Rory deambuló por la biblioteca, se detuvo junto a las ventanas con el deseo de ver llegar la cafetera de color rojo cereza de Jilly; reanudó sus idas y venidas cuando la joven siguió tan ausente como hacía unos minutos.
¡Condenada mujer! La noche anterior no le había dicho que esa mañana se retrasaría. Cuándo la condujo a casa, Jilly aún tenía el pelo húmedo por el vapor del baño de burbujas y su expresión era seria. Rory se preguntó si la joven había sopesado su propuesta. Entonces no lo dedujo y ahora no lo sabía.
Apenas había pegado ojo, pues en su mente se agolparon imágenes de ángeles voluptuosos con diminutos biquinis negros y santos torturados por los fuegos del deseo. Maldita sea, tendría que haber permitido que su diablo interior se saliese con la suya. Al menos así podría sentarse y nada se le clavaría en el estómago. Por Dios, hacía días… mejor dicho, hacía semanas que estaba empalmado.
De todos modos, se alegraba de no habérsela llevado a la cama. Estaba seguro de que la experiencia sería mucho más positiva cuando Jilly acudiese a él por decisión propia.
En el supuesto de que decidiera irse a la cama con él.
En el caso de que alguna vez regresase a Caidwater. ¿Dónde demonios se había metido?
Se dijo que podría mirar en la web de Things Past. En realidad, no estaba tan desesperadamente interesado en lo que ella hacía como para fisgonear a través de la webcam. Por la mañana Iris había preguntado por ella. Aunque si veía a Jilly en la tienda, Kincaid podría decirle a su tía que dejase de inquietarse… bueno, que dejara de esperar que apareciese de un momento a otro.
Solo tardó unos instantes en conectar con la imagen de la webcam de Things Past. La tienda estaba vacía. De pronto Rory se dio cuenta de que faltaba un rato para la hora de apertura y que probablemente habían conectado la cámara antes. La puerta de la oficina de la parte trasera de la tienda estaba abierta y detectó movimientos, un zapato y parte de una pierna de mujer. Rory bizqueó e intentó dilucidar si esa pierna era de Jilly.
No era suya porque, de pronto y desde otra dirección, Jilly apareció en el área de visión de la webcam. Kincaid dedujo que acababa de bajar del apartamento del primer piso porque llevaba el bolso colgado del hombro y bostezaba.
Una ligera sensación de satisfacción aplacó su impaciencia. Tal vez la joven tampoco había dormido bien. Se repantigó en el sillón, cruzó los brazos y la observó desapasionadamente. Jilly llevaba un pantalón hasta los tobillos, zapatos negros sin tacón y otro de sus habituales jerséis.
Sin darse cuenta de lo que hacía, Kincaid volvió a acercarse a la pantalla y frunció el ceño. ¿Era la vestimenta adecuada para transmitir el mensaje de que se dejaría seducir? Le habría encantado ver que su forma de vestir demostrara que deseaba mandar al garete el celibato, pero no tuvo esa certeza. Se vistiera como se vistiese, lo cierto era que Jilly lo ponía cachondo, más cachondo de lo que recordaba haberlo estado nunca.
Sorprendido por esa idea, Rory se obligó a reclinarse en el mullido sillón de cuero. Lo único que le faltaba era dejarse arrastrar por las circunstancias. Sin lugar a dudas, Jilly era atractiva, pero lo que sentía por ella solo era lujuria pura y dura.
La joven recorrió la tienda y cogió un tazón de café. Rory la observó fría y racionalmente y se dijo que no tenía nada de especial…, salvo los pechos.
Aunque eso sí, poseía unos pechos increíbles, dignos de humedecer todos sus sueños. Recordó que estaban en Los Ángeles, que en todas partes se veían pechos así, que eran tan corrientes como las palmeras y los puestos de venta de tacos. Si no eran naturales, los cirujanos plásticos, igualmente abundantes, se apresuraban a implantarlos.
