La habitación que tenía Fiona en el Ritz era pequeña, casi diminuta para lo que ella estaba acostumbrada, y las vistas daban al cielo invernal. A veces se sentaba a contemplarlo, echando de menos todo y a todo el mundo, a John, a Adrian, su trabajo, su casa, Nueva York, Sir Winston e incluso a Jamal. En cuestión de meses, lo había perdido prácticamente todo, y ahora estaba allí, sin estar segura de qué iba a hacer a partir de ese momento. El invierno en París fue lluvioso y gris, pero casaba a la perfección con su estado anímico, por lo que le parecía correcto estar allí. No necesitaba hablar con nadie, ni ver a nadie. De hecho, no quería hacerlo. Se había instalado en su propio dolor y soledad.
A mediados de diciembre, los papeles del divorcio llegaron a París. Ya poco importaba. No hizo nada. Pasó Nochebuena y el día de Navidad en su habitación. Acudió a la misa en el Sacré Coeur y oyó cantar de forma exquisita a un coro de monjas. Se sintió como si hubiese muerto y estuviese en el cielo. Se sentó a escucharlas con lágrimas en los ojos.
Y esa noche, cuando regresó al hotel, empezó a escribir. No se trataba del libro que había imaginado que escribiría. Era un libro sobre una niña pequeña, con una infancia parecida a la suya, una niña que se hizo mujer como ella, que cometió los mismos errores y que andaba también en busca de una curación. Escribir aquello fue para Fiona una especie de catarsis, y aclaró su mente sobre varias cuestiones. Le resultaba más claro ahora ver los caminos que había escogido en la vida, los hombres que había temido, aquellos a los que había escogido en su lugar, su determinación, su carrera. Las cosas que había escogido a modo de sustitutivo de las auténticas relaciones, el trabajo, que había representado tanto para ella que había oscurecido todo lo demás, los sacrificios que había querido realizar, los hijos que nunca había tenido. La búsqueda de la perfección y cómo había conducido su propia existencia. Incluso el perro, que se había convertido en un sustitutivo de los hijos. Y los compromisos que no había tomado por John, porque le había asustado demasiado la idea de hacer espacio para él, no en sus armarios sino en su corazón. Porque si se lo entregaba todo, lo cual había hecho igualmente, perdería demasiado si le perdía a él, lo cual había ocurrido igualmente. Y todo eso había quedado reflejado en su historia, página tras página, del mismo modo que diciembre desemboca en enero. Estaba totalmente inmersa en la escritura cuando llegó Adrian. Él observó que tenía mejor aspecto, aunque seguía estando muy delgada y tan pálida que casi parecía gris. Ella no había salido de la habitación desde hacía días. Estaba escribiendo de un modo furioso. Y Adrian todavía estaba en París cuando llamaron de la inmobiliaria para decirle a Fiona que habían encontrado un apartamento para ella. En el distrito séptimo, en el bulevar de La Tour Maubourg. Llamó a Adrian, que también estaba alojado en el Ritz, como era costumbre, y él le prometió que iría a ver el apartamento después del desfile de Gaultier. Fiona había evitado tener contacto alguno con la gente del mundo de la moda. Ya no tenía nada que compartir con ellos. Salió del hotel junto a Adrian procurando ir de incógnito, ataviada con unas gafas oscuras, el pelo peinado hacia atrás y un abrigo con capucha. Estaba lloviendo. Pero incluso lloviendo el apartamento era hermoso. La casa daba a la parte trasera de otro edificio, con un patio adoquinado y un pequeño jardín cuidado con mucho esmero. Los propietarios de la casa eran una pareja que ahora vivían en Hong Kong y que nunca estaban allí. No habían tenido valor para venderla y no resultaba difícil entender por qué. El apartamento ocupaba la planta superior y el desván, y tenía un jardín en el terrado. Era lo bastante grande para ella sola. Y había un estudio en el desván donde podía escribir. Se lo quedó al instante, y le dijeron que podía instalarse en cuanto quisiese. Estaba amueblado de un modo muy sencillo con algunas antigüedades y había una cama con dosel. Los techos lucían unos adorables artesonados y los suelos de madera tenían unos trescientos años. Podía verse viviendo allí durante mucho tiempo, y Adrian también.
– Parece el desván de Mimi en La Bohème. Y tú también estás empezando a parecerte a ella -dijo Adrian con evidente preocupación, pero al mismo tiempo se alegraba por ella. Le resultaba evidente que Fiona era feliz allí, y ella le había hablado del libro. No tenía ni idea de cuándo iba a acabarlo. Según el ritmo al que escribía, esperaba finalizar en primavera. Pero eso no le importaba. Ni siquiera sabía si intentaría publicarlo, pero escribirlo le estaba haciendo bien.
