportó la posibilidad de tener que competir conmigo.
Rory esbozó un gesto de impaciencia.
– El vejestorio se casó con una tía de dieciocho años y al final se dio cuenta de la realidad. Ella lo hizo a cambio de dinero, influencias o algo por el estilo y por eso la puso de patitas en la calle.
Greg apretó las manos a los lados del cuerpo.
– También me gustaría pegarte por lo que acabas de decir, pero Kim no me lo agradecerá. Te explicará personalmente que estableció con Roderick un acuerdo del que se arrepiente. Era joven y estaba desesperada. De todas maneras, tampoco lo utilizará como excusa. Hay que reconocer, que, cinco años después, ha levantado un negocio y ha logrado una vida gratificante.
Rory seguía sin asimilarlo.
– ¡Por Dios! Greg, ¿te das cuenta de lo que estás diciendo? -preguntó lentamente-. Te has casado con la ex esposa de tu abuelo, con la madre de su hija. Papá nunca llegó tan lejos.
Greg movió afirmativamente la cabeza.
– Es verdad. Además, queremos la tutela de Iris.
Rory se quedó nuevamente boquiabierto.
– ¡Me tomas el pelo! ¡Roderick dejó la tutela de la niña en mis manos!
– Pero yo he convivido con ella durante toda su vida. Soy lo más parecido que ha tenido a un padre y quiero serlo para ella. -La mirada de Greg se tornó acerada-. Roderick te escogió para vengarse de mí y, si a eso vamos, no eres la persona más idónea para tratar con Iris.
– Ni que lo digas. Greg, eres actor, es decir, tan inestable e irresponsable como Daniel y Roderick.
Se produjo una larga pausa, después de la cual Greg adoptó una expresión fría e implacable.
– Maldito seas, Rory. -Su tono destiló furia soterrada-. Maldito seas por no mirar más allá del apellido Kincaid y ver el hombre que soy.
Igualmente furioso, Rory también se tensó.
– ¿Dices que no veo más allá del apellido Kincaid? Greg, maldita sea tu estampa, es lo que he intentado a lo largo de toda mi vida. Quiero que el apellido Kincaid represente…
– Algo distinto. -Greg acabó la frase iniciada por su hermano-. Rory, debes saber que no me avergüenzo de lo que soy ni de mi profesión. Además, tampoco soy nuestro padre, que solo se ocupa de sus necesidades egoístas, ni nuestro abuelo, que manipuló a cuantos lo rodeaban para poder ejercer su poder. Si quieres saber la verdad, lo que acabo de decir suena más a ti.
– ¿De qué coño estás hablando?
Un músculo crispó la mandíbula de Greg.
– Piensa en lo que últimamente has hecho en nombre del honorable Partido Conservador. Me refiero a tu supuesto compromiso y también a Iris. Si de verdad quieres que el apellido Kincaid represente algo distinto, creo que deberías reflexionar sobre lo que la niña necesita y dejar de utilizarla como harían nuestro abuelo o nuestro padre.
La ira encendió la sangre de Rory. Su hermano acababa de soltarle una perorata. Su hermano pequeño, que trabajaba en Hollywood, pretendía decirle lo que estaba bien y lo que estaba mal. Si no fuera por él, Greg no sabría distinguir lo uno de lo otro.
– Te diré que…
– ¡Señor Rory! -gritó la señora Mack desde el pasillo-. ¡Los invitados están llegando!
Rory cerró los ojos. ¡Mierda! Se había olvidado completamente de la fiesta. Cargada de truenos, la nube de su perdición descendió y se apoyó pesadamente en sus hombros.
– ¡Señor Rory! -insistió la señora Mack.
El aspirante a senador abrió los ojos.
– ¡Enseguida voy! -Señaló con el dedo a su hermano y añadió-: Hablaremos más tarde.
– Rory, no cederé. -Greg se cruzó de brazos-. Esta vez no daré el brazo a torcer ni cambiaré de opinión con respecto a Iris.
Rory desoyó esas palabras y pasó rápidamente junto a su hermano. Corrió escaleras abajo y vio que la primera invitada, que permanecía indecisa en el vestíbulo, era Jilly.
La inmediata y abrumadora sensación de placer que experimentó al verla le erizó el vello del cuerpo. La miró con cara de pocos amigos y declaró:
– Llegas tarde.
Rory no tenía ni idea de la hora que era; además no le había dicho cuándo debía llegar.
La joven levantó la barbilla y entornó sus bonitos ojos verdes.
– No me dijiste a qué hora tenía que venir.