En otras zonas del país, las niñas ahorraban su semanada para comprar muñecas Barbie. En el sur de California, guardaban el dinero para comprar el canalillo de Barbie.
Jilly Skye no solo era un par de pechos. Se trataba de una mujer interesante y era un as para los negocios. Se dedicaba a la ropa vintage y había hecho votos de castidad. En el caso de que fuese una maldición, era una maldición encantadora, y a Rory le costaba cada vez más recordar los motivos por los que durante tanto tiempo había intentado resistirse a sus encantos.
Mientras Kincaid miraba la pantalla, una vez dentro del despacho Jilly se inclinó y pareció hablar con el zapato y la pierna que Rory había visto hacía unos minutos. Sonrió, se deslizó en la silla y observó la curva prieta del trasero de la joven.
– … déjalo… estar… -De sopetón la voz de Jilly sonó muy cerca.
Lleno de culpa, Rory dio un brinco y giró la cabeza.
– ¡Pero qué dices! No estaba hacien… -El magnate se calló cuando oyó nuevamente la voz de Jilly.
– ¿… que… porque tú… ahora…? -Las palabras salieron por los altavoces del ordenador de Rory entrecortadamente.
Detectó otra voz femenina:
– El audio… me parece… no funciona…
¡Vaya, vaya…! Alguien, probablemente la dueña del zapato y de la pierna, manipulaba el sistema de audio porque no funcio…
– Tengo la sensación de que no llego a entenderlo. -Súbitamente la voz sonó clara y uniforme. Era evidente que la mujer que hablaba no se había dado cuenta de que estaba reparado-. De todas maneras, estoy deseosa de probar tu idea de hacer desfiles por internet.
¡Vaya, vaya…! Rory se rascó el mentón. Organizar desfiles por internet era una idea genial. No había duda de que Jilly poseía olfato para los negocios.
– Me parece que deberías dormir un rato -aconsejó Jilly-. ¿Dónde pasaste toda la noche? Sabes perfectamente que cuando estás cansada cometes infinidad de errores.
La desconocida murmuró algo acerca de que estaba demasiado alterada para dormir.
– Nena, te he oído -respondió Rory-. Además, apuesto lo que quieras a que tienes problemas con un hombre.
– Ya encontrarás la solución -dijo Jilly alegremente. Aunque estaba de espaldas a él, Rory imaginó su encantadora sonrisa, que destacaba el hoyuelo-. Confío plenamente en ti.
Rory estaba de un optimismo subido.
– Cielo, yo también confío plenamente en ti -informó a la figura digitalizada de Jilly. Le pareció muy gracioso colarse en esa conversación femenina-. Escucha, monjita mía, despídete de tu amiga, sube al coche y ven con papá.
Kincaid sonrió e intentó transmitir a Jilly que se reuniera con él.
No pudo oír lo que decía la desconocida del zapato y la pierna, pero Jilly respondió:
– No desesperes.
Pensándolo bien, la voz de la amiga sonó desesperada cuando preguntó:
– ¿Tú también tienes problemas?
Jilly se miró los pies.
– No sé cómo planteárselo. Siempre pasa algo y no surge el momento oportuno.
Rory se incorporó y se sentó muy tieso. Se preguntó qué era lo que Jilly no sabía cómo plantear y a quién.
– Pensabas esperar a que se convirtiese en tu amigo.
– Verás, creo que le gusto. -Jilly titubeó-. Estoy bastante segura de que siente algo por mí, pero no sé si me considera su amiga -apostilló la muchacha sin dejar de mirarse los pies.
– El tiempo se acaba -opinó la otra mujer, y el ligero tono metálico y temeroso de su voz llevó a Rory a experimentar un escalofrío de inquietud.
– Ya lo sé, pero necesito comprobar que Rory confía en mí antes de pedírselo -añadió Jilly.
