Rory se preguntó si tenía terror a Iris, pero ni se dignó responder a la pregunta de Jilly mientras aguardaban en silencio a que la niña terminase el bocadillo y se cambiara de ropa. Cuando estuvo lista, los tres se dirigieron al estanque para canoas en uno de los carritos de golf de la finca.
Las dos féminas parlotearon y Rory no intentó inmiscuirse en la conversación. Le molestaba sobremanera que Jilly los acompañase. Podría haber hecho caso de su poco sutil indirecta y haberse quedado en la casa, pero ni se le ocurrió.
Kincaid hizo una mueca. Tampoco le resultaba sencillo negarle algo a Iris. Tenía un deber hacia ella, un deber que se tomaba muy en serio, y había tratado con suficientes escolares que aprenden a usar el ordenador como para reconocer que la niña no mostraba demasiado cariño por él. Por lo visto, Roderick prácticamente no le había hecho caso e Iris buscaba a Greg para que la cuidase y le hiciera de padre. Desde que Greg había dejado la ciudad y emprendido una corta gira para presentar su última película, la animosidad de la cría había ido en aumento.
Al pensar en su hermano, Rory experimentó una ligera punzada de culpa. Greg había insinuado a veces que quería hacerse cargo de Iris, pero Rory no estaba dispuesto a tomarlo en serio. Las instrucciones de Roderick eran claras y Rory suponía que, hacia el final de su vida, el anciano había sentado la cabeza y había comprendido que el arte y la función de padre eran una mezcla explosiva. Por una vez en su vida, un Kincaid había tenido en consideración el bienestar de un niño y Rory no estaba dispuesto a oponerse a la única decisión generosa que un miembro de su familia había tomado.
El jolgorio de las chicas se coló en su pensamiento. A sus espaldas, en el asiento trasero del carrito, Jilly jugaba con Iris. La pequeña estaba encantada con los divertidos comentarios de Jilly y Rory estuvo en un tris de sonreír ante sus risillas, pero no tardó en fruncir el ceño.
Jilly… No tuvo más remedio que reconocer que había sido una de sus decisiones menos inteligentes.
El rifirrafe matinal con Jilly había reforzado su primera impresión, según la cual la joven no era más que otra chalada excéntrica de Los Ángeles, motivo más que suficiente para no bajar la guardia; una mujer que aspiraba a una vida sin limitaciones solo representaba problemas.
Si a ello añadía que esa tarde tenía la primera reunión de campaña con los miembros del Partido Conservador, la sensación de desastre inminente adquiría el peso de un yunque de dos toneladas. Se masajeó la nuca para relajar la tensión que parecía atenazar su cuello.
¡Maldición! Estuviera o no chalada esa mujer y tuviese o no una reunión decisiva, no podía permitir ni permitiría que el yunque cayese. Ni soñarlo. Diez años de experiencia en el vertiginoso mundo de la informática le habían enseñado a controlarse. Había aprendido a analizar los problemas en lugar de permitir que lo agobiasen. Una mujer estrafalariamente vestida no lo echaría todo a perder.
Para mantener el control de la situación con Jilly Skye, le bastaría detectar los posibles problemas y desactivarlos. En cuanto lo pensó, una abeja zumbó junto a su nariz. ¡Claro que sí! Su mente se centró inmediatamente. Vio ante sus ojos el posible problema número uno.
Clavó el pie en el freno, se volvió bruscamente hacia Jilly y preguntó:
– ¿Es alérgica a las picaduras de abeja?
Rory hizo frente a la mirada de sorpresa de Jilly y se convenció de que se trataba de una pregunta muy acertada. Veamos, una picadura de abeja puede significar un problema grave. Si la abeja la picaba y la joven dejaba de respirar, seguramente se vería obligado a practicarle la respiración artificial, sus bocas se encontrarían… Dios mío… Su sangre… se heló… sí, esa era la definición correcta, su sangre se heló solo de pensarlo.
La joven frunció las cejas, dejó de hablar con Iris y separó nuevamente los labios para responder:
– No.
– Me alegro.
Parcialmente aliviado, Rory se dio la vuelta, pisó el acelerador y siguió pensando. ¿Qué más podía salir mal durante la hora siguiente? El carrito de golf… el estanque… el remo…
Por descontado que la respuesta era evidente: mujer con curvas, canoa que vuelca.
¡Fantástico! Jilly se caería al agua.
