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La semana después del encuentro con John Anderson, Fiona pasó dos días en una importante sesión fotográfica. Participaron en ella seis de las más destacadas super-modelos, cuatro de los diseñadores más famosos del mundo estuvieron representados, y la realización de las fotografías corrió a cargo de Henryk Zeff. Voló desde Londres para la sesión, acompañado de cuatro ayudantes, su esposa de diecinueve años y sus gemelos de seis meses. La sesión fue fabulosa y Fiona estaba convencida de que las instantáneas serían extraordinarias, pero la semana al completo se transformó en un zoo. Las modelos eran de trato difícil y muy exigentes: una de ellas no dejó de esnifar cocaína durante gran parte de la sesión, dos eran amantes y protagonizaron una escandalosa pelea en el set, y la más famosa e imprescindible de las modelos era anoréxica y se desmayó tras tres días de trabajo en los que, literalmente, no había probado bocado. Dijo que estaba «haciendo régimen», pero los de la ambulancia que llegó para atenderla sospecharon que también estaba sufriendo síndrome de abstinencia. Algunas de las fotografías fueron a hacerlas a la playa, cubriendo a las modelos con peludos abrigos, por lo que el sol implacable y el calor abrasador casi acabó con la vida de todas ellas. Fiona lo controló todo metida en el agua hasta la cintura, era el único modo de sentir un mínimo alivio; eso y un enorme sombrero de paja. Su teléfono móvil, que ya había sonado unas noventa veces ese día, volvió a sonar a última hora de la tarde. En las ocasiones anteriores habían sido llamadas desde la redacción de la revista para anunciarle alguna nueva clase de crisis. Para entonces, estaban plenamente inmersos en el número de septiembre. Esa sesión fotográfica estaba prevista para el número de octubre, pero esa había sido la única fecha en la que Zeff estaba disponible, pues tenía cubierto ya el resto del verano. Cuando volvió a sonar el teléfono, no llamaban desde la redacción. Se trataba de John Anderson.

– Hola, ¿cómo estás? -Parecía relajado y alegre, a pesar de llevar un largo e irritante día a sus espaldas. Pero no era quién para quejarse, en especial a una persona a la que no conocía demasiado bien. Llevaba toda la tarde peleando para mantener una de las cuentas importantes, pues les había amenazado con abandonarles. Finalmente la había salvado, pero se sentía como si hubiese pasado el día donando sangre-. ¿Te pillo en mal momento? -Fiona dejó escapar una carcajada.

Una de las modelos se había desmayado debido al calor, y otra le había lanzado una botella de Evian a Henryk Zeff por haberla retirado de una de las fotos.

– No, qué va. Llamas en el momento justo -dijo Fiona riendo-. Mis modelos están cayendo como moscas y teniendo unas rabietas de lo lindo, una de ella le ha tirado algo al fotógrafo, vamos a caer todos en redondo debido a esta solana, y la esposa de doce años del fotógrafo se ha traído a sus gemelos, a ambos les han salido sarpullidos por el calor y no han dejado de llorar en toda la semana. No es más que un día corriente en Chic. -John rió al oír su descripción, pero para Fiona la situación era del todo real, a pesar de que a él le resultase difícil hacerse a la idea. Estaba acostumbrada. Era el pan de cada día-. ¿Y a ti qué tal te ha ido?

– Ahora que me has explicado lo tuyo, no me parece que haya ido tan mal. He estado negociando el tratado de paz de Versalles desde las siete de la mañana. Pero creo que lo he logrado. Se me ocurrió una idea un poco loca y por eso te he llamado. Me preguntaba si querrías comer una hamburguesa conmigo cuando vuelvas a casa. -Ahora ella dejó escapar una risotada.

– Me encantaría, pero estamos a ochenta grados y me estoy remojando el trasero en el Atlántico en algún punto de la playa de Long Island, junto a un pueblucho dejado de la mano de Dios en el que no hay otra cosa que una bolera y un restaurante, y a este ritmo vamos a estar aquí hasta mañana por la mañana. Pero ya te digo, me encantaría. Gracias por pedírmelo.

– Bueno, ya quedaremos en otro momento. ¿A qué hora tenías pensado acabar?

– Cuando se ponga el sol, sea la hora que sea. Creo que hoy es el día más largo del año. Lo supe al mediodía, después de que dos de las modelos se peleasen y otra vomitase debido al calor.

– Me alegro de no tener tu trabajo. ¿Siempre es así?

– No. Por lo general es peor. Zeff es bastante riguroso. No tiene demasiado aguante. Amenazó con largarse y espera que todo el mundo se comporte bien. Hemos tenido suerte con eso.

– ¿Siempre estás en las sesiones de fotos? -Sabía muy poco del funcionamiento de su trabajo, y de algún modo había supuesto que se limitaba a estar sentada tras su mesa y escribir sobre ropa. Era algo considerablemente más complicado que eso, aunque también escribía un montón y tenía que controlar el trabajo de todos los demás, tanto respecto a los contenidos como al estilo. Fiona dirigía Chic con mano de hierro. Se preocupaba mucho de los gastos y era la editora en jefe más responsable a nivel fiscal en la historia de la revista. A pesar de sus muchos gastos, la revista resultaba rentable desde hacía años, en parte debido a ella, así como a la calidad de su producto.