Cuando firmó el contrato de alquiler al día siguiente y rellenó uno de los cheques, se dio cuenta de que era el día de su aniversario de boda. No supo si se trataba de una especie de profecía o simplemente de una infeliz coincidencia, pero después de eso volvió al Ritz y se emborrachó con champán en presencia de Adrian. Él todavía estaba preocupado por ella, y con razón. Parloteaba sin descanso, y cuanto más bebía, más hablaba de John, sobre el perdonarle por lo que había hecho, por haberla dejado, que lo entendía y que no pasaba nada, y que no importaba, y que había hecho lo correcto, y que ella se había comportado fatal con él. Pero no tan mal como se había comportado consigo misma desde entonces, como bien entendió Adrian. Seguía culpándose, y él se preguntó si echaría de menos su trabajo, aunque ella le había asegurado que no, porque él no estaba seguro de si la creía o no. La vida de Fiona le parecía ahora tan vacía, tan carente de gente a excepción de los personajes de su libro. Y Adrian sabía que, por encima de todo, ella tenía que perdonarse a sí misma, por eso se preguntó si sería capaz de hacerlo algún día o si los fantasmas la perseguirían hasta el día de su muerte. A él todavía seguía doliéndole verla de esa guisa. Y eso provocaba que sintiese furia contra John por haberla abandonado. Su vida podía haber sido caótica, pero seguía siendo una mujer de primera. Adrian creía que John había sido tonto dejándola, por haber perdido la paciencia tan pronto.
Adrian no quería abandonarla, pero tenía que irse de París a finales de semana. Fiona se mudaba a su apartamento al día siguiente y él no podía echarle una mano. Tenía que volver a Nueva York pues tenía un montón de citas a las que atender, entre ellas una con John Anderson. Chic estaba teniendo problemas con la agencia de publicidad, pero no se lo dijo a Fiona. No era sencillo ocupar el hueco que había dejado, suponía todo un reto para él. Cada día que pasaba la admiraba un poco más, pues su puesto entrañaba ejercer de equilibrista: lanzar cien pelotas al aire y rezar para que ninguna cayese al suelo. Le había pedido consejo a Fiona en varias ocasiones, y le impresionaba que ella siempre encontrase la respuesta adecuada, que siempre tuviese la mente en su sitio, que su juicio siguiese siendo infalible y su gusto extraordinario. Era una mujer sin igual, y estaba convencido de que su libro sería bueno. Estaba poniendo en ello todo su corazón. Cuando el avión de Adrian despegó del aeropuerto Charles de Gaulle, pensó en ella, como hacía siempre, y rezó para que estuviese bien. Parecía tan vulnerable y tan frágil, y aun así tan fuerte al mismo tiempo. Admiraba su valor incluso más que su estilo.
Mientras Adrian volaba hacia Estados Unidos, Fiona se instalaba en el apartamento del bulevar de La Tour Maubourg. Las habitaciones no eran muy ventiladas y el cielo estaba gris, y encontró una pequeña gotera en la cocina, pero todo estaba limpio. El alquiler incluía mantelería y platos, ollas y sartenes. Tenía dos dormitorios y dos baños, un diminuto salón, una acogedora cocina donde podía recibir a sus amigos, y un estudio arriba, en el que imperaría la luz en los días soleados. Era todo lo que necesitaba. Durante los primeros días echó de menos el Ritz y los rostros conocidos, la camarera del turno de noche que siempre se interesaba por ella, el telefonista que reconocía su voz, el portero que se llevaba la mano al sombrero cuando ella pasaba, los botones con cara de niño con sus gorras redondas de color azul que siempre llevaban sus paquetes, y los conserjes que se ocupaban incluso de sus menores necesidades. Nunca iba a ninguna parte, por lo que no necesitaba hacer reservas, pero le traían cosas, se encargaban de sus cartas y sus paquetes, sus faxes, compraban los libros que necesitaba a modo de documentación y siempre eran amables cuando se detenía en el mostrador para hablar con ellos.
En un principio, se sintió sola en el apartamento. No tenía nadie con quien hablar. No podía pedir nada de comer a la hora que fuese, pero de algún modo era bueno para ella. Tenía que vestirse y salir a la calle, aunque solo fuese ponerse unos vaqueros y un viejo suéter. Había un bistrot al volver la esquina donde comía de vez en cuando, o tomaba un café, y una tienda de alimentación a pocas manzanas de distancia. A veces se quedaba en el apartamento hasta que se le acababan la comida y los cigarrillos. Había empezado a fumar otra vez, lo que no le ayudaba con la cuestión del peso. Estaba más delgada y la ropa le iba ancha, pero tampoco importaba mucho porque solo se ponía sudaderas, viejos suéteres y vaqueros. Se sentía muy francesa cuando fumaba, sentada en la terraza de un café, mientras leía las últimas páginas de su manuscrito. Y durante la mayor parte del tiempo, le agradaba.
Llovió mucho en París ese invierno, y siguió haciéndolo cuando el invierno dio paso a la primavera. En abril, cuando apareció definitivamente el sol, empezó a dar largos paseos por los quais. Un día, mientras observaba el fluir del Sena, se acordó de la noche en que cenó con John en el Bateau Mouche. Hacía de eso casi dos años, pero a ella le daba la impresión de que había transcurrido una eternidad. La vida que llevaba entonces se había esfumado como por ensalmo. La gente, su trabajo en Chic, incluso Sir Winston. Y John, obviamente. Él, en especial, parecía encontrarse a años luz de distancia.
