El día de su boda fue el mas sencillo y normal que hubiesen podido imaginar. Cuando salió del trabajo, fueron a buscar la licencia matrimonial. Después Fiona había quedado con un pastor eclesiástico al que conocía y un sábado del mes de enero por la tarde, ella y John acudieron a una pequeña iglesia en el Village que a Fiona siempre le había gustado. Tomaron un taxi en el centro y se llevó a Sir Winston consigo. No fue exactamente el tipo de boda que John habría planeado, pero era punto por punto la que deseaba Fiona. Bajó la escalera vestida de blanco, con un abrigo de piel digno de ella, y llevaba el pelo lustroso y suelto. Nunca había estado tan guapa como cuando se dieron el sí en aquella diminuta iglesia y él le colocó un sencillo anillo de oro en el dedo. Al mirar a John, finalmente creyó que le pertenecería para siempre, y que él era suyo. Nunca había imaginado lo mucho que significaba eso para ella. Para Fiona, aquella era una promesa que no debía romperse jamás, y sabía que para John era una creencia igual de fuerte, pues por eso se había casado con él. Era una institución solemne en la que ambos creían. Y cuando llegaron a casa esa tarde, se sentaron durante un rato y se tomaron una copa de champán. Entonces Fiona se echó a reír tontamente.
– No puedo creer que lo haya hecho -dijo incrédula.
– Ni yo tampoco. Estoy tan contento de que lo hayas hecho. De que lo hayamos hecho -se corrigió. Decidieron no llamar a las chicas hasta la mañana siguiente. No querían hacer nada que pudiese empañar ese momento.
Pasaron la noche en la cama, abrazados, e hicieron el amor, y todo a su alrededor parecía tranquilo y en paz. Y cuando se despertaron por la mañana, estaba nevando y el mundo por completo parecía haber quedado cubierto por un manto blanco.
Prepararon el desayuno y sacaron al perro a pasear. John la miró asombrado.
– Por cierto, ¿cómo vas a llamarte ahora? Lo digo para saberlo cuando te presente a alguien.
– ¿A ti qué te parece? ¿Fiona Anderson no te suena un poco raro? Fiona Monaghan-Anderson me parece demasiado pretencioso. ¿Sabes qué haré?, probaré con Anderson durante unas semanas, si me gusta, lo dejaré así.
– Eso es todo un detalle de tu parte. Tengo que admitir que espero que te guste.
– Podemos intercambiar apellidos -dijo juguetona.
Después del paseo, Fiona llamó a Adrian y John subió al piso de arriba para telefonear a sus hijas. El resultado de ambas llamadas resultaba previsible. Adrian estaba de su lado, estaba muy ilusionado, y las chicas se mostraron desagradables con su padre. Sabía que ellas tenían la esperanza de detenerle mediante sus numeritos, por eso les horrorizó descubrir que no habían podido hacerlo. Ahora ya no podían hacer nada. Se había casado con Fiona y esperaba que ellas, tarde o temprano, lo aceptasen, pero de no ser así, nada iba a cambiar. Fiona no le hizo muchas preguntas cuando volvió a bajar. No esperaba que sus hijas reaccionasen de un modo diferente a como lo habían hecho hasta entonces. Adrian le preguntó si todavía tenía intención de ir a París para los desfiles de alta costura de enero.
– Por supuesto. No voy a dejar mi trabajo, solo me he casado -dijo. Solo le había llevado cuarenta y dos años hacerlo. Realmente no dejaba de ser algo alucinante.
Pero apenas tuvieron tiempo de celebrarlo. Fiona ya le había dicho que habían celebrado la luna de miel antes de la boda yendo al Caribe. Se fue a París diez días después para los desfiles de las colecciones de primavera/ verano de alta costura. Y justo después, ya en Nueva York, estuvo muy ocupada con los desfiles de prêt-à-porter durante la semana de la moda. La semana infernal, como ella la llamaba. Tuvo muchísimo trabajo, así que apenas vio a su marido durante el primer mes de matrimonio. Ni siquiera dispusieron de tiempo para planear la fiesta. Y cuando las chicas llegaron a la ciudad, John les dijo que podían quedarse en casa de Fiona o bien que Fiona y él se alojarían juntos en el apartamento, pero que ya no tenía intención alguna de verlas a solas.
A Fiona le horrorizó que las chicas aceptasen, a regañadientes, la idea de que ella se alojase con él en el apartamento, pero John insistió mucho y finalmente decidió pasar allí un fin de semana. Sabía lo importante que eso era para él. Era uno de esos atroces sacrificios de los que Adrian le había hablado, los que marcaban la diferencia, así que acordó hacerlo. Y resultó ser casi tan desagradable como había esperado que fuese.
Las chicas apenas le dirigieron la palabra, y cuando lo hicieron se mostraron desdeñosas y maledicientes, pero al menos toleraron su presencia, lo cual supuso una mejora. La maldita señora Westerman estuvo a punto de envenenarla con un curry tan especiado que casi acaba con ella, y para susto de John, y para aumentar sus suspicacias, dejó suelta a Fifi fuera de la cocina «accidentalmente», y la perra se lanzó directamente hacia la pierna izquierda de Fiona en esta ocasión, y le dio un buen mordisco en el tobillo izquierdo en lugar de en el derecho. Esta vez solo necesitó cuatro puntos. Adrian la miró anonadado cuando ella llegó a la revista el lunes por la mañana.