– Solo voy a las sesiones fotográficas cuando tengo que hacerlo. En la mayoría de ocasiones son los editores más jóvenes los que se encargan de eso. Pero si las cosas no están muy claras, o si la cosa puede complicarse, voy yo. Y esta era una de esas ocasiones. Por otra parte, Zeff es un fotógrafo estrella, y las modelos también.

– ¿La cosa va de biquinis? -preguntó inocentemente, y ella se echó a reír sonoramente.

– No. Pieles.

– Oh, mierda. -No se atrevió a imaginar por lo que debían de estar pasando con ese calor.

– Exacto. Tenemos que meter a las chicas en hielo cuando acaban las fotos. Hasta el momento nadie ha muerto, así que supongo que todavía estaremos aquí un rato.

– Espero que tú no tengas que ponerte también esos abrigos -dijo en tono burlón.

– No. Estoy metida en el agua, en biquini. Y la mujer del fotógrafo se ha pasado el día de un lado para otro desnuda de pies a cabeza, con los niños a cuestas.

– Suena todo muy exótico. -Mujeres hermosas caminando de aquí para allá desnudas o con abrigos de piel en la playa. Le resultó sin duda interesante imaginar a Fiona metida en el agua en biquini mientras hablaba con él por teléfono-. No se parece demasiado a mi rutina diaria. Y supongo que también tiene su parte divertida.

– A veces sí -asintió justo cuando Henryk Zeff empezó a hacerle gestos de pánico con los brazos. Quería trasladarse para las últimas fotos, pero una de las chicas se negaba suplicando compasión debido al calor. Quería que Fiona llevase a cabo la negociación en su lugar, lo cual ella haría-. Me temo que voy a tener que dejarte. Por lo visto los marineros están a punto de matar al capitán. No sé muy bien por quién tendría que sentir lástima, si por él, por ellas o por mí. Te llamaré -dijo ya con aire distraído-. Mañana, probablemente. -Al echar un vistazo a su reloj comprobó que eran las siete y cuarto, por lo que le sorprendió que John todavía estuviese en su oficina.

– Te llamaré yo -dijo él con calma mientras se sentaba pensativamente tras su escritorio, aunque ella ya no estaba al otro lado de la línea.

La vida de Fiona parecía desarrollarse a años luz de la suya, a pesar de que en el departamento artístico de la agencia desarrollaba un trabajo bastante similar al que llevaba a cabo ella. John, por su parte, rara vez trataba con ello y nunca acudía a las sesiones fotográficas. Estaba demasiado ocupado intentando conseguir cuentas nuevas, haciendo felices a los poseedores de las ya existentes y controlando las enormes cantidades de dinero que se invertían en las campañas publicitarias. Los detalles de cómo se llevaban a cabo dichas campañas no eran de su incumbencia. Sin embargo, le intrigaba sobremanera todo lo relacionado con el mundo de Fiona. Le parecía fascinante y exótico, por mucho que Fiona no hubiese estado de acuerdo con eso mientras ayudaba a trasladar el equipo de Henryk, al tiempo que a su esposa le daba una rabieta, se producía una discusión de pareja y sus hijos se echaban a llorar. Las modelos languidecían bajo las sombrillas, bebiendo limonada caliente de un gigantesco contenedor y amenazaban con largarse, intentando así conseguir un plus en sus honorarios, llamando para ello a sus agentes con sus respectivos teléfonos móviles. Decían que nadie les había explicado cuánto duraría la sesión, ni que tendrían que ponerse abrigos de piel. Una de ellas incluso amenazó con marcharse por principios, y añadió que iba a informar a la gente de PETA, la asociación a favor del trato ético para los animales, quienes sin duda se manifestarían frente a la sede de la revista, como ya habían hecho anteriormente, si tenían que hacer ostentación de los abrigos de piel.

Pasó otra hora hasta que lo prepararon todo en la nueva localización; casi estaba anocheciendo. Apenas iban a tener tiempo para las últimas fotos, por lo que Henryk estaba de lo más ocupado colocando a todo el mundo en el lugar que le correspondía. Para entonces, su mujer dormía en el coche junto a los gemelos. Fiona se dio cuenta de que también estaba exhausta mientras observaba cómo finalizaba la sesión fotográfica. Eran las nueve pasadas cuando todo el mundo se vistió y se fueron de la playa, con todo el equipo de cámaras guardado y las modelos metidas en las limusinas que Chic había alquilado para ese día. El camión del catering ya se había ido. Henryk, su mujer y los niños fueron los primeros en desaparecer. Fiona había alquilado un Town Car para su uso personal, por lo que pudo cerrar los ojos y recostar la cabeza en el asiento cuando todos se pusieron en marcha. Eran casi las once de la noche cuando llegó a su casa. Pero desde un punto de vista técnico, había sido un día perfecto. Sabía que las fotografías quedarían estupendas y no quedaría plasmado en ellas ninguno de los problemas con los que habían tenido que lidiar.