Kincaid se aferró al borde del escritorio y el escalofrío de inquietud se convirtió en un terror. ¡Mierda! ¿Había vuelto a caer en la trampa? ¿Qué demonios quería Jilly de él? Y pensar que había pensado que no le correspondía poner fin a la virginidad de la joven…
Jilly levantó la cabeza y se dirigió a la mujer que estaba en el despacho:
– Te garantizo que lograré que me escuche con respecto a Iris.
¿Qué tenía que ver Iris en todo aquello? Rory meneó la cabeza. ¿Por qué Jilly hablaba de Iris?
– Francamente, Kim, haré cuanto pueda para solucionar este asunto -prosiguió Jilly.
La muchacha retrocedió y Rory vio que la desconocida movía el pie y la pierna. A continuación se dispuso a salir del despacho.
La amiga de Jilly apareció de cuerpo entero en la pantalla. Era una mujer alta, rubia y de facciones clásicas. Rory reconoció a la socia de Jilly y volvió a experimentar cierta sensación de familiaridad. La rubia arrugó el entrecejo.
– Jilly, no hagas… Jilly, no cometas una locura.
– ¿Una locura? ¿Me ves capaz de cometer una locura? -inquirió Jilly. Rory se dijo que, si no estuviera tan asqueado, mejor dicho, tan enfadado, tal vez se habría reído ante el tono de falsa valentía que transmitió el bomboncito mentiroso-. Te prometí que resolvería esta cuestión y lo haré. No olvides que por eso acepté este trabajo, para conseguir lo que queremos.
Rory no dejó de escuchar, pero la conversación acabó enseguida y Jilly salió de la tienda. Siguió mirando a la rubia y repasó mentalmente el diálogo de las mujeres… a pesar de que la sensación de traición le agrió el desayuno.
Iris… Jilly… Kim, la rubia que le resultaba conocida.
¡Joder…! De repente todo encajó. Iris, Jilly y Kim, la rubia que le resultaba conocida… Kim, que era igual a Iris. ¡Maldita sea, por ahí iban los tiros! La socia de Jilly era la madre de Iris, la misma que la había parido y abandonado.
«No olvides que por eso acepté este trabajo, para conseguir lo que queremos», había dicho Jilly. También había afirmado: «Haré cuanto pueda por solucionar este asunto». Por lo visto, la madre que había parido y abandonado a su tía quería algo.
De modo que, con el propósito de ayudar a su socia, Jilly se había aprovechado de él. Virgen… ¡y un cuerno…! Cada palabra, cada beso, cada centímetro de piel ardiente estaba calculado para manipularlo, para que «confiase» en ella.
Rory se dijo que eso le pasaba por desviarse del camino recto, por olvidar sus responsabilidades. Llegó a la conclusión de que no había sido más que un juego perverso y malvado.
¡Vaya con el bomboncito dulce y mentiroso!
Se dio cuenta de que estaba ansioso por asestarle el primer golpe.
– ¡Ay…!
La dolorosa exclamación de Rory, procedente de la biblioteca, logró que Jilly hiciese un alto. Esa mañana había decidido sumergirse en el trabajo porque Rory se había vuelto más peligroso que nunca después de plantear la atormentadora idea de poner fin a su virginidad… y de dejar la decisión exclusivamente en sus manos.
Si hubiese intentado seducirla en cuanto vio que ella se sentía tentada, le habría resultado mucho más sencillo negarse. Lo cierto es que Kincaid no había intentado manipularla y había insistido en que la decisión le correspondía a ella. El mero hecho de saber que tendría que acudir a él y pedirle que la llevase a su lecho la estremecía de la cabeza a los pies, por lo que la idea resultaba mucho más excitante.
– ¡Ay…! -volvió a quejarse Rory.
Jilly se dejó llevar por la curiosidad, se asomó a la puerta de la biblioteca y no le quedó más remedio que sonreír.
Con el maletín negro a sus pies, la «doctora» Iris atendía al enfermo, que estaba sentado en una silla. La niña vestía una bata blanca de médico que parecía de verdad, con las mangas dobladas; los faldones llegaban hasta el suelo. Probablemente se trataba de un disfraz que había encontrado en algún rincón de la mansión. Iris sujetaba un auténtico martillo de goma.