– ¿Otra vez? ¿Estás loca? ¿Cuándo van a matar a esa perra?
– Me temo que John va a matar al ama de llaves. Gritó con tanta fuerza que las chicas se echaron a llorar, y ella amenazó con dejar el trabajo. Creo que tendré que llevar conmigo una de esas pistolas falsas la próxima vez que las chicas vengan a visitarnos.
– Espero que no vengan a menudo. ¿John ha despedido al ama de llaves?
– No puede. Las chicas la adoran.
– Fiona, está intentando matarte.
– Lo sé. Muerte por envenenamiento de curry. Todavía me arde el estómago. Gracias a Dios, la perra es muy pequeña y no puede llegarme a la garganta, si no acabaría conmigo. Pero tengo que aguantar lo mejor que pueda. Le amo.
– Pero no tienes por qué amar a la perra, ni al ama de llaves, ni a sus hijas.
– Eso es un reto mayor -confesó.
John, sin ir más lejos, había vuelto a pasarlo mal. Había sido un fin de semana bastante espantoso, y por otra parte estaba sufriendo mucha tensión en la oficina. Fiona estaba más ocupada de lo que había estado desde hacía meses. La revista parecía inmersa en un huracán. Varias personas se habían ido, el formato había cambiado, y la nueva campaña de publicidad estaba causando algunos problemas y se habían visto obligados a rediseñarla, lo cual suponía también uno de los problemas de John. Un fotógrafo había demandado a la revista. Una supermodelo sufrió una sobredosis durante una sesión fotográfica y estuvo al borde de la muerte, atrayendo a su vez mucha publicidad negativa. Fiona llegaba a casa todos los días a las diez de la noche y viajaba más que nunca. Voló tres veces a París en un solo mes, y al mes siguiente pasó dos semanas en Berlín, y después tuvo que ir a Roma para una importante reunión con Valentino. John se quejaba de que no la veía nunca, y tenía razón.
– Lo sé, cariño, y lo siento. No sabía que esto iba a pasar. Y lo malo es que no sé cuándo se van a calmar las cosas. Cada vez que resuelvo un problema, surge uno nuevo. -Pero la oficina de John no pasaba por una situación más relajada. La agencia volvía a cambiar de manos y eso conllevaba un montón de problemas. Y en abril, una de sus hijas le dijo que se había quedado embarazada y que había abortado. Culpó a su padre y le dijo que de no haberse casado con Fiona no habría estado tan fuera de sus casillas y no habría sido tan descuidada con el chico con el que se acostaba. Era ridículo culparlo por algo así, pero John, de algún modo, se sintió culpable y se culpó a sí mismo, e indirectamente, una noche en la que bebió más de la cuenta, a Fiona; algo que la dejó con la boca abierta.
– ¿En serio lo crees? ¿Crees que el aborto y el embarazo de Hilary han sido culpa mía? -Fiona le miró incrédula.
– No sé qué creer. Hemos alterado por completo sus vidas. Y, maldita sea, Fiona, no te veo nunca. -Esa era la cuestión que realmente le desagradaba.
– ¿Qué tiene eso que ver?
– Me da la impresión de vivir con una azafata. Vienes a cambiarte de ropa, haces la maleta y vuelves a largarte. Y yo me quedo aquí con tu jodido perro y un lunático que va por ahí medio desnudo con un bañador Speedo de lamé dorado. Necesito algo más de cordura a mi alrededor. Me gustaría venir a casa y sentir que todo es normal, ya tengo suficiente estrés en la oficina.
– Entonces tendrías que haberte casado con una persona normal -espetó. Lo que le había dicho no le había gustado.
– Creía que lo había hecho. No puedo vivir envuelto en todo este caos.
– ¿Qué caos?
Ella ya apenas invitaba a nadie a su casa. Sus famosas fiestas habían desaparecido del mapa, precisamente porque no quería incomodarlo. Y había prometido pedirle a Jamal que se pusiese algo más de ropa. Ella ya se lo había dicho con anterioridad, pero en cuanto ella no estaba presente, él hacía lo que le venía en gana. Pero no hacía daño a nadie, y no cabía duda de que era un hombre dulce.
Adrian se percató de lo furiosa que estaba cuando llegó a la redacción esa mañana y se lo contó. Ella y John habían tenido otra discusión acerca de Jamal.
– Te dije que tenías que comprometerte. Cómprale un uniforme a Jamal y dile que lo lleve puesto.
– ¿Qué diferencia supondría eso? ¿A quién le importa lo que lleva puesto cuando pasa la aspiradora?
– A John -dijo Adrian con tono severo-. ¿Y qué hiciste al final con los armarios?
– No he tenido tiempo de hacer nada. Llevo tres meses subiendo y bajando de aviones. No he tenido ni un solo día de descanso, Adrian, ya lo sabes.
– Pues bien, tendrás que hacer algo al respecto. No quieres perderlo, ¿verdad?
– No voy a perderlo -dijo confiada-. Estamos casados.
– ¿Desde cuándo es eso una garantía absoluta?
– Bueno, se supone que tiene que serlo -respondió insistente-. Los votos matrimoniales significan algo, ¿no?