En mayo se encontraba mejor, y el libro iba por buen camino. Sonreía de vez en cuando al releer las páginas e incluso reía abiertamente sentada en el estudio. Llevaba una existencia de lo más solitaria en París desde hacía más de seis meses, pero ahora entendía que había sido lo mejor que podía haber hecho. Se sentía mejor en su propia piel cuando Adrian apareció por allí en el mes de junio, por lo que él se sintió aliviado al verla. Había ganado algo de peso, fumaba como un carretero, pero tenía buen color. Se había cortado un poco el pelo, sus verdes ojos brillaban y transmitían viveza. Tenía buen aspecto, incluso Adrian podía apreciarlo. Siempre había sido muy crítico con ella, y Fiona seguía siendo una de sus amigas más queridas, a pesar de vivir tan alejados. Le gustó lo que le contó del libro.
Fiona quiso ir a Le Voltaire con él en esta ocasión, y no le importó que les acompañase la editora de otra revista. Ahora no tenía nada que ocultar. Ya no parecía hundida y las cosas estaban empezando a ir bien. Y cuando le preguntaron qué estaba haciendo en esos momentos, ella respondió con una sonrisa que estaba escribiendo un libro.
– Oh, Dios, espero que no sea uno de esos roman à clef-dijo la editora con cara de pánico, y Fiona se echó a reír.
– No podría hacerle eso a mis amigos. Estoy escribiendo una novela, pero no tiene nada que ver con la industria de la moda o de las revistas. Vuestros secretos están a salvo conmigo. -La editora hizo rodar los ojos con gesto de alivio. Cuando la mujer se marchó, Fiona se volvió hacia Adrian con una sonrisa-. Escribir un libro sobre el mundo de la moda me aburriría hasta la extenuación. -Ambos rieron y se lanzaron sobre la gigantesca bandeja de profiteroles que habían pedido como postre. Adrian se tranquilizó al verla comer con apetito, aunque no había dejado de fumar durante toda la comida.
– ¿Qué te parecería tener otro perro? -Adrian quería proponérselo desde hacía mucho tiempo, pero había estado esperando a que se cerrase la herida de Sir Winston. Había pasado el tiempo necesario para arriesgarse a comentárselo, pero ella encendió otro cigarrillo y negó con la cabeza.
– ¿Te acuerdas de cómo era yo? He vuelto a ser la que era en el pasado. Nada de responsabilidades, nada de lazos ni de dar importancia a nadie. No quiero poseer nada, ni amar a nadie ni vincularme demasiado a los demás, o a cosa o lugar alguno. Es una regla que creo que para mí funciona bien. -Eso le dio a entender a Adrian que Fiona seguía sintiéndose herida, y que quizá lo estaría por siempre. Al menos la herida que había dejado John seguía abierta, porque a pesar de haber compartido poco tiempo con ella, era la más profunda de todas. Pero también tuvo la sensación de que, como mínimo, Fiona había empezado a perdonarse a sí misma, por los errores que había cometido y por haber sido incapaz de darle a John todo lo que necesitaba. Durante sus meses de soledad, había tenido la valentía de enfrentarse a sus demonios. Por primera vez desde que dejó la revista y se fue a París, Adrian tuvo el convencimiento de que su amiga había hecho lo correcto. Ahora era una mujer más profunda y sabia, mucho más de lo que lo había sido nunca. Su vida era menos frívola, ya no había tipos raros a su alrededor correteando en taparrabos. Lucía menos elegante, no parecía mostrar un gran interés por la moda o por la ropa que llevaba puesta. Parecía menos perfeccionista y no tan dura para consigo misma. Daba la impresión de sentirse más relajada y de ser, en muchos sentidos, más filosófica, y le dijo que disfrutaba limpiando el apartamento. Pero lo que a Adrian le preocupaba más era que llevase una vida tan solitaria, que se hubiese aislado de ese modo. Tenía cuarenta y cuatro años, era demasiado joven para apartarse del mundo. Le dijo que no estaba interesada en tener citas, que no quería desarrollar una vida social. Lo único que deseaba era acabar su libro. Se había propuesto acabarlo para finales del verano, después iría a Nueva York para buscar un agente que lo vendiese por ella. Iba a quedarse en París todo el verano para poder trabajar. No mostraba el menor interés en ir al sur de Francia, y casi dio un brinco cuando Adrian le preguntó si iba a ir a St. Tropez. Obviamente, Adrian había apretado el botón equivocado. Dijo que no se le había pasado por la cabeza. Pero ambos sabían que, a decir verdad, solo pensar en ello ya le resultaba doloroso.
Adrian se quedó unos cuantos días en la ciudad después de los desfiles de alta costura para estar con ella, y cuando se marchó de París a principios de julio, ella retomó el trabajo. Ver a Adrian fue un agradable interludio para ella. Hablaban por teléfono con frecuencia, pero era mucho mejor tenerlo cara a cara, y comieron en Le Voltaire casi cada día. En una ocasión, Fiona preparó la cena para los dos en el apartamento, y se sentaron en la terraza para comer queso y beber vino. Adrian tenía que admitir que ella no había elegido una mala vida, y en cierto modo la envidiaba. Eso no significaba que no le apasionase su trabajo, y había llevado a cabo toda una serie de significativos cambios desde que Fiona se había ido.
– Es posible que me venga a París y escriba un libro cuando sea mayor -dijo cruzando las piernas. Llevaba unos estupendos Manolos nuevos de piel de serpiente.
