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El vuelo nocturno desde el aeropuerto JFK de Nueva York al Charles de Gaulle de París siempre se le hacía muy breve a Fiona. Trabajaba un poco, cenaba, echaba hacia atrás el confortable asiento de primera clase de Air France, dormía unas pocas horas… y después tomaban tierra.

A las diez de la mañana estaba en el Ritz, y tras una ducha, cambiarse de ropa y tomar una taza de café, Fiona tenía que hacer frente a una cargadísima agenda. Tenía que verse con los agentes de prensa de las casas de alta costura, por lo general solía encontrarse también con los propios diseñadores y, casi siempre, estos le permitían echarle un vistazo a unos cuantos de los vestidos que iban a mostrarse en el desfile, lo que daba a entender el gran respeto que sentían por ella. A muy pocos editores, incluso entre los importantes, se les permitía acceder al sanctasanctórum de las grandes firmas, en sus talleres, antes de los desfiles. Fiona era uno de ellos. Y después de llevar a cabo la ronda por las principales casas el primer día, se citó con Adrian y sus respectivos ayudantes por la tarde. A esas alturas, ni siquiera había tenido tiempo de sentir los efectos del jet lag, y Adrian estaba disponiendo todos los detalles de última hora para la fiesta de la revista. Fiona ya le había dicho que incluyese a John entre los invitados.

Ella y Adrian cenaron en Le Vaudeville esa noche, un pequeño bistrot que a los dos les gustaba mucho, cerca de la oficina de cambio de divisa, donde difícilmente se cruzarían con nadie relacionado con el mundo de la moda. Porque aparte de que a ambos les gustaba ese local, Fiona no estaba de humor para encontrarse con otros editores o el millón de modelos que corrían por la ciudad y con el que fácilmente se habría topado en Costes, por ejemplo. Su restaurante favorito, por descontado, siempre había sido Le Voltaire, en la orilla izquierda, en el Quai Voltaire. Pero tanto ella como Adrian estaban cansados esa noche y lo que les apetecía era compartir una enorme bandeja de ostras, una ensalada y regresar al hotel. Sabían a la perfección que al día siguiente todo el mundo estaría a tope y que las cosas funcionarían ya a velocidad crucero. El primer desfile sería la noche siguiente, y John llegaría a última hora de la tarde. Adrian se había burlado del asunto, pero ella había hecho caso omiso pues, entre otras cosas, tenían un montón de cosas de las que hablar. Los vestidos que iban a ver, a algunos de los cuales Fiona ya había podido echarles un vistazo, eran para la temporada de invierno, y sin duda iban a ser fabulosos por lo que había podido entrever esa mañana. El vestido de boda de Chanel era alucinante, con una pesada falda acampanada de terciopelo blanco ribeteada de mustela blanca, y una capa larga a la espalda a juego también de mustela blanca; en el velo, además, parecían brillar pequeños copos de nieve. Era mágico.

Cuando Adrian y ella se dieron las buenas noches, Fiona cerró la puerta de su habitación, se quitó la ropa y no tardó ni diez minutos en estar metida en la cama. Ni se movió hasta levantarse a la mañana siguiente con la llamada de recepción a modo de despertador. Era un glorioso día de verano en París y la luz del sol entraba torrencialmente dentro de la habitación. Cuando estaba en la capital francesa siempre dormía con las cortinas abiertas, porque le encantaba la luz y el cielo, tanto de día como de noche. Había un destello luminoso en el cielo nocturno de la ciudad que le encantaba, se asemejaba a una enorme perla negra. Adoraba tumbarse en la cama y mirar por la ventana hasta quedarse dormida.

El segundo día de Fiona en París fue incluso más atareado que el día anterior, y John llegó justo cuando ella entraba en su habitación del hotel a última hora de la tarde. El teléfono sonó pocos segundos después de que ella la hubiese cerrado a su espalda.

– Debes de ser vidente -se burló Fiona-. Justo acabo de entrar.

– Lo sé -confesó John-. Me lo ha dicho el conserje. Hablé con él sobre reservas para restaurantes. ¿Adonde te gustaría ir?

– A mí me encanta Le Voltaire. -Era pequeño, chic y acogedor, y allí se reunían las personas más elegantes de París, amontonándose alrededor de sus mesas, o apretándose en los dos diminutos reservados. Apenas había espacio suficiente para unas treinta personas en todo el local, pero era donde todo el mundo quería ir-. Pero, en cualquier caso, esta noche vamos a ir a la fiesta de Dior, y creo que Givenchy ha preparado algo para mañana. Podemos pasar por el cóctel de Versace antes o después. Tal vez podríamos ir a cenar al Voltaire después de la fiesta de nuestra revista, si todavía estás aquí. -No tenía claro cuántos días tenía pensado quedarse John o qué dosis de moda sería capaz de resistir. La mayoría de hombres ni siquiera se atrevían con esa clase de cosas, otros tenían suficiente con un día o dos, y él no tenía precisamente la pinta de ser de los que se sienten como pez en el agua en el universo femenino. Ella jamás se cansaba, y además era su trabajo. John no dejaba de ser un turista en ese ámbito.