Sin embargo, cuando subió la escalera que llevaban a su dormitorio se sintió como si hubiese cumplido cien años. Sonrió al encontrar a Sir Winston roncando sonoramente tumbado en la cama. Envidió profundamente la vida que llevaba su perro. Estaba demasiado cansada para cenar, lo estaba incluso para bajar la escalera y acercarse a la cocina para beber algo. Sufría un agudo ardor de estómago después de haber pasado todo el día bebiendo limonada. Cuando sonó su teléfono móvil, lo observó durante unos segundos, demasiado cansada para alargar el brazo y pescarlo dentro de su bolso. Sabía que después de dos tonos más saltaría el buzón de voz, así que no se preocupó. Entonces, en el último segundo, pensó que podía tratarse de Henryk, que tal vez podía haber tenido algún problema después de la sesión. Tal vez había tenido un accidente de vuelta a la ciudad y había perdido todos los rollos de película, o tal vez lo había secuestrado un comando de extraterrestres.

– ¿Sí? -preguntó en un tono de voz plano y prácticamente irreconocible. Estaba demasiado cansada para que algo así le preocupase.

– Dios, pareces muerta. ¿Te encuentras bien? -Era John, pero ella no reconoció su voz.

– Estoy muerta. ¿Quién eres, y por qué me llamas? -Al menos no era Henryk. Era la voz de un americano, no de un inglés, y a nadie solía importarle si estaba viva o muerta. No desde hacía mucho tiempo.

– Soy John. Lo siento, Fiona. ¿Estabas durmiendo?

– Oh. Lo siento. Temía que se tratase de algo relacionado con la sesión fotográfica. Me he asustado al pensar que tal vez habían perdido los rollos de película. Acabo de llegar a casa.

– Trabajas demasiado -dijo intentando ponerse en su lugar. Realmente sentía lástima por ella. Por la voz parecía tan hecha polvo como lo estaba en realidad.

– Lo sé. Supongo que por eso me pagan. ¿Y tú qué tal? -le preguntó al tiempo que se tumbaba en la cama y cerraba los ojos. Sir Winston abrió un ojo, la vio a su lado, rodó hasta colocarse de espaldas y empezó a roncar con más fuerza. Ella sonrió al oír el familiar sonido; parecía como si un 747 estuviese aterrizando en el tejado de su casa. John también lo oyó.

– ¿Qué es ese ruido? -Sonaba como si Fiona tuviese una sierra mecánica a escasos centímetros de distancia.

– Sir Winston.

– ¿Y quién es? -dijo con genuina sorpresa.

– No le digas que le he llamado así, pero es mi perro.

– ¿Ese ruido lo hace tu perro? Dios mío, ¿de qué raza es o qué clase de problema tiene? Hace un ruido como La matanza de Texas en sonido THX.

– Es parte de su encanto. Es un bull inglés. Cuando vivía en un apartamento, los vecinos de abajo se quejaron porque oían sus ronquidos a través del suelo. Creían que hacía servir maquinaria pesada, se negaban a creer que era un perro hasta que les invité a que subiesen una noche.

– No duermes con él, ¿verdad? -Daba por seguro que la respuesta era no. ¿Cómo podría pegar ojo con ese escándalo?

– Por supuesto que sí. Es mi mejor amigo. Llevamos juntos catorce años. Es la relación más larga que he tenido nunca, y sin duda la mejor -dijo con orgullo.

– Bueno, ese será un tema a tratar cuando no estés tan cansada. Yo llamaba para saber cómo había ido la sesión fotográfica y para preguntarte si querrías cenar conmigo mañana. -Estaba dispuesto a verla otra vez antes de que se marchase a París; no dejaba de pensar en ella. No había podido quitársela de la cabeza desde que la conoció.

– ¿Qué día es mañana? -le preguntó abriendo los ojos. Tenía la mente en blanco. Estaba realmente agotada.

– Veintidós. Sé que te lo pregunto con muy poco tiempo, pero he tenido una semana de locos. Iba a tener una cena con unos clientes, pero la han cancelado y me ha dado un subidón. -Pasaba la mayoría de las noches entreteniendo a clientes y siempre le encantaba la perspectiva de tener una noche libre.

– Maldita sea -recordó de golpe-. No puedo. Lo siento. -Pero al instante decidió incluirlo en sus planes. Destacaría un poco en el grupo, pero a ella le gustaría que estuviese presente, siempre y cuando él accediese-. Tengo invitados a cenar, algo informal. Muy de último momento. Lo organicé la semana pasada. Vendrán unos amigos músicos que han llegado de Praga, un puñado de artistas que hace siglos que no veo. También vendrá uno de los editores de la revista, y no recuerdo quién más. Voy a preparar pasta y ensaladas.

– No me digas que también cocinas. -Parecía genuinamente impresionado, y ella rió.

– No si puedo evitarlo. Tengo alguien que viene a prepararlo. -En esa ocasión sería Jamal, y no los del servicio de catering, quien preparase la cena. Le había dicho a todo el mundo que si el calor no era demasiado insoportable, cenarían en el jardín. En las cálidas noches de verano, resultaba relajante y agradable. Y Jamal preparaba una pasta deliciosa. Le había propuesto a Fiona hacer una paella, pero a ella no le convenció la idea de comer marisco con ese calor, una precaución necesaria, así que le dijo que preparase pasta. Con la necesaria provisión de vino, a nadie parecía importarle demasiado la comida-. ¿Te gustaría venir? Unos téjanos y una camisa valdrían, no tienes por qué llevar corbata. -Sugirió, aunque no podía imaginarlo sin traje.

