12

Fiona no fue a las Hamptons en todo el verano. Se quedó en casa, lamiéndose las heridas, pasando sola las noches, acudiendo a la redacción y llorando con frecuencia. Era como si la vida al completo, todo el disfrute, la ilusión y la pasión, se hubiesen esfumado. Se sentía como si estuviese metida en un túnel sin luz, perdida en la oscuridad. Todo en lo que había creído y amado y confiado se lo habían quitado. Y cada vez que se fijaba en Jamal correteando de un lado a otro de la casa, se culpaba a sí misma por todos los errores que había cometido. Con razón o sin ella, se culpaba de todo. John le había mostrado algo que ella había deseado toda la vida, algo que no creía poder alcanzar jamás, pero cuando ella no fue capaz de entender por completo su significado, él se lo quitó de nuevo. Nunca nada en toda su vida le había causado tanto dolor, ni siquiera la muerte de su madre, por no hablar de la ruptura con otros hombres. La finalización del matrimonio que había compartido con John suponía la muerte de la esperanza para ella. Se sentía como una niña mala a la que hubiesen castigado. Debido a su mala cabeza y su falta de juicio, la habían sentenciado en tanto que adulta, una sentencia de muerte, o al menos así lo sentía ella. No merecía el castigo al que él la había sometido, ni la flagelación que ella se había auto infligido desde entonces, y nada de lo que nadie le dijo la ayudó. Se arrastró todo el verano camino de septiembre, apenas pudo trabajar. Y durante el fin de semana del día del Trabajo, bajo un calor asfixiante, la tragedia volvió a cebarse en ella. Sir Winston sufrió un ataque al corazón y tuvieron que mantenerlo bajo vigilancia asistida durante dos semanas.

Lo visitaba dos veces al día, antes y después del trabajo. Lo acariciaba, le besaba las patas y se sentaba en silencio a su lado. Y, finalmente, roncando y con un beatífico aspecto, cerró los ojos una noche y se sumió en el sueño eterno. Fue una muerte muy pacífica. Y para ella otro durísimo golpe. Había sido un querido y fiel amigo.

Dos días después, tenían un importante encuentro con la agencia de publicidad y no había modo de que Fiona se librase de asistir. Lo discutió con Adrian, pero él le dijo que tenía que estar presente de todas formas, por muy duro que le resultase. No había tenido noticia de John en todo el verano. Él había puesto punto y final sin medias tintas. El tiempo pasaba y el divorcio sería efectivo dentro de tres meses. Su matrimonio había sido breve, no tendría por qué haber sido tan duro para ella, pero incluso Adrian era consciente del calvario que estaba siendo.

Había abierto para él lugares recónditos de sí misma que jamás habían estado expuestos a la luz, que jamás habían sentido el roce humano. Así que cuando él le cerró la puerta a esa parte de Fiona, creó heridas que ella se iba a pasar toda su vida intentando sanar. Peor aún: había reabierto todas las heridas que ella había tenido en alguna ocasión e incluso había creado alguna nueva. Había generado una devastación absoluta en su interior, por eso no podía sentarse a una mesa con él. La mañana de la reunión, se dispuso a llamar por teléfono para decir que estaba enferma. Pero entonces se lo pensó mejor. Adrian tenía razón. Aunque solo fuese por una cuestión de dignidad y respeto hacia sí misma, tenía que ir. Pero además había otro detalle: quería verlo.

John Anderson acudió a la reunión luciendo un estupendo aspecto, estaba moreno y parecía en forma. Llevaba un traje azul oscuro, camisa blanca que casaba a la perfección, y una de sus clásicas corbatas azul marino de Hermès con puntitos rojos y pañuelo blanco en el bolsillo. Estaba imponente. Y Fiona se sentía una pura piltrafa.

Para todos los presentes en la reunión, sin embargo, Fiona tenía aspecto de mujer competente, tranquila y tan elegante como siempre. Se mostró controlada y diligente, y cuando se dirigió a John lo hizo en tono amable y educado. Nadie tenía la más mínima sospecha de lo que le estaba costando estar allí, o charlar con él unos pocos minutos cuando ya iban a salir.

– Tienes muy buen aspecto, Fiona -dijo él con corrección. Pero cuando ella le observó vio que había erigido una especie de muro protector a su alrededor; en sus ojos apreció un escudo de hielo. No iba a permitir que ella entrase de nuevo en su vida, y nadie de los que los vieron allí habría llegado a imaginar que habían estado casados o que uno de ellos, o los dos, seguían enamorados. Ambos se comportaron de un modo completamente profesional, aunque él apreció lo delgada y pálida que estaba. Llevaba un estrecho vestido negro de lino de Yoghi Yamamoto que acentuaba su extrema delgadez, y su rostro era del color de la nieve mientras hablaban-. ¿No has salido durante el verano? -No daba la impresión, y de haberlo hecho debía de haber sido bajo una roca. Su piel era tan blanca que parecía casi translúcida.