– Yo estaré aquí todo el tiempo qué tú quieras que esté -le dijo con tono juguetón, una afirmación nueva para ella. En un principio, habían hablado de un día o dos-. No quiero ser un estorbo, entorpecer tu trabajo. No tengo que volver a Londres. Lo hemos solucionado todo hoy, y en Nueva York está todo aclarado. Así que aquí me tienes, y si no quieres que me quede, me lo dices y me largaré a casa. -Lo dijo de un modo más filosófico de como lo sentía. Había notado la ambivalencia que Fiona experimentaba respecto a su posible relación y no quería asustarla.

– ¿Por qué no lo vives un poco primero para ver si te gusta o no? -dijo algo vagamente-. Es posible que estés hasta el gorro de alta costura en un par de días. -Él estaba convencido de que necesitaría mucho más de un par de días para hartarse de ella, o al menos eso esperaba, pero no se lo dijo.

– ¿Qué tienes pensado? ¿Adonde quieres que vaya?

– El desfile de Dior es a las siete. Eso es lo que indica la invitación. Si tenemos suerte, empezará a las nueve. Dior siempre es como un zoo, nunca siguen el horario establecido, siempre empiezan tarde. A las siete todavía estarán cosiendo lentejuelas y dobladillos, pero es el mejor desfile. Y suelen celebrarlos en lugares de lo más extraño que anuncian en el último momento. Hemos descubierto que lo harán en la estación del tren, así que no está demasiado lejos. Si salimos de aquí a las siete y media, estará bien. No quiero pasarme dos horas sentada. Y si por alguno de esos extraños milagros empezase antes de lo que en ellos es habitual, también llegaremos a tiempo.

– Americana y corbata, supongo… -No tenía ninguna clase de referencia, y Fiona se echó a reír ante su pregunta.

– Podrías ir desnudo si quisieras. En el desfile de Dior, nadie se daría cuenta.

– No sé si eso es tranquilizador o insultante. -Esperaba que fuese lo primero, pero ella no le había dado indicación alguna de si andaba buscando, o siquiera aceptaría mantener, una relación sentimental con él, en especial una en la que lo físico tuviese algo que ver. Había sentido la atracción magnética entre ellos desde el primer momento, pero en ciertas ocasiones ella se mostraba muy fría y distante. A pesar del romántico entorno, de encontrarse en la ciudad más hermosa del mundo, aquí Fiona parecía más metida en su trabajo que nunca. Pero por eso, precisamente, estaba allí, así que él entendía su manera de comportarse. Se preguntó si dispondrían de algo de tiempo a solas antes de que él se marchase. Pero tanto si la respuesta era positiva como negativa, sabía de antemano que iba a disfrutar al lado de Fiona y que sería divertido sumergirse en un mundo tan diferente al suyo. Había sido una invitación muy singular, y estaba entusiasmado ante la posibilidad de compartir esos días con ella. Suponía que iba a ser testigo de excepción del mundo en el que Fiona comía, dormía, bebía y respiraba. La moda conformaba por completo su día a día.

– Nos encontraremos en el vestíbulo a las siete y cuarto -dijo con decisión. Tenía que hacer unas cuantas llamadas telefónicas y ocuparse de otras cuantas cuestiones antes de volver a verlo, pero de repente su voz se suavizó y adquirió un tono más humano-. Gracias por haber venido, John -dijo amablemente-. Espero que lo pases bien aquí. Y si se te hace demasiado cuesta arriba, puedes volver al hotel y meterte un rato en la piscina.

– No te preocupes por mí. Lo sobrellevaré bien, Fiona.

– Bien. Te veo en el vestíbulo. -Colgó rápidamente y, como era de esperar, a las siete y media la vio llegar corriendo por el vestíbulo. Daba la impresión de que había allí un millón de personas, pues a los habituales turistas veraniegos alojados en el Ritz se le sumaban todas las personas relacionadas con la alta costura. Había modelos, fotógrafos, periodistas, clientas de la alta costura ataviadas con sus últimas adquisiciones de las colecciones de enero, mujeres europeas, americanas, árabes y asiáticas, tirando de sus maridos y flanqueadas por un montón de gente que no les quitaba ojo de encima. Fuera del hotel había groupies y paparazzis esperando para fotografiar a alguien conocido. Según los cuchicheos que corrían, Madonna acababa de pasar hacía solo unos minutos. Al rato, Fiona y John entraron en el coche con chófer que ella había alquilado para su estancia y se pusieron de camino a la estación. Adrian y los dos ayudantes les seguían en otro coche. Los fotógrafos de la revista ya estaban en la estación de tren, donde lo tenían todo preparado desde hacía horas. Todas las fotos que tomasen allí eran importantes. Los desfiles de alta costura en París eran como los Juegos Olímpicos de la moda.

Al mirar a John, Fiona sonrió sorprendida.

