Fiona firmó el contrato con Andrew Page a la mañana siguiente, y por la tarde él la telefoneó al móvil. La comida había ido bien y la editora, por lo visto, estaba dispuesta a leer el libro. Se mostró muy interesada cuando Andrew se lo describió y también impresionada al saber que Fiona era la autora. Sabía quién era. Creía que Fiona resultaría un buen reclamo publicitario y no cabía duda de que formaría parte del paquete que tenían que vender. La imagen y el estilo no lo eran todo, pero no se podía negar que ayudaban lo suyo.
A finales de semana, Fiona había cumplido con todo lo que tenía previsto hacer en Nueva York. Había vendido su casa, había pasado tiempo con Adrian, había encontrado agente y una importante editorial estaba considerando la posibilidad de publicar su novela. Andrew le envió el manuscrito a la editora al día siguiente. Fiona incluso se había encontrado con John. No había sido fácil para ella, pero había sabido sobrellevarlo. Tenía que pasar tarde o temprano. No podía decir que hubiese superado aquella historia por completo, pero había llevado a cabo algunos destacables progresos. Ahora lo que deseaba por encima de todo era regresar a París y empezar el nuevo libro. En el avión perfilaría con más precisión el esquema del mismo.
Adrian le prometió que ese año pasaría las Navidades con ella en París. Y, una vez allí, iba a esforzarse por encontrar una casa de compra. Fiona había dejado sus cosas en un guardamuebles de Nueva York, pero quería volver a tenerlas cerca. El apartamento en el que se alojaba le iba bien, pero quería algo permanente. Ahora estaba convencida de que no volvería a vivir en Nueva York. Resultaba difícil de creer que hiciese ya un año de su marcha. Y le alivió comprobar que ya no echaba de menos su trabajo. Sí lo hizo en un principio, pero ahora estaba totalmente concentrada en escribir. Para ella era cumplir un sueño. A pesar de que otros sueños hubiesen muerto.
Una semana después de su llegada a París, Fiona ya había visto dos casas que no le gustaron y había empezado a escribir su nuevo libro. Estaba otra vez en la brecha, y para Acción de Gracias ya llevaba camino recorrido. A esas alturas había tenido ya noticias de la editorial, que había rechazado el libro. La editora creía que se trataba de una obra demasiado seria para ellos y, en cierto sentido, un tanto pesada. Pero Andrew no parecía afectado y le dijo que ella tampoco tenía por qué estarlo. Ya se lo había enviado a otra editorial.
La mañana de Acción de Gracias, Adrian la telefoneó. Se había levantado a las cinco de la madrugada para preparar los pavos. Tenía treinta invitados a comer y le dijo que estaba al borde de la locura.
– Me siento como un ginecólogo. Acabo de rellenar cinco pájaros.
– Qué desagradable. -Fiona dejó escapar una risotada.
– ¿Y tú qué vas a hacer hoy?
– Nada. Aquí no es festivo. Estoy trabajando en mi libro.
– Eso es sacrilegio -le reprendió-. Entonces, ¿qué motivo tienes para dar gracias? -Era una buena pregunta, y no estaba de más recordar que tenía muchos motivos para estar agradecida, incluso por aquellas cosas que no habían salido como tenía planeado'.
– Tú -dijo sin dudarlo-. Y mi trabajo. -Estaba agradecida por haber acabado un libro y haber empezado el segundo.
– ¿Eso es todo? Vaya lista más patética.
– Es suficiente -replicó tranquila. Todavía no había hecho nada por iniciar algo así como su vida social, pero tampoco le importaba-. Estoy deseando verte -añadió contenta. Adrian iba a ir en Navidad y estaban muy ocupados haciendo planes. Se quedaría en su apartamento, igual que ella había hecho cuando estuvo en Nueva York. Aparcaría en su habitación de invitados, y habían previsto ir a Chartres, pues Adrian no había estado nunca. Y viajaría otra vez a la ciudad en enero, para los desfiles de alta costura. A Fiona le encantaba la perspectiva de verlo dos veces en los próximos dos meses. Seguía siendo su mejor amigo.
Le deseó suerte con la comida, feliz día de Acción de Gracias, se puso nostálgica durante un minuto y después se dijo a sí misma que no tenía sentido estarlo. Tenía mejores cosas que hacer que sentir lástima de sí misma, a pesar de que sintió añoranza de su país cuando pensó en la comida que Adrian estaba preparando; deseó poder estar allí.
Había empezado a escribir de nuevo cuando sonó el teléfono. Creyó que sería Adrian otra vez para preguntarle algo acerca de los pavos. No solía recibir llamadas telefónicas, a veces no hablaba con nadie durante días. Y había hablado con Andrew Page el día anterior. Nunca la llamaba nadie a excepción de Andrew y Adrian, y su agente no la llamaría el día de Acción de Gracias.
– ¿Por qué me llamas? Yo no sé cocinar -respondió esperando escuchar la voz de Adrian. Por eso se sorprendió al comprobar que no era así. Era una voz familiar, pero le costó unos segundos ubicarla. Acto seguido, su corazón dio un vuelco. Era John.
– Eso es casi una confesión. La verdad sale a la luz. Siempre me decías que sabías.
– Lo siento -dijo sin pensar-. Creí que era Adrian. Está preparando la comida de Acción de Gracias en Nueva York. -No tenía ni idea desde dónde la llamaba John, y no estaba segura de si le importaba o no. Por supuesto que sí le importaba, pero en cualquier caso no iba a aceptarlo así como así. Había vuelto a prometérselo a sí misma cuando estuvo en Nueva York. Era raro que la llamase. No había vuelto a llamarla desde que la dejó. La única comunicación entre ellos la habían establecido sus respectivos abogados. Fiona guardó silencio esperando escuchar el motivo de su llamada.
