8

John demostró ser tan extraordinario como Fiona había supuesto que era. Incluso se mostró comprensivo cuando ella le dijo que tenía que quedarse en la ciudad a trabajar durante su primer fin de semana en casa. Tenía que supervisar la sesión fotográfica con Testino, no podía de ninguna manera delegar en otra persona. John le dijo que también tenía mucho trabajo que hacer, e incluso se dejó caer por la sesión para ver cómo iban las cosas. Le pareció fascinante, y preparó la cena cuando ella volvió a casa. Durante el día la temperatura había sobrepasado los treinta y siete grados y ella había tenido que estar en la acera bajo el sol abrasador. Tras la cena, se dieron un baño juntos y él le dio un masaje.

– ¿Cómo es posible que haya tenido tanta suerte? -dijo Fiona con un gruñido de felicidad mientras él amasaba los músculos de su dolorida espalda.

– Los dos hemos tenido suerte -respondió él. Le alegraba tanto vivir con ella, volver a tener compañía. Disfrutaba de los más mínimos y extravagantes detalles de la vida de Fiona. Para él, todo era nuevo-. Saqué a Sir Winston a dar una vuelta esta noche, cuando refrescó un poco -dijo tranquilamente-. Tuvimos una larga charla. Me dijo que me perdonaba por mi intrusión. Al parecer, lo único que le preocupa es que ocupe su espacio en el armario. -Pretendía picar a Fiona y ella gimoteó. No había tenido ni un minuto para solucionar el problema de los armarios durante la semana. John le había dicho que se le habían arrugado los trajes, y tuvo que plancharse una camisa una mañana antes de ir al trabajo. Su ropa estaba siendo devorada por la de Fiona.

– Lo siento. Lo había olvidado por completo. Te juro que mañana sacaré más cosas del armario. -Pero las perchas con ruedas de la habitación de invitados ya estaban llenas. Iba a tener que dejar su ropa sobre la cama. Era un precio exiguo a pagar. Y al día siguiente, fiel a su palabra, lo hizo. Sacó todas sus faldas y pantalones de cuero y los dejó de mala gana sobre la cama de la habitación de invitados. Eso al menos le dejó a John algo más de espacio para sus trajes y camisas. Por lo visto, tenía un montón. A Fiona le alivió pensar que, como mínimo, no estaban en invierno. No habría podido disponer de un solo milímetro para sus abrigos.

El fin de semana siguiente fueron a las Hamptons, y para deleite de Fiona, John alquiló un barco para todo el mes de agosto. No era tan grande como el que habían tenido en St. Tropez, pero sin duda era un navío hermoso, y pasaron muy buenos ratos en él. Uno de los fines de semana, incluso se les unió Adrian. Y entre el barco, sus trabajos y quedar con amigos, el verano dio la impresión de pasar a la velocidad de la luz. Había sido todo un éxito. Sir Winston se acostumbró a John. Jamal dijo que era un auténtico caballero, y a finales de agosto, Fiona había llegado a cederle casi la mitad del armario. Para entonces, en la revista estaban trabajando en el número de diciembre, y la redacción al completo parecía sumida en la completa locura. Era el peor momento del año. Para ella era Navidad en agosto.

Y tal como habían planeado meses atrás, el fin de semana del Día del Trabajo John fue a ver a sus hijas a San Francisco. A esas alturas, Hilary había acabado ya sus prácticas y Courtenay había completado con éxito su trabajo en el laboratorio. John le había dicho a Fiona que durante ese fin de semana le hablaría de ella a las chicas. Su madre había muerto hacía más de dos años y John no tenía duda de que las chicas se alegrarían por él. Tanto la señora Westerman como su perra llegarían a casa después del fin de semana. El verano se acababa. La perra había sido de Ann. Fiona tenía fantasías sobre el encuentro entre los dos perros en el que se enamoraban de inmediato. Ella, por su parte, estaba nerviosa e ilusionada ante la idea de conocer a las chicas. Se había ofrecido para ir a buscarlos a los tres al aeropuerto el lunes por la noche. A John le pareció una idea estupenda.