– No puedo creer que estés haciendo esto por mí. Eres de lo más comprensivo, John.

– Ignorante, más bien. No tengo ni idea de dónde me estoy metiendo. -Pero, fuera como fuese, ya le estaba resultando divertido. Le encantaba la atmósfera, la tensión subrepticia y la sensación de expectativa-. ¿Cómo van a ser capaces de montar el desfile en la estación? -Iban camino de la Gare d'Austerlitz.

– Quién sabe. Ya lo veremos. Si te pierdo después del desfile, busca el coche o ve a esperarme al hotel. -Suponía que en la estación imperaría un caos apenas bajo control, lo que no era suponer demasiado habida cuenta de cómo se desarrollaban la mayoría de los desfiles.

– ¿Quieres marcarme la dirección de mi casa en la camisa? Mi madre lo hizo en una ocasión cuando fuimos a Disneylandia. Ni siquiera confiaba en mi capacidad para recordar mi propio nombre. Tenía toda la razón del mundo. Me perdí en cuanto entramos.

– No olvides la mía -dijo con una sonrisa triste cuando se disponían a salir del coche para abrirse paso entre la multitud. Sus entradas eran grandes tarjetas de invitación de color plateado muy fáciles de ver, pero a pesar de eso les llevó casi veinte minutos entrar. Eran las ocho pasadas cuando llegaron al interior. Sus asientos eran las típicas sillas de director de cine con estampados de leopardo colocadas en el andén. Las hileras de sillas parecían extenderse hasta allí donde alcanzaba la vista. Y el tema del desfile era, como Fiona enseguida captó, la jungla africana.

Eran las ocho y media cuando, finalmente, dio comienzo el desfile. La estación de tren al completo quedó sumida en la oscuridad y un antiguo tren se aproximó hacia donde se encontraban, al tiempo que lo que parecían ser un millar de tambores empezaron a sonar con los percutores ritmos de la jungla, y un centenar de hombres vestidos como guerreros Masai salieron de la nada y se colocaron entre los asistentes. Cuando las luces volvieron a encenderse, fue impresionante, y John abrió los ojos como platos fascinado. Ya había visto de pasada a Catherine Deneuve, Madonna y su corte, y la reina de Jordania estaba sentada relativamente cerca. Eran sin lugar a dudas una compañía impresionante, y John alternaba entre lo que se desplegaba ante sus ojos y las miradas a Fiona. Estaba sentada callada e inmóvil, concentrada, esperando lo que iba a tener lugar en breves instantes, en cuanto la música aumentó de volumen y tres hombres con dos tigres y un leopardo de las nieves aparecieron lentamente entre la multitud. Al verlos, Fiona sonrió.

– Esto -dijo mirando a John- es típico de Dior. -Lo único que faltaba era un elefante, y al cabo de unos segundos apareció uno, acompañado por dos mozos, dotado con una silla cubierta de pedrería. John no pudo evitar preguntarse si los animales no se pondrían nerviosos entre tanta gente, pero a nadie parecía importarle esa posibilidad, pues estaban esperando con el alma en vilo la aparición de la ropa, que fue lo siguiente en salir.

Cada modelo iba precedida y seguida por un guerrero Masai, ataviados con ropajes auténticos, lanzas, cicatrices y muy pintados. Todas las modelos eran exquisitas, y una a una fueron bajando del tren. La ropa era recargada, colorista, exótica, con largas faldas de tafetán teñido, o mallas de encaje cubiertas de cuentas, corpiños extraordinaria e intrincadamente adornados. Algunas bajaron del tren con el busto al descubierto, y John intentó apartar la mirada. De hecho, una de ellas caminó directamente hacia John, envuelta en un enorme abrigo bordado y lo abrió muy despacio para mostrar su cuerpo perfecto cubierto únicamente por un tanga. Fiona la miró alucinada. A las modelos les encantaba juguetear con la multitud. John se esforzó por parecer tranquilo y no retorcerse sobre la silla cuando la modelo se alejó. Fue un momento inolvidable. Y a todo esto, Fiona estaba allí observando pasar a las chicas con una expresión indescifrable, algo que formaba parte de su mística. Sabía componer una muy bien estudiada cara de póquer que no permitía saber qué atuendos le gustaban y cuáles no. Le haría saber al mundo su opinión cuando estuviese preparada para hacerlo, ni un minuto antes. Y John no le preguntó nada. Le encantaba mirarla, y estaba disfrutando del evento.