– Ni te muevas -dijo Iris en tono autoritario, y adoptó esa expresión terca que solía dedicar exclusivamente a Rory.
La cría levantó el martillo y le dio en la rodilla.
Rory hizo una mueca de contrariedad y lanzó una patada al aire.
– Haz el favor de ir con cuidado.
Iris no respondió, guardó el martillo en el maletín y lo revolvió en busca de algo más.
– Tengo que vendarte -declaró decidida, y cuando se enderezó, Rory vio que sostenía un grueso rollo de venda.
Kincaid lo miró con recelo.
– ¿Qué es lo que quieres vendarme?
Jilly no supo si reír o llorar. A lo largo de las últimas semanas había aumentado el recelo entre Rory y la niña. Kim tenía razón. No quedaba mucho tiempo y debía hablar con Rory de la situación de la pequeña. Cerró los ojos, se frotó las sienes e intentó aliviar el repentino dolor de cabeza.
– Estás aquí.
Jilly abrió los ojos. Rory la había descubierto en el umbral.
– Sí, aquí estoy.
– Pasa.
Su tono sonó grave, cargado de algo sombrío y tal vez colérico. Jilly titubeó, pero enseguida se dijo que era una ridiculez. Probablemente su extraño tono tenía que ver con la venda con la que Iris le rodeaba la frente.
Cuando la joven se acercó, Rory miró a su tía y preguntó:
– Iris, por favor, ¿podemos dejar este asunto para más tarde?
– No. -La niña siguió colocando la venda-. Dijiste que jugarías conmigo.
– Seguiremos más tarde.
– No… Te estás muriendo.
– ¿Y si te prometo que no estiraré la pata hasta que estés presente y puedas disfrutar de lo que me ocurre? -propuso Kincaid.
La pequeña no cedió.
– Te vendo para que no se te escapen los sesos. Podrías agradecérmelo.
– Muchas gracias.
Jilly notó que el magnate apretaba los dientes.
– Iris, tengo la sensación de que Rory quiere hablar a solas conmigo -explicó la muchacha, e intentó disimular el nerviosismo que la idea le provocó. El rostro de Kincaid estaba tenso y su mirada resultaba ilegible-. Estoy segura de que, si ahora te vas, más tarde jugará contigo.
Iris ladeó la cabeza.
– Hummm… Vale, pero me voy a jugar a aquel rincón. -La cría señaló la caja de un juego que había junto a las ventanas, sacó las tijeras del maletín y las acercó a la cara de Rory.
Jilly se apresuró a quitarle las tijeras de la mano y propuso:
– Cortaré yo la venda.
Iris encajó la punta de la venda en las últimas vueltas y caminó hacia las ventanas, arrastrando la bata blanca sobre la alfombra. Miró significativamente a su tío y añadió:
– Te operaré mientras espero.
Jilly abrió desmesuradamente los ojos, hasta que vio que Iris se había sentado junto a un juego llamado Operación. Recordaba los anuncios de ese juego infantil. El jugador… bueno, el médico, utilizaba unas pinzas pequeñas para quitar partes del cuerpo de un hombrecillo. Si el médico se equivocaba, el «paciente» se quejaba y se le iluminaba la nariz.
– El paciente se llama Rory, ¿verdad? -inquirió Jilly, y dirigió una sonrisa comprensiva al Rory de carne y hueso.
Kincaid no respondió a esa sonrisa. Se limitó a señalar su escritorio y añadió:
– Siéntate.
Al oír esa orden, a Jilly se le aceleró el pulso, pero lo siguió lentamente y tomó asiento. Rory acomodó su corpachón al otro lado del escritorio y la paralizó con la mirada. Había tensión en todo lo que hacía: en su mirada y en la rigidez de sus anchos hombros.
– Sé lo que haces -afirmó Rory.
– ¿Cómo… cómo dices?
– Sé que me has utilizado.
Congelada por la gelidez de la mirada de Rory, Jilly se quedó quieta.