Él quería que cenasen juntos los cuatro esa semana, para que Fiona pudiese conocer a las chicas antes de que regresasen a la universidad. Iban a estar en la ciudad solo unos pocos días. Y después de eso, Fiona y él tendrían que decidir qué iban a hacer respecto a su convivencia. Realmente, ella no disponía de espacio en casa para él, aunque él se había sentido muy feliz allí. Sus armarios, sin embargo, eran una pesadilla y ella no podía imaginar de dónde sacaría más espacio para él. A John, a su vez, no le encajaba demasiado la posibilidad de llevarla a vivir al apartamento que había compartido con Ann. Y tampoco estaba seguro de cómo reaccionarían las chicas ante semejante propuesta. Todavía seguía siendo un tema demasiado delicado para él. Y Fiona le dijo que a ella también se le haría extraño. O sea que todavía no tenían nada pensado, a pesar de que habían hablado de la posibilidad de compartir las dos viviendas, algo que a Fiona le supondría un problema debido al perro. No quería que se sintiese desarraigado, ni dejarlo solo toda la noche en la casa. Sabía que, tarde o temprano, se les ocurriría algo.

Lo principal era que eran felices juntos, que se sentía mejor de lo que jamás se había sentido con nadie. Adrian estaba encantado por ellos. Y, finalmente, Fiona decidió pasar ese fin de semana en la ciudad, en lugar de ir a Martha's Vineyard como hacía cada año. Habían salido todos los fines de semana, y estando John en California, Fiona quería decidir y zanjar algunas cuestiones en su casa. Había estado muy ocupada durante todo el mes y pensó que estaría bien simplemente quedarse en casa y relajarse. La primera noche, ella y Adrian fueron al cine. Y la noche siguiente invitó a cenar a su casa á su antiguo mentor. Resultaba agradable disponer de algo de tiempo libre. Disponía de menos tiempo ahora que vivía de manera no oficial con John. Habían estado juntos todo el rato, viviendo el momento como dos tortolitos. Incluso Adrian se había quejado de no poder quedar con ella. Pero era lo que cabía esperar ahora que vivía con un hombre. Cómo habían cambiado las cosas…

La primera señal de que las cosas no estaban transcurriendo en San Francisco según lo planeado fue cuando John la llamó por teléfono. Parecía un tanto nervioso y le dijo que no tenía por qué ir a buscarlos al aeropuerto. Tomarían un taxi y la vería al día siguiente.

– ¿Algo va mal? -le preguntó con un nudo en la boca del estómago. Su instinto le decía que así era.

– En absoluto -dijo con calma-. Las chicas quieren pasar algo más de tiempo con papá, y estarán cansadas después del vuelo. Quieren conocerte cuando estén en condiciones. -¿En condiciones? No parecía la manera más adecuada de decirlo, no venían precisamente de Tokio, pero Fiona no quiso replicar. Lo comentó con Adrian cuando quedaron para tomar un brunch al día siguiente. Se sentaron en el jardín para hablar de cosas de la revista y ella se lo mencionó.

– Probablemente no esperaban que él encontrase pareja seria tan pronto. Yo tampoco. -Adrian le sonrió.

– ¿Pronto? No había tenido relaciones con nadie desde hacía dos años -exclamó enfática Fiona.

– Lo sé. Lo sé. Supongo que todos esperamos que nuestros amigos siempre estén disponibles, que no tengan nada que les ocupe. Siempre sorprende cuando alguien encuentra pareja y desaparece.

– Yo no he desaparecido -le tranquilizó apretándole la mano.

– Lo sé. Pero es posible que sus hijas no sean tan maduras como yo. Además, eres una mujer, así que cabe la posibilidad de que te vean como una amenaza. Y que les confirme que su madre ha desaparecido para siempre. La gente suele negarse a ese tipo de cosas, en especial los hijos.

– ¿Cómo sabes tanto del tema? -Entendió muy bien su razonamiento.