– Suena bien. ¿Tienes invitados a menudo?

– Cuando tengo algo de tiempo. Y a veces incluso cuando no lo tengo. Me gusta ver a mis amigos, y siempre hay alguien que pasa por la ciudad. ¿Y tú, cenas con gente habitualmente, John? -Hasta ese momento, no sabía nada de su vida privada excepto que le gustaba viajar con sus hijas. No le había contado mucho más al respecto.

– Solo por trabajo, y siempre en restaurantes. Pero lo hago más por obligación que por placer. No he invitado a nadie a cenar a casa desde que mi esposa murió. A ella le gustaba que tuviésemos invitados. -Compartía esa característica con Fiona, aunque sus estilos eran marcadamente diferentes. Ann Anderson había preparado pequeñas cenas para sus amigos en Greenwich. Se mudaron a la ciudad una vez descubierta su enfermedad, porque resultaba más sencillo para ella a la hora de ir al hospital para el tratamiento. Había pasado sus dos últimos años de vida en ese apartamento, lo cual lo convertía en un lugar triste para John, aunque no se lo dijo a Fiona-. No es fácil preparar cenas cuando estás solo -dijo con tono lastimero, pero al instante se sintió absurdo. Ella estaba sola, siempre lo había estado, y eso no parecía haberle impedido hacerlo. Nada impedía a Fiona hacer lo que quería. Eso le gustaba de ella.

– Simplemente tienes que tomártelo de un modo menos formal. La gente no espera gran cosa de alguien soltero, por eso cualquier cosa que preparas les parece maravilloso. A veces, cuanto menos haces, más les gusta. -Fiona hacía mucho más de lo que estaba dispuesta a admitir, pero conseguía que todo pareciese espontáneo y casual, lo cual formaba parte de la magia que creaba cuando tenía invitados en casa-. Entonces, ¿vendrás a cenar mañana? -Ella esperaba que aceptase, a pesar de que el grupo que había invitado era más ecléctico de lo habitual, y se preguntó si él lo encontraría demasiado raro o exótico.

– Me encantaría. ¿A qué hora quieres que esté ahí? -Lo dijo con entusiasmo.

– A las ocho en punto. Estaré reunida hasta las siete. Tendré que correr como una posesa para llegar aquí antes que los invitados. -Eso tampoco era una rareza en su quehacer diario.

– ¿Quieres que lleve algo? -Se ofreció intentando ser útil, si bien sospechaba que ella debía de tenerlo ya todo preparado. Fiona acostumbraba a no dejar ningún cabo suelto, por pequeño que fuese. No había llegado a donde estaba improvisando.

– Contigo es suficiente. Nos vemos a las ocho entonces.

– Buenas noches -dijo amablemente antes de colgar.

Tras la conversación telefónica, Fiona se puso el camisón y se lavó los dientes pensando en John. Le gustaba, y no podía negar que se sentía atraída por él, a pesar de no parecerse absolutamente en nada a otros hombres que le habían gustado. Había salido con algunos chicos pijos y conservadores cuando era joven. Pero en los últimos años, se había inclinado más por artistas y hombres creativos; relaciones que habían acabado irremisiblemente de forma desastrosa. Tal vez era el momento indicado para cambiar. Seguía pensando en él cuando se metió en la cama junto a Sir Winston, que rodó sobre sí mismo con un gruñido y se puso a roncar con más fuerza que nunca. Era un sonido muy familiar para Fiona que, curiosamente, ejercía en ella el efecto de una nana ayudándola a conciliar el sueño. Y como le sucedía siempre, se durmió al instante de un modo profundo hasta que sonó la alarma del despertador a las siete de la mañana.

Sacó a Sir Winston al jardín durante unos pocos minutos, se dio una ducha, leyó el periódico, tomó un café, se vistió y se fue al trabajo. Otra inacabable jornada en Chic. Pasó gran parte del día con Adrian, resolviendo problemas y repasando las fotografías de varias sesiones que había realizado la semana anterior. Estaba deseando ver las que había hecho Henryk Zeff. Estaba segura de que tenían que ser geniales. Adrian acudiría a la cena de esa noche, pero no le había dicho que John Anderson también estaría allí. Sabía que si se lo decía él haría alguna clase de comentario y le preguntaría por qué le había invitado. Y lo cierto era que no sabía por qué lo había hecho. Todavía tenía que descubrirlo. Y no quería que se convirtiese en algo destacable. Tal vez se trataba simplemente de una de esas atracciones mutuas que no llevan a ninguna parte. O incluso era posible que llegasen a ser, pura y llanamente, amigos. Eran tan diferentes, que la probabilidad de llegar a compartir cualquier otra cosa se le antojaba prácticamente nula. Probablemente se volverían locos juntos.