– Sin duda, siempre que te cases con un santo. Con los seres humanos, la garantía puede caducar. Fiona, las personas pueden ser impacientes. -Intentó alertarla.
– De acuerdo, de acuerdo. Le daré un armario. En cualquier caso, ¿para qué necesita él un armario? Ha dejado la mayoría de su ropa en el apartamento. Junto a la de su esposa, y ese retrato que tanto odio. También discutimos por eso el otro día. Quería traérselo para que las chicas se sintiesen cómodas en mi casa. Por amor de Dios, ¿por qué demonios querría yo vivir con el retrato de su otra esposa?
– ¡Compromiso, compromiso, compromiso! -Adrian blandió un dedo frente a su cara-. Él tiene su punto de vista particular. Eso tal vez haría que les gustases más a las chicas. Podrías ponerlo en su dormitorio. No tienes por qué verlo.
– No voy a convertir mi casa en un santuario de su otra esposa. No podría vivir con eso.
– El primer año es siempre el más duro -dijo Adrian con mucha calma, pero eso lo decía porque no era él quien tenía que comprometerse. Pero Fiona tampoco se estaba comprometiendo. Ella quería que todo siguiese estando en el mismo sitio, y cada vez que John cambiaba o movía algo, ella tenía que volver a ordenarlo todo. Le había dicho a Jamal que no le permitiese a John cambiar nada. Ese fue el motivo de su gran discusión cuando ella estaba en Los Ángeles supervisando una sesión fotográfica de Madonna. John había colocado algunos de sus libros en la biblioteca y Jamal no quiso dejar que lo hiciese. John la telefoneó a Los Ángeles y amenazó con irse si no le decía a Jamal que le dejase en paz. Era la primera vez que lo hacía y Fiona se asustó, así que le dijo a Jamal que le permitiese hacer lo que quisiese. Jamal discutió con ella por teléfono, le recordó que le había pedido que no dejase que John cambiase nada, y ella casi se dejó llevar por la histeria y le gritó, diciéndole que obedeciese sus órdenes y que no pusiese más problemas. Jamal la llamó después llorando y amenazó con renunciar a su trabajo, pero ella le suplicó que no se fuese. Fiona deseaba que a su alrededor hubiese gente, lugares y cosas familiares. Tenía dos hijastras a las que no soportaba y un hombre que quería dejar huella en su vida, algo a lo que tenía todo el derecho.
Pero tras toda una vida de hacer las cosas a su manera, de controlar su entorno, sentía que todos los cambios que proponía John eran como una especie de invasión de su persona. Incluso el mero hecho de ver sus libros en las estanterías la ponía un poco nerviosa. John había colocado alguno de los libros de Fiona en el estante superior para hacer algo de hueco para los suyos.
La cosa estaba siendo bastante dura, por lo que estaban al borde del ataque de nervios todo el día, dispuestos a discutir o a lanzarse a la garganta del otro a la menor oportunidad. La señora Westerman había amenazado con dejar el trabajo, John estaba planteándose la posibilidad de vender el apartamento y sus hijas estaban indignadas. Pasara lo que pasase, Fiona no estaba dispuesta a hacerse cargo de la perra. Le había dicho a John que estaba dispuesta a matarla si la traía a su casa, John les dijo algo al respecto a Hilary y Courtenay y ahora ellas la odiaban un poco más. Se había formado un círculo vicioso inquebrantable a base de malentendidos y tergiversaciones, y nervios a flor de piel, y constantes situaciones estresantes para todos los implicados.
En abril los acontecimientos sufrieron un dramático cambio de orientación a peor, cuando John le dijo que estaba organizando una cena para un nuevo cliente. Quería celebrarla en Le Cirque, en un reservado, y le pidió ayuda a Fiona. Su secretaria no era buena con ese tipo de cosas y le pareció razonable pedirle a Fiona que le echase una mano. Lo único que él quería era que ella reservara plazas, escogiera el menú, encargara flores y le ayudara con la distribución de los asientos. Tenía que invitar a varias personas de la agencia y al menos un miembro del equipo de creativos, por lo que conformarían un grupo algo heterodoxo. Conocía bastante bien al cliente, pero nunca había visto a su esposa, por lo que esperaba el juicio de Fiona respecto a los detalles y a cómo sentar a los invitados. El cliente era un tipo extremadamente severo del Medio Oeste, tan alejado del mundo de Fiona como uno pudiese imaginar.
Lo primero que hizo Fiona fue insistir en que celebrasen la cena en casa. Dijo que eso le daría un toque más personal y que entrañaría mucho menos trabajo. Insistió en que todo el mundo se sentiría allí más cómodo que en un restaurante, lugar que a ella le parecía más impersonal, a pesar de que a los dos les encantaba Le Cirque.
– Siempre he preparado aquí las cenas de trabajo de la revista -insistió, pero John replicó que no estaba seguro del todo.
– Le gente de la revista a la que tú sueles invitar es muy diferente. No creo que en toda tu vida hayas visto a un tipo más estirado que este. Y no sé ni una sola palabra de cómo es su mujer.