– Tendrías que escribir el libro que yo no voy a escribir -dijo Fiona con una sonrisa-. Uno sobre el mundo de la moda. Tú conoces más secretos que yo. -Todo el mundo confiaba en Adrian, y podía ser más silencioso que una tumba. Ella siempre había sabido que sus secretos estaban a salvo con Adrian.
– Todo el mundo querría que firmase contratos. Aunque si no lo han hecho ya, tal vez no lo hagan nunca. -Le gustaba la idea, pero en su mente faltaban muchos años todavía para desarrollarla. Él se encontraba en el mismo punto que ella cuando tenía su edad.
Cuando Adrian se fue, aceleró el ritmo de escritura y apenas descansaba. Se levantaba con el alba, hacía café, encendía un cigarrillo y se sentaba a trabajar. La mayor parte del tiempo, no apartaba la vista del ordenador hasta mediodía. Comía algo de fruta, estiraba las piernas, y volvía al trabajo. Estuvo allí sentada, día y noche, durante dos meses. París estaba desierto en verano, incluso los turistas parecían haberse largado a otra parte, a Gran Bretaña o al sur, a Italia o España. Y ella no salía nunca de su apartamento, excepto para comprar algo de comida.
Era una soleado y brillante día a finales de agosto, escribió una frase y se quedó con la vista clavada en ella mientras las lágrimas empezaban a correrle por las mejillas. Comprendió lo que acababa de suceder. Había terminado el libro.
– Oh, Dios mío -dijo en voz baja, y después dio un brinco de alegría y se puso a reír y a llorar al mismo tiempo-. Oh, Dios mío… ¡Lo he conseguido! -Se sentó otra vez y leyó la frase una y otra vez. Había acabado. El libro en el que se había volcado en cuerpo y alma estaba finalizado. Le había llevado casi ocho meses.
Telefoneó a Adrian, era por la mañana en Nueva York y él acababa de llegar al trabajo. En cuanto le dijeron que era Fiona agarró el aparato al instante.
– Puedes recuperar tu puesto en cuanto quieras -dijo con un tono de voz exasperado-. Me están volviendo loco. Tres de mis mejores editores se han largado.
– Encontrarás otros. Nadie es irreemplazable, y eso me incluye a mí. ¿Sabes una cosa? -dijo con una sonrisa de medio lado haciéndose la interesante.
– Estás embarazada. La Inmaculada Concepción. O bien has conocido a un tipo estupendo. Vas a volver a Nueva York, gracias a Dios, y quieres trabajar para mí.
– Ni lo sueñes. Nada de eso. ¡He acabado el libro! -Su ilusión resultó contagiosa incluso por teléfono.
– ¡Cielo santo! ¡No me lo creo! ¿Ya? ¡Eres un genio! -Estaba emocionado por ella. Sabía lo mucho que significaba para Fiona. Y, como siempre, se sentía orgulloso de ella. Eran el hermano y la hermana, respectivamente, que nunca habían tenido-. ¿Vas a venir a casa? -preguntó esperanzado.
– Esta es mi casa ahora. Pero iré a Nueva York dentro de unas semanas. Quiero hablar con algunos agentes. Primero tengo que corregir el manuscrito. Quiero hacer algunos cambios. -Pero, finalmente, le llevó más tiempo del que había pensado.
Se le echó encima el mes de octubre antes de poder ir a Nueva York. Tenía que entrevistarse con tres agentes y había pensado alojarse en casa de Adrian. Todavía tenía inquilinos en su casa, y además había decidido venderla. Iba a ponerla a la venta mientras estuviese en la ciudad, pero en primer lugar tenía pensado ofrecérsela a los inquilinos. Si podían llegar a un acuerdo se ahorrarían la comisión de los agentes inmobiliarios, lo cual sería bueno para ambas partes, y la gente que vivía en la casa estaba encantada con ella. Estaba convencida de que no volvería a vivir en Nueva York. Era feliz en París y ya no tenía nada que hacer allí. A excepción de Adrian, nada le ligaba a la ciudad, y a él no le importaba ir a París a verla. En cuanto regresase a Francia, tenía pensado empezar otro libro. Tenía ya un esbozo, y lo había trabajado un poco en el avión.
Fiona quedó con Adrian en la revista, y para ella fue bastante extraño, algo así como visitar el hogar de la infancia, una casa en la que vive ya otra familia. Todavía más raro fue ir a su propia casa. Habían pintado las habitaciones de otro color y decorado la casa con muebles que a ella le parecieron horribles; pero ahora era su casa, no la de Fiona. Y los inquilinos estaban muy ilusionados ante la posibilidad de comprarla. En cuestión de dos días fijaron un precio muy conveniente para ambas partes, y de ese modo evitaron a las inmobiliarias. Así pues, el viaje a la ciudad habría valido la pena aunque solo hubiese sido para eso.
Pasó unas cuantas noches con Adrian en su apartamento y se entrevistó con los agentes literarios que tenía previsto. Dos de ellos no le gustaron nada, pero el tercero le pareció adecuado. Era un hombre inteligente y ambicioso, con una interesante conversación, conocedor de los entresijos de su negocio y más o menos de su edad. Fiona le explicó de qué iba el libro y a él le gustó. Le dejó un manuscrito y sintió como si le estuviese entregando su propio hijo a un extraño. Sufrió un leve ataque de nervios cuando llegó al apartamento de Adrian esa misma noche. Había pasado un buen puñado de horas con los agentes y Adrian le esperaba para cenar. Él sabía a la perfección lo estresante que debía de haber sido para ella ver a esos agentes debido a su libro.