Sin duda les iría mejor siendo amigos. Seguía pensando en esa cuestión cuando llegó a casa por la noche y se topó con Jamal en la cocina, que estaba removiendo una gigantesca ensalada y haciendo pan de ajo. También había preparado canapés. Fiona probó uno. Jamal lucía unos pantalones capri rosa, sandalias hindúes doradas y llevaba el torso al descubierto. La mayoría de sus amigos estaban acostumbrados a los excéntricos atuendos de Jamal, y ella creía que le aportaban a sus cenas un toque festivo, pero le llamó la atención el hecho de que no llevase camisa y se lo mencionó.

– ¿No crees que es demasiado informal? -le preguntó mientras se hacía con otro canapé. Estaban de muerte.

– Hace demasiado calor para llevar nada -dijo metiendo el pan en el horno. Ella se fijó en el reloj de la cocina y vio que disponía de cuarenta minutos para vestirse.

– Bien. Hace juego con los pantalones, Jamal. Tienes buena pinta. -En una ocasión se puso un taparrabos con incrustaciones doradas que incluso a Fiona le pareció excesivo-. Me encantan las sandalias, obviamente. ¿Dónde las has comprado? -Había visto unas como esas una vez, pero no recordaba dónde.

– Son tuyas. Las encontré al fondo del armario. Nunca te las pones. Pensé que podía tomarlas prestadas para esta noche. ¿Te importa? -Pareció de lo más sincero e inocente al preguntarlo, por lo que ella le miró y se echó a reír.

– Ya me parecían a mí familiares… Ahora que recuerdo, creo que me hacían daño. Quédatelas si te gustan. Te quedan mejor que a mí. -Eran unas muestras Blahnik especialmente diseñadas para una sesión fotográfica de hacía unos años.

– Gracias -dijo con dulzura antes de probar una hoja de lechuga de la ensalada y antes de que ella echase a correr hacia la escalera.

Media hora más tarde, estaba de nuevo abajo vistiendo unos pantalones de seda blancos, una camisa dorada de una delicada tela ultrafina y unas sandalias de tacón alto también doradas. Llevaba el pelo recogido en una estrecha trenza a la altura de la nuca y unos grandes aros de diamantes en las orejas. Jamal y ella parecían ir conjuntados. Él había puesto ya los platos, las servilletas y la cubertería en la mesa del jardín, donde también había velas y flores por todas partes. Ella dejó varios cojines grandes y mullidos alrededor por si a alguien le apetecía sentarse en el suelo, y también puso algo de música justo en el momento en que llegaron los primeros invitados. No recordaba con precisión a quién había invitado, y tuvo que ir a revisar la lista al piso de arriba. Se trataba del típico grupo atípico: artistas, escritores, fotógrafos, modelos, abogados, médicos y los músicos que habían llegado de Praga. Había un par de brasileños que había conocido hacía poco, dos italianos y una mujer que iba con uno de ellos y que hablaba francés; debido a una curiosa coincidencia, uno de los músicos descubrió que aquella mujer también hablaba checo. Explicó que su padre era francés y su madre checa. Era la mezcla perfecta, y cuando Fiona echó un vistazo a las dos docenas de invitados que ocupaban el jardín, vio de repente a John vagando por el salón con unos téjanos perfectamente planchados y una camisa blanca almidonada. Llevaba unos zapatos Hermès sin calcetines. Tenía un aspecto tan impecable como cuando iba vestido con traje; no tenía ni un solo cabello fuera de lugar. A pesar de su total falta de imaginación respecto al vestuario, a ella le gustó su aspecto. Era elegante, inmaculado e intachable, y a ella eso le pareció extraordinariamente atractivo. Cuando la besó en la mejilla pudo oler su colonia… y también le gustó. El hizo un comentario sobre el perfume de Fiona. Era la misma esencia que se había puesto a lo largo de los últimos veinte años. Era una composición especial creada para ella en París. Cualquiera que se cruzase con ella reconocía su fragancia, todo el mundo hablaba de ella. Tenía la calidez y la frialdad justas, con un ligero toque especiado. Y a ella le encantaba el hecho de que fuese exclusivamente suya, que no tuviese nombre. Adrian llamaba a aquel perfume Fiona One, y ella también tenía una colonia para él. Adrian estaba allí esa noche, y justo en ese instante la estaba observando cuando John apareció. Los presentó y, acto seguido, Jamal les ofreció una copa de champán. Fiona le dijo que Adrian era el editor más importante de Chic.

– Me adula en lugar de darme un aumento-se burló Adrian dirigiéndose a John. Y, al igual que a Fiona, le gustó lo que vio: le gustó el estilo, la confianza y la callada elegancia de aquel hombre; y comprobó que a Fiona también. Ella se colocó muy cerca de John cuando los demás se arremolinaron a su alrededor y ella lo presentó al grupo.

– Un grupo de personas de lo más peculiar -dijo John sin énfasis en un momento de calma, después de que Adrian se alejase para charlar con uno de los checos.

– Es un poco más raro de lo que suele ser habitual, pero parece que se lo están pasando bien. En invierno, mis cenas son un poco más serias. En verano no está mal dejarse llevar un poco. -John asintió como dando a entender que estaba de acuerdo, aunque nunca antes había asistido a una cena semejante. La casa de Fiona era preciosa, cálida y acogedora, y parecía guardar pequeños tesoros en cada rincón, la mayoría de ellos cosas que había encontrado en viajes y que se había traído a casa. John parecía estar buscando algo, después se volvió hacia ella.