– Estaba en Londres por cuestiones de trabajo y he parado en París de camino a casa -le explicó-. Se me ocurrió una idea absurda. Es Acción de Gracias y me preguntaba si te gustaría comer o cenar conmigo en Le Voltaire. -John sabía que era su restaurante favorito, y a él también le había gustado cuando estuvieron juntos. Habló con torpeza. Y se produjo una largo, larguísimo silencio al otro lado de la línea.
– ¿Por qué? -se limitó a preguntar. ¿Qué sentido tenía?
– Por lo viejos tiempos o algo por el estilo. Tal vez podamos ser amigos. -Pero ella no quería ser su amiga. Había estado enamorada de él, de hecho todavía lo estaba. Lo supo al volver a verlo en Nueva York. Y él había encontrado a una mujer que se parecía a Ann.
– No sé si necesito un amigo -dijo Fiona sin rodeos-. No sé cómo funcionan esas cosas. Y nunca he estado divorciada antes. Soy inexperta en esas cuestiones. ¿Se supone que tendríamos que ser amigos?
– Si queremos serlo, sí -respondió él con cautela, a pesar de sentirse un tanto bobo respondiendo a su pregunta-. Me gustaría ser tu amigo, Fiona. Creo que lo que tuvimos fue especial. Simplemente, no funcionó. -Por lo visto, no, dado que él la había abandonado menos de seis meses después de casarse y todavía seguía intentando justificarse. Recordó lo que Adrian le había dicho, que creía que John había sido estúpido dejándola, que no todo había sido culpa suya. Se sentía mucho mejor consigo misma después de lo que le dijo Adrian.
– No te guardo rencor -dijo con sinceridad-. Pero me temo que me siento dolida. -Muy, muy, muy dolida. Había sido una manera muy suave de decirlo. En los primeros meses tras su separación, tuvo que esforzarse por seguir viviendo, dejó su trabajo, abandonó su carrera profesional y su casa y se trasladó a París. Dolida no describía en absoluto su situación. Pero finalmente las cosas habían salido adelante. Tenía una nueva carrera, y con un poco de suerte vendería un libro.
– Lo sé -admitió John con tono triste-. Me siento muy culpable por ello. -Ya podía sentirse así.
– Me parece lo justo. -No quiso decirle que Adrian también lo creía.
– No sabía cómo lidiar con tu manera de vivir. Éramos tan diferentes. Demasiado diferentes. -Intentó explicarse pero ella le cortó. No quería volver a oír hablar de todo eso. Era parte del pasado.
– Creo que hemos sabido superarlo. ¿Qué tal tu amiga?
– ¿Qué amiga? -La pregunta le pilló con la guardia baja.
– La dama de la Júnior League con la que te vi en La Goulue.
La voz de John sonó extraña.
– ¿Cómo supiste que era de la Júnior League? ¿Os conocíais? -Elizabeth no se lo había dicho, por lo que le sorprendió la afirmación de Fiona.
– No. Me lo pareció. Lo llevaba escrito en la frente. Se parece a Ann.
– Es cierto. -Entonces se echó a reír y decidió ser sincero con ella. Era un pequeño paso para establecer su amistad, que era el argumento que se había dado a sí mismo para llamarla-. A decir verdad, me aburre.
– Oh. Lo siento. -Fiona se odió a sí misma por ello, pero lo cierto era que le alegró oírlo-. Es mona.
– Y tú. Estabas estupenda en La Goulue. París va contigo. ¿Qué estás haciendo aquí?
– Escribir. Novelas. Acabé un libro en verano y acabo de empezar otro. Es divertido. Estuve en Nueva York para buscarme un agente.
– ¿Lo encontraste? -Estaba interesado. Siempre le intrigaba todo lo relacionado con ella. Seguía creyendo que era asombrosa, y su nueva vida lo demostraba. Había dejado atrás una exitosa carrera en Nueva York, se había instalado en París y había emprendido un nuevo camino profesional. Y, conociéndola, estaba convencido de que su libro se convertiría en un best-seller.
– He firmado con Andrew Page.
– Impresionante. ¿Lo ha vendido ya?
– No, pero he recibido mi primer rechazo. O sea que supongo que ahora soy, oficialmente, escritora. -Sospechaba que habría otros muchos rechazos, pero Andrew parecía confiar en venderlo, así que no estaba preocupada.
– ¿Por qué no hablamos de ello mientras comemos? Si seguimos charlando por teléfono mucho más no vamos a dejar nada por decir. -En cualquier caso, ella no estaba segura de que tuviesen algo de lo que hablar-. ¿Quieres que quedemos en Le Voltaire o prefieres algún otro sitio? -Parecía más confiado de lo que realmente estaba, y ella se sentía molesta. ¿Por qué la había llamado? ¿Qué sentido tenía? Lo suyo se había acabado. Y ella no quería ni necesitaba su amistad. Dudó durante un buen rato mientras se lo pensaba, y él empezó a preocuparse-. Vamos, Fiona. Por favor. Echo de menos hablar contigo. No voy a hacerte daño. -No tenía razón para hacerlo. Ya le había hecho daño antes. Demasiado. Ella creía que le había perdonado, pero ahora se preguntaba si realmente era así.
– No podré quedarme mucho rato -respondió finalmente, y él dejó escapar un suspiro-. Tengo que volver al trabajo. Me resulta difícil empezar otra vez cuando paro.
– Es Acción de Gracias. Podríamos pedir pavo o pollo o algo así. O profiteroles. -Recordaba la terrible debilidad que sentía por ellos. Recordaba tantos detalles relacionados con Fiona. La mayoría de ellos buenos. Solo muy de vez en cuando recordaba algo malo que tuviese que ver con ella. Y ahora ya no parecía tener ninguna importancia. Casi todo le parecían tonterías. Como lo de los armarios. La gente tan loca que conocía y quería. Y Jamal, correteando por la casa en taparrabos y con sandalias doradas-. ¿A qué hora quieres que quedemos?