– No sé. Me limito a suponer. Veamos qué dice John cuando vuelva.

Pero cuando se encontró con John para desayunar juntos el martes por la mañana, no dijo gran cosa. Y parecía tenso. Ella le preguntó cómo había ido el viaje y él respondió:

– Estupendo.

Pero a ella no le convencieron sus palabras. La besó, pero no parecía contento de volver a verla. Más que otra cosa, parecía nervioso y estresado. Le dijo que quería que fuese a su apartamento para cenar. Iba a quedarse allí durante esa semana; las chicas volverían a la universidad el fin de semana. El sábado llevaría a Courtenay a Princeton en coche y la dejaría en la residencia de estudiantes. Hilary iba a instalarse con unos amigos en una casa.

– ¿Y qué pasa con la señora Westerman? -preguntó Fiona sin segunda intención. John la miró con expresión de terror.

– Está bien -dijo vagamente, y cambió de tema.

Cuando Fiona se fue a la redacción, parecía asustada al encontrarse con su amigo.

– Algo va mal -le dijo a Adrian-. Creo que se ha desenamorado de mí durante el fin de semana. Parece como si se le hubiesen cruzado los cables.

– Es posible que haya pasado algo con sus hijas. Dale una oportunidad, Fiona. Te lo contará todo cuando las cosas se calmen un poco. ¿Volverá a instalarse en tu casa cuando las chicas regresen a la universidad?

– No me lo ha dicho. -Sintió una oleada de pánico, pero intentó mantener la calma. Adrian, sin embargo, nunca la había visto así antes.

– Será mejor que despejes los armarios. No creo que quieras que vuelva a sentirse cómodo en su casa. ¿O sí? -preguntó Adrian con toda intención. Ella negó con la cabeza, apenada. Le aterrorizaba la idea de perder a John… Pero no podía haber pasado tan rápido. No tenía ningún sentido.

– No -respondió-. Quiero que vuelva.

– Entonces relájate y dale un poco de espacio. Estará bien. Está enamorado de ti, Fiona. Eso no cambia de la noche a la mañana.

– Se enamoró de mí de la noche a la mañana, tal vez se haya desenamorado con la misma rapidez.

– Tienes que adaptarte y comprometerte. Tenéis que daros tiempo para crecer en el seno de vuestra relación. Por otra parte, los dos habéis estado viviendo en una especie de tierra de Nunca Jamás todo el verano. Ahora sus hijas vuelven a estar presentes. Habéis vuelto a la realidad. Tenéis que adaptaros a eso, al menos hasta que las chicas vuelvan a irse. Esperad acontecimientos.

– Voy a cenar con ellos esta noche -dijo Fiona con un tono de voz que denotaba su miedo. En todos los años que llevaban siendo amigos, Adrian nunca la había visto así. A Fiona nunca nada le daba miedo; nunca se lo había dado, al menos, dos muchachas. Nunca le habían dado miedo los hombres. Pero eso se debía en gran medida a que nunca había temido perder a uno. Hasta ahora, se había sentido feliz estando sola. Hasta que apareció John. Ahora tenía miedo. Tenía más que perder.

– ¿ A qué hora has quedado?

– A las siete y media. En su casa. Su ama de llaves está preparando la cena. Nunca he ido a su apartamento. En todo el verano, él solo ha pasado un par de veces para coger algo de ropa, y yo no me he molestado nunca en ir con él. Aunque tampoco me invitó a hacerlo. Ojalá hubiese ido. Una casa nueva. Gente nueva. Unas reglas de juego nuevas. Mierda, Adrian, estoy asustada.

– Relájate. Todo irá bien. -No podía creerlo. La mujer que tenía en un puño a la mitad de la industria de las revistas, si no a la industria al completo, sentía un absurdo miedo de un ama de llaves y dos jovencitas. -Ni siquiera he visto a su perra. -Por amor de Dios, Fiona, si él puede resistir a tu perro, tendrías que ser capaz de trabar amistad con un pit bull. Dales una oportunidad. Tómate un Valium o algo por el estilo. Todo irá bien.