– Confía en mí. Sé lo que hago -dijo confiada, dispuesta a redimirse por lo ocupada que había estado el mes anterior-. Los trataré como si fuesen dignatarios extranjeros. Encargaré la cena a los que siempre me llevan el catering. Si quieres, podemos preparar una estupenda cena a la francesa como las de Le Cirque.
– ¿Y qué pasará con Jamal? -preguntó inquieto-. Este tipo fue la cabeza visible del Partido Republicano en Michigan antes de mudarse aquí. No creo que pudiese entender la presencia de un hombre medio desnudo, y no quiero que piense que somos raritos.
– Tiene un uniforme. Haré que se lo ponga. Lo prometo. Le amenazaré con quitarle la vida -le tranquilizó creyendo en lo que decía. Era cierto que le había comprado a Jamal un uniforme de mayordomo tras casarse con John, en previsión de noches como esa, porque quería estar preparada. Nunca se lo había puesto, pero sabía que era de su talla. Le había obligado a probárselo, se lo confeccionaron a medida. Al día siguiente llamó al servicio de catering, a la floristería, encargó comida francesa para el menú y exquisitos vinos. Tenía pensado servir Haut-Brion, Cristal, Cheval Blanc y Château d'Yquem para los postres. Estaba empeñada en redimir todos sus pecados esa noche, y estaba absolutamente convencida de que todo saldría bien. No iba a dejar ni un solo cabo suelto.
El día de la cena, en la revista tuvieron que afrontar una crisis de grandes dimensiones, y dos de sus mejores editores amenazaron con retirar un diseño que no había salido bien y Fiona se vio obligada a imponerse. Había tenido que encarar la Tercera Guerra Mundial en la redacción, entre otras cosas porque su secretaria le anunció que estaba embarazada y se pasó toda la jornada vomitando. Adrian, por otra parte, estaba de baja debido a la gripe. A media tarde, Fiona tenía un dolor de cabeza tremendo que tenía visos de convertirse en migraña. En cuanto llegó a casa, se tomó dos pastillas de un pote sin etiqueta que le habían dado en Europa y que guardaba en el botiquín. Era un medicamento relativamente suave pero había dado buen resultado en otras ocasiones. Todo estaba bajo control. Y media hora antes de que empezase la cena, los del servicio de catering lo tenían todo dispuesto, Jamal llevaba puesto el uniforme, la mesa lucía estupenda y las copas de cristal centelleaban a la luz. Así pues, cuando John lo comprobó todo antes de que llegasen los invitados, parecía aliviado y contento. La mesa parecía sacada de uno de los diseños de la revista. Era perfecta, y la comida olía de un modo delicioso.
El invitado de honor y su esposa llegaron justo a la hora, de hecho con cinco minutos de adelanto, lo que a Fiona le pareció levemente inquietante. Se estaba subiendo la cremallera del sencillo vestido negro que había escogido para la ocasión cuando sonó el timbre de la puerta. John bajó a toda prisa la escalera. Ella se puso unas sandalias de tacón alto de satén y un par de grandes pendientes de coral. Tenía un aspecto tan sencillo y respetable que apenas se reconoció al mirarse en el espejo antes de bajar la escalera para reunirse con sus invitados. Todavía le dolía la cabeza, pero se sentía mejor desde que se había tomado las pastillas, por lo que le dedicó una cálida sonrisa al cliente de John. Su marido le presentó primero a Matthew Madison y después a su extremadamente mojigata esposa. Ambos daban la impresión de no haber sonreído desde hacía años. El resto de los invitados despejaron un poco la frialdad del momento al ir llegando uno a uno. Tenían que ser diez invitados en total, y con John y Fiona harían doce.
Jamal pasó la primera ronda de entremeses y todo fue bien, pero justo en ese momento Fiona empezó a notar que el dolor de cabeza regresaba con más fuerza incluso que antes. La preocupación de John por que todo saliese como era debido no ayudaba, porque ella se sentía tensa con solo mirarlo. John quería que todo fuese perfecto, y así fue. Fiona decidió no tomarse otra pastilla para el dolor de cabeza. En lugar de eso, y con mucha discreción, le pidió a Jamal una copa de champán. Pareció dar resultado. Fue a poner música para dar algo de ambiente y sonrió para sus adentros. No había preparado una cena tan formal como esa en años. Incluso era posible que no la hubiese preparado nunca. Le gustaba que las cosas fuesen más animadas y más divertidas, y sin lugar a dudas más exóticas. Pero quería hacerlo todo según se lo había pedido John.
Cuando Jamal pasó la segunda ronda de entremeses fue cuando apreció que John le hacía una señal apuntando hacia sí mismo, pero no entendió qué intentaba decirle. Él frunció el ceño con furia y miró hacia los pies de Jamal. Vio que a los pantalones negros con banda de satén al costado y la seria chaqueta negra del esmoquin, la correspondiente camisa blanca y la pajarita, Jamal había añadido, una vez iniciada la cena, unos zapatos de tacón dorados con pedrería incrustada. Fiona los reconoció de inmediato, pues eran suyos. Le siguió hasta la cocina y le dijo que se los quitase.
– ¿Por qué no llevas los zapatos adecuados? -le reprendió entre susurros en la cocina. Él la miró con inocencia y se encogió de hombros.
– Me hacían daño.
