9

Fiona estaba sentada tras su escritorio a la mañana siguiente cuando Adrian fue a verla después de una reunión. Estaba estudiando unas fotografías en la caja de luz, y la hizo rotar sobre su eje cuando él entró.

– ¿Cómo fue? -Había pasado la noche muerto de curiosidad, y no había tenido ni un solo minuto en toda la mañana para verla, y cuando lo había tenido habían estado rodeados de gente.

– Fue interesante -dijo de forma evasiva.

– ¿Y eso qué significa?

– Bueno, el ama de llaves me odia y, probablemente, tenía pensado envenenarme, pero achicharró la cena de tal modo que no llegué a probarla. Las chicas afirman odiarme, pero no han hablado con su padre desde que el sábado les habló de lo nuestro. Se negaron a dirigirme la palabra tras decir que nuestra relación era algo detestable, y después se fueron a sus respectivas habitaciones porque, en cualquier caso, no había nada para cenar. A modo de colofón, su perra me atacó. -Al menos pudo contárselo con una sonrisa en los labios. No había perdido su sentido del humor.

– Espero que estés exagerando. Al menos en lo relacionado con la perra. En serio, ¿tan mal fueron las cosas? ¿Las chicas acabaron aflojando un poco?

– No. Y te aseguro que no estoy bromeando respecto a la perra. Me dieron ocho puntos.

– ¿En serio? -Parecía realmente sobrecogido. Para reafirmar sus palabras, Fiona apoyó la pierna encima de la mesa y la dejó allí, luciendo el aparatoso vendaje.

– Me pusieron la vacuna del tétanos y me dieron antibióticos. La única buena noticia fue que vi a John tan afectado que creí que iba a romper conmigo. Pero en lugar de eso me ha dicho que quiere instalarse en mi casa a partir del fin de semana. -Dio la impresión de sentirse encantada. Adrian, por su parte, no apartaba los ojos de su pierna.

– Oh, Dios mío. ¿Qué vas a hacer con los armarios?

– Tendré que idear algo. Tal vez convierta el comedor en un gigantesco armario. O es posible que coloque una carpa en el jardín. Quién sabe, pero tendré que hacer algo. Al menos sigue enamorado de mí. Virgen santa, Adrian. Las chicas no fueron simplemente desagradables. Se comportaron como monstruos, principalmente con él, pero conmigo también. Y el ama de llaves es idéntica a la de Rebeca, o a la de alguna otra película de terror. Creí que iba a matarme. Pero no fue ella sino la perra la que me atacó. Gracias a Dios que no tenían un pit bull.

– ¿De qué raza era? -Parecía preocupado. A pesar del tono distendido de Fiona, se trataba de un relato espantoso. Y las hijas de John daban la impresión de ser auténticas brujas.

– Pequinesa, gracias a Dios. La maldita perra no quería apartar los dientes de mi pierna. John tuvo que tirarle una jarra de agua encima.

– Dios del cielo, Fiona, ¡menudo bicho! -Adrian se puso a reír porque ella hacía que sonase muy gracioso, pero sin duda debía de haberlo pasado muy mal.

– La cosa no fue muy bien -admitió con pesar-. Supongo que no iré a su casa el Día de Acción de Gracias.

– Puedes tomarte el pavo conmigo. Mis perros te adoran. -Tenía dos hermosos perros pastores húngaros, y realmente les gustaba Fiona. Se tiraban encima de ella en cuanto la veían, pero para cubrirla de besos.

– No sé qué va a hacer John. Tal vez el tiempo lo arregle todo. Sus hijas van a ser un problema, eso te lo aseguro. O al menos lo son de momento. Creen que está traicionando la memoria de su madre.

– Eso es ridículo. Me dijiste que habían pasado dos años. ¿Qué es lo que esperan? Es un hombre joven. No puede enterrarse vivo con ella.

– Lo sé. Pues ellas no lo ven así. Supongo que quieren a su padre solo para ellas, pero ni siquiera viven con él. Van a la universidad.