No tuvieron oportunidad de volver a hablar del tema en toda la tarde. Estuvieron ocupadísimos, con reuniones interminables y un millar de crisis inesperadas y problemas surgidos de la nada. Al menos pudo hablar un par de veces con John entre las reuniones, y su voz volvió a parecerle normal en esas ocasiones. Le dijo abiertamente que estaba nerviosa debido a la cena, y él la tranquilizó diciéndole que la quería. Después de eso, ella se sintió algo menos preocupada. Se debía a la novedad de todo el asunto. Nunca había conocido a las hijas de nadie, ni tampoco se había preocupado por ello. Estaba sentada en la sala junto a Adrian y otros cuatro editores al final de la jornada, cuando de repente él la miró. Fue él quien dio la impresión de sentir pánico en ese momento al mirar el reloj.

– ¿A qué hora se suponía que tenías que estar allí?

– A las siete y media. ¿Por qué? -Fiona estaba pálida. Se había recogido el pelo con tres lápices.

– Son las ocho y diez. Sal pitando de aquí.

– ¡Oh, mierda! -Su rostro adquirió el mismo gesto de pánico que el de Adrian. Los otros editores la miraron sin entender de qué iba el asunto-. Quería pasar por casa y cambiarme.

– Olvídalo. Lávate la cara y píntate los labios en el taxi. Tienes buen aspecto. ¡Vete! ¡Vete! -La sacó de la sala agarrándola por el brazo y ella echó a correr, se disculpó vagamente y llamó a John con el teléfono móvil desde el taxi. Eran ya las ocho y veinticinco. Llegaba casi una hora tarde, por lo que se disculpó efusivamente y dijo que había perdido la noción del tiempo en una reunión urgente de última hora sobre un tema muy importante relacionado con el número de diciembre. Él le dijo que no se preocupase, pero su tono de voz fue tenso y parecía molesto. Y cuando llegó al apartamento comprendió por qué.

El apartamento en sí era grande y cuidadosamente decorado, pero todo en él parecía frío y un poco remilgado. Y prácticamente en cada espacio que era posible había fotografías enmarcadas de su esposa. El salón le pareció una especie de santuario, con un enorme retrato de ella colgando de la pared y retratos de las chicas a ambos lados del mismo. Debían de haberlos hecho justo después de su muerte. Era una mujer guapa, y tenía el aspecto de una joven en su puesta de largo que había crecido para presidir la Junior League. Incluso en las fotografías era fácil comprobar que ella no tenía el estilo ni la brillantez de Fiona, ni tampoco era tan hermosa como ella. Pero tenía el aire de santidad propio de la esposa perfecta. Era la clase de mujer que podía aburrir a Fiona hasta la extenuación, pero de inmediato se forzó a dejar de pensar de ese modo, y entró en el apartamento pidiendo disculpas sin parar y explicándole de nuevo el carácter urgente de la reunión. Estaba al borde del llanto. John la besó amablemente en la mejilla y la abrazó.

– Está bien -susurró-. Lo entiendo. Las chicas están un poco afectadas por su madre.

– ¿Por qué? -Fiona se quedó en blanco. Su mente dejó de funcionar, estaba demasiado avergonzada por haber llegado tarde como para entender lo que acababa de oír. ¿Por qué tendrían que estar afectadas por su madre? Había muerto hacía dos años.

– Porque creen que el hecho de que esté contigo es como si la traicionase a ella -le explicó a toda prisa John antes de entrar en el salón-. Sienten como si ya no la quisiese, dado que quiero estar con otra persona.

– Murió hace dos años -susurró a su vez Fiona.

– Lo sé. Necesitan algo de tiempo para aceptarlo. -Y ella llegaba con una hora de retraso. Eso no suponía precisamente una ayuda. De repente sintió lástima por John. Tenía el aspecto de haber pasado unos cuantos días complicados. Y así era.