– ¿Qué pasará si le parece odioso? -dijo con auténtica ansiedad. Se había puesto un jersey de cuello de cisne blanco, pantalones grises y zapatos bajos de satén también grises, así como su marca personal: el brazalete turquesa en la muñeca. No se había percatado, pero el agente se había fijado mucho en ella. Lo único que le importaba a Fiona era su libro. Ni siquiera se había maquillado, rara vez lo hacía ya, pero su piel era tan exquisita y sus ojos tan grandes, que Adrian creía que estaba más guapa así.
– No le va a parecer odioso. Escribes muy bien, Fiona. Y la historia es sólida. -Le había leído algunos pasajes, le había enviado algunas páginas por fax y también le había hecho resúmenes del mismo, en sus diferentes mutaciones, más o menos un millón de veces.
– No le va a gustar. Lo sé -replicó vaciando una copa de vino. Se emborrachó un poco mientras cenaban, algo muy infrecuente en ella. A la mañana siguiente, estaba totalmente convencida de que el agente rechazaría su novela, y se estaba haciendo a la idea de que tendría que guardar el manuscrito en algún cajón. Se limitó a pensar en el siguiente libro.
El teléfono sonó a última hora de la tarde en casa de Adrian. Fiona acostumbraba a dejar que saltase el contestador, pero por alguna razón contestó, pensando que podía ser Adrian. Tenían la intención de quedar para cenar esa noche, sin embargo él estaba incluso más ocupado de lo que lo había estado ella cuando ocupaba ese puesto. La única diferencia era que él no daba fiestas, y que ni los fotógrafos ni las modelos se alojaban en su casa. Pero el año anterior se había visto obligado a confesarle que había contratado a Jamal. Y Fiona se alegró de verlo cuando llegó. Adrian le había comprado un uniforme, pantalones blancos y camisa blanca, con una chaquetita blanca que, junto con la corbata, se ponía en las raras ocasiones en que Adrian recibía a alguien en su apartamento. También le dijo que Jamal no era tan feliz con él, porque no podía quedarse con sus cosas, ya que sus zapatos, por ejemplo, eran demasiado grandes para él. Pero, a decir verdad, Jamal parecía bastante feliz con su nuevo trabajo.
– ¿Diga? -preguntó Fiona con cautela cuando descolgó el teléfono. La voz al otro lado de la línea no le resultó familiar. No era Adrian, por eso lamentó al instante haber respondido. Pero para su sorpresa, la voz preguntó por ella. Era Andrew Page, el agente literario con el que se había visto el día anterior.
Le dio la noticia a la primera, sin rodeos. Sabía lo ansiosos que podían sentirse los autores y le dijo casi al instante que le había gustado el libro, que era una de las mejores primeras novelas que había leído en años. Creía que había que corregirla un poco, pero no gran cosa, y estaba casi convencido de tener editorial para publicarla. Había pensado quedar a comer con uno de los cargos de dicha editorial en relación a su libro. Si ella estaba dispuesta a firmar con su agencia, por supuesto. Le pidió que fuese a verlo por la mañana para firmar un contrato.
– ¿Hablas en serio? -le preguntó casi gritando-. ¿Estás de broma?
– Por supuesto que no bromeo -dijo entre risas. Para tratarse de una mujer de su fuerza y con sus capacidades, se mostraba tremendamente humilde respecto a lo que escribía, y también respecto a otros muchos temas, y eso al agente le gustó mucho de ella-. Es un libro estupendo.
– ¡Eres un agente fabuloso! -dijo sin poder contener una risotada. Quedaron para el día siguiente, colgó y, dos minutos después, llamó al teléfono móvil de Adrian-. ¿Sabes una cosa?
– No empieces otra vez. -Rió con ganas. Le gustaba comportarse como una niña cuando se trataba de dar buenas noticias. Adrian supo que tenía que tratarse de algo bueno sin lugar a dudas.
– ¡A Andrew Page le ha encantado mi libro! Voy a firmar con él mañana. Y tiene una comida con una editorial para hablar de mi novela. -Hablaba como si acabase de dar a luz a gemelos, y en cierto modo así era. También le había hablado de su nuevo libro, por lo que iba a intentar conseguir un contrato por dos o tres libros. A los editores les gustaba saber que no iba a ser la obra de un autor de un solo libro. Y ese no era, obviamente, su caso.
– ¿Se supone que tendría que sorprenderme? -le preguntó Adrian con tono displicente-. Te dije que el libro le encantaría. -Fiona acababa de poner en marcha una nueva carrera profesional-. Lo siguiente que hará será vender los derechos para hacer una película y todos iremos a Hollywood para el estreno. Y si escribes el guión, quiero ser tu acompañante cuando te den el Osear.
– Te quiero, y gracias por tu voto de confianza, pero estás mal de la cabeza. Ahora lo que tienes que hacer es quedar para cenar conmigo esta noche y así podremos celebrarlo. ¿Estás disponible? -Él todavía estaba intentando librarse de un compromiso anterior, pero le prometió que lo estaría. Quería sacarla por ahí y darle un poco de marcha. Quedaron en encontrarse a las ocho en La Goulue, que seguía siendo el restaurante favorito de ambos en Nueva York.