– ¿Dónde está la sierra mecánica?

– ¿Qué sierra mecánica?

– El tipo que roncaba en tu cama anoche.

– ¿Sir Winston? Está arriba. Odia las visitas. Para él, esta es su casa. ¿Te gustaría conocerlo? -Le gustó que le preguntase por el perro. Era un punto positivo a su favor.

– ¿Le sentaría mal a él? -Parecía un tanto preocupado.

– Le encantaría. -Era una buena excusa para enseñarle a John el resto de la casa. El salón, el comedor y la cocina estaba en la planta baja, y había una agradable biblioteca en la planta de arriba, y una habitación para invitados al lado. Los cálidos colores que había escogido para las paredes iban del caramelo al chocolate, con detalles de blanco y algo de rojo. Por lo visto, sentía debilidad por la seda, el terciopelo y las pieles. Tenía unas exquisitas cortinas de seda beige ribeteadas de rojo. Su dormitorio y el tocador estaban en la planta superior, así como un diminuto despacho que utilizaba cuando trabajaba en casa, lo cual no era nada frecuente. Era la casa perfecta para ella. Había un segundo dormitorio en la planta superior, que ella había transformado en vestidor cuando se mudó a la casa.

Cuando John andaba por la mitad de la escalera oyó los sonoros ronquidos. Y cuando entró en el dormitorio, decorado por completo con seda beige, incluso las paredes, vio al perro encima de la cama. Sir Winston estaba dormido y ni se inmutó. Fiona le dio una suave palmada en el lomo y, finalmente, alzó la cabeza con un esfuerzo considerable, gruñó y se los quedó mirando. Segundos después, volvió a reposar la cabeza en la cama con un suspiro y cerró los ojos. No quiso presentarse a John. Parecía haberle resultado por completo indiferente. John sonrió.

– Tiene el aspecto de todo un caballero de los de antes. No le ha preocupado lo más mínimo la presencia de un extraño en tu habitación -comentó John sorprendido. Era un viejo perro de lo más gracioso, que empezó a roncar de nuevo con ellos como testigos. Tenía la cabeza apoyada en la almohada y su juguete preferido al lado.

– Sabe que es el amo de la casa. No tiene nada de que preocuparse, y lo sabe. Este es su reino, y yo soy su esclava.

– Un tipo con suerte. -John sonrió mientras le echaba un vistazo a la habitación. Había unas cuantas fotografías en marcos de plata en las que se veía a Fiona con un surtido de famosos y destacados políticos, varios actores conocidos, dos presidentes y otra instantánea que ella le señaló como su favorita, en la que aparecía junto a Jackie Kennedy cuando empezó a trabajar en Chic. A pesar de la sencilla decoración, aquella habitación transmitía elegancia y feminidad. Había un toque de estilo sutil pero perceptible que dejaba bien claro que allí no vivía hombre alguno. Ella nunca había compartido aquella casa con nadie excepto Sir Winston-. Me gusta tu casa, Fiona. Es acogedora y confortable y elegante, informal pero con estilo, igual que tú. Puedo apreciar tu mano en todos los detalles.

– Me encanta -dijo al tiempo que salían del dormitorio y bajaban para reunirse con los invitados. Su diminuto despacho tenía las paredes lacadas en rojo y varias sillas Luis XV tapizadas con auténticas pieles de cebra. También había una estupenda alfombra de cebra en el suelo. Y un pequeño retrato de Fiona, firmado por un famoso artista, colgado en la pared. No había un solo detalle masculino en toda la casa. Adrian les observó bajar las escaleras y sonrió. Llevaba una camiseta blanca y vaqueros blancos, acompañado de unas sandalias rojas de piel de serpiente que Manolo Blahnik le había hecho a medida, un 48.

– ¿Te ha enseñado la casa? -le preguntó Adrian con interés.

– Le he presentado a Sir Winston -le explicó Fiona justo antes de que Jamal anunciase que la cena estaba lista haciendo sonar un pequeño gong tibetano que producía un hermoso sonido. Todo lo que rodeaba a Fiona era exótico, desde su ayudante paquistaní medio desnudo hasta sus amigos, y en cierto sentido incluso su casa y su perro, ligeramente más tradicionales, aunque no mucho. Lo cierto era que la palabra tradicional no encajaba demasiado con ella, no resultaba predecible, y a ella le gustaba que fuese así. Y lo bueno es que a John también. En cuestión de días había descubierto que era la mujer más apasionante que jamás había conocido. Hasta conocerla dudaba que una sola persona pudiese atesorar tanto estilo. Y Adrian habría estado de acuerdo con él; la mayoría de gente lo habría estado.

– ¿Qué le pareció? -preguntó Adrian con gesto serio. John les escuchaba alucinado. También le gustaba el amigo editor de Fiona. Parecía una persona excéntrica y creativa, pero podría haber dicho por su manera de hablar que Adrian era un hombre excepcionalmente inteligente e interesante, a pesar de su extravagante gusto respecto al calzado.

– Le pareció adorable, por descontado. -Fiona respondió por John, que le correspondió con una sonrisa.