Rory imaginó la blusa, delgada como el papel, adherida a los pechos de la joven y los vaqueros que ceñirían su trasero y sus fabulosos muslos. Tendría que acompañarla de regreso a la casa, probablemente tendría que llevarla en brazos, el equipo del Partido Conservador se presentaría antes de lo previsto y…
¡Maldición! Por si eso fuera poco, también en ese caso existía la amenaza de tener que practicarle la respiración artificial. Por segunda vez hundió el pie en el freno.
– Espero que sepa nadar.
Jilly lo miró como si se hubiera vuelto loco.
– Sí, claro.
– ¿Está segura?
– Por supuesto.
Kincaid masculló algo entre dientes y volvió a acelerar, aunque sin tanto ahínco. Condujo el carrito por el camino en zigzag y por fin llegaron al fondo del cañón. Cuando frenó junto al cobertizo de los barcos oyó que Jilly dejaba escapar un suspiro. No hizo caso de ese sonido y abandonó el carrito de un salto. Jilly e Iris lo siguieron a paso tranquilo, por lo que tuvo tiempo de dar la vuelta a la pequeña canoa de aluminio y recoger el remo y el chaleco salvavidas de la niña.
Jilly se detuvo en la orilla cubierta de hierba, levantó la cabeza y contempló la cascada que, con un rugido sordo, caía por la ladera del cañón y alimentaba el estanque para canoas. A renglón seguido recorrió con la mirada la serpenteante cinta de agua que recorría el campo de golf de nueve agujeros y par tres de Caidwater.
– Esto es… es… es impresionante -comentó la dueña de la tienda.
Rory entregó el chaleco salvavidas a Iris.
– Yo lo definiría como ampuloso y exagerado. -Rory introdujo la canoa en el agua y permaneció de pie a su lado, con un pie en el fondo, a fin de estabilizar la ligera embarcación. Llamó con el dedo a Iris y comprobó que el chaleco de la pequeña estaba correctamente colocado antes de subirla a la canoa-. Tía, en el banco delantero. -Luego le tocó el turno a Jilly, que avanzó como si se dispusiera a embarcar por su cuenta y riesgo-. ¡Vaya, vaya! -masculló Kincaid.
Era el momento ideal para un buen remojón. La cogió de las axilas, la balanceó de la orilla a la canoa y sus dedos se hundieron en la piel suave de sus pechos.
Rory se quedó petrificado, con los pies de Jilly a quince centímetros del suelo, mientras el cabello alborotado de la joven le hacía cosquillas en la barbilla. Se alegró de que no estuvieran cara a cara, pero, aunque en ese instante no viese el verde inconmensurable de sus ojos, sucedió lo que había temido desde el momento en el que la conoció. La energía discurrió entre ambos, una suerte de fuerza vital ardiente y chisporroteante que subió por los músculos tensos de sus piernas, se extendió hacia las yemas de sus dedos y, con una sucesión de chispazos, se topó con la electricidad que manaba del calor suave y tierno del cuerpo de la joven.
Kincaid lanzó una muda maldición y dejó caer a Jilly, que chocó contra el fondo de la canoa y emitió un estrépito metálico.
La muchacha se sentó junto a Iris. Rory apretó los dientes y ocupó el otro banco, tras ellas. Desde el momento en el que vio las uñas de los pies de Jilly, pintadas de rojo cereza, supo que esa chica le causaría graves problemas. Cogió el remo y, aunque era más delgado que el cuello de cierta mujer que conocía, lo acogotó.
Iris señaló con actitud imperativa y dijo:
– Vamos para allá.
Rory remó sin esfuerzo e intentó mantener la calma. De acuerdo, entre Jilly y él existía un ligero chisporroteo, no era necesario que cundiera el pánico. Solo se trataba de otro motivo por el que estar ojo avizor ante la posibilidad de que se produjera un desastre como el del yunque a punto de desplomarse.
– Será mejor que os situéis en el centro del banco -aconsejó.
Volvió a su mente la premonición de una Jilly calada entre sus brazos. Llegó a la conclusión de que, dadas las chispas que fluían, ambos se electrocutarían.
Remó lenta y afablemente, sin realizar movimientos bruscos, y los pocos comentarios que realizó los dirigió exclusivamente a Iris. El estanque estaba lleno de percas y truchas, y le mostró los sitios en los que, de pequeños, Greg y él habían pescado.
Durante unos años ambos se criaron a la buena de Dios, pero al cabo de un tiempo, incluso antes de que le cambiara la voz, Rory ya había madurado. Llegó el día en el que se dio cuenta de que, como mínimo, Caidwater necesitaba un adulto entre sus paredes.