– Esos también hacen daño. Me salen ampollas cada vez que me los pongo. Jamal, tienes que quitártelos. John quiere que todo salga a la perfección.
– Odio los zapatos de hombre, son tan feos -dijo con gesto apenado.
– Me importa bien poco. La cena de hoy es importante. Cámbiate los zapatos.
– No puedo.
– ¿Por qué?
– Los he tirado.
– ¿Adonde?
– A la basura. -Fiona alzó la tapa del cubo y allí estaban, entre conchas de ostras, dos latas vacías de caviar y un par de tomates aplastados. No había modo de que volviese a ponerse esos zapatos. Estuvo a punto de proponerle que se pusiese unos de John, pero su pie era casi cuatro números mayor que el de Jamal.
– Sube arriba y ponte unos míos que sean planos, como mínimo. ¡Y negros! -inquirió. Jamal echó a correr escaleras arriba todavía con los zapatos de tacón puestos. Se tomó de un trago otra copa de champán y regresó con los aburridísimos invitados de John. Cuando estaba entrando en el comedor, tropezó y el contenido de su tercera copa de champán voló por los aires para aterrizar sobre el vestido de Sally Madison. Fiona sofocó una exclamación.
– Oh, Dios mío, lo siento, Sammy… Quiero decir, Sarry… Sally… -John se dio cuenta al instante de que Fiona arrastraba las palabras. Nunca antes la había visto bebida, así que no podía imaginar qué era lo que iba mal. Fiona fue a toda prisa a la cocina y regresó con una toalla y soda para limpiar el champán del vestido de aquella mujer.
La velada empezó a caer en picado a gran velocidad a partir de ese momento. Jamal regresó con otros zapatos, tal como le había dicho, pero en lugar de negros escogió unos llamativos zapatos planos de piel de cocodrilo color rosa. No era lo que Fiona le había propuesto, y todos los invitados se fijaron en ellos cuando pasó los entremeses. Para cuando se sentaron a cenar, Fiona estaba tan ebria que apenas podía mantenerse recta. Las pastillas para el dolor de cabeza, aparentemente inocuas, unidas al champán habían resultado ser un cóctel mortífero. Tuvo que subir al dormitorio y tumbarse un rato antes de los postres. La comida fue muy buena y los vinos excelentes, pero Jamal había dejado anonadados a los Madison, eso resultaba evidente, mientras servía la comida y hablaba amistosamente con los invitados. Y John quería asegurarles que iba a enviar a su esposa al centro de rehabilitación de Betty Ford. John, de hecho, estaba dispuesto a matar a su esposa cuando se fuesen los invitados.
Se sentía absolutamente furioso cuando subió al piso de arriba y la encontró tumbada de cualquier manera sobre la cama todavía vestida. Se despertó en cuanto él entró en el dormitorio.
– Oh, Dios mío, tengo el peor dolor de cabeza de la historia -dijo con un gruñido mientras rodaba sobre su espalda y miraba a su marido. Se llevó las dos manos a la cabeza.
– ¿Por qué demonios lo has hecho? -le preguntó iracundo. Ella nunca lo había visto tan enfadado y esperaba no volver a verlo así nunca más-. ¿Cómo has podido emborracharte en una cena tan importante como esta? Por el amor de Dios, Fiona, te has comportado como una candidata a Alcohólicos Anónimos.
– Me dolía la cabeza y me tomé unas estúpidas pastillas antes de cenar. Creí que el champán no interferiría. Nunca antes lo había hecho. -Pero es que nunca antes había probado la mezcla.
– ¿Y qué fue lo que te tomaste? -La miró ofuscado-. ¿Heroína? ¿Y qué ha hecho Jamal? ¿Estaba fumando crack mientras se vestía? ¿Qué demonios creía estar haciendo cuando se puso esos zapatos?
– ¿Los dorados o los de color rosa? -Estaba intentando concentrarse en lo que decía John, pero seguía estando muy ebria debido a la mezcla de las pastillas y el champán. Cinco minutos más tarde, a pesar de todos sus esfuerzos por prestar atención a lo que le decía, volvió a dormirse sin remisión.
Al día siguiente tenía una resaca de caballo y no podía recordar nada de lo sucedido durante la cena, pero durante el desayuno, y con un tono de voz helado, John la puso al corriente. Después de lo ocurrido, John estuvo de morros con ella durante una semana. En cualquier caso, consiguió la cuenta, para su sorpresa, pero aun así llamó a Madison al día siguiente para disculparse por el comportamiento de su esposa, manifestándole su deseo de que no hubiese causado daño irreparable alguno en el vestido de Sally al verterle el champán. Matthew Madison se mostró sorprendentemente comprensivo al respecto, y John le explicó que Fiona había mezclado, con muy poca fortuna, aspirinas para el dolor de cabeza y champán. Mientras lo decía entendió que era la clase de excusa que cualquiera podría inventarse para justificar a una esposa alcohólica. Sin lugar a dudas, al tiempo que abril dejaba paso a mayo, lo ocurrido esa noche pasó factura en su relación. John seguía enfadado, a pesar de que Fiona se había disculpado un millar de veces. De todas las veces que Fiona podía haber experimentado mezclando pastillas y alcohol, esa era la noche menos indicada; así lo entendía John.