– A la una -dijo sin darle inflexión alguna a su tono de voz, sintiéndose tonta por permitir que él la hubiese liado. No cabía duda de que era un hombre muy persuasivo. Y siempre le había encantado su voz.
– ¿Quieres que pase a buscarte? Estoy en el Crillon, y tengo coche. -Ella no, pero tampoco le importaba. Podía ir andando desde donde estaba.
– Nos vemos allí.
– Haré que el conserje nos reserve una mesa. Gracias por ir conmigo a comer. Tengo ganas de verte. -Todavía conservaba en la retina la visión que se le había grabado de ella cuando la vio en La Goulue. Elizabeth le había hablado de ese encuentro en varias ocasiones. Era una oponente temible.
Fiona se quedó clavada frente al espejo tras colgar. Lamentaba haber quedado con él. Estaba cansada, tenía el pelo sucio y oscuras ojeras debido a su entrega con la escritura. Pero poco importaba su aspecto, no quería verlo, estaba convencida, por lo que soltó un gruñido al comprender que la cita era ya inexcusable. Decidió entonces ponerse en marcha: se lavó el pelo, se dio un baño, se depiló las piernas sin razón aparente y rebuscó en su armario un vestido decente. Acabó poniéndose unos pantalones negros de cuero, una camiseta blanca y un suéter de visón que a Adrian le encantaba. El suéter también lo había comprado en Didier Ludot, la tienda vintage más famosa de París, a la que ella acudía con regularidad; entre otras cosas había comprado toda una colección de bolsos antiguos de Hermès. Sacó uno de ellos, uno de piel de cocodrilo color rojo, y se puso unos zapatos bajos a juego.
Para cuando salió hacia Le Voltaire estaba a punto de sufrir un ataque de nervios. No tenía ni idea de por qué había aceptado aquella invitación. Se había recogido el pelo en una sencilla trenza que colgaba sobre su espalda. No era consciente de lo hermosa que estaba cuando entró en el restaurante, sin aliento, con unos cuantos mechones de cabello sueltos enmarcándole el rostro y aquellos grandes ojos verdes en los que John seguía pensando con asiduidad. Los pantalones de cuero se amoldaban a su anatomía y le recordaron todo lo que había perdido. Lo único en lo que podía pensar cuando la vio entrar era en lo tonto que había sido.
– Lo siento, llego tarde -se disculpó-. He venido andando.
– No es tarde -la tranquilizó-. ¿Dónde vives? -le preguntó mientras el maître les llevaba hacia un reservado en una esquina que a Adrian le encantaba. John había conseguido el número de teléfono de Fiona en información, pero no le habían dado su dirección.
– En el distrito séptimo -afirmó sin concretar-. Encontré un apartamento estupendo. Ahora estoy buscando una casa de compra.
– ¿Vas a quedarte? -le preguntó con auténtico interés. Ella asintió antes de sentarse. Él la miró y sonrió. Estaba tan guapa como la recordaba, pero más vulnerable y accesible de lo que le había parecido en Nueva York. Allí también le había parecido más glamourosa con aquel sexy vestido negro de cóctel. En París, curiosamente, daba la impresión de ser más joven y más real-. Entonces, ¿a Sir Winston le gusta París? -le preguntó con una amable sonrisa. Fiona apartó la vista.
– Murió hace un año -dijo sin más al tiempo que tomaba la carta del menú para distraer la mente y no echarse a llorar.
– Oh, Dios mío. -John parecía hecho polvo. Quiso preguntarle cómo había sido, pero no se atrevió-. Lo siento. Sé lo mucho que significaba para ti. -Había compartido quince años con él-. ¿Tienes otro perro?
– No -respondió volviendo a alzar la mirada-. Estaba demasiado apegada. No sería buena idea. -John sintió, con razón, que con aquellas palabras también se estaba refiriendo a él. Su breve matrimonio le había conllevado toda una larga serie de disgustos, más de los que él había sufrido. Pudo apreciarlo en sus ojos. El dolor que vio en ellos le llegó directo al corazón.
– Tendrías que tener un bulldog francés. Casaría contigo.
– No quiero. Nada de perros. Además, dan mucho trabajo. -Intentó sonar fría y dura, pero solo logró parecer triste. Y él seguía teniendo la impresión de que hablaba de él-. ¿Qué vas a comer?
– ¿Tendrán menú de Acción de Gracias? -preguntó burlón, pero lo cierto era que la noticia sobre el perro le había conmovido. Sir Winston debió de morir poco después de que él se marchase. Supo que debía de haber sido un duro golpe a añadir al duro golpe que él le había dado.
Ambos pidieron la ensalada de setas que ella siempre pedía y ella se debatió un rato entre pedir hígado o sangre frita mientras él componía un gesto de desagrado. Fiona se echó a reír.
– Menuda cosa para comer en Acción de Gracias. Tendrías que comer al menos alguna clase de ave. -Finalmente, Fiona se decidió por la ternera y John por el steak tartare. Estuvieron de acuerdo en compartir las pommes frites, porque él sabía que allí las preparaban de un modo delicioso. Y entonces le preguntó por su libro.
Hablaron del tema durante una hora, y a John todo le pareció fascinante.
– ¿Podrías pasarme una copia? Me gustaría muchísimo leerlo.
– No tengo ninguna copia ahora. -Todavía se mostraba cautelosa con él, pero le había contado muchas cosas sobre el libro. Por cómo se lo describió, John entendió lo mucho que había ahondado en su interior para escribirlo y lo doloroso que había tenido que ser-. Te regalaré un ejemplar cuando se publique, si es que se publica algún día.