– Lo superarán. Como mínimo, él no ha permitido que le condicionen, o que le vuelvan contra ti.

– Al contrario, cuando volvimos del hospital me dijo que quería instalarse en mi casa. Y eso también me da un poco de miedo. Ha sido todo un poco rápido. Solo llevamos juntos dos meses y medio. Yo habría esperado bastante más, pero por otra parte me gusta vivir con él. Y me he acostumbrado a su presencia. Le he echado mucho de menos durante el fin de semana.

– ¿Puede soportar esa vida de locos que llevas? ¿Jamal, el perro, las visitas, yo, toda la gente que te rodea, las sesiones fotográficas hasta las tantas, los cierres de la revista, todos esos chiflados amigos tuyos? Parece un tipo bastante conservador. Asegúrate de dejarle espacio personal para no volverlo loco. No puedes seguir viviendo como si estuvieses sola, Fiona. Tendrás que hacer algunos ajustes, especialmente si va a instalarse en tu casa de verdad y no solo «va a quedarse» contigo, tal como dijiste.

– Esa es su intención. Y no va a librarse de su apartamento, siempre podrá pasar un día o dos en él si necesita un respiro -dijo con tono práctico, pero Adrian negó con la cabeza.

– No le lleves al punto de necesitar un respiro. Sé cómo eres. Te gusta hacer las cosas a tu estilo. Se trata de tu casa, tu vida y tu perro. Yo soy igual que tú y he cometido siempre el mismo error en mis relaciones. Me olvido de llegar a un acuerdo y adaptarme, y tarde o temprano les obliga a los otros a coger la puerta. Será mejor que lo tengas en cuenta, Fiona. -Era una advertencia solemne, y ella sospechaba que, además, estaba en lo cierto.

– Lo sé, lo sé -dijo con una sonrisa-. A veces es difícil hacerlo. Siempre voy a mi aire.

– Eso no es excusa. Todos podemos adaptarnos. Y sería una estupidez que lo perdieses. Creo que esta vez es algo que te convendría hacer de verdad. -Tenía razón, y ella lo sabía.

– Yo también lo creo. No quiero perderle. Pero te aseguro que no sé qué hacer con sus hijas.

– Deja que él lo arregle. Es su problema. No estás casada con él. -Y entonces se le pasó una idea por la cabeza y la miró con extrema atención a los ojos-. ¿Tienes pensado casarte con él?

– No. ¿Acaso debería? No quiero hijos. No necesito estar casada. Se lo dije desde el primer momento.

– ¿Y te creyó?

– Creo que sí -respondió pensativa.

– ¿Y qué pasaría si él necesitase estar casado? Tal vez sea alguien más respetable que tú -dijo Adrian con gran tino.

– Cruzaremos ese puente cuando llegue el momento. Pero por el momento, no es una opción -respondió firme.

– ¿Por qué no?

– Tendría que renunciar a demasiados armarios. Además, sus hijas me matarían.

– Es posible, por lo que me has contado. En cualquier caso, si cambias de opinión, avísame. Si alguna vez me dices que vas a casarte, es posible que me desmaye por la conmoción. Quiero estar sentado cuando me lo digas.

– No te preocupes -dijo en confianza-, no voy a hacerlo. Es posible que mi carácter se haya suavizado, pero no me he vuelto loca.

– Entonces, ¿por qué me resulta difícil creerte? -dijo Adrian sacudiendo la cabeza incrédulo acerca de lo que acababa de decirle mientras salía de su oficina.