Cuando montó en el taxi camino de su cita, Fiona llevaba puesto el único vestido un poco elegante que se había traído consigo. Se trataba de un vestido de cóctel negro de Dior con cierto aire vintage que había comprado en Didier Ludot en el Palais Royal. Estaba espectacular. Llevaba el pelo suelto y brillaba como cobre pulido, y en honor a su nueva carrera de autora incipiente, se había dignado a maquillarse. El vestido era corto y dejaba las piernas al descubierto. Lucía, además, unas alucinantes sandalias Manolo Blahnik de tacón alto con cintas alrededor de los tobillos que le pusieron los dientes largos a Jamal. Daba bastante el perfil de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes, a excepción del brillante pelo rojo.
Al chef de La Goulue le encantó verla, hablaron en francés y él se quejó de no haberla visto por allí desde hacía un año. Ella le explicó que ahora vivía en París, y cuando les acompañó hasta una mesa en un rincón del salón, las cabezas fueron volviéndose a su paso. Fiona estaba más espectacular que nunca. Estaba a punto de sentarse cuando un rostro familiar llamó su atención. En cualquier otra situación no le habría saludado, pues habría sido lo más sencillo. Pero estaba tan solo a dos mesas de distancia y habría sido demasiado incómodo. Era John.
Ella se detuvo a su lado y le sonrió, pero no se trataba de un saludo seductor, era el agridulce reconocimiento de alguien con quien se compartieron viejos tiempos. Se fijó en que la mujer sentada a su lado parecía muy respetable y muy rubia. Parecía casi un calco de su difunta primera esposa. Y era la presidenta de la Junior League. Habían estado saliendo durante seis meses y transmitían la confortable sensación de la gente que se conoce a la perfección.
John dio la impresión de haber sido pillado a contra-pié, de hecho la sorpresa fue mayúscula y no le resultó cómodo en absoluto, pero enseguida se levantó con un grácil movimiento, saludó a Fiona y le presentó a su acompañante. Su rostro cambió de color cuando las dos mujeres se dieron la mano.
– Elizabeth Williams, Fiona Monaghan. -Ambas mujeres se estudiaron y en los ojos de la rubia, durante un segundo, hubo un chispazo de reconocimiento. Sin duda debía de haber oído hablar de Fiona, y parecía ligeramente contrariada debido a su larga cabellera y a sus estupendas piernas. Fiona tenía aspecto de modelo, y parecía diez años más joven que ella. Era el tipo de mujer que habría puesto nerviosa a cualquier otra, y más sabiendo que el hombre con el que mantenía una relación se había acostado con ella, o peor aún: que había estado enamorado de ella. Pero John, después de todo, la había dejado, no al revés. Así que no era precisamente el portador de una antorcha con el nombre de Fiona.
– Encantada de verte, John -dijo Fiona amablemente, tras presentarle a la mujer con la que estaba cenando. No prestó demasiada atención a su nombre. Más que cualquier otra cosa, era una mujer tipo, exactamente la clase de mujer que Fiona suponía que saldría con John. Coincidía punto por punto con el estilo de mujer con la que Fiona había predicho que acabaría John, y por lo visto así era. El tenía buen aspecto. De repente, quiso contarle lo de su libro y su nuevo agente, pero le pareció una niñería hacerlo y se refrenó.
– ¿Qué tal te han ido las cosas? -le preguntó como si fuesen dos viejos amigos pertenecientes al mismo club de tenis que no habían podido verse durante el último año, o como si se conociesen únicamente por cuestiones laborales.
– De maravilla. Estoy viviendo en París -dijo, pero a pesar de no haberle visto en todo un año, de haber desaparecido de su vida desde entonces, sintió cómo se le aceleraba el pulso. Muy a su pesar, comprobó que, después de todo ese tiempo, la química entre ellos no había desaparecido. No se había curado. Pero él, como resultaba obvio, sí. John sabía que había dejado de trabajar en la revista, pero aunque sabía que se había ido a París durante unos meses, ignoraba que se hubiese instalado allí-. Acabo de vender mi casa -«¡y he escrito un libro!», estuvo a punto de exclamar. Pero se mostró cauta y reservada. Él asintió, y sin añadir una sola palabra más, ella se puso en movimiento y fue a sentarse. Esperaba que Adrian apareciese pronto.
Para su infortunio, tuvo que esperar media hora más hasta verlo allí. A pesar de que tenía todo el aspecto de una mujer sofisticada, dispuesta y fría, y no dejó de tomar notas en una libretita sin alzar la vista para no mirar a John, estaba a punto de sufrir un ataque de nervios cuando Adrian llegó. Se obligó a parecer tranquila y despreocupada.
– ¿Has visto quién está sentado allí? -le susurró a Adrian sin apenas despegar los labios cuando se sentó frente a ella dándole la espalda a John.
– ¿Es alguien maravilloso? -le preguntó al tiempo que ella le advertía que no se volviese.
– Antes lo era -susurró-. Es John. Está con una rubia en plan puesta de largo que da la impresión de estar dispuesta a asesinarme.
– ¿Está con una chica joven? -Adrian parecía sorprendido, pues jamás habría imaginado que John fuese de esa clase de hombres.
– No, es mayor que yo, creo. Pero es de esa clase de mujeres.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó solícito.