– ¿Y el nuevo de qué va? -Pasaron otra hora hablando sobre la nueva novela. Cuando acabaron, estaban compartiendo ya profiteroles.
– ¿Cuántos días vas a estar aquí? -le preguntó mientras engullía la última delicia de chocolate con la pasión de una niña pequeña. John sabía lo mucho que le gustaba el chocolate, y todavía comió más cuando el camarero les trajo los pequeños granos de café cubiertos de chocolate que siempre servían al final de las comidas.
– Dos días. He pasado un tiempo en Londres y tengo trabajo aquí mañana. Me voy el sábado. Mi oferta para cenar sigue en pie si te parece que me he comportado correctamente durante la comida. -Ella sonrió.
– Lo has hecho bien -admitió-. No quería venir.
– Lo sé. Lo supuse cuando hablamos por teléfono. Pero me alegro que hayas venido -dijo amablemente-. Lamento todo lo que ocurrió. Me comporté fatal. -A ella le sorprendió su honestidad. En cierto sentido, reivindicaba su punto de vista.
– Sí, te comportaste fatal. Pero yo también hice un buen puñado de estupideces. Que el fotógrafo montase una orgía con su camello en el salón fue definitivamente el punto más bajo de mi carrera. Siento que sucediese, y también lamento un montón de cosas más. Te alegrará saber que tiré la mayor parte de mi ropa cuando me mudé. No sé por qué me mostraba tan posesiva respecto a mis armarios. Creo que estaba obsesionada con mi vestuario. Aquí todo es más simple. Apenas me compro nada. -Aunque había comprado unas cuantas cosas, principalmente en Didier Ludot-. Mi vida es mucho más sencilla. Y quiero que siga siéndolo. -Parecía convencida de lo que decía.
– ¿Qué quieres decir? -Sentía curiosidad. Fiona parecía otra persona. A un tiempo más frágil y más fuerte, más profunda y más tranquila. A pesar de que había sufrido mucho. En gran medida por culpa de John, y él lo sabía. Pero también había sabido enfrentarse a sus viejos demonios, como el abandono de su padre, la muerte de su madre, los problemas de su niñez, los abusos de su padrastro, algo de lo que ni siquiera había hablado con John; solo su psicólogo tenía conocimiento de ello. Todo eso había quedado reflejado en el libro. Había pasado un buen puñado de años acudiendo a terapia para tratar el incidente con su padrastro, y estaba en paz con ello desde hacía mucho.
– Me he librado de un montón de cosas -se limitó a decir-. Gente, ropa, objetos, posesiones. Un montón de cosas que ni me importaban ni necesitaba. Eso ha hecho que la vida resulte más simple. Y, de algún modo, más clara también. -Le miró a los ojos-. Siento mucho haberme comportado tan mal con tus hijas.
– No hiciste nada malo, Fiona. Ellas te trataron fatal. Tendría que haber sabido llevar la situación mejor de lo que lo hice. No sabía qué hacer, así que salí corriendo.
– Tendría que haberme esforzado más con ellas. Aunque tampoco sabía qué hacer. No soy muy buena en esos temas. Supongo que ha sido mejor que no haya tenido hijos.
– ¿Lo lamentas?
– No. Creo que no habría sabido tratarlos. Mi propia infancia fue demasiado extraña. Lo único que lamento es no haber logrado que lo nuestro funcionase. Seguramente ha sido el fracaso más destacado de mi vida. Estaba metida en un montón de chorradas sin sentido, estaba demasiado interesada en mí misma, en cómo quería hacer las cosas, y en mi trabajo. Supongo que creía estar en la cresta de la ola, y ahora pienso que todo era una mierda. Por eso corté con todo de raíz.
A él le gustaba el resultado de ese corte. En muchos sentidos. Pero también le había gustado cómo era ella antes. Ella le había hecho caer a sus pies, y todavía podía hacerlo con una relativa falta de esfuerzo. Pero ella iba a tener mucho cuidado de no hacerlo. No era consciente del efecto que causaba en él. Estaba demasiado ocupada resistiéndose a la atracción que sentía por él.
– ¿Echas de menos tu trabajo? -Le interesaba especialmente esa cuestión.
– No. Creo que ya había cumplido con ese ciclo. Era el momento de cambiar. Y Adrian lo está haciendo de maravilla. -Ella también lo había hecho-. Hice lo que tenía que hacer. Y ahora me encanta escribir libros. -No había nada que ella no pudiese hacer, o al menos así lo creía John.
– Me encantaría ver tu apartamento -dijo John como si nada mientras pagaba la cuenta, y Fiona le miró como si hubiese sentido el impacto de un rayo.
– ¿Por qué? -Parecía aterrorizada.
– Relájate. Simple curiosidad. Tienes muy buen gusto. Conociéndote, es muy posible que sea estupendo.
– Es muy pequeño -dijo a la defensiva. Ya le había permitido llegar demasiado lejos-. Pero me gusta. Va conmigo. Ni siquiera estoy segura de si quiero mudarme, pero creo que lo haré. Ojalá los propietarios me vendiesen toda la casa. Viven en Hong Kong y nunca están aquí. -Le había dicho a su agente inmobiliario que tantease el asunto, y él le escribió una carta a los propietarios, pero todavía no habían respondido. El lugar era perfecto y la casa era adorable. Comprarla sería poco menos que un sueño hecho realidad.
John tenía un coche con chófer en la puerta, y al caer la tarde había refrescado. Fiona se estremeció debido al viento a pesar de su suéter de visón, y él se volvió hacia ella con una cauta sonrisa. Le había encantado comer con ella. Y, en cierto sentido, ella se alegraba de haber ido. Había estado bien poderse pedir disculpas, admitir que los dos habían cometido errores. Tal vez John estaba en lo cierto y pudiesen ser amigos, aunque ella no las tenía todas consigo. Tendría que pensarlo.