A medida que se alejaban de la cascada, el sonido se convirtió en un suave murmullo de fondo. Remó sin cesar y, en medio de ese rítmico sonido y movimiento, Rory acabó por relajarse. Un pez saltó a lo lejos y el sol demasiado cálido aflojó sus músculos e incendió mechones en medio de los rizos oscuros de la melena de la mujer que tenía delante.
– ¡Alto!
Rory se estremeció ante la brusca orden de Iris y la canoa se balanceó.
Jilly dejó escapar un jadeo y se aferró a la borda de aluminio, por lo que la embarcación volvió a agitarse peligrosamente.
– ¡Quieta! -aconsejó, y contuvo el aliento hasta que la canoa dejó de mecerse-. Bien, tía, ¿qué es lo que quieres?
Iris señaló hacia la derecha.
– Quiero ir a la isla, tu isla y la de Greg.
Kincaid pensó que no disponían de demasiado tiempo.
– No me parece lo más…
– Por favor -suplicó la niña.
Rory sabía que las buenas maneras eran imprescindibles, y los libros para padres que había leído aconsejaban recompensar a los niños cuando mostraban un buen comportamiento. No estaba muy seguro de que fuese imprescindible demostrar a Iris que su actitud le había agradado, por lo que puso rumbo a la «isla» sin decir nada. En realidad, no se trataba de una isla propiamente dicha, sino de una zona sin desarrollar del lecho del cañón, zona que no formaba parte del campo de golf.
En cuanto llegaron, Iris desembarcó sin darle tiempo a ayudarla y Rory tuvo que clavar el remo en el fangoso fondo del estanque para no zozobrar.
Jilly se aferró a las rocas y miró preocupada en la dirección que había tomado la pequeña.
– ¿No pasará nada?
Rory negó con la cabeza.
– Mi hermano la trae mucho a la isla. De pequeños era uno de nuestros lugares preferidos.
Jilly se volvió a medias para pasar por encima del banco y se protegió los ojos con la mano a fin de mirarlo directamente.
– ¿Se crió aquí?
Kincaid asintió, movió las piernas y con la rodilla rozó la pantorrilla de Jilly, que se apartó rápidamente.
– Se lo crea o no, mi abuelo y cualquiera de las esposas con las que estuvo fueron más estables que mis padres -respondió, aunque en realidad tampoco fue mucho lo que explicó. Aproximadamente dos veces al año, su madre recordaba que tenía hijos, momento que escogía basándose en una complicada fórmula que incluía las fechas de los desfiles de moda de París y el estado de su cuenta bancaria. Las visitas de su padre eran incluso más esporádicas. Rory jamás había encontrado un motivo o una explicación para semejante egoísmo-. Greg y yo siempre hemos vivido en Caidwater.
– ¿Fue un buen lugar en el que crecer?
Rory pegó un brinco de sorpresa. La inmensa mayoría de personas suponía que vivir en medio de la opulencia de la mansión garantizaba una infancia feliz.
– No -repuso con toda franqueza-. Por eso no me arrepentiré de llevarme a Iris de aquí.
En ese momento fue Jilly la que se sorprendió. Giró totalmente sobre el banco y Rory se movió para acompasar su movimiento, por lo que de repente quedaron cara a cara, con las piernas de la muchacha encerradas entre las de él, que eran mucho más largas. Una rodillera de los vaqueros, adornada con un parche de color rojo carmín que decía «¡Desmelénate!», rozó el interior del muslo derecho de Rory como si de una boca se tratara y el ardor salió disparado hacia su entrepierna.
– ¿Se la llevará? -inquirió Jilly.
– Hummm… hummm -masculló Rory, y la miró a los ojos-. Vivo cerca de San Francisco y dentro de unas semanas abandonaremos definitivamente el sur de California y Caidwater.
La distancia entre ambos era tan corta que Rory se quedó fascinado por la piel de la joven.
– Da la sensación de que está deseoso de irse. -Jilly tragó saliva-. ¿Qué pasa? ¿En la casa hay fantasmas?
Rory enarcó las cejas.
– Tal vez -respondió lentamente. Quizá la casa estaba poblada por los fantasmas de los escándalos y las traiciones de sus antepasados-. Será mejor que no hablemos de ese tema.
Kincaid vio que la joven volvía a tragar saliva.
– ¿De qué le apetece hablar?
Un montón de pecas diminutas, de un tono apenas más dorado que el de su cutis, besaba los pómulos altos de Jilly.