Los vestidos de noche que aparecieron hacia el final del espectáculo fueron igualmente fabulosos y únicos. No podía imaginar a ninguna de las mujeres que conocía llevando una de esas creaciones el día de la inauguración de la temporada del Met, o en cualquier otro acontecimiento, pero le apasionaba contemplarlos, así como fijarse en el drama y el espectáculo que rodeaba a las modelos. Cuando apareció la novia, lucía una exagerada versión del atavío que los Masai llevaban en la cabeza, una falda de tafetán blanco tan grande que casi no pudo sacarla por la puerta del tren, y una coraza dorada cubierta por completo de diamantes. En cuanto la modelo bajó del tren, apareció John Galiano montado sobre un elefante blanco, vestido con un taparrabos y la misma clase de coraza. Media docena de guerreros pintados subieron a la novia a lo alto del elefante y la sentaron junto a Galiano, entonces ambos saludaron con la mano y se marcharon. A esas alturas, ya se habían llevado a los tigres y los leopardos de las nieves, algo que John entendió como todo un acierto, pues la multitud a su alrededor pareció volverse loca de repente, gritando y silbando y aplaudiendo, mientras el resto de los modelos acababa de pasar y la música de tambores alcanzaba un volumen por completo ensordecedor. Al poco rato los guerreros y las modelos montaron en el tren y salieron de la estación. El alboroto se apoderó del andén y Fiona finalmente se volvió para mirar a John.

– ¿Qué tal? -Parecía divertida, y pudo comprobar que John estaba anonadado. La representación le había hipnotizado. Había sido realmente fuerte para un novato, incluso para un aficionado a la alta costura. Pero en ese terreno, John era obviamente virgen. Para empezar, había sido la bomba.

– Para ti habrá sido como otro día cualquier en la redacción. -Le sonrió. Le había encantado-. Pero a mí me ha dejado patidifuso. Ha sido alucinante. Al completo. La ropa, las mujeres, los guerreros, la música, los animales. No sabía dónde mirar. -En un sentido mucho, mucho más glamouroso, le había recordado la primera vez que fue a un circo de tres pistas. Ni siquiera Disneylandia le había provocado ese efecto. Había sido el nirvana-. ¿Siempre es así?

– En el caso de Dior, sí. Siempre se superan a sí mismos. Las Casas con solera nunca hacen cosas como esta. Los desfiles suelen ser elegantes y relajados. Pero Dior siempre es así desde que entró Galiano. Tiene más que ver con el teatro que con la moda. Es más una campaña de publicidad que un intento serio de vestir a la mujer. Pero les funciona, y a la prensa le encanta.

– ¿Hay alguien que se ponga esos vestidos? -No podía imaginarlo, aunque una boda con la novia de Galiano como protagonista, ataviada con la coraza de oro y diamantes, sin duda resultaría muy interesante.

– No muchas personas. Y realizan un montón de cambios y ajustes. En cualquier caso, solo hay unas treinta o cuarenta mujeres en el mundo que vistan de alta costura, por eso varias firmas importantes han cerrado. El trabajo es tan intenso y tan caro el coste de los materiales y la confección, que todos pierden dinero. Por eso en ciertos casos lo tratan como una campaña de publicidad, no como un medio de ganar dinero. Pero en ciertos aspectos, causan un impacto en la ropa prêt-à-porter, y desde ese punto de vista les compensa. Porque tarde o temprano veremos cómo esa ropa se transforma teniendo en cuenta a las mujeres reales que compran su ropa en Barney's.

– Ardo en deseos de verlo -dijo John, y Fiona se echó a reír-. Me encantaría ver esos vestidos en mi oficina.

– En cierta medida, es posible que los veas, aunque en una versión muy descafeinada. Tarde o temprano llega ahí, en una interpretación tolerable para las masas. Aquí es donde empieza, en su forma más pura. -Era un modo de verlo, y él sabía que ella era una experta conocedora del negocio. Ahora, estando en París, la respetaba incluso un poco más, y sentía aun una mayor fascinación por ella. Y resultaba evidente que ella disfrutaba estando a su lado.

Cuando la multitud empezó a desperdigarse, se encaminaron hacia las salidas. Regresarían al hotel para tomar una copa, después acudirían a la piscina pública en la que Dior había montado su fiesta. Pero Fiona le dijo que no tenía sentido ir antes de medianoche. Eran las diez cuando salieron de la estación. Y las diez y media cuando llegaron al hotel, se sentaron a una mesa en un rincón del bar y tomaron unos cócteles y algunos aperitivos. Para entonces, John estaba hambriento, pero ella le había dicho que no tenía hambre. Adrian se detuvo con ellos un rato, dijo que el espectáculo había sido maravilloso y, cada cinco minutos, alguien pasaba junto a su mesa y saludaba a Fiona. Resultaba palmario que, en su territorio, Fiona era una reina.

– ¿Alguna vez te tomas un descanso de todo esto? -le preguntó John con sincero interés.

– Aquí no -dijo dándole un trago a su copa de vino blanco. Él había pedido un martini, pero no se quejó al comprobar que era básicamente vermut. Se lo estaba pasando demasiado bien con ella para preocuparse por la bebida. Y resultaba evidente lo mucho que a ella le gustaba todo aquello, no solo lo que tenía lugar en sí, sino también el ambiente. Estaba como pez en el agua, rodeada de sujetos y esclavos. Todo el mundo quería saber su opinión sobre los vestidos, y finalmente estuvo en disposición de admitir que, en gran medida, le habían gustado mucho.

– ¿Qué es lo que te ha gustado? -le preguntó intrigado.