Tal como había dicho, John se instaló el domingo. Llevó a Courtenay a Princeton el sábado y Hilary se fue en avión a Rhode Island el viernes por la noche. Dos horas después de volver de Nueva Jersey estaba ya en casa de Fiona, acompañado por media docena de maletas y un puñado de trajes colgados del brazo. Y tres cajas archivadoras cargadas de carpetas y papeles. Dijo que podría traer el resto más adelante. En esta ocasión, Fiona había pasado horas creando más espacio para él. Seguía sin ser suficiente, habida cuenta de lo que él se había traído, pero era toda una mejora. La noche del domingo eran una pareja feliz, viviendo juntos oficialmente. Las hijas de John habían vuelto a la universidad. La señora Westerman tenía todo el apartamento para ella, y Fifi se había hecho con el mando. En la casa de Fiona, ella y John se sentían felices. Sir Winston incluso movía su corto rabito cuando veía a John. La transición había resultado sorprendentemente sencilla. Otro capítulo de sus vidas acababa de dar comienzo. Todo parecía estar moviéndose muy rápido.

Y en ese clima suave siguieron desarrollándose las cosas hasta el Día de Acción de Gracias. No había modo de saltarse la cuestión de las vacaciones, y John y sus hijas mantuvieron una enconada batalla acerca de si Fiona tenía que estar con ellos o no. Las dos chicas amenazaron con no aparecer por casa si ella estaba allí. Como deferencia a su familia, Fiona insistió en mantenerse al margen, y después de interminables discusiones sin posible solución con las chicas, John acabó aceptando su propuesta. Ella había planeado pasar el Día de Acción de Gracias en casa de Adrian junto a un extenso número de amigos, y le dijo a John que, a decir verdad, lo prefería así. No se le ocurría nada más deprimente que pasar las fiestas con gente que no deseaba su compañía. Y si bien John sí la deseaba, sus hijas no. Por no hablar de la señora Westerman y de Fifi. Era una situación estúpida, pero era la mejor solución en ese momento. Y John se sintió tremendamente agradecido por su comprensión.

Lo pasó estupendamente bien con Adrian y sus amigos. Y John tuvo un solitario y solemne Día de Acción de Gracias con sus dos hijas, y la enjuta ama de llaves sirvió la comida con cara lúgubre. Aquella comida fue de todo menos alegre y feliz. Y dado que tanto Ann como él habían sido hijos únicos y que ambos habían perdido a sus padres siendo jóvenes, no tenían más familia con la que compartir ese día. Esas vacaciones solo ayudaron a que sus hijas echaran aún más de menos a su madre. Fueron un sombrío encuentro. Y al final de la silenciosa comida, John las encaró y les dijo que estaba cansado de que le castigasen no solo por la muerte de su madre, sino también por mantener una relación con Fiona.

– No voy a permitir que sigáis haciéndolo -dijo con cara de pocos amigos. Las dos chicas se echaron a llorar y le dijeron que no querían que él olvidase a su madre.

– ¿Cómo podéis decir algo así? -preguntó ofendido-. La amaba. Sigo amándola. Siempre la amaré. Jamás podré olvidarla, ni tampoco los felices momentos que compartimos. Pero eso no significa que tenga que estar solo el resto de mi vida… para recordarla mejor. Vosotras dos ya no vivís aquí, estáis en la universidad. Aquí estoy solo. Y quiero estar con Fiona. Es una mujer maravillosa.

– No, no lo es -espetó Hilary-. Nunca ha estado casada ni tiene hijos.

– Eso no la convierte en una mala persona. Tal vez no encontró al hombre adecuado.

– Estaba demasiado ocupada trabajando -añadió Courtenay, a pesar de que no la conocía. De hecho, se habían esforzado al máximo por no conocerla.

– Esa no es razón suficiente para castigarla a ella. O a mí. Y eso es lo que habéis estado haciendo las dos. No es justo para mí.

– ¿Vas a casarte con ella? -preguntó Hilary con gesto de pánico. Habían señalado a Fiona como enemiga, y estaban dispuestas a odiarla, aunque no tuviesen motivo racional para hacerlo. No le habían dado una sola oportunidad, ni siquiera habían fingido dársela. Pero John no tenía intención de permitir que sus hijas dirigiesen su vida.