Besaba… ¿Por qué demonios pensaba en besos justo ahora? No se le ocurrió nada mejor que prestar atención a la boca de Jilly. Al igual que el resto de su persona, de convencional no tenía nada. El labio inferior era grueso, casi parecía hinchado, mientras que el superior presentaba una ligerísima inclinación. En realidad, esa muchacha ambiciosa tenía infinidad de sensibles terminaciones nerviosas. Era injusto que Jilly poseyera esa melena alborotada, unos pechos voluptuosos y, por añadidura, una boca hecha para besar.
Mejor dicho, para que él la besase.
Medio excitado, Rory notó que otro flechazo ardiente salía disparado hacia su entrepierna.
Paseó la mirada a su alrededor y reparó en que estaban totalmente solos. Era imposible que Iris o un teleobjetivo los pillasen. Aquella era una oportunidad a prueba de desastres. Esa idea repentina lo desconcertó. Rory Kincaid, que por regla general era la personificación de la sobriedad y la responsabilidad, solo pensaba en robar un beso.
Mejor dicho, solo pensaba en robar un beso a una mujer tan menuda y deliciosa como Jilly Skye. Aquella criatura no se parecía en nada a las bellezas calculadoras e interesadas que solían despertar su interés. Era una mujer bromista, que se presentaba a trabajar con una fiambrera y una combinación alucinante de curvas exuberantes y peligrosas.
¿Qué riesgo suponía un beso? Sobre todo, teniendo en cuenta que Jilly estaba hecha para ser besada y porque la electricidad volvía a aumentar, las chispas encendían el aire entre ambos a pesar de que solo rozaba la rótula de la muchacha con el interior de su muslo. Rory se inclinó.
Jilly se echó hacia atrás.
Kincaid estuvo a punto de esbozar una sonrisa; la posibilidad de besarla le resultaba cada vez más apetecible, pese a que era tan absurdo como antes.
– ¿Por qué se aparta?
Rory estiró la mano y liberó la melena de Jilly del pasador. La joven no se movió cuando sus indomables rizos se desparramaron sobre sus hombros.
El hombre cogió un sedoso mechón entre el pulgar y el índice. Tironeó con delicadeza, por lo que Jilly se inclinó, aunque mantuvo quieta su boca perfecta. Rory recordó el tic nervioso que la llevaba a moverla y se alegró de que en ese momento no estuviese alterada.
Jilly se humedeció los labios con la lengua y Rory estuvo en un tris de decirle que ya lo haría él, pero como eso requería demasiado tiempo, inclinó la cabeza y la dirigió hacia la húmeda y deliciosa boca de la joven.
– No creo que le apetezca hacer lo que está a punto de hacer -declaró Jilly.
Rory se contuvo.
– Por muy extraño que parezca, creo que me apetece. -Tuvo que reconocer que, pese a ser muy poco habitual en él, ansiaba saborear sus labios-. ¿Y a usted?
Jilly abrió desmesuradamente los ojos.
– Hummm… No lo entiende. Esta fecha… hoy es un día poco propicio para nuevas relaciones -se apresuró a añadir.
– ¿Cómo dice?
La mirada de la muchacha se tornó nerviosa, pero sus labios siguieron siendo tentadoramente húmedos.
– He dicho que es un día poco favorable para emprender nuevas relaciones.
Rory rió ligeramente.
– ¿Quién lo dice?
– Bueno… verá… mi carta astral. Consulto a una astróloga que interpreta diariamente mi carta.
De repente Kincaid se puso serio.
– Me toma el pelo.
– Claro que no. -Jilly miró hacia otro lado-. Soy acuario, nací el diecisiete de febrero.
– Yo cumplo años el mismo día. -Casi sin darse cuenta, las palabras escaparon de los labios de Rory.
– Pues ya lo ve. Estoy segura de que también para usted es una fecha poco favorable para nuevas relaciones. Si quiere, pediré a mi astróloga que elabore su carta. ¿A qué hora nació?
Rory parpadeó. La energía estática aún chisporroteaba entre ellos, sus bocas estaban tan cerca que el aliento de Jilly le hacía cosquillas en la cara y a la mujer no se le ocurría nada mejor que preguntarle a qué hora había nacido. ¡Cartas astrales… condenada astrología!
En realidad ¿de qué demonios se sorprendía? Al fin y al cabo, estaba en la tierra de lo disparatado e imprevisible. Estaba en Los Ángeles. Esa realidad lo caló como si le hubiesen arrojado un cubo de agua fría.
La electricidad entre ambos echó humo y cesó.
