Fiona reunió todo el trabajo que había realizado y se lo envió a Adrian antes de marcharse a St. Tropez con John, y él logró apalabrar el alquiler de un barco de cuarenta y dos metros de eslora. Un conocido le prometió que se trataba de una hermosa embarcación, por lo que salieron hacia St. Tropez de muy buen humor. John le había dejado sendos mensajes a sus hijas, dado que no las encontró cuando las llamó por teléfono, diciéndoles que iba a quedarse en Francia dos semanas más.
Fiona hizo que una limusina les estuviese esperando cuando llegasen a Niza, y esta les llevó hasta el hotel Byblos de St. Tropez. Su suite allí era adorable. Irían a por el barco a la mañana siguiente.
Pasaron una hora en la playa esa misma tarde, después pasearon mirando escaparates y se detuvieron a tomar un café. Esa noche, Fiona le llevó a su bistrot favorito. Era tan ruidoso y estaba tan abarrotado como ella le había dicho que estaría, y después de una pequeña caminata, regresaron al hotel contentos de poder meterse en la cama para abrazarse. En esa ocasión se durmieron prácticamente en cuanto apoyaron la cabeza en las almohadas. Habían vivido una semana cargada de pasión, gente y emociones, y a ambos les encantaba la idea de pasar las vacaciones a solas.
Cuando vieron el barco a la mañana siguiente, ambos quedaron boquiabiertos por su belleza. Pasaron el día navegando acompañados por una tripulación de nueve miembros, hicieron noche en el puerto de Montecarlo, y disfrutaron de una tranquila cena romántica en la cubierta de popa, bebieron champán y se deleitaron contemplando los fantásticos alrededores.
– ¿Cómo ha ocurrido esto? -preguntó Fiona completamente anonadada-. ¿Me he perdido algo? ¿Cuándo morí y llegué al cielo? ¿Cómo es posible que haya tenido tanta suerte? -Jamás en su vida se había atrevido a soñar que encontraría alguien como John. Y él se sentía exactamente igual. Fiona era mágica.
– Tal vez nos lo merecíamos -respondió él con sencillez, porque lo creía.
– Es demasiado simple. Me siento como si me hubiese tocado la lotería.
– Nos ha tocado a los dos -la corrigió.
Durante las dos semanas siguientes vivieron inmersos en un maravilloso idilio, más allá de cualquier esperanza, sueño o deseo.
Solo pudieron disponer del barco durante la primera semana, e hicieron muy buen uso de él, y el tiempo que pasaron juntos después fue solo un poco más prosaico. Pero también disfrutaron de él, y lo pasaron de maravilla en St. Tropez yendo a la playa y descubriendo nuevos restaurantes. Las vacaciones acabaron demasiado pronto. Les parecía que solo habían pasado unos pocos minutos y ya estaban de nuevo en el aeropuerto de Niza. Volaron a París y, desde allí, de vuelta a casa, a Nueva York. Por primera vez en mucho tiempo, Fiona no estaba ansiosa por ver a Sir Winston. Y durante el vuelo transoceánico, hablaron sobre cómo iban a pasar el resto del verano.
John ya le había dicho que sus hijas estarían fuera hasta el Día del Trabajo, el primer lunes de septiembre, su ama de llaves estaba pasando unos días con su familia y su perra estaría en la perrera hasta el fin del verano. Ella requería mucha atención, y no podría cuidar de ella como era debido si su ama de llaves estaba en Dakota del Norte. Y después del fin de semana de la fiesta del Trabajo, sus dos hijas regresarían a la universidad, si bien volvería a verlas con regularidad durante el curso académico. Courtenay pasaba algunas semanas en casa desde que estaba en Princeton. Hilary hacía todo lo posible para viajar desde Brown una vez al mes, excepto cuando tenía exámenes. John le explicó que era una estudiante muy seria. Quería dedicarse a la oceanografía, por eso estaba haciendo prácticas ese verano en un laboratorio de Long Beach, en California. John había pensado en un millón de ocasiones que estaba convencido de que a Fiona le encantarían sus hijas. También estaba seguro de que ellas caerían rendidas a sus pies, como le había pasado a él mismo. Esa parte del asunto era sencilla. De lo que no estaba tan seguro era de la reacción de Fiona ante ellas, pues nunca había tenido hijos y no debía de saber cómo relacionarse. Pero bueno, sus hijas no eran ya unas niñas de pecho, eran mujeres. Así que, probablemente, Fiona sabría tratar con ellas a la perfección, se dijo John, y tarde o temprano acabarían siendo amigas. Sus hijas necesitaban compañía femenina adulta, pues ambas echaban mucho de menos a su madre. Fiona ya había asegurado que iría con ellas de compras. No sabía gran cosa de muchachas o jovencitas, pero era buena en eso de comprar, y supuso que sería una buena manera de empezar a conocerlas.