En mayo, por otra parte, durante una importante sesión fotográfica que duró una semana, un fotógrafo de fama mundial fue expulsado de su hotel por discutir con el director. Había llevado a su habitación a cinco prostitutas a la vez y eso había incomodado a otros clientes. Fiona no tuvo más remedio, a pesar de sus reparos, de llevarlo a casa e instalarlo en la habitación de invitados; lo cual conllevó que todas las perchas con ruedas fuesen a parar al salón. El caos se había apoderado definitivamente de la casa cuando John llegó de su oficina y se topó con el fotógrafo, dos prostitutas y el camello que le pasaba la cocaína practicando sexo en el salón. Fiona todavía estaba en la revista. John perdió los estribos, con toda razón, y los sacó a todos a la calle. Temblaba de rabia cuando llamó a Fiona a la redacción. Ella no le culpó por lo que acababa de hacer, también estaba enfadada, pero el fotógrafo era uno de los nombres más importantes de su profesión y no quería que se marchase, aunque él igualmente lo hizo al día siguiente, volando de vuelta a París. Fiona no tenía ni idea de cómo completar ahora el número de julio. Estaba sentada tras su escritorio, llorando a lágrima viva, cuando Adrian entró en su despacho y ella empezó a gritarle.
– Si vuelves a decirme una vez más que me comprometa, te mato. Ese idiota de Pierre St. Martin montó una orgía en mi salón anoche y John le echó de casa. Ahora se ha marchado y ha destrozado por completo el maldito número de julio. Y hace tres semanas me emborraché a base de mezclar champán y unas pastillas francesas para el dolor de cabeza en una cena de trabajo que John montó en casa. Nos estamos volviendo locos. El retrato de su mujer cuelga de mi salón, sus hijas me odian y una de ellas me culpa por haber tenido que abortar. ¿Y qué demonios voy a hacer con el número de julio? Ese hijo de perra se ha largado y me ha dejado tirada después de que John lo echase a patadas, y que conste que no le culpo por ello. Se lo estaba montando con dos putas y su camello cuando John llegó de su oficina. Yo también me habría subido por las paredes. Y eso se añade a que todavía no me ha perdonado por lo de la borrachera. Tenía migraña. Y Jamal se puso mis Blahnik dorados de doce centímetros de tacón de la temporada pasada. -Toda una letanía de lamentos.
– Oh, Dios mío, Fiona. John te matará como siga teniendo que lidiar con mierdas como esa. Tu vida está fuera de control.
– Lo sé. Le amo, pero no puedo sobrellevar lo de sus hijas, y él espera que las quiera. Son unas niñatas desagradables y malcriadas, y las odio.
– Pero son sus niñatas desagradables y malcriadas, y él las quiere -le interrumpió Adrian-. Y ahora también son tus hijas, y las quieras o no, tendrás que sobrellevarlas porque le quieres a él. Y no vuelvas a llevar a ningún otro fotógrafo a tu casa, por el amor de Dios.
– ¿Y ahora qué? -dijo hundida mientras se sonaba la nariz.
– Tal vez deberías deshacerte también de Jamal y contratar a alguien normal.
– No puedo. Ha estado conmigo desde siempre. No sería justo.
– Tampoco es justo esperar que John viva con un tipo que va corriendo por la casa medio desnudo o con pantaloncitos de lame dorado, sin contar que también se pone tus zapatos. Para él debe de resultar muy incómodo. ¿Qué pasaría si llevase a alguien de la oficina a casa? -A ella le preocupaba esa cuestión, por eso le compró un uniforme. Pero sabía que Jamal la necesitaba, y siempre había sido cariñoso y fiel con ella. Le parecía cruel despedirlo. No podía entender por qué John no lo aceptaba sin más-. No le estás poniendo las cosas muy fáciles a John, Fiona -la reprendió Adrian al tiempo que ella se recostaba en la silla y dejaba escapar un suspiro.
– Él tampoco me lo está poniendo fácil. Él sabía cómo era mi vida antes de casarnos. Vivía conmigo, por el amor de Dios.
– Sí, pero las cosas son diferentes una vez contraes matrimonio. También es su casa.
– Sigue teniendo su apartamento. ¿Por qué no lleva a la gente allí si no quiere que vean a Jamal? -A pesar de todo, había sido ella la que le había sugerido que preparasen la cena en su casa, pues le había parecido la mejor opción. Y lo habría sido de no haber tenido migraña, tomado aquellas pastillas y haber pillado una buena cogorza como resultado.
– ¿Por qué tendría que ir a su casa? Creí que me habías dicho que tenía pensado vender su apartamento.
– Así es, y quiere que las chicas se alojen con nosotros, lo que significa que perderé la habitación de invitados, y tendré en casa a esos monstruos y a su perra asesina.
– Por todos los santos, Fiona, no es más que un chihuahua o algo así. ¿Qué raza es? -Parecía distraído. Él también estaba un poco enfadado.
– Es una pequinesa. ¿Y se puede saber por qué siempre estás de su parte?
– No es cierto -dijo Adrian con calma-. Estoy de tu parte, porque sé que le amas. Y si no haces nada por solucionar todo esto, vas a perderle. Y no quiero que eso pase.
– Eso era exactamente lo que yo temía, y por eso nunca me había casado. No quiero tener que dejar de ser quien soy con el fin de ser suya.