– He estado trabajando en esta campaña de publicidad -respondió con aire distraído-, y siempre cerramos el número de diciembre en agosto. Me he pasado todo el mes trabajando. -Sin embargo, desde que John la había dejado, se sentía seca como un hueso, creativamente hablando, y no había tenido una idea decente desde hacía meses. Se sentía vacía-. ¿Qué tal tus hijas?

– De maravilla. Hilary empieza el último curso y Courtenay ha ido a cursar el primer ciclo en el extranjero. Está en Florencia, así que supongo que iré a verla en cuanto pueda. -Hablaban como dos viejos conocidos que no se ven desde hace tiempo, en lugar de dos personas que han estado casadas y que se han amado. Él la había apartado por completo de su vida. Y un minuto después, se separaron.

Adrian los había estado observando y le habló a Fiona con voz queda cuando llegó hasta su lado.

– ¿Cómo ha ido? -le preguntó con gesto de preocupación.

– ¿Cómo ha ido el qué? -replicó fingiendo que no sabía de qué le estaba hablando. -Te he visto hablar con John. -Pues bien -dijo volviéndose para hablar con otra persona. Después volvió a su despacho y logró, con éxito, olvidarse de John durante lo que quedaba de tarde. Cada vez que Adrian se asomaba por su despacho para hablar de algo, ella fingía estar ocupada o hablando por teléfono. No podía hablar con nadie, ni siquiera con él. Estaba hundida.

Le costó otro mes empezar a ponerse de nuevo en marcha, tras varios pequeños desastres en la revista, que supusieron una especie de señal de alerta que le indicaba que no podía desatender ni su vida ni su trabajo. En todos los frentes, en todos los puntos de su vida, las cosas pendían de un hilo. Ni siquiera tenía ya a Sir Winston cuando llegaba a casa. No tenía a nadie, no tenía nada, y el tipo de vida divertida, alocada y libre que antes tanto le gustaba, ahora ya no le atraía lo más mínimo. Odiaba ir a trabajar todos los días, y todavía más odiaba tener que volver a casa todas las noches.

Presentó la dimisión en Chic a principios de octubre, y ella supo que era el momento adecuado para hacerlo. Les dio la noticia con un mes de adelanto, lo cual no era mucho tiempo, y mediante una carta personal al presidente recomendó vivamente a Adrian para cubrir su puesto. Afirmaba dejar el trabajo por motivos personales y de salud, y porque había tomado la decisión de pasar un año o dos fuera del país, lo cual era una absoluta mentira. Estaba tan deprimida que ya no funcionaba, por lo que había decidido alquilar la casa e instalarse en París durante unos meses. Había pensado que, cuando se sintiese mejor, intentaría escribir un libro.

Adrian entró como un huracán en su despacho en cuanto se enteró.

– ¡No me lo habías dicho! -le dijo con cara de haber sufrido una terrible decepción- Fiona, ¿qué has hecho?

– Tenía que hacerlo -respondió con calma-. Ya no puedo seguir haciendo mi trabajo. Creo que he perdido el ritmo. Si es que eso significa algo. Me importa bien poco la gente, las fiestas, la imagen o la ropa. No me preocupa lo más mínimo volver a ver un desfile de alta costura en la vida, de hecho espero no volver a ninguno.

– Al menos podrías habérmelo contado antes de hacerlo. Podríamos haber hablado del tema. ¿Por qué no te tomas seis meses de descanso? -Pero ambos sabían que ella no habría hecho algo así con su trabajo. No podía dejar la revista sin colocar a alguien al timón, de hecho cuando se iba una semana todo se volvía un desastre, todo quedaba fuera de control. Dos días después, Adrian supo que lo había recomendado para el puesto. Era la decisión correcta, una sabia recomendación, y dos semanas después de presentar su renuncia, Adrian fue nombrado editor en jefe de la revista Chic. Le dijeron que una semana después, cuando las cosas se aposentaran un poco, era libre de irse. Las cosas se movieron muy deprisa.

Salió de su despacho muy tranquila, sin echar la vista atrás. Lloraba cuando se fue, acarreando una caja de libros y una planta que su mentor le había entregado años antes. Adrian lloraba sin ocultarlo cuando tomó la caja de sus manos. Ambos sabían que las aguas se cerraban muy rápido tras la marcha de un editor, que pronto sería olvidada, pero era innegable que Fiona Monaghan había dejado huella, y había sabido aleccionar a Adrian. Querían montar una fiesta de despedida para ella, pero Fiona se negó. No estaba de humor. Cinco minutos después de salir de su despacho, Adrian la metió en un taxi y le entregó de nuevo la caja.

– Te quiero -susurró Fiona con una triste sonrisa. Se miraron fijamente.

– Eres la mejor amiga que he tenido nunca. -Había lágrimas en sus ojos.