Cuando entró en el salón, Fiona vio a dos jovencitas de aspecto severo sentadas con la espalda recta en el sofá. Parecía como si alguien las hubiese obligado a estar allí a punta de pistola, algo que no debía de alejarse mucho de la realidad. Había visto a personas que habían sufrido secuestros con gesto más agradable, y la miraron sin remordimiento. Pero tampoco dijeron una sola palabra. Fiona se acercó a la que parecía más mayor, la que debía de ser Hilary, y le tendió la mano.

– Hola, Hilary, soy Fiona. Encantada de conocerte -dijo amablemente intentando ser a un tiempo amable y en absoluto amenazadora. La chica la miró pero no extendió la mano.

– Soy Courtenay. Y creo que lo que estáis haciendo es repugnante. -Sin duda era un modo singular de iniciar una conversación. Fiona no supo qué contestar, se quedó helada, mientras John daba la impresión de ir a desmayarse o vomitar en cualquier momento.

– Lamento que lo veas de ese modo -dijo Fiona con mucha calma, encontrando finalmente las palabras adecuadas-. Lo entiendo. Esto debe de ser duro para las dos. Pero no tengo ninguna intención de apartar a vuestro padre de vuestro lado. Hemos pasado algún tiempo juntos. Pero no va a irse a ninguna parte.

– No es cierto. Ya lo ha hecho. Ha estado viviendo contigo todo el verano. El portero nos ha dicho que solo ha pasado un par de veces para llevarse ropa. -Fiona entendió más tarde que la señora Westerman lo había comprobado y se lo había contado a las chicas. Un encanto de mujer.

– Hemos pasado algo de tiempo juntos, probablemente se sentía muy solo aquí sin vosotras -dijo Fiona mirando a la otra chica. A John aquella conversación le estaba hundiendo, parecía estar al borde del llanto. No había esperado que sus hijas reaccionasen de ese modo, se sentía amargamente decepcionado y profundamente herido. Había sido fiel y leal a su madre y a su memoria, había hecho todo lo que había estado en su mano para salvarla, y se había mantenido a su lado hasta el final. Desde entonces, había estado disponible en todo momento para sus hijas, sin reservas. Y ahora ellas querían privarle de cualquier clase de felicidad junto a otra mujer, y habían jurado odiar a Fiona sin verla siquiera. Sin razón aparente-. Encantada de conocerte, Hilary-prosiguió Fiona todavía de pie en medio del salón, sin que nadie le invitase a sentarse. John estaba a su lado, completamente desolado. Estaba pasando por ese trance desde el viaje a San Francisco, algo que para él había sido por completo inesperado. E implacable. No tenía ni idea de qué hacer con ellas, o cómo darle la vuelta a la situación. Le horrorizaba que las chicas se mostrasen descorteses con Fiona. Les había dicho que esperaba que, como mínimo, fuesen amables. Les había dicho que Fiona era una mujer maravillosa, y que no era culpa suya que su madre hubiese muerto. No de él. Pero ellas, a modo de respuesta, le dijeron que les odiaban a él y a Fiona, y se pasaron todo el fin de semana llorando. Y él también. Ahora estaba perdiendo la paciencia, se estaba empezando a enfadar con ellas por mostrarse tan poco razonables. Hilary estaba ninguneando por completo a Fiona. Era la más bonita de las dos, aunque eran prácticamente idénticas, pues parecían gemelas. Ambas tenían los ojos azules y eran rubias igual que su madre, pero también tenían algo de John.

– Por lo visto os habéis olvidado de vuestras buenas maneras -dijo con dureza-. No hay razón alguna para castigar a Fiona por salir conmigo. He sido fiel a la memoria de vuestra madre durante dos años. Fiona no tiene nada que ver con eso. Es una mujer libre y tiene todo el derecho del mundo a salir conmigo, y yo tengo todo el derecho del mundo a salir con ella si ese es mi deseo.