– El trabajo empleado, los detalles, la imaginación, el color y lo que transmiten. Las faldas teñidas eran fabulosas, verdaderas obras de arte. Realmente es un genio. No sé si lo sabes, pero en alta costura, cada costura de cada prenda es realizada a mano. Ni una sola máquina tiene papel alguno en la colección al completo -le explicó. Para John todo era un misterio. Él podía entender el pequeño vestido negro de cóctel, pero no todo lo que se desarrollaba tras él. Ese era el mundo de Fiona, no el suyo. Y por eso la admiraba-. ¿Te gustaron los vestidos? -le preguntó mientras comían frutos secos y unos diminutos entremeses, sin que por eso dejasen de interrumpirlos un sinnúmero de personajes exóticos. Todos querían saludar a Fiona, y algunos parecían sentir algo de curiosidad por él cuando se los presentaba. Pero era con Fiona con quien deseaban hablar.

– Me gustan las mujeres bien vestidas. Todo esto me queda un poco lejos, pero lo cierto es que es muy divertido de ver. Y muy diferente. -Ella asintió y otro parásito se detuvo junto a su mesa-. Aquí no debes de tener modo de estar un poco tranquila. -No lo estaba en absoluto. Pero no iba a París para encontrar algo de paz.

– Forma parte del asunto -dijo con calma. Lo cierto era que no estaba tranquila en ninguna parte, pero eso no le importaba demasiado. En lugar de tener marido e hijos, había llenado su vida entregándose al trabajo. Las únicas constantes en su existencia eran el trabajo, Adrian y Sir Winston. El resto eran decorados y actores que entraban y salían del escenario. Le encantaba el efecto visual y el drama-. Creo que un exceso de paz me pondría nerviosa. Echaría de menos el ruido.

– ¿Y cómo lo haces cuando estás de vacaciones? -le preguntó interesado. Resultaba muy difícil imaginarla desocupada, sin hacer nada, o sola. Parecía formar parte por completo del caos en el que vivía sumida; ni él, ni siquiera ella, podían ubicarla fuera de ese marasmo. John sospechaba que a largo plazo, a tiempo completo, todo aquello podía volverle loco, pero en ese momento se sentía totalmente fascinado.

– Durante la primera semana suelo sentirme ansiosa -dijo con sinceridad respondiendo a su pregunta-. Y durante la segunda, aburrida. -Ambos se echaron a reír.

– ¿Y la tercera?

– Vuelvo al trabajo.

– Es lo que suponía. Entonces será mejor que no te vayas un mes a una isla desierta. Sería malísimo para ti.

– En una ocasión pasé un mes en Tahití después de una enfermedad. Mi médico insistió en que tenía que pasar un tiempo de descanso en un lugar con clima cálido. Casi me volví loca. Paso mis vacaciones en París, Londres o Nueva York.

– Y en St. Tropez -añadió John. Fiona sonrió.

– Es más de lo mismo, pero con agua y biquinis. Realmente, no descanso. Pero lo paso muy bien. -John asintió, dando a entender que él también lo pasaría bien, especialmente si estuviese acompañado por ella. Fiona era un pájaro raro, de una raza exótica, con un plumaje tan brillante y colorista como los diseños que había visto en el desfile de Dior; no había nada pequeño o átono a su alrededor. Nada en absoluto. Pero a él le gustaba que ella fuese así. Le gustaba mucho-. ¿Estás preparado para otra sesión de Dior? -le preguntó con una maliciosa mirada.

– ¿Más elefantes, tigres y guerreros? -Le habían resultado muy intrigantes, pero había tenido suficiente dosis de ellos por un día.

– No, en esta ocasión el tema principal es el agua -le dijo Fiona. Pero, una vez más, cuando llegaron, él se quedó completamente anonadado al ver en lo que habían convertido una sencilla piscina. Habían montado una pista de baile de metacrilato sobre la piscina, con enormes peces exóticos nadando en el agua, y había un montón de chicas pintadas con colores brillantes y pinceladas doradas para que pareciesen peces, sin nada de ropa, que se paseaban por entre los asistentes. Y hombres con cuerpos impresionantes y diminutos slips dorados que hacían las veces de camareros sirviendo bebidas y algo de comer. La música tecno era ensordecedora y la gente bailaba y se retorcía sobre la pista de metacrilato transparente. La fiesta al completo pretendía dar la impresión de desarrollarse bajo el agua. Sirvieron sushi y marisco. Todas las super-modelos que se habían concentrado en París estaban allí, junto a estrellas de cine, fotógrafos, famosos locales, aristócratas y miembros de la realeza europea gente exquisita y la élite del mundo de la moda. Todos parecían conocer a Fiona y se le acercaban para saludarla. Era sin duda una velada increíble, pero John se sintió enormemente agradecido cuando se marcharon de allí antes de que se cumpliese una hora de su llegada. Fiona había cumplido con sus obligaciones y también se sintió aliviada de marcharse. Cuando los dos pudieron repantigarse en los asientos de la limusina, dejaron escapar un sonoro suspiro al unísono.