– ¿Qué? -preguntó.
No se le ocurría nada más que decir.
– Había un motivo que te llevó a pedir este trabajo. Tenías un motivo para cada una de las cosas que has hecho. Me refiero a ti y a Kim, tu socia. Fue la séptima esposa de mi abuelo, la mujer que trajo al mundo a Iris. -Rió tan secamente que el sonido resultó doloroso-. ¡Dios mío, qué tonto he sido!
A Jilly le habría gustado taparse los oídos, cerrar los ojos, huir, retrasar el reloj y lograr que el mundo volviese a empezar.
– Tú… -Jilly se humedeció los labios y comenzó otra vez-, tú no lo entiendes.
La joven se preguntó cómo se había enterado y qué sabía, pero tuvo miedo de plantearlo de viva voz.
– Esta mañana os he oído hablar. Dile a tu socia que el audio de la web funciona de maravilla. Nena, antes de que se me olvide, lo entiendo perfectamente. Por si no lo recuerdas, ya he pasado por todo esto.
Jilly se estremeció al recordar la tarde que se quedaron encerrados en el vestidor. Rory le aseguró que ella no era una aprovechada, que no se parecía en nada a la mujer que había dicho que lo quería y que después se había metido en la cama con su padre para lograr ser actriz.
– Eso no es así, no tiene nada que ver con lo que te ocurrió.
– ¿Lo dices porque no te has follado a mi querido papá? -preguntó toscamente. Jilly se sobresaltó-. La diferencia radica en que mi padre no puede darte lo que quieres. Si no me equivoco, solo yo puedo hacerlo. -Kincaid meneó la cabeza-. Querida, has jugado a un juego francamente asqueroso.
Jilly volvió a experimentar escalofríos y se dijo que Rory pensaba… Rory pensaba que se había burlado de él.
– Rory, no es posible que…
Kincaid bufó burlonamente y su expresión violenta fue más aterradora que las palabras que hasta entonces había empleado.
– Cariño, no creeré una sola de tus palabras. Se acabó. Ya no me trago tu montaje de virgen célibe ni tus veladas protestas.
Jilly cerró los ojos. Se dio cuenta de que la situación era grave, mejor dicho, gravísima, y apostilló sordamente:
– Fue idea mía, Kim no tiene nada que ver. -Recordó que reunir a madre e hija había parecido un proyecto correcto, adecuado, una manera fantástica de aliviar sus pesares-. No la censures ni la responsabilices de lo ocurrido.
– ¿Qué es exactamente lo que queréis? -inquirió Kincaid, impasible-. No es necesario que respondas. ¿Queréis dinero a cambio de no vender esta historia a la prensa sensacionalista?
– No…
– Hace diez años, la tarifa habitual ascendía a doscientos cincuenta mil dólares. Ni más ni menos que un cuarto de millón de dólares para que el Enquirer se mantuviese al margen del sórdido trío en el que participamos mi padre y yo. Supongo que Kim no tiene una información tan jugosa, así que os daré la mitad.
Jilly lo miró fijamente.
¡Mierda! Iris había iniciado la intervención quirúrgica en el otro extremo de la biblioteca.
– ¡Oye, Rory, he tenido problemas con el hueso de tu tobillo!
Kincaid ni siquiera parpadeó y dirigió a Jilly una mirada directa, dura y fría.
– Lo tomas o lo dejas -sentenció.
La muchacha tragó saliva.
– Nada de dinero. No queremos dinero. -Parecía que Rory volvería a burlarse o, peor aún, soltaría otra de sus crueles carcajadas, por lo que Jilly se aferró a los reposabrazos del sillón y añadió-: Rory, hablo totalmente en serio. Kim solo quiere ver a su hija.
Finalmente Kincaid lanzó una carcajada, pero otra exclamación por algún problema quirúrgico interrumpió su amarga risa. Una tensa sonrisa curvó los labios de Rory, que ladeó la cabeza hacia Iris.