– No me refería a John. Es lógico que a él Sir Winston le parezca adorable. No creo que fuese a decirte que es un viejo perro apestoso, incluso aunque lo pensase. Lo que te preguntaba era ¿qué opinó Sir Winston de John? ¿Dio su aprobación?

– Me temo que no quedó muy impresionado -replicó John con una sonrisa-. Se ha pasado todo el encuentro durmiendo. ¡Haciendo un ruido espantoso!

– Eso es buena señal -les dijo a ambos Adrian con una sonrisa. Después se encaminaron hacia el jardín. Había cuatro clases distintas de pasta en unos gigantescos cuencos de terracota, tres tipos de ensalada y aromático pan de ajo. Difícilmente podrían hacerse con algún pedazo de ese pan cuando Fiona y John llegasen a la mesa que Jamal había preparado en el jardín. Cuando llegaron, John tomó una de las olorosas gardenias con las que Jamal había decorado la mesa y se la colocó a Fiona en la trenza.

– Gracias por haberme invitado. Estoy encantado de haber venido. -Se sentía como si hubiese penetrado en un mundo mágico esa noche; y, en cierto sentido, así era. El mundo de Fiona. Y ella parecía la princesa mágica en el centro de todo, repartiendo su encanto entre todos los presentes. Podía sentir la esencia de Fiona filtrándose por entre sus poros, despertándolo y dándole fuerza a un tiempo. La cabeza le daba vueltas debido a la emoción que provocaba en su interior, y a pesar de no hacer esfuerzo alguno al respecto, ella estaba empezando a sentir lo mismo por él. No quería sentirlo, pero a esas alturas algo en él la atraía con una fuerza irresistible. Se sentaron juntos en un pequeño banco de hierro para comer, y charlaron tranquilamente mientras Adrian los observaba con sumo interés desde el salón. La conocía muy bien, por lo que pudo apreciar que Fiona, sin lugar a dudas, había quedado prendada de ese hombre, y que John la correspondía. Él parecía totalmente colgado por ella, pero quién no lo estaría, le comentó Adrian a un fotógrafo que también se había dado cuenta, y añadió que formaban una bonita aunque inverosímil pareja. Ambos sabían que Fiona no había mantenido una relación con nadie durante casi dos años, y si eso era lo que quería, se alegrarían por ella. Todavía no le había dicho nada a Adrian, pero sabía que no tardaría en hacerlo si había algo entre ellos. Tenía la sensación de que, a partir de entonces, iba a ver con regularidad a John Anderson, y esperaba por el bien de Fiona, si era lo que ella quería, que durase bastante. Ambos sabían que en los planes de Fiona no entraba el «hasta que las muerte os separe». Pero un año o dos no le irían nada mal.

Adrian siempre pensaba que no era justo que estuviese sola, por mucho que ella afirmase que estaba mejor así. Él nunca había llegado a creerla, y sospechaba que se sentía sola a veces, lo cual explicaría su excesivo apego por aquel ridículo y viejo perro. A decir verdad, Fiona no tenía a nadie más cuando llegaba a casa. A excepción de Jamal. Preparaba unas fiestas estupendas y tenía amigos muy interesantes, algunos de los cuales le rendían auténtica devoción. Pero no tenía a nadie con quien compartir su vida, y Adrian siempre había creído que era un gran desperdicio que una mujer como ella no hubiese encontrado al hombre adecuado. Se descubrió a sí mismo deseando, de un modo melancólico y sentimental, que John fuese ese hombre.

John fue uno de los últimos invitados en marcharse, pero no creyó apropiado ser el último. Era casi la una de la madrugada cuando le dio las gracias a Fiona por la velada y la besó en la mejilla.

– Lo he pasado de maravilla, Fiona. Gracias por haberme invitado. Por favor, preséntale mis respetos a Sir Winston. Subiría a despedirme, pero no quiero molestarle. Despídeme de él y dale las gracias de mi parte por su hospitalidad -dijo mientras le tomaba la mano ligeramente mientras salía. Ella le sonrió. Sentía un cariño especial por él porque comprendía la importancia que el perro tenía para ella. La mayoría de la gente pensaba que se trataba de una bestia estúpida, entre ellos Adrian, pero para ella era algo especial. En un sentido sentimental, Sir Winston era todo lo que ella tenía, por eso significaba tanto en su vida.

– Puedes estar seguro de que se lo diré -afirmó Fiona con solemnidad. John la besó en la mejilla una vez más antes de irse. Pudo oler la gardenia que había prendido en su pelo hacía horas. Su aroma producía un efecto sobre-cogedor al mezclarse con el perfume, pero todo lo que tenía que ver con Fiona parecía producir esa clase de efecto en él, por eso le sabía tan mal tener que irse. Era como irse de Brigadoon, y se preguntó si volvería a verla otra vez si cruzaba el puente que le llevaba de vuelta al mundo real. El único mundo que, a esas alturas, le parecía real era el mundo de Fiona, al menos era el único en el que quería estar.

– Te llamaré mañana -susurró para que nadie pudiese oírle. Ella asintió y sonrió antes de volver con los demás invitados. No dejó de sonreír pensando en él. Pero seguía teniendo sentimientos encontrados respecto a John, pues se sentía atraída y al mismo tiempo tenía miedo. Adrian, como siempre, fue el último en marcharse y no pudo evitar cuchichear con ella sobre John.