Rory soltó el tirabuzón de Jilly, se apartó y gritó:
– ¡Iris! ¡Es hora de irse!
Kincaid se dijo que también había llegado el momento de recuperar la sensatez.
Cuando Iris subió a la canoa, Rory remó velozmente en dirección al cobertizo. Debía preparar la reunión con los políticos. A decir verdad, tendría que estar agradecido a Jilly y a su reticencia provocada por la astrología, ya que le quedaba muy poco tiempo y un beso podría haber desencadenado un retraso inexplicable o el desastre que tanto temía.
Sí, debería estar agradecido.
Sin embargo no lo estaba porque, mientras regresaban, el temor a que ocurriera algo malo volvió a caerle encima como una asfixiante mortaja.
Aminoró el avance de la canoa cuando el cobertizo, el carrito de golf y la cascada quedaron a la vista. Paseó la mirada por la espalda de Jilly, que se mantenía recta y con aspecto sereno gracias a la blusa blanca.
De repente sintió otro impulso en su interior; un capricho surgido de una emoción que ni siquiera reconoció y que tal vez tuvo que ver con la impotencia de no haberla besado o con que estaba hasta la coronilla de esperar que ocurriese lo peor. Intentó controlar esa peligrosa inspiración, realmente se esforzó, pero fue algo precipitado, irracional e irrefrenable.
El temerario impulso lo dominó, lo llevó a remar más allá del carrito de golf y del cobertizo y a seguir avanzando. Iris chilló encantada cuando Rory bordeó la cascada.
Jilly lo miró por encima del hombro y le dirigió una mirada sobresaltada, como si hubiera adivinado qué se proponía. La salpicadura había cubierto su melena con gotas de agua que semejaban joyas y su boca tentadora parecía decir que no, pero Rory estaba dispuesto a que sucediera.
– No creo que sea capaz -murmuró Jilly.
Hacía un mes, una semana e incluso una hora, Kincaid no se habría atrevido, pero el estanque para canoas y el recuerdo del niño que había sido y que había jugado en esas aguas lo habían vuelto osado. Quizá la fiambrera de Perdidos en el espacio lo había puesto en contacto con el niño que llevaba dentro. Esa sí era una magnífica excusa basada en las chorradas psicológicas del sur de California.
Para no hablar de su certeza visceral de que, actuara como actuase, algo saldría mal.
Una voz le susurró al oído esa deliciosa tentación: «Supéralo de una vez por todas. Vamos, deja caer por su propio peso el condenado yunque».
La idea le pareció endiabladamente buena, ya que era el modo más rápido de acabar para siempre con su temor.
Dio dos fuertes remadas y a la tercera atravesaron el manto de agua fría. Iris rió, el agua repiqueteó como mil bailarines de claqué con los zapatos mojados y cuando salieron al otro lado los tres estaban calados hasta los huesos.
Rory se mostró muy ufano y su satisfacción ni siquiera desapareció cuando aproximó la canoa a la orilla. Jilly no pronunció palabra. Para no correr riesgos, Rory evitó mirarla durante el viaje de regreso en el carrito de golf. Sin duda, la joven esperaba una explicación lógica y racional, pero no podía decirle nada que tuviese sentido. De todos modos, se alegró de haber resuelto personalmente el problema del yunque que pendía de un hilo.
Cuando estaban a una distancia que les permitía avistar la terraza trasera de la residencia, la satisfacción se esfumó en el acto y Rory tuvo la sensación de que el alma se le caía a los pies.
¡Maldición! Vislumbró una colección de trajes. Al igual que en su premonición, el equipo de estrategia del Partido Conservador, que probablemente incluía al «contundente» Charlie Jax, había llegado antes de lo acordado y lo esperaba en la terraza. Miró a Jilly de reojo y se le escapó un quejido. ¡Vaya con la ropa ceñida y empapada! El remojón había vuelto prácticamente invisible su blusa blanca y podía ver el adorno de encaje del sujetador y la redondez de sus extraordinarios pechos, que parecían querer escapar.
El cuerpo de Rory se tensó y comenzó a sudar.
– Rory, ¿quiénes son? -preguntó Iris, y señaló al grupo con trajes oscuros.
Jilly se apartó de la cara un mechón de pelo empapado y ondulado y enarcó las cejas interrogativamente.
– Son las personas con las que tengo una reunión. Es un equipo formado por políticos. -¡Dios mío…! Él e Iris parecían focas pasadas por agua y Jilly la sirena voluptuosa que los cuidaba. No tenía nada que ver con la imagen de rectitud que el Partido Conservador esperaba de sus candidatos. Apartó la mirada de los senos de Jilly y añadió-: Teníamos una reunión importante y… y yo soy un idiota. -Aunque no lo dijo, pensó que era un idiota cachondo.