– Y eso que soy el sobrino preferido de mi tía.
Jilly se frotó las sienes, que latían intensamente. ¿Por qué la situación se había degradado hasta ese extremo? ¿Por qué había estropeado algo emprendido con las mejores intenciones? ¿Por qué había causado dolor si solo pretendía aliviar su propio sufrimiento?
Miró a Rory, que seguía vendado como si estuviera realmente herido. Se dio cuenta de que, en realidad, estaba herido, ya que con su falsedad le había hecho daño.
A la joven se le revolvió el estómago. Ese hombre, el mismo que en dos ocasiones la había rescatado de las garras de la chinchilla, que la había hecho reír y sufrir, al que había atormentado implacablemente hablando de piercings en la lengua y tatuajes ocultos, el que había dado pábulo a mil y una fantasías sobre el jeque y la muchacha del harén, la odiaba.
Y ella… mejor olvidarlo. Otra vez se le revolvió el estómago.
Ella… ella se había enamorado de él.
¡Esas situaciones no debían ocurrir! Cuando por fin le entregaron las cartas de su madre, Jilly supo que el amor nos vuelve muy vulnerables. La abuela había utilizado el afecto de su madre para mantenerlas separadas y su deseo de ser querida para someterla a un férreo control.
Fue entonces cuando Jilly se prometió a sí misma que jamás entregaría su corazón. Pero se había enamorado de Rory. Lo quería por abrirse paso por sí mismo, tal como ella había hecho. Lo quería porque, pese a lo mucho que detestaba Caidwater, se había hecho cargo de sus responsabilidades. Lo quería porque, a pesar de que su tía de cuatro años se seguía mostrando muy poco cooperativa, Rory seguía tratando de entablar una buena relación con ella.
Además, podían contarse con los dedos de una mano los hombres capaces de fulminar con la mirada a una mujer pese a llevar cubierta la cabeza con un vendaje chapucero e innecesario.
A pesar de todo, todavía se estremecía de deseo por él.
En la otra punta de la biblioteca, Iris parloteó consigo misma mientras torturaba a Rory, su pobre paciente. Jilly miró a la pequeña y enderezó la columna. Se volvió insensible a las emociones: el odio, el deseo y el amor. No era el momento de pensar en ello. Ciertamente, jamás lo mencionaría.
En ese instante solo importaba una cuestión: la relación entre Kim e Iris.
– Rory, te lo juro por Dios -declaró fervientemente-. Te juro que Kim no quiere dinero, sino a Iris. Le gustaría pasar, como mínimo, un rato con ella, una especie de régimen de visitas.
A Jilly se le quebró la voz y respiró hondo en un intento de recuperar el dominio. Rory entornó los ojos.
– No puede volver a inmiscuirse en la vida de Iris como si no pasara nada. No se lo permitiré. Es lo que nos ocurrió a Greg y a mí. Las mujeres entraban y salían de la vida de los hombres de nuestra familia, hoy una y mañana otra. Es infernal. -A Jilly le temblaron las manos y se preguntó si Rory la había creído cuando dijo que no se trataba de un asunto de dinero-. Ya está bien de comedia. Nena, ¿cuánto quieres?
Jilly miró a Iris y reprimió el repentino deseo de golpear al Rory de carne y hueso.
– ¿Qué debo hacer para que me creas? -preguntó la joven mientras hacía denodados esfuerzos por mantener la serenidad-. ¿Cómo puedo lograr que, como mínimo, tomes en consideración lo que Kim pide? -Como Rory ya había empezado a negar con la cabeza y su expresión era de fastidio, con la palma de la mano Jilly golpeó el escritorio para llamar su atención-. Kim no eligió dejar a Iris -apostilló apretando los dientes-. Lo puedes comprobar por ti mismo. Firmaron un acuerdo prematrimonial.
Rory la miró fijamente.
– ¿A qué acuerdo prematrimonial te refieres?