Jilly era más lista de lo que parecía y estaba… ¡Por Dios, parecía un hada de san Valentín! Un hada pechugona, pero hada al fin. La falda larga era de tono rosa suave y sobre la tela más tupida había otra capa transparente que se ahuecaba ligeramente. Un top peludo, con las mangas pegadas a los hombros y del mismo tono rosa, la cubría del canalillo al talle. Se había pintado los labios de un rosa más intenso y su pelo oscuro lucía bucles casi domados, que le caían sobre los hombros. Llevaba adornos brillantes en la melena.
Deslumbrado, Rory parpadeó. Tuvo la sensación de que decenas de minúsculos rubíes salpicaban los bucles de Jilly. Intentó tocarlos, casi sin darse cuenta de lo que hacía. Jilly retrocedió y al moverse dejó al descubierto una pequeña parte de su vientre, entre la cinturilla de la falda que le rozaba el ombligo y la goma elástica del top.
En su ombligo lucía un rubí del tamaño de una pequeña moneda.
La lujuria le asestó un soberano puñetazo. También se quedó afectado por otra emoción innombrable e innegable. Dicha emoción lo golpeó en otro lugar, en una parte más profunda de su ser, y durante unos instantes se quedó sin respiración. Finalmente recuperó la voz.
– Jilly…
– ¡Hola, Rory, estás aquí! ¿Adónde quieres que vayamos? -dijeron unas voces.
Kincaid no podía apartar la mirada de la mujer que tenía delante.
– ¿Cómo? -inquirió distraído; ni siquiera sabía quién había hablado.
Sus sentidos estaban exclusivamente centrados en Jilly. Olió su perfume y, pese a la distancia que los separaba, notó el calor de su piel.
La habría lamido de la cabeza a los pies. La habría besado, devorado, estrechado contra sí y la habría penetrado, como la última mañana que estuvieron juntos. Ansió estar tan pegado a ella que nada pudiera separarlos.
Una mano presionó su brazo.
– Buscamos a Paul y a Tran.
Rory miró en dirección al sonido, observó a Jilly y repitió la operación. La voz pertenecía a Aura. La astróloga, el doctor John y un grupo de personas ataviadas con chalecos rojos a juego sobre sus peculiares vestimentas aguardaban instrucciones. Rory tragó saliva y preguntó:
– ¿Qué…? ¿Por qué estáis aquí?
– Hemos venido a ayudar a Paul y a Tran -repuso Aura sonriente. Bajo el brazo llevaba el cuaderno de tapas azules-. ¿Qué opinas de nuestros chalecos? Desempolvé mi máquina de coser y los hice con mis propias manos. Las costuras están reforzadas. Están totalmente forrados, pero no creo que sea necesario llevarlos al tinte. Bastará con lavarlos en el programa para prendas delicadas y pasarles la plancha tibia.
Rory la miró boquiabierto. Aura no solo se parecía muchísimo a Martha Stewart, sino que, por lo visto, también era capaz de hablar como la decana de las tareas domésticas.
– Los chalecos están muy bien -respondió distraído.
La astróloga sonrió.
– Dime, ¿dónde están Paul y Tran? Hemos venido a echarles una mano.
Al pasear la mirada por el grupo de excéntricos, el placer momentáneo que Rory había experimentado al ver a Jilly se convirtió en una fría consternación. Tendría que estar preparado porque sabía que esa noche los residentes de FreeWest pondrían su granito de arena, pero había preferido engañarse pensando que ya había pagado lo suficiente para evitar batacazos.
La luz del impresionante candelabro de hierro forjado y cristales de colores del vestíbulo se reflejó en la calva del igualmente imponente doctor John. También destacó los diversos piercings que el hombretón lucía en distintas partes de su anatomía. Alguien sonrió alegremente desde detrás del hombro del doctor John, y Rory supuso que se trataba del dependiente de la condonería, ese ser del que era imposible deducir el sexo.
Kincaid miró fijamente al dependiente, que tenía los dientes delanteros adornados con sendas banderas estadounidenses fielmente reproducidas; prefirió no pensar en el complejo proceso que llevaba a ese resultado. Tras el dependiente había varias personas que, salvo la última, lucían sorprendentes cortes de pelo, tintes, tatuajes o una combinación de los tres.
Rory apartó la mirada y se presionó las sienes.
– Paul y Tran están en la cocina; está por allí.
El dueño de casa señaló con el dedo y vio que el grupo se volvía y echaba a andar formando una desordenada fila. El gemido que acababa de descubrir que era capaz de emitir salió de sus labios al ver que el último residente de FreeWest, el único que de frente parecía mínimamente normal, llevaba el pelo con rastas hasta la cintura.