– Entonces, ¿qué haremos cuando volvamos a casa? -preguntó Fiona cuando se sentaron en la sala de espera de primera clase en el aeropuerto Charles de Gaulle, esperando la salida de su vuelo a Nueva York.
– ¿A qué te refieres? Había pensado que tal vez podríamos alquilar una casa en los Hamptons para los fines de semana. -Tal vez habría alguna que nadie hubiese querido alquilar, y a los dos les encantaba la playa y estar fuera de la ciudad. Si esa posibilidad fallaba, siempre podía alquilar otro barco, lo cual les pareció a los dos bastante interesante. Las posibilidades eran infinitas, pero ella tenía otro plan en mente. Habían pasado de las primeras citas y los primeros rubores a querer pasar juntos todo el tiempo.
– ¿Quieres quedarte en mi casa mientras está fuera tu ama de llaves? -le preguntó Fiona. Él había pensado en esa posibilidad, pero le había parecido presuntuoso proponérselo.
– ¿Cómo crees que se lo tomaría Sir Winston? ¿Crees que tendríamos que preguntárselo antes?
– No te preocupes. Haré un trato con él. Y a ti, ¿qué te parece la idea?
– Creo que es una idea excelente. Es difícil llevar adelante mi casa sin la señora Westerman. No tengo a nadie más que haga la limpieza. Hay alguien que viene una vez a la semana, pero lo lleva ella. Tu casa parece un poco menos problemática, con Jamal, y para ti las cosas son más sencillas con el perro… Lo siento…, quería decir tu hijo, o sea, Sir Winston.
– Eso está mejor -le dijo con una sonrisa. Le gustaba mucho el arreglo. Pero entonces, de repente, al pensar en los armarios, le entró pánico. No disponía ni de un solo centímetro libre en ellos, y tendría que hacerle un hueco a John lo antes posible. Se preguntó si le importaría tener que bajar al piso de abajo, a la habitación de invitados, para dejar su ropa. Allí guardaba sus abrigos de piel y la ropa para esquiar, pero seguramente podría conseguir algo de espacio para él. Tal vez. O… tal vez en el armario del despacho, pero no tenía nada para colgar ropa… El armario del lavabo… estaba lleno de camisones y batas y ropa de playa, y también algunos vestidos viejos. Tendría que pensar en algo. Era un hombre de muy buen talante. Así lo había demostrado en el viaje, cuando alguna cosa no salía bien, aunque pocas cosas no salieron bien. Se había mostrado amable y resolutivo en todo momento, y a ella le encantaba que fuese así. No parecía tener arranques de mal carácter, sino que siempre se mostraba dispuesto.
Esa noche fueron ya directos a casa de Fiona. Jamal la había dejado de punta en blanco para ella, y había colocado jarrones con flores en todos los rincones. La nevera estaba llena de todo lo que a ella le gustaba. Había incluso una botella de champán, que abrió para compartir con John, y brindaron de pie en el salón. Sir Winston llegaría al día siguiente, y ahora sí tenía ya ganas de verlo. A la mañana siguiente, John preparó el desayuno para ella. Hizo una tortilla de queso y panecillos ingleses. Salieron de casa al mismo tiempo para acudir a sus respectivas oficinas. Jamal llegó justo cuando ellos se iban y miró a Fiona con cara de sorpresa. Algunos hombres habían pasado la noche en aquella casa a lo largo de los años, y el director de orquesta había vivido con ella, pero hacía mucho tiempo que no veía a un hombre en la casa por la mañana. No sabía si se trataba de un asunto temporal o de alguien a quien iba a tener que acostumbrarse a ver. Las palabras de Fiona, por lo tanto, le dejaron con la boca abierta.