– Dios mío, menudo espectáculo -dijo incapaz de encontrar mejores palabras para definir lo que acababa de ver. Estaba empezando a sentirse como Alicia en el país de las maravillas, o bien como si hubiese tomado una dosis de LSD con la comida. No se veía a sí mismo pasando una semana, dos veces al año, haciendo ese trabajo, pero ella parecía encajar a la perfección, como si no la perturbasen el frenesí y la confusión. Le sonrió tranquilamente de camino al Ritz bajo el cielo nocturno increíblemente hermoso de París.

– El resto de fiestas de la semana no serán tan exóticas como esta. Dior siempre se sale. -Sabía que habían invertido tres millones de dólares en la fiesta de la que acababan de marcharse y poco más o menos lo mismo en el desfile de la tarde. Las otras firmas eran más comedidas, tanto en los gastos como en los temas centrales que elegían. Lo de hoy había sido como una especie de iniciación para él, y cuando estaban llegando a la Place Vendôme, Fiona le pidió al chófer que detuviese el coche y se volvió hacia John-. ¿Te apetece que caminemos un rato o estás demasiado cansado? -A ella le gustaba caminar por las calles de París antes de irse a dormir, pero había sido un día muy largo para los dos y el jet lag estaba empezando a dejarse notar.

– Me encantaría -dijo él sin énfasis. Ella salió del coche y ambos echaron a andar lentamente por la rué Castiglione camino de la Place Vendôme. De repente se sintieron personas reales en un mundo real en la más hermosa ciudad del planeta, y John se sintió agradecido por la posibilidad de ejercitar las piernas y respirar aire fresco. Esa caminata pareció reestablecer parte de la normalidad que había desaparecido tras las exóticas experiencias por las que había pasado esa tarde-noche-. Estaba empezando a sentirme como si hubiese tomado drogas -admitió mientras se adentraban en la plaza y se detenían a mirar los escaparates. Casi se sentía normal de nuevo, aunque cansado, eso sí.

– ¿Ya has tenido suficiente? -le preguntó Fiona, interesada por saber hasta dónde llegaba la tolerancia de John respecto a su entorno.

– Todavía no. Estoy fascinado, aunque lo de hoy ha sido un plan de choque. Me temo que me voy a sentir desilusionado si los otros desfiles están por debajo.

– No estarán por debajo, pero sí serán más comedidos. Los disfrutarás más. No son tan sobrecargados como el de Dior. Es su manera de enfocar el negocio.

– ¿Y la tuya? -le preguntó tras hacer que le agarrase del brazo mientras caminaban.

– Tal vez. Me gusta lo hermoso y lo exótico, la gente interesante con talento y los espíritus creativos. Creo que mi percepción está un poco estropeada. A veces, no estoy segura de qué es normal y qué no lo es. Para mí, todo lo que hemos visto hoy es normal. Se me olvida que otras personas llevan vidas más sencillas.

– Es posible que te aburras como una ostra si alguna vez dejas todo esto, Fiona. O tal vez te sirva de inspiración para escribir algo. -Pero incluso conociéndola desde hacía poco tiempo, era difícil imaginar que ella pudiese hacer otra cosa que lo que hacía, con una corte de adoradores rodeándola allí adonde fuese. El aire que respiraba era muy embriagador, y en medio de todo eso, era la abeja reina, tan poderosa como cualquier otra reina. Supuso que eso le hacía muy difícil relacionarse de un modo íntimo con cualquier hombre, y estaba seguro de que ella era plenamente consciente de ello. Pocos hombres serían capaces de existir en los márgenes de su mundo. Y menos aún querrían o estarían dispuestos a participar de él. Para la mayoría de hombres, la vida de Fiona era como viajar en un cohete a través del espacio exterior. Y John también lo creía. Pero disfrutaba a su lado, era una rara oportunidad. Aunque nadie podría tolerar su ritmo de vida fácilmente. Su propia existencia le parecía mortecina e increíblemente prosaica comparada con la de Fiona, a pesar de dirigir una de las mayores compañías publicitarias del mundo. Pero es que incluso ese mundo parecía gris comparado con el de Fiona. No podía siquiera sospechar cómo sería estar casado con ella. Por eso se preguntó si sería ese el motivo de que nunca se hubiese casado, y no pudo evitar preguntárselo a ella cuando se aproximaban al Ritz. Se preguntó también si la vida de Fiona sería demasiado divertida para dejarla y la vida de casada demasiado aburrida para probarla. Difícilmente alguien con marido o mujer podría permanecer demasiado tiempo inmerso en esa clase de mundo.

– En realidad, no -respondió ella pensativamente-. Nunca he sentido la necesidad de casarme, nunca he querido hacerlo. Siempre he pensado que es algo muy doloroso cuando no funciona. Nunca he querido correr ese riesgo. Es como saltar de un edificio en llamas. Si tienes suerte, es posible que caigas en la red de seguridad, pero por lo que he visto, es muy probable que des con tus huesos en el suelo. -Le dedicó una mirada sincera y él se echó a reír mientras caminaban hacia el hotel. Había guardias con perros en la puerta. Y los paparazzi seguían allí, esperando a que apareciese algún famoso.