Pero antes de que pudiesen decir nada, una mujer mayor, de aspecto recio, enjuto y severo entró en el salón. Llevaba un vestido azul marino con un delantal, zapatos negros ortopédicos y el pelo recogido en la nuca con un tenso moño. Se parecía ligeramente a la Olivia de Popeye, pero sin ninguna clase de encanto. Parecía un dibujo animado con muy mal humor. Fiona tuvo que contener el extremo deseo de decir: «La señora Westerman, supongo»; por suerte, no dijo nada. En lugar de eso, John las presentó y la señora Westerman se negó a mirarla. Lo miró a él.

– La cena está lista desde hace hora y media. ¿Van a comer o no? -le dijo con gesto adusto. Eran las nueve, y Fiona también se disculpó con ella por haber llegado tarde. La mujer mayor se negó de nuevo a mirarla, se volvió sobre sus talones y regresó a la cocina. Obviamente estaba de parte de las dos chicas, y de la difunta señora Anderson. Fiona no pudo evitar preguntarse si la esposa de John habría sido también tan estirada. Era difícil de creer el nivel de hostilidad que le mostraban, y aún más difícil entenderlo.

John esperó a que las chicas se pusiesen en pie y las siguió al comedor. Definitivamente no iba a ser una cena agradable; Fiona lo sintió muchísimo por John. Estaba haciendo todo lo posible por mantener el barco a flote. Pero ella tenía la impresión de ir a cenar en el Titanic; o sea, que no iban a tardar en zozobrar.

Las chicas se sentaron en sus respectivas sillas mientras John acompañaba a Fiona hasta la silla que estaba junto a la suya con una mirada de amarga disculpa. Ella le sonrió para tranquilizarlo. De algún modo, sabía que lo superarían, fuera como fuese, y después podrían hablar de ello compasivamente e incluso con un toque de humor. Estaba dispuesta a quedarse allí por él, y lo que pretendía era transmitirle toda la fuerza de la que fuese capaz. Mientras ella le miraba amorosamente, la señora Westerman entró en el comedor y dejó la cena sobre la mesa de cualquier manera. El rosbif estaba frío, carbonizado hasta más allá de lo razonable, y las patatas que lo rodeaban crujían de lo quemadas que estaban. Las verduras, porque alguna vez debían de haberlo sido, resultaban irreconocibles. Literalmente, nada de lo que había en la mesa resultaba comestible. En lugar de bajar el fuego o apagarlo al saber que Fiona llegaba tarde, la señora Westerman había dejado que todo siguiese cocinándose, simplemente para dejar claro su punto de vista, para que resultase evidente que creía que su jefe había cometido un acto de alta traición. Les había prometido fidelidad a las chicas cuando regresaron de San Francisco la noche anterior y les había explicado lo ocurrido durante el verano, mientras ellas estaban fuera. Estaba indignada y les dijo que todo lo que su padre había hecho, fuera lo que fuese, era pecado. Y ella no quería trabajar para un pecador. Les había dicho a las chicas que estaba dispuesta a dejar el trabajo, lo cual les había espantado aún más. También se lo había dicho a John cuando llegó de la oficina esa misma noche. Al igual que las chicas, también pretendía castigarlo.

Fiona sabía que la señora Westerman trabajaba para la familia desde que Hilary nació, o sea veintiún años, y que iba a hacer todo lo posible para ponerle las cosas lo más difíciles posible a John. No solo era injusto, era despreciable.

– ¿Qué os parece si pedimos una pizza? -dijo Fiona intentando aligerar el ambiente, pero las dos chicas la miraron y la señora Westerman cerró de golpe la puerta de la cocina y no dejaría de hacer ruido con los cajones y los armarios durante toda la comida.

– Lo cierto es que se me ha pasado el hambre -dijo Hilary, se puso en pie, y Courtenay hizo lo mismo. Sin decirle una sola palabra más a su padre, ni a ella, las chicas se fueron a sus habitaciones. Fiona siguió sentada y miró a John con cariño, alargó el brazo para tocarle la mano, pero él parecía como si le hubiesen apaleado y apenas se atrevió a mirarla. No solo le habían partido el corazón debido al modo en que lo habían tratado, sino que se sentía profundamente avergonzado por haber hecho pasar por ello a Fiona.