– No. -Se sentía como si estuviese a punto de ponerse a llorar, pero antes habría preferido morir allí mismo y, por lo tanto, se sentía mal-. Es duro. -Había echado mano del máximo nivel de control y disciplina para hacer el papel de mujer indiferente justo hasta que Adrian llegó.
– Lo sé. -Ella había abandonado la vida que llevaba, había dejado su trabajo, su ciudad, su casa y su país para superar que la había dejado. Volver a verlo tenía que ser terriblemente doloroso-. ¿Quieres que nos vayamos? -murmuró Adrian. No le parecía nada fuera de lugar en ese caso.
– Parecería tonta… o débil… -Luchó por contener las lágrimas, aunque nadie de los presentes lo habría dicho.
– De acuerdo. Entonces, siéntate recta y sonríe. Ríete como una posesa. Finge que te divierto muchísimo. Vamos… Eso es… Enséñame los dientes, Fiona…, más… Quiero que finjas que no has sido más feliz en toda tu vida. -Estaba en lo cierto.
– ¿Y qué pasaría si vomito?
– Te mataría. Por cierto, ¿de dónde has sacado ese vestido? Uno podría matar por él. -Solo Adrian podía fijarse en su vestido en un momento como ese. Sonrió y le respondió.
– Didier Ludot. Es alta costura vintage de Dior, de los años sesenta. Apenas me cubre el trasero.
– Bien. Espero que él le dé un buen vistazo y que se sienta tan mal como tú al saber lo que se ha perdido. -A Fiona le sorprendieron sus palabras.
– Creía que pensabas que había sido culpa mía por no haberme comprometido ni adaptado.
– Nunca dije algo así -la corrigió Adrian, y ella pareció indignada.
– Sí que lo dijiste.
– Soy tu amigo, Fiona. Siempre señalo aquello en lo que me parece que te equivocas. Para eso están los amigos. Siempre soy sincero contigo. Por eso te dije que creía que tenías que adaptarte. Pero también estoy convencido de que John actuó como un gallina y un hijo de puta al tirar la toalla y largarse en cuestión de meses. Podrías haber cambiado muchas cosas, y te aseguro que podrías haberlo hecho si hubieses querido hacerlo, como vaciar tus armarios y reducir el caos a la mínima expresión. Pero él tendría que haberle dado una patada en el culo a sus hijas, haber despedido a su ama de llaves, matado a su perra y haberse quedado con la mujer más estupenda que jamás conocerá. Fue un idiota. -Fiona estaba anonadada y, a un tiempo, complacida. Adrian nunca le había dicho lo mucho que lo sentía por ella, o lo enfadado que estaba con John. Ella había quedado tan dañada que él había intentado restarle a todo importancia, con el fin de que ella recuperase los arrestos para ponerse de nuevo en pie. Adrian siempre había temido que un exceso de empatía le diese carta blanca para dejarse ir. En lugar de eso, había sabido recomponer su vida con bastante tino.
– ¿En serio lo crees? -Por fin se sentía justificada, pero le habría gustado que se lo dijese antes. Su respeto significaba para ella tanto como su empatía.
– Por supuesto que sí. No eres la única culpable. Fuiste tonta, incluso estúpida en algunas ocasiones, y deberías haberme pasado a Jamal por aquel entonces. Un tipo como John no puede lidiar con excentricidades de esa clase. Necesitabas ser menos Holly Golightly y más Audrey Hepburn, y ahora lo pareces con ese vestido. -Ahora podía ser sincero con ella. Estaba bien. Mejor que bien. Estaba estupenda, a pesar de que algunas heridas siguiesen abiertas. Pero había sobrevivido.
– ¿A quién me parezco? -preguntó burlona; pero lo cierto era que le gustaba lo que le había dicho.
– A la señora Hepburn, por descontado.
– Creía que pensabas que todo había sido culpa mía.
– En absoluto. Ese tipo casi destruyó tu vida, por amor de Dios. Primero te pidió que te casases con él, y después te dio una patada en el culo porque tenías un mayordomo un poco loco, demasiada ropa en los armarios y porque sus hijas eran dos brujas de cuidado. Gran parte de eso, posiblemente la mayor parte, no fue responsabilidad tuya. Lo que creo es que eras demasiado para él, Fiona. Le asustabas demasiado. -Ambos sabían que eso era cierto.
– Sí, yo también lo creo. E hizo un pacto con sus hijas.
– Eso no está bien. Uno no debe permitir que sus hijos le chantajeen para que deje a su pareja. Él se enamoró de quien tú eras, en todo tu esplendor, y después echó a correr con el rabo entre las piernas porque no eras Heidi. Por favor. Ese tío no tiene lo que hay que tener. -Adrian parecía molesto, y Fiona rió.
– Supongo que esa es la clave del asunto. -Adrian estaba logrando que el hecho de haberse encontrado con John le resultase más fácil de asimilar. Poco a poco se estaba relajando. Casi estaba empezando a entusiasmarse. Y John podía apreciarlo. O al menos eso era lo que Adrian esperaba.
– Él debería haber puesto toda la carne en el asador y haber logrado que funcionase. Y hablando de todo un poco, ahora que vas a convertirte en una escritora famosa, ¿qué vas a hacer con tu vida?