¡Dios mío…! ¡Dios mío…! ¡Dios mío…! A Rory no se le ocurrió un solo taco con el que maldecir el lío en el que se había metido. Estaba en un buen aprieto y no podía hacer nada, ya que los invitados no tardarían en llegar. Seguramente no imaginaban que asistirían a una fiesta en la que se haría realidad la peor pesadilla del anfitrión.
En cuanto los residentes de FreeWest desaparecieron de su vista, Kincaid se dirigió a Jilly, diana roja y rosa de su impotencia y sus presentimientos, y se quejó:
– Todo esto es culpa tuya.
– No te hagas ilusiones. -La muchacha meneó la cabeza, con lo que los adornos brillantes de su cabellera titilaron-. No permitiré que me endilgues tus problemas.
Estaba decidido a echarle todas las culpas porque Jilly se había presentado en Caidwater como si fuese una plaga y había trastocado, fastidiado y puesto del revés todos sus planes.
– De no ser por ti no me encontraría en este aprieto.
La joven entornó los ojos.
– ¿De qué aprieto estás hablando?
Rory gesticuló desaforadamente.
– ¡Escándalos, excéntricos, chiflados y gente vestida con ropa estrafalaria! En el preciso momento en el que mi vida empieza a estar en orden, te presentas sin llamar y lo fastidias todo con tus proyectos bienintencionados y tus extraños amigos.
– Mis amigos son tan extraños que han renunciado a su tiempo libre para echarte una mano. Recuerda que eres tú quien los necesita.
A Rory le sentó fatal que Jilly tuviera razón.
– Si no hubiese estado obnubilado, habría preparado galletas con ensalada de atún y las habría servido personalmente en vez de abrir la puerta a esos chalados. ¿Qué pensarán los invitados?
Jilly se encogió de hombros.
– Es posible que los invitados te sorprendan, que miren más allá de lo estrictamente superficial y se den cuenta de que mis amigos son buenas personas. Y te diré otra cosa: podrías hacer lo mismo.
Rory apretó los dientes.
– ¿Que haga lo mismo con qué?
– Que no te quedes con lo que se ve a simple vista. -El rubor subió por su cuello hasta sus mejillas-. Estoy segura de que en los últimos diez años no has dedicado ni siquiera dos segundos a rascar la superficie para ver qué hay debajo. ¿Por qué no dedicas un par de minutos a perfeccionarte e intentas ver el fondo de mis amigos, de mí e incluso de ti?
A Rory le hervía la sangre.
– ¿Adonde quieres ir a parar?
– Lo que intento decir es que, si miras más allá de lo superficial, tal vez descubras algo sorprendente.
Kincaid replicó lo primero que se le pasó por la cabeza:
– Lo único que en los últimos tiempos me ha sorprendido es conocer a una mujer que ha dado la espalda a un aspecto de su vida, el sexual, porque tenía miedo de que se hiciese realidad la predicción de su abuela. Has permitido que durante años ese temor controlase tu vida. ¿Qué decías de mirar más allá de la superficie?
Jilly aspiró aire bruscamente y desvió la mirada.
– Olvídalo. Rory, ni siquiera te molestes en mirar dentro de ti. No sé por qué, pero de repente tengo la certeza de que en tu interior no hay nada. No tienes carne, sangre ni corazón, nada de nada.
La posibilidad de haberla herido lo enfureció todavía más. La temperatura de su sangre subió varios grados.
– Vaya, querida, eres capaz de dar un golpe, pero no de recibirlo, ¿verdad? Cielo, he mirado dentro de ti y veo a una mujer tan atrapada en el pasado y decidida a demostrar algo a otra persona que no tiene ni la más remota idea de qué quiere para sí misma.
Ella lo miró fijamente.
– Pues yo puedo decir lo mismo de ti -espetó-. ¿Deseas realmente ocupar un cargo público? Tu interés por el decoro y la perfección, ¿es algo que de verdad te interesa o solo esperas que cada vez que alguien oiga el apellido Kincaid lo relacione con la palabra «senador» en vez de con «escándalo»?
La sangre de Rory hervía a borbotones.
– Maldita seas, estoy hasta el gorro de esa pregunta. Se supone que esta noche se hará realidad todo lo que me importa. Para variar, el apellido Kincaid se vinculará con algo honroso y que merece la pena, aunque lo cierto es que, gracias a ti, tengo la sensación de que se me escapa entre los dedos.
Jilly dio un brinco y el valor la abandonó. Se apretó el vientre con la mano, justo por encima del disparatado rubí que distraía a cuantos lo veían.
– De acuerdo -aceptó en tono sereno y súbitamente carente de emociones-. Rory, si de verdad es lo que quieres, quédatelo. Además, es lo que me han aconsejado. Cierra las manos, agárralo fuerte y no lo dejes escapar.