– Este es el señor Anderson, Jamal. Quiero una llave para él -dijo sin miramientos; tenía una reunión importante en la redacción y no tenía tiempo para remilgos-. Haz una copia y déjala en mi despacho. -Le recordó que tenía que estar en casa cuando trajesen a Sir Winston a las cuatro de la tarde. Tras ese breve encuentro, ella y John detuvieron dos taxis, se besaron en medio de la calle y se fueron a trabajar.
Habían quedado en verse en casa de Fiona por la noche. Él tendría que pasar primero por su apartamento para recoger algunas cosas. Así de sencillo. Como por arte de magia, iba a vivir con un hombre en su propia casa. Al menos, durante el verano. Hasta que sus hijas y su ama de llaves regresasen. Suponía que una vez las chicas se marchasen a la universidad, él volvería a instalarse con ella. Al menos, eso era lo que ella deseaba. Lo deseaba con todo su corazón. Quería que su relación funcionase, más de lo que había querido cualquier otra cosa en su vida. Estaba realmente enamorada de él, y creía que John era un hombre extraordinario. Y sabía que él sentía lo mismo por ella. Menuda suerte.
– ¿Qué tal por St. Tropez? -le preguntó Adrian con una sonrisa de reconocimiento cuando ella cruzó la puerta cargada con una pila de papeles y carpetas y revistas que se había traído de París. Tenían mucho de que hablar.
– Ha sido fabuloso. -Le sonrió. Él se fijó en sus ojos. Nunca antes la había visto tan relajada.
– ¿Y dónde está él ahora?
– En su oficina.
– ¿Dónde ha pasado la noche? -preguntó Adrian burlón. Era como un hermano para Fiona y a ella no le importaban sus puyas. Tenía muy pocos secretos para él, si es que tenía alguno.
– No es asunto tuyo.
– Yo creo que sí. ¿Se lo has dicho ya a Sir Winston?
– Le daremos la noticia esta noche.
– Llama al veterinario y dile que le dé un Valium. Será duro.
– Lo sé. -Entonces bajó la voz-. Tengo un serio problema, y no sé qué hacer al respecto.
Adrian cambió el gesto. Se preocupó al instante.
– Nada demasiado serio, espero.
– Podría serlo, Adrian. Necesito espacio en el armario. En mis armarios no queda espacio más que para un pañuelo.
– ¿Va a irse a vivir contigo? -Adrian parecía impresionado. Las cosas estaban yendo muy rápido. Pero las cosas sucedían de ese modo en ocasiones. Y esta era una de ellas.
– Algo así. Durante lo que queda de verano. Hasta que regrese su ama de llaves. Te juro que si se presenta con algo más que un par de pijamas me pondré a gritar. Anoche revisé todos los armarios, Mis abrigos de piel están en la habitación de invitados, mi ropa de verano en el piso de arriba. Mis vestidos de noche, mis camisones, mi ropa de trabajo… Dios, Adrian, tengo más ropa que una tienda. No tengo espacio para un hombre.
– Será mejor que hagas un poco de espacio lo antes posible. A los hombres no les gusta tener que rebuscar sus calzoncillos en el cajón de tus panties, o tener que pelearse con tus camisones para sacar la americana. Si no le va el travestismo, te enfrentas a un problema serio.
– Pues no le va.
– Estás jodida. Vende tu ropa.
– No seas ridículo. Tienes que imaginar algo mejor.
– ¿Yo tengo que imaginar algo mejor? ¿Acaso tengo pinta de policía de armarios? Él no va a mudarse a mi casa, va a instalarse en la tuya.
– ¿Tú qué harías? Tienes tantos trastos como yo.
– ¿Qué te parecería alquilar un tráiler y aparcarlo en la acera para guardar tu ropa? -Le divertía el problema al que tenía que enfrentarse Fiona, pero ambos sabían que era un agradable problema al que enfrentarse.
– No tienes gracia.
– No, pero tú sí. Saca todas tus cosas de uno de los armarios y, si no hay otro remedio, déjalas en la habitación de invitados, o cuelga la ropa en una de esas perchas con ruedas y llévala de un lado para otro de la casa.