– Lo siento mucho, cariño -dijo Fiona.

– Y yo -dijo con voz ronca al borde del llanto-. No puedo creer que se hayan comportado así, y también lo siento por la cena. La señora Westerman siempre fue extremadamente leal a Ann, lo cual estuvo muy bien, pero eso no es razón para hacerte esto. Siento haberte hecho pasar por este trago.

– Lamento haber llegado tarde. Eso no ha ayudado mucho, precisamente. Perdí por completo la noción del tiempo.

– Eso no ha cambiado mucho las cosas. Han estado de este humor desde que se lo dije el sábado. Creí que se alegrarían por nosotros, y por mí. Me sorprendió y pensé que cambiarían de opinión al día siguiente, pero no fue así sino que la cosa empeoró.

Fiona temió de repente que las circunstancias pusiesen fin a su relación. Parecía asustada cuando le miró; él también lo parecía. Era un hombre decente, y su corazón tal vez se resintiese. John se puso en pie y fue a darle un abrazo a Fiona para tranquilizarla justo cuando la señora Westerman abrió la puerta de la cocina y permitió que Fifi, la perra pequinesa de la familia, entrase en el salón. Había sido la última y adorada mascota de la señora Anderson, y había estado al cargo de la señora Westerman desde su muerte. Fifi se detuvo bajo el marco de la puerta, ladró al verlos, al ver a Fiona entre los brazos de John. Resulta imposible saber si creyó que Fiona estaba atacándole, pero sin dar tiempo siquiera a planteárselo, salió disparada como una flecha y aterrizó en los pies de Fiona. Antes de que ninguno de los dos supiese lo que estaba sucediendo, clavó los dientes con todas sus fuerzas en el tobillo de Fiona. A ella, más que otra cosa, le sorprendió, pues además la perra se negaba a soltarla, a pesar de que Fiona se agarró a John y este vertió una jarra de agua sobre el animal. Tuvo por lo tanto que tirar de ella para apartarla de Fiona y la lanzó hacia la cocina. La perra, empapada, se marchó aullando mientras la señora Westerman gritaba que John había intentado matar a la perra. Tras eso se metió en la cocina a toda prisa sin dejar de chillar con la perrita en brazos. No le pidió disculpas a Fiona, que sangraba profusamente de una herida de aspecto nada agradable.

John le colocó una servilleta húmeda en el tobillo e hizo que Fiona se sentase apoyando la espalda. Estaba temblando, y se sentía completamente ridícula debido al jaleo que se había montado. Pero el tobillo no dejaba de sangrar, a pesar de la presión ejercida por John en la herida. La miró apenado y la ayudó a llegar, cojeando, a la cocina, pero antes de entrar le gritó a la señora Westerman que atase a la perra. Pero ella ya se había retirado a su habitación con Fifi; podían oír los furiosos ladridos al otro lado de la puerta. Lo único que deseaba John en esos momentos era enviarlo todo al infierno e irse a casa con Fiona, pero sabía que tenía que quedarse con las chicas al menos hasta que regresasen a la universidad. Nunca había tenido que enfrentarse a una situación semejante. Sentó a Fiona en la encimera de la cocina, le metió el pie en el fregadero y estudió la herida. Después la miró a la cara con auténtica vergüenza y dolor.

– Odio tener que decirlo, Fiona, pero creo que habrá que poner puntos.

– No te preocupes por eso -dijo con calma, intentando hacer que el horror en que se había convertido esa noche fuese más liviano para él-. Estas cosas pasan.

– Solo en las películas de terror -dijo con una sonrisa boba. Le rodeó el tobillo con un trapo de cocina, la ayudó a bajar de la encimera y recorrieron el apartamento, observando con preocupación cómo la mancha de sangre iba creciendo rápidamente en el trapo. Para cuando subieron al taxi, la había empapado por completo, y goteaba cuando John la tomó en brazos para entrar en el hospital y la dejó en la sala de urgencias con una mirada de incredulidad.