Jilly lo fulminó con la mirada.
– Estoy totalmente de acuerdo.
Kincaid se estremeció. ¡Maldición…! ¿Qué se le había pasado por la cabeza? Aunque en su momento le había parecido inevitable, ahora resultaba evidente que sus actos eran una verdadera estupidez. Se pasó la mano por el pelo empapado. La culpa era de las decisiones equivocadas y de las malas ideas que había tenido desde su regreso a Caidwater. En general era muy listo, muy controlado y no se inmutaba ante nada… ni ante una cara bonita… ni ante un cuerpo descomunal.
– Quiero que me escuche -se apresuró a decir a Jilly-. Mi futuro está en manos de esos hombres. Piensan nombrarme candidato al Senado y…
– Ya lo sé -lo interrumpió la mujer, y arrugó el entrecejo, como si la idea le provocase mal sabor de boca.
Rory no hizo caso de su expresión.
– Es fundamental que les cause la mejor impresión posible.
– Pues creo que seco habría quedado mucho mejor -comentó Jilly con todo el sarcasmo del mundo.
¡Buen golpe! Evidentemente, en ese momento la joven no le sería de gran ayuda, pero lo cierto es que tampoco podía censurarla.
Decidido a salvar la situación, Rory miró hacia la amplia escalinata que conducía a la terraza y a los miembros del equipo, al tiempo que su mente buscaba excusas y explicaciones.
– Tiene que haber alguna manera de arreglarlo -musitó. En caso contrario, los estrategas del Partido Conservador le darían una patada en el culo y lo obligarían a abandonar la candidatura. De repente se le ocurrió algo-: ¿Qué le parece lo siguiente? -Se detuvo y se volvió para mirar a Jilly y a Iris-. ¿Y si digo que os salvé de ahogaros?
Jilly puso los ojos en blanco.
– Responderemos que es un grandísimo mentiroso. Iris, ¿estás de acuerdo?
La niña sonrió, se refociló y replicó:
– Diremos que es un grandísimo mentiroso.
Rory esbozó otra mueca de contrariedad.
– Vale, está bien. ¿Qué os parece si…?
– ¡Greg! -gritó Iris repentinamente, y miró por encima del hombro de Rory.
Kincaid se volvió. Al parecer, mientras él se dedicaba a crear problemas, su hermano había regresado inesperadamente a Caidwater. Greg bajaba la escalinata de la terraza e iba hacia ellos.
Iris pasó como un suspiro junto a Rory. El actor sonrió y se preparó mientras la niña iba a su encuentro y se arrojaba a sus brazos; cuando se encontraron la estrechó con todas sus fuerzas.
Rory se acercó más despacio y Jilly caminaba detrás. Vio que Greg daba un abrazo de oso a su tía.
– Hola, bichito -dijo Greg, y besó la coronilla mojada de la pequeña. Luego miró a Rory con expresión dubitativa-. Hola, hermano.
La sonrisa de Greg se amplió cuando clavó la mirada en Jilly.
Rory puso cara de pocos amigos al recordar la blusa transparente y esos pechos inolvidables. Su hermano no tenía por qué mirarlos. Para no hablar de la forma en la que Iris había recibido a Greg, mientras que a él lo trataba fatal.
Desvió la mirada y su expresión de contrariedad fue en aumento. Como se encontraba más cerca, pudo ver las expresiones de los miembros del equipo del Partido Conservador y sus caras de sorpresa al reparar en las curvas mojadas y provocadoras de Jilly.
Abrió la boca, deseoso de encontrar una explicación mínimamente plausible, pero de sus labios no brotó una sola palabra.
¡Maldición! En lugar de allanar inmediatamente el terreno con los políticos, Rory se quitó la camisa, la dejó caer sobre los hombros de Jilly y, pese a que tenía la intención de apartarse de ella sin decir nada, masculló:
– Póngasela. -La muchacha estaba tan irritada y se parecía tanto a un gato escaldado y a punto de bufar que Rory titubeó y murmuró-: Lo lamento.
Con el dedo rozó la nariz mojada y salpicada de pecas doradas de la joven. Suspiró y no dejó de mirarla mientras Jilly cubría sus fantásticas curvas con su camisa chorreante.
Claro que lo sentía, lo lamentaba profundamente porque, a pesar de todo, ese remojón fuera de lugar no había modificado ni resuelto nada. La oscura nube de la perdición volvía a cernerse sobre él.