– Supongo que es una manera de entenderlo. Pero es maravilloso cuando funciona. Me encantó estar casado. Aunque hay que elegir a la persona adecuada, y sin duda tener mucha suerte. -Ambos pensaron en la mujer de John, pero Fiona no tenía intención de seguir por esa senda.

– Nunca me ha gustado apostar -dijo Fiona con honestidad-. Prefiero invertir mi dinero en cosas que me gusten que arriesgarme a perderlo. Y nunca he conocido a alguien al que yo creyese capaz de tolerar el hecho de formar parte de mi estilo de vida para siempre. Viajo mucho, siempre estoy ocupada y me rodea un montón de gente que está mal de la cabeza. Mi perro ronca. Y a mí me gustan todas esas cosas tal como son. -Por alguna extraña razón, John se resistió a creer sus palabras a pies juntillas. Según su opinión, tarde o temprano todo el mundo comprende que uno no quiere estar solo para siempre. Aun así, tuvo que admitir que Fiona parecía inmensamente satisfecha de la vida que llevaba.

– ¿Y qué pasará cuando te hagas mayor?

– Lo sobrellevaré. Siempre he creído que el miedo a envejecer en soledad es una razón estúpida para casarse. ¿Qué razón hay para pasar treinta años con alguien con quien no estás a gusto únicamente para no estar sola cuando te haces vieja? ¿Qué pasaría si enfermase de Alzheimer y ni siquiera recordase su nombre? Pienso en todo el tiempo que habría malgastado pasándolo mal con el único fin de no ser infeliz cuando me hiciese mayor. Parece que hablemos de una póliza de seguro en lugar de una unión de mentes y almas. Por otra parte, podría sufrir un accidente de avión la semana que viene, y eso haría que alguien fuese terriblemente desgraciado. En mi situación, el único que lo pasaría mal sería mi perro. -John se dijo que era una curiosa manera de ver las cosas, pero Fiona parecía a gusto con esas ideas.

Era la antítesis del tipo de vida que él había llevado, con un largo matrimonio, una mujer a la que había amado y dos hijas. Y a pesar de que se sintió hundido cuando Ann murió, estaba convencido de que los años que habían compartido antes de su muerte merecía la pena haberlos vivido. Cuando él muriese, quería que alguien le echase de menos, una persona, no solo un perro. Pero Fiona no era de esa opinión. Se lo había dejado bien claro. Había sido testigo del dolor de su madre en cada ocasión que un hombre la abandonaba, y también ella se había sentido mal cuando las dos largas relaciones que había mantenido tocaron a su fin. Así pues, debido a sus experiencias, calculaba que casarse, y perder al marido, tenían que ser mucho peor, tal vez algo intolerable incluso. Resultaba más sencillo, al menos desde su punto de vista, no llegar a tener marido. Por eso llenaba su vida con otras cosas, pasatiempos, entretenimientos, proyectos y gente. -Además -prosiguió pensativamente-, no me gusta que se entrometan en mi vida. Supongo que me gusta disfrutar de mi libertad. -Sonrió con una mueca traviesa encogiéndose de hombros, pero sin aparentar estar pidiendo excusas-. Las cosas ya me van bien como están. -Y aunque sus ideas diferían enormemente, él estuvo de acuerdo. Parecía estar más que satisfecha con su existencia, y no parecía albergar dudas al respecto.

Una vez de vuelta en el Ritz, pasaron junto a las vitrinas llenas de joyas y prendas de ropa de elevado precio camino del ascensor del ala Cambon. Sus habitaciones estaban en la tercera planta, la de John concretamente al fondo del pasillo en la que se encontraba la de Fiona. Él se detuvo frente a la puerta de la habitación mientras ella rebuscaba en su bolso la larga tarjeta de plástico que hacía de llave. Solían colocarle un pesado aro metálico, por eso ella solía sacarle el aro y dejarlo encima del despacho de su habitación. Era demasiado pesado para cargar con él. John esperó amablemente hasta que encontró la llave, la insertó en la cerradura electrónica, y la puerta se abrió.

Ella se volvió y le dio las gracias una vez más por haber ido a París para estar con ella. Para él había sido maravilloso compartir aquella velada marcada por los espectáculos de Dior, de principio a fin. O mejor, desde la estación de tren a la piscina.

– ¿Tienes tiempo para desayunar conmigo mañana por la mañana o estarás demasiado ocupada? -le preguntó mientras ella se fijaba en que el aspecto de John era tan impecable como al inicio de la velada. Y eran ya las dos de la madrugada. Había sido una noche larga, pero había ido bien. Y él lo había sobrellevado con entereza. Era un hombre flexible y de trato fácil, además era divertido, y su aspecto era agradable y muy masculino, algo en lo que ella no había reparado hasta entonces. No estaba preparada para responder a eso. O al menos estaba siendo lo más cuidadosa posible para no responder llegado el caso.