– ¿Permites que te lleve? -le ofreció. Ella dudó, pero después asintió. Se sentó al lado de John y le dijo al chófer la dirección.
John se quedó impresionado cuando se detuvieron en la calle a la altura del edificio. Era un imponente inmueble del siglo xviii, pero la verdadera joya era el patio trasero, donde ella vivía. Ella se lo explicó cuando le señaló donde estaba el terrado. Apenas podía verse su casa desde la parte de atrás. Y entonces, con una cauta mirada, le preguntó si quería subir.
– Solo un minuto. Tengo que ponerme a trabajar -precisó. Y él asintió.
La siguió al atravesar la enorme puerta en la fachada principal, por la que en un tiempo pasaron carruajes, y llegaron al patio, que a él le pareció un lugar mágico. Era propio de Fiona haber encontrado algo así. Y la casa en la que vivía era tan encantadora como le había dicho. Usó la llave y el código, apagó la alarma y él le siguió escalera arriba. Segundos después estaban en el apartamento, y tal como él había sospechado era adorable, y estaba bellamente decorado. Ella lo había llenado de orquídeas, había colgado algunos cuadros y también había comprado unos cuantos muebles. El efecto que destilaba era de comodidad y calidez, y tenía su inimitable toque exótico. Era Fiona al cien por cien. Subieron un tramo más de escalera hasta llegar al estudio con el jardín del tejado en el que trabajaba, y John sonrió ampliamente cuando lo vio.
– Tiene totalmente tu estilo. Me encanta. -Le habría encantado aún más sentarse y tomar una taza de té, pero ella no le invitó. Parecía estar deseando que se marchase. Habían estado juntos más tiempo del necesario. Ella necesitaba tomar aire. Y, al darse cuenta, John no tardó en irse.
Le costó varias horas retomar el trabajo. La comida en Le Voltaire la había dejado tocada. Y pensar en ello la desconcentraba. Le resonaban en los oídos las cosas que había dicho. Mientras caminaba junto al Sena, y después por el Faubourg St. Honoré, a él le ocurría exactamente lo mismo. Podía ver su cara, oír su voz y oler su perfume. Fiona seguía subyugándolo como había hecho en el pasado, tal vez más incluso ahora que parecía haber crecido como persona. Le gustaba en lo que se había convertido, a pesar del alto precio que había tenido que pagar. Pero se sentía menos culpable ahora que antes. De algún modo, sentía como si ambos hubiesen acabado aterrizando en un lugar mejor. Y le encantaba el apartamento en el que vivía.
La telefoneó esa noche, pero ella no respondió. Suponía que estaba allí cuando le habló al contestador. Le estaba escuchando y preguntándose por qué llamaba. Le dio las gracias por haberle dejado entrar en su casa. Y al día siguiente, con la única intención de ser amable, ella le llamó y le dio las gracias por la comida.
– ¿Te apetece cenar esta noche? -le sugirió John, tal como había hecho el día anterior. Ella negó con la cabeza.
– No creo que sea buena idea. -Parecía tensa.
– ¿Por qué no? -preguntó apenado. Quería verla. De repente, la echaba más de menos de lo que la había echado en todo el año anterior, y tenía la desagradable sensación de que estaba dejando escapar valiosos diamantes entre los dedos. Ella, a su modo, también tenía la misma sensación. Pero Fiona estaba dispuesta a vivir con la pérdida. Se había acostumbrado y no tenía la más mínima intención de reabrir las viejas heridas. Una cosa que sabía seguro, en la que siempre había creído, era que por mucho que uno lo lamente no puede volver atrás en el tiempo. Y ya le había dicho demasiado-. No te estoy proponiendo que volvamos al pasado. Te estoy proponiendo que avancemos. Si no puede ser otra cosa, podemos ser amigos.
– No estoy segura de poder hacerlo. Me pone muy triste. Es como mirar las fotografías de Sir Winston. Esto tampoco voy a poder hacerlo. Duele demasiado.
– Lamento oír eso -dijo con pesar. Tenía que acudir a una reunión de trabajo y no podía seguir hablando por teléfono con ella. Le prometió llamarla después, pero antes de que volviese a hacerlo le llegó a Fiona un enorme ramo de flores de la floristería Lachaume. Era lo más espectacular que había visto nunca, y le hizo sentir incómoda y preocupada. No quería empezar nada con él. Le dejó un mensaje de agradecimiento en el buzón de voz del hotel, sabiendo que no estaría y así no tendría que volver a hablar con él. Y cuando él la telefoneó más tarde, no respondió. Dejó que saltase el contestador. Le propuso Alain Duchase u otra opción similar, o tal vez algo más sencillo si lo prefería así. No le devolvió la llamada y se quedó escribiendo hasta muy tarde esa noche. Todavía estaba frente a la mesa, con unos vaqueros y una sudadera vieja, cuando llamaron a la puerta. No podía imaginar de quién se trataba, así que respondió desde el interfono de su estudio.
– Qui est-ce? -preguntó en francés.
– Moi -respondió una voz familiar. Eran las once de la noche.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -Era John.
– Te he traído la cena. Supuse que no habrías comido nada. ¿Puedo subírtela? -Fiona no supo si reír o echarse a llorar. Apretó el botón a regañadientes y después fue a abrir la puerta. Allí estaba él, con una especie de caja metida en una bolsa de papel.
– No deberías hacer estas cosas -dijo frunciendo el ceño e intentando mostrarse severa. Era un gesto que había aterrorizado a los editores principiantes de la revista durante años, pero que él conocía de sobra y no le asustaba en absoluto. Fiona llevó la bolsa a la cocina y cuando la abrió vio que se trataba de los profiteroles de La Voltaire. Se volvió hacia él con una sonrisa-. Es como si mi camello me hubiese traído la mercancía a casa.