– No lo sé -les dijo su padre con sinceridad-. No creo que ella quiera casarse conmigo. Le gusta su vida tal como es. Y seguramente tenga razón. Después del modo en que os habéis comportado con ella, ¿qué motivo tendría para querer pertenecer a una familia como la nuestra, o tener hijastras como vosotras? Está mejor soltera. -Las dos chicas no parecían en absoluto avergonzadas. Hilary le había confesado a una de sus compañeras de piso lo mal educada que había sido con Fiona, y de hecho se sentía orgullosa de ello. Y su hermana mostraba la misma disposición.

– No queremos una madrastra -concluyó Hilary.

– Todavía podéis hacerlo peor -dijo John con firmeza-. Mucho peor. Es una buena mujer. Y eso no tiene que ver con vosotras. Tiene que ver conmigo. No sois dos niñas. Tenéis diecinueve y veintiún años. No podéis seguir actuando como si lo fueseis. Si eso es lo que queréis, es cosa vuestra. Pero no voy a permitir que arruinéis mi vida.

– Si te casas con ella, no vendremos en vacaciones -dijo Courtenay petulante, con el tono de voz de una niña de cinco años, no de una estudiante universitaria de segundo año en Princeton.

– Lamento oír eso. Es posible que os encontraseis con una situación un tanto diferente -dijo amenazándolas sutilmente. Ambas captaron el mensaje.

– ¿Nos retirarás la asignación? -Ellas estaban probando hasta dónde podían llegar y hasta qué punto le afectaría a él. Habían llegado lo bastante lejos. De hecho, demasiado lejos.

– Si yo estuviese en vuestra posición, no me propondría comprobarlo. Voy a sentirme muy decepcionado con vosotras si continuáis comportándoos de ese modo si Fiona y yo nos casamos. -Lo que les dijo esa noche les llevó a reunirse en la cocina con la señora Westerman después de cenar. Por lo que había dicho, daba la impresión de que iba a casarse con Fiona.

– La sacaremos de aquí en seis meses si lo hace -le dijo en voz baja a las dos chicas la señora Westerman. A ellas les pareció un buen plan. Les gustó la idea de librarse de ella en un plazo de seis meses. Al menos no tendrían que estar con ella durante el resto de sus vidas, y así volverían a tener a su padre para ellas solas. Era lo único que querían. Su madre había muerto y no querían que nadie ocupase nunca su lugar. Nunca.

– ¿Y qué pasará si te despide? -preguntó Courtenay con voz entrecortada. Aparte de su padre, era la única persona que tenían en el mundo, y ella lo sabía.

– Que lo haga. Volvería a Dakota del Norte y vosotras podríais venir siempre que quisieseis. -Había ahorrado algo de dinero y también había heredado una pequeña casa allí. John no podía hacerle nada. Y, en cualquier caso, ella ya le había perdido el respeto. Creía que lo que estaba haciendo con esa mujer no era propio de cristianos.

– No queremos que te vayas -dijo Hilary con tristeza-. Queremos que te quedes aquí para siempre. -Pero la señora Westerman sabía que un día se jubilaría y se iría a su casa. Llegado el momento, las chicas se harían mayores y se casarían. Ya estaban en la universidad. No le quedaba mucho tiempo. Y si lograba evitar que John se casase con esa mujer, al menos le habría hecho un último servicio a la señora Anderson. Habría cumplido lo que prometió tras su muerte, que evitaría que él mancillase su recuerdo, o que hiciese alguna clase de tontería. Se lo debía. E iba a hacer todo lo que estuviese en su mano para protegerla. Ann Anderson había sido una mujer excelente. Y esa otra mujer, esa que él andaba acechando y con la que se acostaba, con la que se degradaba en definitiva, pues bien, fuera lo que fuese o creyese ser a ojos de John, por lo que a ella respectaba, no era nadie.-Y mientras Rebeca Westerman estuviese viva, Fiona nunca conseguiría a John. Lo había jurado solemnemente y cumpliría con ello costase lo que costase.

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