– Al que firmó una muchacha de dieciocho años, sin darse cuenta de que todo quedaba en poder de tu abuelo en el supuesto de que el matrimonio se deshiciera. Y cuando digo todo me refiero a absolutamente todo: dinero, casas… hijos.
Rory se recostó en el sillón, se cruzó de brazos y levantó una ceja.
– Tal vez Roderick ya sabía en qué clase de persona se convertiría su séptima esposa. Tenía derecho a protegerse a sí mismo y a sus descendientes.
Jilly cerró los ojos y volvió a abrirlos.
– Rory, no creo que seas injusto, por lo que te ruego que me escuches y lo pienses.
– Francamente, pienso que guardas más ases en la manga, más trampas.
A Jilly se le llenaron los ojos de lágrimas. Se dio cuenta de que diez años atrás Rory debió de sentirse traicionado y por ello ahora se mostraba amargado y receloso. La verdad era que había hecho trampa. Había recurrido a una trampa absurda y estúpida sin saber a qué se exponía. No había pensado que las cosas podrían torcerse ni había previsto que acabaría enamorándose de Rory. Tomó aire y preguntó:
– ¿Qué puedo hacer para que me creas? ¿Qué quieres de mí?
Kincaid se rascó el mentón y una ligera sonrisa torció sus labios.
– Hummm…
La joven estaba tan desesperada por que todo saliese bien que al oír ese murmullo se animó.
– ¿Qué? -Jilly se sentó en el borde del sillón-. ¿Qué quieres?
Rory sonrió de oreja a oreja, pero no transmitió la menor alegría sino, más bien, satisfacción.
– Ya sabes qué quiero.
– ¿Qué? ¿Qué quieres?
– A ti.
Pensó que era una estúpida incorregible por no haberlo visto venir y repitió:
– A mi…
– A ti en mi cama. -Los ojos azules de Rory parecieron iluminarse-. Te quiero en mi cama hasta que me vaya de Los Ángeles. Si te presentas cada noche… hummm, digamos que en el momento en que yo lo desee… mi dulce y joven virgen, si te metes en mi cama cuando me dé la gana… solo entonces me dignaré considerar la petición de tu amiga Kim.
Jilly tembló de la cabeza a los pies cuando clavó la mirada en los ojos de Rory. No sabía si aquel hombre esperaba que aceptase o se negara. Podía sacrificar su virginidad por su amiga o permitir que Rory se llevase definitivamente a Iris. ¿Qué opción la convertía en zorra y cuál en alguien realmente piadoso?
Le dolió la cabeza y también el corazón. No sabía qué elegir.
Se dio cuenta de cuánta razón tenía al temer al amor, pues allí estaba, enamorada de Rory y obligada a ceder a su dominio.
Apretó las manos. A no ser que… a no ser que aceptara ese pacto y se metiese en el lecho de Rory simplemente por sí misma, para tener la oportunidad de experimentar, de experimentar realmente esa existencia excitante y sin limitaciones que siempre se había prometido que probaría. ¿No sería la emoción de su vida darse la oportunidad de amar con el cuerpo a ese hombre, de amarlo de la misma manera que lo quería con su corazón?
Si mantenía en secreto sus sentimientos estaría a salvo del poder que Rory ejercía sobre ella. ¿Acaso no sería una victoria en medio de la derrota?
La angustia que atenazaba su pecho se relajó levemente, pero cuando habló le costó trabajo articular las palabras:
– De acuerdo.
Rory tensó el cuerpo y repitió con cautela:
– ¿Estás de acuerdo?
La muchacha movió afirmativamente la cabeza y confirmó casi sin aliento:
– Iré a tu cama hasta que abandones definitivamente Los Ángeles.
Kincaid parpadeó desconcertado.
¡Joder!
– ¡Oye, Rory, acabo de quitarte el corazón! -chilló Iris.
Rory sonrió con frialdad, seguro de sí mismo y con la mirada brillante, demasiado brillante. Jilly se estremeció. No apartó la mirada del rostro de la joven cuando respondió a la niña:
– Tía, me da igual; de todos modos, no lo necesito.