– Tengo que hacer unas cuantas llamadas cuando me despierte y, en un momento dado, tendré que encontrarme con nuestro fotógrafo para ir a ver los contactos del desfile de Dior. Pero no los tendrá hasta última hora de la tarde. Y tenemos que estar en el desfile de Lacroix a las once. Tendremos que salir de aquí a las diez y media… Quiero estar vestida a las nueve… Podría desayunar contigo a las ocho y media. -Lo dijo como si se tratase de un encuentro profesional perfectamente encuadrado en su agenda, y él no pudo evitar sonreír.

– Creo que podré adaptarme. -Él también tenía que hacer algunas llamadas, pero había pensado hacerlas por la tarde debido a la diferencia horaria con Nueva York-. ¿Qué te gustaría desayunar? Lo pediré para los dos, si te parece bien. -Era una mujer tan independiente que no quería inmiscuirse en su intimidad o hacerle sentir que estaba perdiendo el control. Estaba convencido de que algo así jugaría en su contra.

– Uvas y café -dijo sin ninguna clase de formalismo y dejando escapar un leve bostezo. Se estaba durmiendo, y a él le gustaba la pinta que hacía con cara de sueño. Parecía, por alguna extraña razón, más pequeña y más dulce, no tan eficiente, distante y controladora.

– ¿Crees que será suficiente? No podrás aguantar hasta la hora del almuerzo con unas pocas uvas y una taza de café. Te vendrás abajo, Fiona. ¿Qué te parece una tortilla? -Ella dudó durante unos segundos y después asintió-. ¿Te gusta que tengan algo?

– Setas -le dijo con una sonrisa. A él pareció gustarle la respuesta.

– Me parece bien. Pediré que nos lo sirvan a las ocho y media. ¿En mi habitación o en la tuya? -Intuyó la respuesta antes de oírla. Estaba empezando a conocerla.

– Mejor en la mía. Es posible que me llamen por teléfono. Estoy trabajando.

– De acuerdo. Te veré por la mañana, Fiona. Esta noche me lo he pasado de maravilla. Gracias por invitarme. No olvidaré lo que he visto esta noche, aunque no creo que nadie me crea cuando lo explique. Creo que lo que más me ha gustado han sido los guerreros Masai.

– Cómo no. -Le dedicó una sonrisa-. Cosas de chicos.

– ¿Qué es lo que más te ha gustado? -preguntó intrigado.

Ella sintió el incontrolable impulso de decir: «estar contigo», pero no lo dijo; realmente se sorprendió de sus propios pensamientos.

– Posiblemente, el vestido de novia, o las faldas teñidas. -Iba a escribir sobre ellas en la revista y esperaba que los fotógrafos las hubiesen captado como merecían.

– Los tigres y los leopardos tampoco estuvieron nada mal -dijo John con un tono un tanto infantil. Estaba deseando contarle a sus hijas lo que había visto. Sabían que estaba en París, pero no estaban al corriente de lo que había ido a hacer. Siempre les comunicaba adonde iba, especialmente desde la muerte de Ann.

– Tendría que haberte llevado al Museo de Historia Natural o al zoo en lugar de al desfile de Dior -se burló Fiona, y los dos rieron.

Era un curioso modo de regañarle por su irreverente visión del asunto y por su falta de interés en la moda, pero sabía de sobra que se lo había pasado bien y eso era lo que realmente importaba. Permanecieron inmóviles durante un momento, sintiendo la presencia del otro sin decir nada, y después él la besó cariñosamente en la frente y se fue a su habitación tras despedirse con la mano. Fiona se sintió hechizada por él cuando lo vio alejarse por el pasillo. Era muy atractivo, responsable y normal, sensible e innegablemente masculino. Durante unos extrañísimos segundos, quiso echar a correr tras él, pero no se le ocurrió qué haría una vez llegase a su altura. Estaba intentando mantener la cabeza despejada a pesar de estar tan cerca de él, pero de repente le pareció un trabajo durísimo. Se sentía atraída por él más allá de lo razonable. Por fortuna, a esas alturas ya había cerrado la puerta de su habitación y se sintió aliviada por haber logrado mantener el control de sus actos. No tenía ningún sentido enrollarse con él, se dijo. Había tomado la decisión en el curso de la noche. Era muy guapo, le atraía mucho físicamente, pero no había que ser un sabio para darse cuenta de que eran demasiado diferentes. Ella ya no era una niña, después de todo, y sabía que algunos regalos, por irresistibles que resultasen, era mejor dejarlos envueltos y no abrirlos nunca. Lo único que tenía que hacer era limitarse a dejar pasar los próximos días entre desfile y desfile y mantener el control. Estaba totalmente dispuesta a no sucumbir a los encantos de John, por exquisitos que fuesen. Y cuando de lo que se trataba era de mantener el control, Fiona era toda una profesional.

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