– No tienes por qué. Jamal no eres tú. Tienes que librarte de algunos detalles. No tienes por qué dejar de ser tú misma.
– ¿Y de qué va a prescindir él?
– Si seguís así, de su cordura y de su vida contigo. Míralo desde su lado. Quiere que sus hijas se sientan cómodas cuando estén contigo. Tienes a un tipo de lo más extraño que corretea por la casa medio en bolas. Poco importa lo dulce que sea, hace que John se sienta incómodo. Tienes un viejo perro maloliente que duerme en tu cama y ronca todas las noches. Tienes un trabajo que te obliga a viajar por todo el mundo constantemente. Tienes unos amigos de lo más raro, como yo mismo. Y llevas a casa a un lunático fotógrafo francés que alquila el servicio de unas prostitutas y trae a su camello a tu casa, y se enrolla con todos ellos en medio de tu salón. ¿Qué te parecería si alguien te obligase a vivir con todo eso? Honestamente, te quiero, pero me volvería loco si tuviese que vivir contigo.
– De acuerdo, de acuerdo, lo arreglaré. Pero el retrato en el salón es un poco excesivo, ¿no te parece?
– No si hace que las chicas se sientan como en casa. Primero gánatelas, después podrás llevar el retrato a su habitación.
– No quiero que tengan una habitación.
– Te has casado con un hombre que tiene hijas. Tienen que tener su propia habitación. Tienes que alojarlas en alguna parte -dijo Adrian implacable. Quería que su relación funcionase y estaba empezando a preocuparse. Y ella también.
– Esto es muy duro para mí -dijo tras sonarse de nuevo la nariz. De repente, todo era estresante… para los dos.
– Para él también es duro. Cede en algo. Lo perderás si no lo haces. -Ambos sabían que no era eso lo que ella quería, pero tampoco quería cambiar nada. Quería que él se acostumbrase, eso era todo. Y quería que sus hijas desapareciesen, pero eso no iba a suceder. Si quería a John, tenía que aceptarlas en su casa, sin importar lo ingratas que fueran con ella-. Nada de fotógrafos en casa -le advirtió Adrian-. Al menos, prométeme eso. Y cómprale a Jamal un par de zapatos de hombre decentes. -Ella no se atrevió a decirle a Adrian que ya lo había hecho y que él los había tirado a la basura porque creía que eran horribles.
– De acuerdo, te lo prometo. -Esa era la parte sencilla. El resto era mucho más duro, y todavía le estaba dando vueltas en la cabeza cuando llegó a casa esa noche y se encontró una nota de John. Se había ido a su apartamento a pasar unos días para encontrar algo de paz. Le llamó allí y fue la señora Westerman la que respondió. Dijo que había salido, pero Fiona no la creyó. Le llamó a su teléfono móvil y le salió el buzón de voz. Se sintió como si él le hubiese dado con la puerta en las narices y sintió pánico. Tal vez Adrian estaba en lo cierto y tenía que hacer algunos cambios lo antes posible.
Sintió como si el destino estuviese conspirando contra ella. Tenía que irse a Londres dentro de un par de días debido a una emergencia con una de las sesiones fotográficas. Tenía algo que ver con la familia real británica. No tenía elección. Tenía que ir. Y en esta ocasión iba a estar fuera durante dos semanas. Solo pudo hablar con John en dos ocasiones mientras estuvo en Inglaterra. Parecía estar demasiado ocupado para hablar con ella y siempre saltaba el buzón de voz cuando lo llamaba al móvil. Cuando regresó a la ciudad, él seguía instalado en su apartamento. Le había dicho que no quería estar en su casa mientras ella estuviese fuera. Sus chicas habían tenido unos días de fiesta en la universidad y habían estado en casa con él. Y dentro de dos semanas volverían otra vez pues acababa el curso. Dejó alucinada a Fiona cuando le comunicó que tenía pensado irse de vacaciones con ellas, solo. Iban a ir al rancho de Montana, adonde tantas veces habían ido con Ann. Allí estarían mientras ella viajaba a París para los desfiles de alta costura.
– Creí que vendrías conmigo -dijo ella con gesto de decepción y sintiéndose realmente asustada.
– Quiero pasar más tiempo con ellas -respondió él con tranquilidad. Y después fue como si le clavase un puñal en el corazón cuando le dijo-: Fiona, esto no está funcionando. Nuestras vidas son demasiado diferentes. Tú vives inmersa en un caos y una confusión constante, en una situación enloquecida. Fotógrafos que toman drogas y se traen a prostitutas a casa es solo la punta del iceberg -dijo sin inmutarse. Para él aquello había sido la gota que colma el vaso, especialmente después de que se emborrachase en la cena, de los zapatos dorados de Jamal…, y también de los de color rosa. Todo aquello parecía frívolo y poco importante, pero para él era demasiado.
– No es justo. Solo ha ocurrido una vez -replicó lastimera.
– Con esa vez fue suficiente. No quiero que haya gente como esa alrededor de mis hijas. ¿Qué habría pasado si mis hijas hubiesen estado aquí cuando a ese loco se le ocurrió montar una orgía en el salón? ¿Qué hubiera pasado si hubiesen llegado en ese momento?