– ¿Qué vida? -La pregunta le pilló fuera de lugar. Casi había logrado olvidar que John estaba sentado dos mesas más allá con la rubita de sus sueños.
– Ahí es adonde yo quería llegar. No tienes una vida. Eres demasiado joven para rendirte. Mírate, eres la mujer más imponente de todo el restaurante. No tienes por qué ser editora de Chic para tener una vida. Tienes que empezar a salir.
– ¿Te refieres a tener citas? Ni hablar. -El mero hecho de pensarlo le horrorizaba.
– No hables así -le regañó Adrian-. Tienes que conocer gente en París. Salir a cenar. No tengas citas si no estás preparada para ello: Pero por amor de Dios, al menos de vez en cuando, sal de tu casa.
– ¿Por qué? Soy feliz escribiendo. -Y se disponía a empezar otro libro.
– Estás malgastando tu vida, y te arrepentirás de ello cuando seas mayor. Nunca volverás a tener este aspecto. Sal y diviértete un poco. Si no lo haces, ¿para qué quieres vivir en París?
– Puedo fumar.
– Voy a tener que ir a París y sacarte por las orejas si no haces algo pronto. Te estás convirtiendo en una especie de reclusa.
– No, ya lo soy -dijo confiada y transmitiendo un glamour increíble.
Fiona tenía algo que ninguna otra mujer tenía, y por lo que podía apreciarse a dos mesas de distancia, John era plenamente consciente de ello. Era una mujer valiente, brillante y tenía estilo, además de un aspecto que quitaba el hipo. Y a Elizabeth Williams no le hacía ninguna gracia. John había intentado no mirar a Fiona desde que se había sentado, pero el impulso fue más fuerte que su voluntad y no pudo evitarlo. Parecía estar pasándoselo de maravilla. Ella no lo miró ni una sola vez.
– No me habías dicho que fuese tan guapa -dijo Elizabeth con tono lastimero-, ni tan joven. Creía que me habías dicho que estaba en la cuarentena.
– Y lo está. Lo que pasa es que se conserva muy bien. Tener buen aspecto forma parte de su trabajo. Dirige una revista de moda, o la dirigía. -Varias veces se había preguntado por qué razón habría dejado la revista. Había oído rumores relativos a problemas de salud, pero no tenía ni idea si eran o no ciertos. A él le parecía de lo más sana. Se preguntó si, simplemente, se habría aburrido de su trabajo. La coincidencia de fechas no llegó a decirle nada. A veces los hombres no son demasiado despiertos con esa clase de cosas. En ningún momento se le había ocurrido pensar que hubiese dejado el trabajo por él.
– Es una mujer muy hermosa -insistió Elizabeth apretando los dientes, y después pasó a lamentarse de los muchos problemas que había tenido con el desfile de moda de la Júnior League. Cualquiera a excepción de Elizabeth se habría dado cuenta de que John se estaba aburriendo. A ella le gustaba oírse hablar.
Para alivio de Fiona, justo cuando llegaron los platos que ella y Adrian habían pedido, John pagó la cuenta de la cena y, sin mirarla, él y su acompañante se levantaron y salieron. Una vez fuera, en la calle, mientras intentaban decidir si ir a casa de John o a la de ella, él echó un vistazo a través del ventanal y vio a Fiona charlando con Adrian y riendo. Y, al igual que le había pasado a Adrian, él también apreció el llamativo parecido con Audrey Hepburn. Clavó los ojos en Fiona, pero Elizabeth no se dio cuenta. Se estaba lamentando de algo relacionado con su hija de veinte años o su hijo de catorce. Era viuda y le había insistido mucho a John para que saliesen, algo sobre lo que a él le había costado tomar una decisión. No quería confundir a los hijos de Elizabeth, y no estaba seguro del grado de compromiso que había adquirido con su madre. Le había costado mucho tiempo superar lo de Fiona. Pero estaba seguro de haberlo logrado. Hasta esa noche. Casi había olvidado lo hermosa que era, y verla había supuesto todo un vuelco. Sin ser consciente, o sin pretenderlo al menos, Fiona había vuelto a poner en marcha la maquinaria.
– No me estás escuchando -se lamentó Elizabeth. John volvió a prestarle atención-. No me has escuchado en toda la noche. -John no podía recordar ni una sola palabra de lo que le había dicho desde que Fiona entró en el restaurante.
– Lo siento. Estaba pensando en otra cosa. -He dicho, ¿por qué no vamos a tu casa? Mis hijos están en la mía.
– Lo siento, Elizabeth. Llevo todo el día con un increíble dolor de cabeza. ¿Te importaría mucho si te llevo a tu casa? -Quería volver a su apartamento y quedarse a solas con sus pensamientos. No estaba de humor esa noche para hacer el amor. A veces, estar con Elizabeth resultaba simplemente agotador. Y ella no podría haber dicho nada para hacerle sentir mejor. No podía insistir para que se metiese en la cama con ella. En cuestión de minutos la dejó en su casa y volvió a su apartamento en taxi.
A esas alturas, Fiona y Adrian habían dado buena cuenta de la cena, y de regreso al apartamento de Adrian hablaron de Andrew Page. Estaba ansiosa por tener noticias de la comida que el agente iba a tener con los de la editorial. Como mínimo, pensar en su libro le evitaba pensar en John.