Como lo único que le quedaba era intentar salvar la situación lo mejor posible, Rory respiró hondo y subió la escalinata al encuentro de los hombres de traje oscuro. Si la suerte lo acompañaba, el equipo pasaría por alto lo que acababa de ver.
Cuando se presentó y con su mano húmeda estrechó la de Charlie Jax, Rory se dio cuenta de que el director de la campaña era la clase de hombre que no hace la vista gorda ante nada. En realidad, sus ojos pequeños y oscuros escrutaron a Jilly, que subió los peldaños cubierta con la camisa de Rory y con una expresión indescifrable.
La cara delgada de Jax resultaba igualmente inescrutable.
– ¿Y esta es…? -inquirió el jefe del equipo de estrategia.
Alguien que, a partir de este momento, me comprometo a evitar, pensó Rory.
– Bueno, veamos… es… es una amiga. -Rory estuvo a punto de lamentar en voz alta su absoluta falta de tacto, pero se centró velozmente en su hermano y en Iris, que también subían la escalinata-. Quiero presentarle a Iris Kincaid y a mi hermano, Greg Kincaid.
Por suerte Greg tenía las manos secas.
– El actor -afirmó Jax.
– Exactamente.
Greg se adelantó y estrechó afablemente la mano del político, pese a la actitud notoriamente desaprobadora de Jax.
Rory saludó a los otros tres miembros del equipo del Partido Conservador e impostó una pesarosa sonrisa:
– Si me disculpáis, enseguida me reuniré con vosotros en la biblioteca y celebraremos la reunión.
Rory miró de forma significativa a su hermano, que afortunadamente captó el mensaje y condujo a Iris a la casa, por lo que se quedó junto a la chorreante Jilly. Cuando la cogió con fuerza del brazo se preguntó hasta qué punto estaría furiosa.
– Te acompañaré… te acompañaré a la puerta.
Claro que sí, lo mejor era que se fuese, reflexionó.
La voz de Charlie Jax los paró en seco:
– ¡Un momento!
Rory se volvió a regañadientes y murmuró:
– Te escucho.
Jax esbozó una débil sonrisa.
– No nos has explicado qué ha pasado. ¿Cómo habéis acabado tan… tan mojados?
Una palabra tan sencilla como «mojados» contenía infinidad de interrogantes. ¿Qué hacía Rory con una mujer como Jilly? ¿Qué hacía un mojado Rory con una mujer como Jilly?
– Ha habido… ha habido un ligero contratiempo -respondió, y no se atrevió a mirar a la mujer a la cara.
– Vaya, lo siento -dijo Jax. Esbozó otra sonrisa breve y cómplice mientras repasaba el cuerpo húmedo y sinuoso de Jilly-. Rory, debemos cerciorarnos de que estos episodios no son habituales. Es indudable que un ligero contratiempo como este podría resultar… tentador, pero el Partido Conservador tiene ciertas exigencias. En tu condición de candidato no podemos permitir que cometas la menor indiscreción.
Rory se obligó a sonreír y pensó que la amonestación había sonado fuerte y clara.
– Lo comprendo -reconoció.
Por supuesto que lo entendía. Una carrera política en ciernes, sobre todo una carrera en el seno del Partido Conservador para alguien que se apellidaba Kincaid, no necesitaba la complicación que entrañaba una mujer calada hasta los huesos, con un parche en los vaqueros en el que se leía «¡Desmelénate!».
El director de campaña estudió a Rory.
– En ese caso, estoy seguro de que en el futuro reducirás al mínimo tus contratiempos o serán más… privados.
¡Más privados y una mierda! Lo que Jax quería decir era que, en el futuro, bellezas provocadoras como Jilly estaban vedadas porque, de lo contrario…
Porque, de lo contrario, el Partido Conservador se replantearía la conveniencia del candidato escogido.
Rory asintió y agarró con más firmeza el brazo de Jilly, al tiempo que fingía no reparar en su delicioso cuerpo ni en su expresión totalmente impenetrable. Había llegado la hora de llevársela.
Esa mujer tenía que desaparecer de su vista… y de su mente.
En el instante mismo en el que la introdujo en la casa, Jilly se soltó, plantó los pies en el suelo y desapareció su expresión inescrutable. Rory pensó que quizá estaba un poco cabreada.
– No me gusta que me llamen contratiempo -se quejó acalorada.