– Tú también. Mañana nos vemos. -Iba a ir a su casa a la mañana siguiente para ayudarla a empaquetar. Ya había alquilado la casa y tenía pensado enviar todas sus pertenencias a un guardamuebles. Apenas iba a llevarse nada a París. Había reservado una pequeña habitación en el Ritz, una especie de oferta que le hicieron, hasta encontrar un apartamento. Gracias a las acertadas inversiones que había realizado a lo largo de los años, se encontraba en una buena situación financiera, y no se vería obligada a trabajar durante mucho tiempo. Encontraría un apartamento y, si las cosas se encaraban del modo adecuado, escribiría un libro. Tal vez en primavera. Antes de eso, daría largos paseos, dormiría de lo lindo e intentaría curarse. La buena noticia era que no tendría por qué volver a ver nunca más a John Anderson. Echaría de menos la revista, de eso estaba convencida, pero no tanto como iba a echarlo de menos a él. Pero tenía que olvidarlos a ambos. Formaban parte del pasado. El futuro era desconocido y no parecía demasiado esperanzador para ella. Y el presente le resultaba extremadamente doloroso.

Adrian pasó por su casa, tal como había prometido, a la mañana siguiente. Les llevó todo el día vaciar los armarios y guardar las cosas en cajas. Fiona se asombró de lo que fue encontrando, de la montaña de tesoros, en un tiempo significativos y ahora pasados de moda.

– Podrías poner en marcha un museo de la moda con todas estas cosas -dijo Adrian mientras dejaba otra pila de ropa que tenía pensado entregar a la beneficencia.

– Si hubiese hecho esto cuando John estaba aquí, podría haberse quedado con más de la mitad de los armarios -declaró con pesar. Apenas quedaba nada ya en unos armarios que, hasta ese momento, habían estado abarrotados.

– Olvídalo -le aconsejó Adrian-. No era cuestión de los armarios. Fue por un montón de cosas. Vuestros estilos de vida eran demasiado diferentes. El había estado casado toda su vida, y tú nunca. Tenía hijas, tú no. Sus hijas te odiaban, su ama de llaves te odiaba, su perra intentó matarte. Dos veces. Y la gente con la que tú te relacionabas le sacaba de sus casillas. -Ambos sabían, y finalmente también había llegado a saberlo el propio John, que a pesar de amarla y pensar que era una mujer fabulosa y apasionante, era poco menos que una guindilla picante, un bocado de wasabi capaz de humedecerle los ojos de terror en la mayoría de ocasiones. Adrian creía firmemente que John la había amado. Lo que sucedió era que había tenido que apechugar con más de lo que era capaz de aguantar. Él necesitaba a alguien más blando de lo que Fiona Monaghan sería jamás. Pero eso no impedía que Adrian se hubiese sentido descorazonado ante la repentina marcha de John. Le parecía algo terriblemente injusto. Fiona no se lo merecía, por muy caótica que fuese su vida.

– ¿Le has contado lo de Sir Winston? -le preguntó Adrian al tiempo que tiraba cincuenta pares de Manolos en una de las cajas de beneficencia. Los tacones eran demasiado altos incluso para Jamal. Los planos se los había dado ya. No quería animarle a que se pusiese tacones altos.

– No creí que fuese asunto suyo -dijo respondiendo a la pregunta de Adrian sobre el perro-. No quería parecer patética. «Gracias por divorciarte de mí, ah y por cierto, mi perro también ha muerto.» -Había pagado quinientos dólares para enterrarlo en un cementerio de animales y por una lápida de granito negro con forma de corazón, que ella nunca había visto. No podía soportar la idea de visitarle en el cementerio.

Adrian regresó el domingo para seguir ayudándola. Ella pasó el resto de la siguiente semana preparando sus cosas. A modo de homenaje a su particular sentido del humor, salió para París el día de Halloween.

– Sé buena contigo misma. Deja de castigarte. Las cosas siempre suceden por una razón. -Sí. Su padre se fue. Su madre murió. John se divorció de ella. Sir Winston murió. Dejó un trabajo que, durante un tiempo, lo fue todo para ella. Ahora nada de eso tenía significado-. Y llámame. Me preocupo por ti.

– Haz un buen trabajo -le dijo Fiona con lágrimas en los ojos. Sabía que lo haría. Él era, punto por punto, tan buen editor como lo había sido ella, y atesoraba, en ese momento, mucha más vida que ella en su interior-. Haz que me sienta orgullosa. -De hecho, ya lo estaba.

– Te quiero -dijo con las mejillas cubiertas de lágrimas. Sus caras estaban húmedas cuando se besaron-. Dales lo que se merecen a esos parisinos. Te veré en enero, o antes si puedo escaparme. -Enero les pareció a los dos una eternidad. Faltaban casi tres meses para los desfiles de alta costura. Y el mayor problema para ella era que Nueva York le había dado a ella lo que se merecía, con total efectividad. Sentía que tal vez habrían tenido que montarla en aquel avión metida en una bolsa para cadáveres, no en un asiento. Nunca antes en su vida se había sentido tan mal.

– Cuídate -susurró bajando la cabeza y echando a andar cegada por las lágrimas. Él se quedó allí hasta que dejó de verla, sin dejar de llorar.

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