– Supuse que necesitarías algo de energía, o de calorías o algo. -Fue todo un detalle de su parte, pero no quería volver a sentirse tentada por él. Profiteroles. Flores. Comida. Era como si John estuviese desempeñando una misión, o una búsqueda. Y ella no quería ser su recompensa.
– ¿Quieres? -le preguntó colocando los profiteroles en una bandeja. A pesar de sus reservas, no pudo resistirse a lo que había traído, le pasó una cuchara a John y se sentó o la mesa de la cocina; él se sentó a su lado.
Ambos se pusieron a comer-. No quiero liarme contigo -dijo con sinceridad-. Ya me rompiste el corazón en una ocasión. Fue suficiente. -Fue una declaración directa y calmada que para John supuso poco menos que una explosión.
– Lo sé. Pierdo la cabeza cuando estoy cerca de ti, Fiona. -Era una afirmación de corte clásico. Pero cuando se alejaba de ella perdía algo más que la cabeza.
– He intentado mantenerme alejada de ti. Es lo mejor para los dos.
– No estoy seguro -replicó con la misma sinceridad. Siempre lo habían sido el uno con el otro, era una de las características que más le había gustado a Fiona de su relación-. Tal vez tengamos que mantener esto fuera de nuestro sistema.
Ella negó con la cabeza. Tenía manchado los labios de chocolate, lo que hizo reír a John. Deseó limpiárselos con la lengua.
– Lo hicimos. Está fuera de nuestro sistema. Dejémoslo así. Por nuestro bien. No tenemos por qué volver a destrozarnos la vida. Ya lo hicimos una vez.
– ¿Y qué pasaría si esta vez funcionase? -dijo esperanzado, deseando convencerla, y a un tiempo completamente aterrado.
– ¿Y qué pasaría si no funcionase? Nos haríamos daño. Demasiado daño. -Era una decisión similar a la que había tomado respecto a los perros. No quería volver a tener ninguno. No quería preocuparse hasta ese extremo. Y tampoco quería preocuparse por John. Se preocupaba igualmente, por descontado, pero no quería sentir el dolor que esa preocupación llevaría de forma implícita, o sus hijas, o su ama de llaves, o su perra asesina. Pero no le dijo nada de todo eso-. Además, tus hijas volverían a ponerse furiosas.
– Ahora son un poco más mayores. Las conozco un poco mejor. La señora Westerman se ha jubilado y se ha ido a Dakota del Norte. Ejercía en ellas una tremenda influencia. Y siempre podemos matar a Fifi. Por cierto, ¿cómo están tus tobillos? Espero que no causase un daño permanente. -Fiona rió al pensar en ello.
– Menuda perra endemoniada.
– La perra del infierno. Hilary se la ha llevado consigo a Brown. Les permiten tener perros. Tal vez Fifi consiga una mejor educación allí.
– ¿Quieres tomar una copa de vino o alguna otra cosa? -le ofreció. John dudó con cara como de pedir perdón. Se había entrometido y era consciente de ello, pero no quería desaprovechar la oportunidad, ahora que estaba en París.
– ¿Te he obligado a dejar de trabajar?
– Sí, pero como ya lo has hecho… En cualquier caso, ahora ya estoy demasiado cansada. Y los profiteroles me hacen sentirme perezosa. ¿Quieres una copa de oporto? -Recordaba lo mucho que a John le gustaba el oporto, pero en esta ocasión él se decantó por una copa de vino blanco. Así que le sirvió una y se sirvió otra para ella.
Se acomodaron en el pequeño salón. John encendió un fuego en la chimenea y hablaron del libro de Fiona, del trabajo de John, del nuevo apartamento que quería comprar en Nueva York. Pasaron de un tema a otro, y la mutua compañía calentó sus corazones. Él seguía hablando de una casa de la que había quedado prendado en Cape Cod, cuando ella se inclinó para servirle otra copa de vino y él, cariñosamente, le acarició la cara.
– Te quiero, Fiona -susurró a la luz del fuego. Estaba más guapa que nunca con aquella sudadera vieja y el pelo recogido en una coleta informal.
– Yo también te quiero -susurró a su vez-, pero eso ya no importa. -El momento se esfumó para los dos. Pero mientras ella lo pensaba, él la besó, la atrajo hacia sí, y antes de poder recapacitar, ella también le estaba besando. Era precisamente esa situación a la que ella deseaba no haber llegado, pero ya no recordaba el porqué de su negativa, pues el año de anhelo mutuo les empujó a los dos, y minutos después estaban en la cama. La pasión que les sobrecogió fue de tal calibre que solo horas después pudieron detenerse un rato a tomar aire. A esas alturas, Fiona estaba ya medio dormida.
– Ha sido muy mala idea -susurró contra su pecho al tiempo que se acomodaba para dormir entre sus brazos. Él sonrió.
– No lo creo. Ha sido la mejor idea que he tenido nunca -dijo acomodándose también para dormir.
Cuando Fiona despertó por la mañana, preguntándose si había sido un sueño, miró a John con incredulidad.
– Oh, Dios mío -dijo sin apartar la mirada. Él ya estaba despierto, tumbado a su lado abrazándola, y parecía sentirse la mar de satisfecho-. No puedo creer lo que hemos hecho -dijo avergonzada-. Debemos de estar locos.
– Me alegro de que lo estemos -respondió él alegremente rodando sobre su cuerpo para mirarla. Sonrió al ver su rostro-. Dejarte fue la tontería más grande que he hecho en mi vida. He pasado todo un año deseando tener una segunda oportunidad. No creí que fuese posible, o lo habría intentado mucho antes. Estaba convencido de que me odiabas. Tenías todo el derecho. Me sorprendió que no fuese así. Suponía que podría dejarlo correr, a pesar de lo mucho que te amaba. Pero cuando te vi en La Goulue, en Nueva York, supe que no podría. Supe que, como mínimo, tenía que verte y hablar contigo. No he dejado de pensar en ti desde esa noche.