– Si las chicas hubiesen estado aquí, no le habría permitido quedarse. Es uno de los fotógrafos más importantes con los que he trabajado y no quería perder la sesión. -Pero igualmente la había perdido. Y ahora lo perdía a él.
– Jamal es un tipo simpático. Pero tampoco quiero que se relacione con las chicas. Hay un montón de gente rara en tu vida, y a ti te gusta. Es parte de tu mundo. Pero no puedo vivir con toda esa locura en casa. Nunca sé qué voy a encontrarme cuando llego. Lo único seguro es que tú no vas a estar. Desde que nos casamos, apenas has aparecido por aquí. -John estaba empezando a creer que lo hacía a propósito, para evitarlo.
– He tenido muchos problemas en la revista -dijo sintiéndose infeliz.
– Yo también los he tenido en la agencia. Pero no los he volcado en ti.
– Sí que lo has hecho. Ha sido una época difícil para los dos.
– Más dura de lo que crees -espetó con pesar-. Ni siquiera tengo sitio para colgar mis trajes.
– Te daré otro armario. Podemos comprar una casa más grande, si quieres. La mía es muy pequeña para dos. -Y menos aún para cuatro, si las chicas se instalaban también allí. Dios no quisiera.
– En tu vida no hay espacio para dos personas. O tal vez sea demasiado extraña.
– Si querías a una mujer más remilgada y correcta, ¿por qué te casaste conmigo? -dijo justo en el momento en el que empezaron a rodarle las lágrimas.
– Porque te amo. Te amaba entonces y sigo amándote. Pero no puedo vivir contigo. Y no es justo esperar que cambies. Así es como tú quieres vivir. Me equivoqué obligándote a casarte. Ahora lo entiendo. Habías hecho lo correcto siendo libre durante todos esos años. Sabías lo que estabas haciendo. Yo no. Supongo que quería formar parte de tu vida. Era emocionante. Pero ahora comprendo que es demasiado emocionante para mí.
– ¿Qué estás diciendo? -Estaba destrozada. No podía creer lo que estaba oyendo. Él le había dicho que iba a ser para siempre. Y ella había confiado en él.
– Lo que pretendo decir es que quiero el divorcio. Voy a divorciarme. Ya he hablado con mi abogado. He hablado con las chicas de ello durante las dos últimas semanas.
– ¿Has hablado con ellas antes de hablarlo conmigo?
– Parecía una niña a la que hubiesen abandonado en la calle, que era exactamente lo que él iba a hacer. Pero ella no era una niña, era una mujer. Y él tenía derecho a marcharse.
– Despediré a Jamal. Quédate con todos mis armarios. Tiraré mi ropa. Tus hijas pueden instalarse aquí. Y jamás volveré a traer un fotógrafo a casa. -Le estaba suplicando. No quería perderlo. La mera idea de perderlo le revolvía las tripas empujándola a la desesperación.
– Nunca funcionaría. Y la línea divisoria la marca el hecho de que no quiero perder a mis hijas. Y las perderé si sigo contigo.
A pesar de que se hubiesen comportado de un modo horrible con ella, seguían siendo sus hijas, y él las quería. Más de lo que la quería a ella. Y bajo la maléfica influencia de la señora Westerman, habían estado presionándolo y chantajeándolo emocionalmente para que la dejase. Y debido a todas las dificultades surgidas entre ellos, se había creado un terreno fértil para que esa clase de fuerzas hostiles se abriesen paso. Habían triunfado. Habían acabado definitivamente con su resistencia. Fiona tenía que apartarse.
– No tienen derecho a hacer esto. Y tú tampoco. -Lloraba a lágrima viva. No podía creer lo que estaba sucediendo. Por debajo de la oleada de rabia sabía que, al menos en parte, era culpa suya. Tal vez incluso algo más que en parte. Pero también él era responsable. Y había hecho un trato con sus hijas. Finalmente, ellas habían ganado. Iba a perder al hombre que amaba. Adrian estaba en lo cierto. Ella no se había comprometido lo suficiente. Se había sentido tan segura que había ignorado todos los avisos. Y ahora él iba a pedir el divorcio con el fin de congraciarse con sus hijas. Pero ella no solo había compartido errores.
John no volvió a aparecer por la casa. El primer lote de papeles llegó dos semanas después. Su relación había durado un total de once meses de principio a fin. Casi un año. Ni siquiera un año. Tiempo suficiente para amarle y para sentir que le habían robado el alma cuando se fue. Habían estado casados casi seis meses. Se divorciarían en Navidad. Todo el asunto resultaba inimaginable. Él había hecho una promesa. La amaba. Se habían casado. Pero no había significado nada. El matrimonio era lo único que ella no había deseado. Y ahora era lo único que quería. Menuda jugarreta.
Dos semanas después de recibir los papeles que notificaban que él había puesto en marcha el proceso, Fiona se fue a París para los desfiles de alta costura.
Como siempre, Adrian fue con ella. Él fue quien le ofreció su compañía en esta ocasión, en lugar de John. La arrastró de un lado para otro. Parecía un fantasma. Estaba totalmente ida, era como si pudiese verse a través de su cuerpo. Adrian estaba muy preocupado por ella. Era como si Fiona, la mujer a la que conocía, quería, con la que se reía y trabajaba hubiese desaparecido.