Nevaba la víspera del día de Navidad, y Adrian llegó a París esa mañana. Había traído consigo unos cuantos regalos para ella, y Fiona tenía un puñado de paquetes muy bien envueltos para él, apilados bajo el árbol que había decorado el día anterior. Su apartamento transmitía calidez, parecía más festivo y hogareño que nunca. Pero Fiona estaba más seria de lo que nunca la había visto.
Llevaba un vestido de terciopelo negro que había comprado en Didier Ludot, acompañado por una pequeña chaquetilla con ribetes de mustela. Era obra de Balenciaga, de los años cuarenta, y a Adrian le dio la impresión de que nunca había visto tan distinguida a su amiga. Habían reservado mesa en Le Voltaire para última hora de esa noche, porque antes tenían pensado ir a la misa de la iglesia de St. Germain d'Auxerrois. Era una pequeña y oscura iglesia gótica de piedra, iluminada por completo con velas. Fiona apenas abrió la boca de camino allí, y Adrian no le presionó. Se sentó en silencio y se limitó a mirar por la ventanilla. Él la tomó de la mano.
Cuando llegaron a la iglesia, John les estaba esperando. Sonrió en cuanto la vio. Había sido difícil arreglarlo, pero John se encargó de todos los detalles. Sus papeles estaban en orden. La vez anterior se habían casado en una iglesia protestante, así que estaban en disposición de poder casarse ahora en una iglesia católica, lo cual según el punto de vista de Fiona le aportaba un toque de mayor oficialidad. Se lo explicó a Adrian antes de que emprendiese el viaje, por si acaso quería cancelarlo, pero él había insistido en estar allí. Tenía pensado ir a visitar a unos amigos en Marruecos cuando ella y John se fuesen a Italia a pasar la luna de miel. Iban a pasar juntos el día de Navidad, como habían planeado, y al día siguiente cada uno tomaría su camino. Y ella había deseado que Adrian estuviese presente como testigo de boda. A Fiona todavía seguía pareciéndole una locura, y no dejaba de sorprenderle estar dispuesta a hacerlo. No estaba segura de si confiaría en John de nuevo, pero creía que podría hacerlo. Y, finalmente, se debían el uno al otro tanto perdón como amor.
El sacerdote ofició la ceremonia en francés, pero se dieron el sí en inglés, para saber exactamente qué se estaban diciendo. John tomó la mano de Fiona entre las suyas, le colocó el anillo y ella se sintió más casada que nunca. John lloraba cuando le respondió, y ella también lloró cuando hizo sus promesas. Fue un momento inolvidable. Y cuando el sacerdote les declaró marido y mujer, John esperó unos segundos antes de besarla y darle un fuerte abrazo. Le sonrió de un modo que ella sabía que nunca olvidaría. Cuando salieron, la iglesia iluminada quedó a sus espaldas y ellos se detuvieron un momento a observar la nieve, después echaron a correr hacia el coche, riendo, con Adrian a escasos metros de distancia lanzándoles nieve en lugar de arroz.
Esa noche la celebraron en Le Voltaire, y a las diez ya estaban en casa. Adrian se alojaba en el Ritz, y John le dijo algo antes de que se fuese. El timbre del apartamento sonó a medianoche, estando ellos metidos en la cama. Ambos estaban despiertos, charlando. Tenían muchas cosas que pensar y muchos planes que hacer. John iría a París los fines de semana durante dos meses, y de algún modo se las había ingeniado para convencer a la agencia de la necesidad de abrir una oficina en París, que él iba a dirigir. Tenían que encontrar casa, y él tenía que vender su apartamento de Nueva York. Ella seguía intentando que los propietarios de la casa en la que vivía se la vendieran, pero no lo tenían del todo claro. Y John tuvo una charla muy seria con sus hijas antes de volar a París para casarse con Fiona. Les dejó bien claro dónde estarían a partir de ese momento los límites. No tenían por qué querer a Fiona, no podía obligarles a hacerlo. Pero tenían que mostrarse respetuosas, civilizadas y educadas con ella. Era lo que debería haberles dicho dos años antes.
– ¿Quién crees que puede ser? -preguntó Fiona con cara de preocupación cuando sonó el timbre. No conocía a nadie en París que acudiese a casa de otra persona a las doce de la noche.
– Debe de ser Santa Claus -dijo con una sonrisa. Parecía tranquilo e incluso alegre cuando fue a abrir la puerta. Era un botones del Ritz, y le entregó algo. Adrian se lo había guardado en su habitación. John regresó al dormitorio.
– ¿Qué es eso? -Le miró extrañada.
– Tenía razón. Era Santa Claus. Me ha dicho que te saludase y después soltó una de sus risotadas -y mientras lo decía depositó el bulto en brazos de Fiona y la observó mientras lo abría. Bajo una pequeña mantita de color azul emergió una carita negra que la miró a los ojos. Parecía una curiosa mezcla entre un murciélago y un conejo, y ella lo alzó hasta la altura de sus ojos y después miró a John. Era un bulldog francés de ocho semanas.
– Oh, Dios mío, no puede ser… -dijo al tiempo que las lágrimas empezaban a deslizarse por sus mejillas. Miró al animal y después a su marido. Lo dejó sobre la cama y vio que era una perrita-. ¡No puedo creerlo!
– ¿Te gusta? -le preguntó sentándose a su lado en la cama. No era Sir Winston, pero podía pasar como una parienta lejana de Francia. John sabía lo mucho que Fiona había echado de menos a su perro.
– Me encanta -respondió con los ojos abiertos como platos, como una niña el día de Navidad. Ella le había comprado un precioso cuadro de un pintor que a ella le apasionaba, pero nada podía ser tan precioso como aquel animalito. Volvió a cogerla en brazos, se inclinó y la besó en la cabeza. Al mirar a John supo que las cosas iban a ir mejor en esta ocasión. Las cosas buenas que habían compartido seguían ahí, y las nuevas eran diferentes y mejores. De nuevo confiaba en él, lo que en sí mismo era un pequeño milagro. Y no había dejado de amarlo ni un solo segundo.
– Gracias por darnos una segunda oportunidad -susurró John al tiempo que la perrita le lamía la cara. Entrecruzó los dedos con los de su mujer y la miró a los ojos. La promesa que habían hecho significaba mucho más para los dos en esta ocasión, al igual que el amor que los unía.