– ¿Querías una segunda oportunidad, para hacer qué? -Se sentó y le miró a los ojos; parecía enfadada-. ¿Para volver a dejarme? No voy a volver contigo -dijo con una mirada de salvaje determinación. Saltó de la cama y él no pudo evitar admirar sus largas piernas. Su cuerpo era exquisito, la edad no había hecho mella en él-. Ya ni siquiera vivimos en el mismo país -dijo como si esa fuese razón suficiente para no poner de nuevo en marcha su relación-. No creo en los amores a larga distancia. Y no voy a volver a Nueva York. Aquí soy feliz.
– Bien, ahora que hemos dejado las cosas en su sitio, ¿qué te parece si preparo el desayuno? Pero te diré una cosa, Fiona Monaghan, si no vuelves conmigo, eso haría que lo de anoche fuese un simple rollo pasajero, y tú no eres de esa clase de mujeres. Ni yo de esa clase de hombres.
– Entonces, aprenderé a serlo. Nunca volveré a casarme contigo.
– No recuerdo habértelo pedido -dijo saliendo de la cama y colocándose frente a ella al tiempo que la rodeaba con los brazos-. Te quiero, y creo que tú también me quieres. Lo que decidamos hacer con eso será el tema de toda una serie de conversaciones.
– No quiero conversar contigo sobre ese tema -insistió, todavía desnuda junto a John, pero no se resistió a abrazarlo. Había disfrutado de la noche tanto como él-. Creía que tenías que irte.
– Mi avión no despega hasta las cuatro. No tendré que irme al aeropuerto hasta la una. -El reloj de la mesita de noche señalaba las nueve en punto. Eso les daba un margen de cuatro horas para solucionar sus problemas-. Podemos hablar de ello mientras desayunamos.
– No hay nada de que hablar -dijo antes de salir a toda prisa hacia el baño y cerrar la puerta a su espalda. Él se puso los pantalones y fue a preparar el desayuno. Fiona volvió a salir diez minutos más tarde con el cepillo de dientes en la boca y peinándose, cubierta con un albornoz rosa.
– ¿Te lo llevaste del Ritz? -le preguntó. Estaba preparando huevos revueltos y beicon. Daba la impresión de ser plenamente feliz.
– No -gruñó con la boca llena de pasta dentífrica-. Lo compré. No puedo creer que me haya acostado contigo. Es la cosa más absurda que he hecho nunca. Segundas partes nunca fueron buenas.
– Era justo la frase que esperaba escuchar.
– Podría decirte cosas mucho peores, tal vez debería -replicó mientras introducía una baguette en el horno y lo ponía en marcha. Después preparó una cafetera-. Ha sido una completa estupidez.
– ¿Por qué? Nos queremos. -Sus ojos destilaban tranquilidad cuando la miró. No había vuelto a sentir esa felicidad desde que la dejó.
– ¿Estaría fuera de lugar recordarte que te divorciaste de mí? Y por lo que tengo entendido, hiciste lo correcto. Nuestras vidas eran demasiado diferentes.
– Ahora todo ha cambiado. Eres una escritora en ciernes, vives en una buhardilla en París. Podrías casarte conmigo por mi dinero.
– Tengo dinero. No necesito el tuyo.
– Qué lástima. Si fueses tras mi fortuna, todo sería perfecto.
– No te estás tomando en serio este asunto -le regañó. Sacó la baguette y sirvió café en una taza. Vertió la cantidad de azúcar justa y se la tendió a John.
– Me lo estoy tomando muy en serio. Eres tú la que no se lo toma en serio. Es algo totalmente inmoral acostarse con un tipo y, a la mañana siguiente, pedirle que se largue. En especial si ese tipo asegura amarte.
– No quiero mantener una relación. No quiero tener novio, y no quiero un marido. Quiero que me dejen tranquila para escribir mi libro. Entiéndelo, lo que hemos hecho es una estupidez. Nos hemos acostado juntos, muchos divorciados lo hacen. Se le denomina perder el juicio temporalmente. Eso es lo que ha sucedido. Se acabó. Tú te vas a Nueva York. Yo me quedaré aquí. Nos olvidaremos de lo ocurrido.
– Me niego a olvidarlo. Soy adicto a tu cuerpo -dijo burlándose de ella al tiempo que servía los huevos en dos platos, añadía el beicon y se sentaba a la mesa de la cocina.
– Te ha ido muy bien sin mi cuerpo durante un año. Apúntate a un programa de doce pasos.
– No me hace ninguna gracia -dijo muy serio.
– A mí tampoco. Y tampoco tiene gracia lo que hicimos anoche. Fue, pura y simplemente, una estupidez.
– Deja de decir eso. Es insultante. Fue maravilloso y lo sabes. ¿Y sabes por qué? Porque nos amamos.
– Nos amábamos. Ahora ni siquiera sabemos quiénes somos. Prácticamente somos dos extraños el uno para el otro.
– Entonces, conóceme.
– No puedo. Geográficamente hablando, no resultaría práctico. Lo sé de sobra -dijo con total seriedad. Probó los huevos. Estaban riquísimos-. John, sé razonable. Te vuelvo loco. Odiabas estar casado conmigo. Lo dijiste. Me dejaste.
– Tenía miedo. No sabía lo que estaba haciendo. Tu vida y tu mundo me resultaban totalmente desconocidos. Ahora lo echo de menos. Te echo de menos. No dejo de pensar en ti. No quiero estar con una rubia aburrida de la Júnior League. Quiero a mi loca pelirroja.