– Estás cayendo de pleno, señorita Monaghan. Como una tonelada de ladrillos, diría yo. Pero por una vez, estoy totalmente de acuerdo. Es un hombre respetable, inteligente, responsable, trabajador, amable, guapo, y se nota a la legua que se ha enamorado de ti, o que lo estará bien pronto. En su estilo no está nada mal. -Adrian se alegraba por ella, aprobaba aquella posible unión de todo corazón.

– No, no lo está. Pero no sabemos nada el uno del otro. Nos conocimos la semana pasada. -Intentó que sus palabras sonasen más sensatas de lo que lo eran sus sentimientos, porque no quería que Adrian supiese lo mucho que le gustaba John. ¿ Quién podía saber adonde iría a parar su historia? Posiblemente a ninguna parte, se dijo intentando mantener cierta distancia.

– ¿Desde cuándo esa clase de cosas necesitan más tiempo para producirse? La pareja perfecta aparece sin más. El hombre adecuado entra en tu vida y lo sabes de inmediato, Fiona. Es el hombre equivocado el que uno tarda algo más de tiempo en descubrir. A los buenos los notas como si te pisasen los pies y te diesen una patada en el culo. ¿O no lo has sentido así? En cualquier caso, ese tipo me da buenas vibraciones, Fiona. O sea que no salgas corriendo ni le digas que quieres estar sola. Al menos, dale una oportunidad.

– Ya veremos -dijo Fiona un tanto misteriosa mientras Jamal apagaba las velas y recogía los platos y los vasos de las mesas del jardín. La velada había sido todo un éxito, como de costumbre. Pero para ella había sido algo más. Había resultado sorprendentemente grato, cómodo incluso, tener a John a su lado. Y él se había mostrado inesperadamente expresivo con una amplia gama de invitados. Había sido simpático y agradable con todo el mundo.

– No puedes vivir en esta casa con un hombre, ya lo sabes -añadió con sensatez-. Refleja demasiado tu personalidad. Nunca se sentiría cómodo aquí, si empezase a vivir contigo.

– No se lo he pedido. Y yo nunca viviría en otro sitio. Esta es mi casa. Además, ¿no te estás precipitando un poco? -Se forzó a fruncir el ceño y luego soltó una carcajada-. Sir Winston y yo somos la mar de felices viviendo juntos aquí.

– Chorradas. Estás tan sola como cualquiera. Todos lo estamos. Tal vez seas perfecta, Fiona Monaghan, pero también eres humana. Te haría bien vivir con un hombre. Yo voto por John. A mí me parece alguien capaz de cuidar de ti. -Le asustaba pensarlo, y no quería admitirlo ante Adrian, pero ella también lo creía.

– Sir Winston nunca lo permitiría. Lo consideraría un gesto de infidelidad hacia él. Por otra parte, no podría hacerle sitio en el armario. Nunca he conocido un hombre que mereciese esa clase de esfuerzo -dijo con tozudez, pero ambos sabían que no era cierto. Había estado enamorada del director de orquesta que, finalmente, la había dejado por otra porque había rechazado casarse con él. Y también con el arquitecto que quería dejar a su esposa por ella. El problema con Fiona era que le aterrorizaba el matrimonio y, en gran medida, comprometerse en exceso con un hombre. No quería que la abandonase y sabía que, tarde o temprano, todos lo hacían. O al menos ese era el peor de sus miedos. Tras descubrir que su padre la había abandonado y conocer los malvados padrastros que pasaron por su vida, Fiona había tomado la decisión, hacía ya muchos años, de que nunca confiaría por completo en un hombre. Y Adrian sabía que si no echaba abajo esa clase de muros algún día, acabaría sus días más sola que la una. A ella le parecía un final razonable, pero a él no. Ella lo aceptaba como parte de su destino, de hecho lo había asumido por completo, e insistía en afirmar que era feliz estando sola.

– No seas tonta -le advirtió Adrian antes de irse. Jamal ya se había marchado- Comprométete un poco en esta ocasión, Fiona. Dale una oportunidad.

– Soy demasiado mayor para comprometerme -dijo, tal vez con sinceridad; fuera como fuese, era lo que ella creía.

– Entonces, vende esta casa y vete a vivir con él, o comprad una casa juntos. Pero no dejes a un hombre por una casa de ladrillo rojo, por tu carrera ni tampoco por un perro.

– Hay personas que han dejado a un hombre por cosas peores, Adrian -dijo con solemnidad-. Por otra parte, ni siquiera hemos tenido una cita formal. Tal vez no la tengamos nunca.

– La tendrás -replicó Adrian con calma, preocupado por ella-. Te lo prometo. La tendrás. Es un buen hombre. -Esperaba que Fiona no perdiese el tren en esta ocasión. Siempre lo había hecho. Siempre la había visto hacerlo. Y lo único que Adrian podía esperar, montado ya en un taxi camino de la parte alta de la ciudad, era que en esta ocasión el perro perdiese la partida y el hombre la ganase. Por eso Adrian creía que merecía la pena apostar por John.

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