Cuando el doctor de guardia finalmente la examinó dijo que se trataba de una herida profunda y que necesitaba puntos. Le administró un anestésico local y la cosió, le puso la inyección del tétanos, dado que no la habían vacunado desde hacía muchos años, y le dio antibióticos y analgésicos para que se los llevase a casa. A esas horas, Fiona no tenía ya muy buena cara. No había comido nada desde el desayuno, y habían sido una tarde y una noche bastante duras. Se mareó un poco al salir y tuvo que sentarse un par de minutos.

– Siento ser tan endeble -se lamentó-. No es nada. -Intentó que John no se preocupase, pero se sentía fatal. Los efectos del anestésico estaban pasando y el tobillo le dolía horrores. Aquella pequeña bestia había mordido con todas sus fuerzas, casi con tanta fuerza como las hijas de John. La perra era como su alter ego; igual que la señora Westerman.

– ¿Nada? Mis hijas se han comportado de un modo horrible, el ama de llaves se ha transformado en un monstruo y mi perra te ha atacado, han tenido que darte punto y que ponerte la inyección del tétanos. ¿Qué demonios quieres decir con «no es nada»? -Estaba furioso y no sabía cómo librarse de esa sensación-. Voy a llevarte a casa -dijo apenado, y añadió que se quedase donde estaba hasta que encontrase un taxi. Volvió cinco minutos después, la tomó en brazos, y cuando llegaron a casa, la desvistió, la metió en la cama, le dio las medicinas y le acomodó las almohadas. Bajó la escalera para llevarle algo de comer y un poco de té. Cuando subió acarreando una bandeja, Fiona tenía mejor aspecto y él había tomado una decisión. Se lo comentó a Fiona y ella sintió auténtico terror ante lo que esperaba escuchar. Después de la noche que habían pasado, él solo podía haber llegado a una conclusión: que incluir a Fiona en su vida era algo demasiado difícil de sobrellevar. Así pues, Fiona se sentó estoicamente mientras él ordenaba sus pensamientos y miraba a los ojos a la mujer de la que se había enamorado en París, o incluso antes. Para él, había sido amor a primera vista.

– Fiona, si tú estás de acuerdo, me gustaría venirme a vivir contigo este fin de semana, después de llevar a Courtenay a Princeton. Hilary se va a Brown el viernes por la noche. No voy a quedarme en el apartamento con esa mujer. No hay razón alguna para que me quede allí. Quiero estar aquí, contigo. -Miró al bulldog dormido sobre la cama, que apenas si había notado su presencia, y sonrió-. Y con Sir Winston. Las chicas tendrán que acostumbrarse. Me alojaré en mi casa cuando ellas estén de vacaciones o cuando vengan algún fin de semana. Y, finalmente, espero que tú también puedas venir conmigo. Mantendremos a salvo tus tobillos y llevaremos una pistola aturdidora para protegernos de la señora Westerman y de la perra. ¿Te parece bien? -le preguntó casi con tono humilde. Ella se echó a llorar. Estaba tan convencida de que iba a decirle que lo suyo se había acabado… No quería perderle. Lamentaba tanto que sus hijas la odiasen. El ama de llaves no le importaba, y la perra era una pequeña bestia. Pero las chicas le preocupaban de verdad.

– ¿Seguro que es eso lo que quieres? -le preguntó Fiona con cara de preocupación.

– Sí -afirmó tajante. No tenía dudas al respecto. Y nunca antes había estado tan enfadado con sus hijas, o tan decepcionado.

Ella no pudo dejar de llorar al mirarlo. Él la abrazó de nuevo. Había sido una noche infernal.

– Me encantaría que te vinieses a vivir conmigo -dijo con los ojos anegados en lágrimas. Se debía tanto a lo que había experimentado durante las últimas horas como al alivio de saber que él no quería acabar con su historia.

– Entonces, ¿por qué lloras? -preguntó con cariño.

– Porque voy a tener que hacer más espacio en mis armarios -dijo echándose a reír entre gimoteos al mismo tiempo que él.

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