– No estoy loca -dijo un tanto ofendida.
– No, pero tu vida sí lo era… un poco. O al menos era excéntrica.
– Tal vez ahora te aburrirías conmigo. Me he convertido en una ermitaña.
– Al menos no eres frígida -se burló.
– Podría aprender a serlo, si eso pudiera convencerte de que te alejases de mí. Guarda lo que hicimos anoche como un bonito recuerdo, como una especie de regalo que nos hicimos. Déjalo ahí. Nos reiremos al pensar en ello dentro de veinte años.
– Solo si seguimos juntos -afirmó.
– Puedo prometerte que no lo estaremos. No voy a volver contigo. Y, realmente, tú no quieres estar conmigo, no más de lo que querías estarlo antes. Eso es lo que crees, precisamente porque no puedes tenerme.
– Fiona, te quiero -espetó con desesperación.
– Yo también te quiero. Pero no voy a volver a verte. Nunca. Si esa es la manera que tenemos de comportarnos cuando estamos juntos, queda bien claro que no podemos ser amigos, que es lo que yo ya creía.
– Entonces, seamos amantes.
– Vivimos en ciudades diferentes.
– Volaré hasta aquí los fines de semana.
– No digas tonterías, eso es una locura.
– No lo es si de lo que se trata es de estar con alguien a quien has amado lo suficiente para casarte.
– Y odiado lo bastante para divorciarte -le recordó de nuevo. Él hizo rodar sus ojos sin dejar de masticar un pedazo de beicon. El café estaba delicioso. Fiona siempre preparaba un café estupendo.
– No te odiaba -le corrigió con un gesto de genuina incomodidad.
– Sí que me odiabas. Te divorciaste de mí -le aclaró dando buena cuenta de los huevos y mirándole a los ojos.
– Fui un gilipollas. Lo admito. Fui un imbécil.
– No, no lo fuiste -dijo con amabilidad-. Eras maravilloso, por eso me enamoré de ti. Pero no quiero volver a hacerlo. Tuvimos nuestro momento. Después, se acabó. ¿Por qué estropear los buenos recuerdos añadiendo nuevos malos recuerdos? Casi había olvidado la parte mala del asunto, y ahora apareces por aquí y quieres que pasemos por ello otra vez. Pues bien, yo no quiero.
– De acuerdo. Olvidémonos de la parte mala. Disfrutemos solo de la buena.
– Lo hicimos anoche. Ahora puedes volver a Nueva York con tu amiga de la Júnior League y seguir con tu vida sin mi.
– Tú has acabado con esa posibilidad. Ahora me debes algo -dijo reclinándose en su silla y mirándola con engreimiento-. No puedes limitarte a acostarte conmigo, volver del revés mi existencia y después darme de lado como si fuese basura. ¿Qué pasaría si te hubiese dejado embarazada? -preguntó indignado. Ella se echó a reír y después se inclinó sobre la mesa y le besó.
– Realmente, estás loco -dijo despreocupada.
– Tú me has contagiado -dijo besándola a su vez. Le echó un vistazo al reloj y le sonrió-. Y dado que solo tienes pensado usarme, librarte de mí y olvidarme, ¿qué te parecería algo más de materia para olvidar antes de que suba al avión que ha de llevarme a Nueva York? Dispongo de un par de horas, si dejas de hablar de una vez. -Ella se disponía a decirle que era una idea ridícula, pero entonces él volvió a besarla y decidió que tal vez no lo era tanto. Cinco minutos después, estaban de nuevo en la cama. Y allí estuvieron durante las dos horas siguientes.
John salió de la cama de mala gana a mediodía. Tenía que ducharse, afeitarse, vestirse y recoger sus cosas en el Crillon. Había despachado a su chófer la noche anterior diciéndole que tomaría un taxi para regresar al hotel. No quería hacerle esperar. Y había quedado con él a la una en punto en el hotel para que lo llevase al aeropuerto. Había previsto pasear por París durante la mañana, pero le gustaba el resultado del cambio de planes.
– Odio tener que irme -dijo apesadumbrado mientras se ponía la chaqueta. No tenía ni idea de cuándo volvería a verla, o de si ella le permitiría hacerlo. Se estaba mostrando increíblemente terca, parecía dispuesta a poner el definitivo punto final. Ni siquiera quería plantearse la posibilidad.
– Te habrás olvidado de mí antes de que aterrices en Nueva York -dijo con la intención de tranquilizarle.
– ¿Y tú qué? ¿Me olvidarás incluso antes de eso? -le preguntó con semblante trágico.
Ella le sonrió y le pasó los brazos por encima de los hombros.
– Nunca te olvidaré. Siempre te querré -dijo, y lo creía, y casi empezó a llorar cuando la besó otra vez.
– Fiona, cásate conmigo…, por favor… Te quiero… Te juro que nunca volveré a dejarte. Por favor, ayúdame a arreglarlo. Cometí un terrible error dejándote. No nos obligues a sufrir las consecuencias de mi estupidez.
– No fuiste estúpido. Tenías razón. Y no puedo hacerlo. Te quiero mucho. No quiero que vuelvas a hacerme daño, o hacértelo yo. Las cosas son mejor así.
– No lo son.
Pero no podía quedarse a discutir con ella. Tenía que subir a un avión. La besó una última vez antes de irse y después corrió escaleras abajo y cruzó el patio mientras ella le observaba alejarse. Cuando se fue, volvió a meterse en la cama y allí se quedó durante todo el día. La llegada de la noche la pilló tumbada, llorando y sin dejar de pensar en John. Él la telefoneó desde el aeropuerto, pero ella no respondió. Oyó su voz en el contestador diciéndole lo mucho que la amaba, y ella cerró los ojos y lloró todavía con más fuerza.