Kincaid llegó a la conclusión de que estaba realmente cabreada, carraspeó y tomó la palabra:
– Verá…
– Y me gusta menos todavía si minutos antes esa misma persona me ha tirado los tejos, me ha obligado a atravesar una cascada y luego intenta hacerme pasar por una amiga. Soy una profesional…
– ¡Por Dios, ni se le ocurra repetirlo!
Jilly lo miró furibunda.
– Soy una profesional… una empresaria profesional.
Kincaid puso los ojos en blanco.
– La próxima vez dejaré que reparta su tarjeta de visita.
Jilly cruzó los brazos sobre el pecho. Rory pensó que no debía hacerlo, ya que así sus dotes alcanzaban proporciones imposibles de pasar por alto.
– Será mejor que no haya una próxima vez -espetó la mujer.
– Eso espero -replicó Rory ferviente y sinceramente.
Desde luego que esperaba que no hubiese una próxima vez.
Varias horas después de la reunión con el equipo de la campaña, Rory estaba sentado en la biblioteca, frente al ordenador portátil, con la mirada fija en el salvapantallas, que hacía rebotar una bola de color rojo brillante a través de un laberinto siempre cambiante. Cuando sus dedos encontraron el ratón y lo tocaron, en realidad ni siquiera sabía qué hacía.
Su mente estaba centrada en los últimos puntos que había repasado con Charlie Jax: básicamente otra ronda de severas indirectas. Acabar calado y medio desnudo en compañía de una mujer sensual y voluptuosa no tenía nada que ver con el estilo de los candidatos «serios y leales» del Partido Conservador.
El objetivo del partido era infiltrarse en Washington y dar una buena sacudida a la ciudad, respaldar a políticos profundamente éticos y que, en el terreno público, fuesen irreprochables. Ser un líder nacional volvería a significar algo honroso y positivo.
Mientras miraba distraídamente la pantalla, otra parte de su mente se conectó a internet casi sin darse cuenta de lo que hacía. El cursor recorrió la pantalla de navegación hacia el icono de favoritos. Clicó. Pulsó el botón del ratón y aparecieron las direcciones de los sitios que visitaba habitualmente, incluida una que no recordaba haber guardado.
Volvió a clicar y apareció otra pantalla.
Rió sin alegría. ¿Una dirección que no recordaba haber guardado?
Exactamente.
¿Por qué se engañaba a sí mismo? Lo que estaba viendo era la web de Jilly, y recordaba perfectamente que la había guardado. Desplazó el ratón por la pantalla y clicó.
La imagen volvió a cambiar y vio él interior de Things Past, ya que la webcam barrió lentamente la tienda. Rory se inclinó, apoyó los codos en el escritorio y el mentón en las manos y esperó. Por fin la vio.
Allí estaba Jilly.
Ya seca, la joven estaba sentada tras la caja y su posición era un remedo de la de Rory, ya que apoyaba un codo en el mostrador, la barbilla en una mano y su mirada era pensativa. No parecía cabreada como cuando se había ido de Caidwater. Mientras Rory la observaba, Jilly se mordió el labio inferior. En el acto los músculos de Kincaid se tensaron.
La situación era insoportable. Fuera o no un buen día para establecer nuevas relaciones, ni siquiera hacía falta que estuvieran en la misma canoa para que Rory desease saborear esa boca única, acariciar sus numerosas pecas y rozar esos pechos extraordinarios.
A pesar de todas las señales de alarma, esa mujer lo volvía loco.
Tal vez era la maldición familiar. Bien sabía Dios que los Kincaid siempre habían estado rodeados de mujeres que los desestabilizaban.
Tal vez Jilly Skye era su maldición, su perdición.
No, quedaba totalmente descartado permitir que esa joven lo afectase. La cólera volvió a dominarlo y tragó una bocanada de aire. Ya estaba bien, esa tía vendía ropa usada. Se vestía y se comportaba de forma estrafalaria, anormal e imprevisible, que era todo lo que detestaba de Los Ángeles. Y no podía olvidarse del Partido Conservador, la candidatura, el senador ni la oportunidad de convertirse en el Kincaid que llevase a cabo algo realmente digno de encomio.
La cámara se detuvo y volvió a recorrer la tienda en dirección contraria. Jilly levantó la mano y, distraída, la llevó a su indomable melena. Como si la tocara, Rory volvió a notar en la palma esa cabellera mullida. Cerró los ojos y fue incapaz de seguir engañándose.
Maldita sea, aquella mujer no le caía bien, pero la deseaba y, para ser sincero, nunca había sido capaz de rechazar lo que deseaba.