– Buena idea. -Parecía aliviada-. Hazme un favor, ve a Gracious Home a la hora del almuerzo y cómprame un montón de perchas. Haz que alguien las lleve a mi casa. Le diré a Jamal que las deje en la habitación de invitados, y yo vaciaré uno de los armarios esta noche para John.
– Perfecto. Lo ves, la gente se equivoca. Creen que el reto con lo de las relaciones es el tema del sexo o del dinero. No es cierto. El problema clave son los armarios. Yo tuve que pedirle a mi último amante que se fuese. Era él o mis Blahniks. Me sentí fatal, pero en el fondo me sentía más atraído por mis zapatos. -Ella también le conocía de sobra y sabía que su último amante le había sido infiel, y que Adrian se había sentido hundido, lo había echado de casa y había llorado durante semanas. Era un tipo decente, pero su novio no lo había sido. Había estado muy cerca de romperle el corazón.
– Eres un genio. Cómprame las perchas. Intentaré irme a casa temprano y empezaré a vaciar uno de los armarios para él. Me siento tan tonta por tener tantas cosas.
– Te sentirías algo más que tonta si, teniendo el trabajo que tenemos, fueses mal vestida. Las cosas por su nombre.
– De acuerdo, pues entonces somos personas superficiales y terriblemente consentidas. Y tienes razón. Tal vez debería alquilar un apartamento solo para mi ropa e ir cambiándola con el cambio de estación. De ese modo solo necesitaría la mitad de los armarios.
– Primero comprueba si la relación funciona. Por cierto, ¿cómo va la cosa? Supongo que debe de ir bien si vas a permitirle que se instale en tu casa contigo.
– No va a instalarse -le corrigió-. Va a quedarse conmigo por lo que queda de verano.
– Lo que tú digas, «va a quedarse». Las cosas parecen ir bastante bien. Nadie se «ha quedado contigo» desde hace años. -Adrian le recordó lo que ella sabía de sobra.
– Y yo había dado por seguro que nadie volvería a quedarse nunca. Creía que Sir Winston y yo estaríamos juntos hasta la eternidad, o hasta que la muerte nos separase.
– Uno de los dos va a sobrevivir a vuestra relación. Y teniendo en cuenta la edad de Sir Winston y sus problemas de corazón, espero que seas tú. -Ella asintió, sorprendida por el comentario. Le gustaba pensar que Sir Winston iba a vivir para siempre. Adrian suponía que tendría suerte si podía estar a su lado un año o dos más, como mucho. El perro había sufrido ya un par de serios avisos. Adrian esperaba, por el bien de Fiona, que el hecho de que ella compartiese sus días con un animal bípedo no llevase a Sir Winston a una situación límite.
Tras resolver los problemas más destacados del momento, Adrian y Fiona se pusieron manos a la obra. Él la puso al día de todo lo que había sucedido relacionado con los desfiles de París. Ella tenía una reunión general con todo el equipo a las once que, como sucedía por costumbre, se alargó hasta las dos. Pasó el resto de la tarde recuperando el tiempo perdido, mirando las fotos de los desfiles de alta costura, y comprobando las fechas y los detalles para próximas sesiones fotográficas. Siempre estaban locamente ocupados. Acababan de cerrar el número de octubre y ya estaban empezando el de noviembre. Y dentro de un mes estarían hasta los topes por el tema de la Navidad, pues ese era siempre uno de los números grandes. Fiona se sintió decepcionada al descubrir que dos de sus editores favoritos habían dejado la revista mientras ella estaba fuera. Adrian había contratado a sus sustitutos estando ella de vacaciones.
Se quedó anonadada al comprobar que tenía prevista una importante sesión fotográfica para finales de semana con Brigitte Lacombe. Y otra, todavía más complicada, con Mario Testino para el mismo fin de semana. Iba a ser una semana de locos. Bienvenida a casa.
Pero a pesar de todo lo que tenía entre manos, se las arregló para salir de la redacción a las seis en punto y volar a casa. Adrian había conseguido que enviasen unas cuantas perchas con ruedas a su casa y Jamal las había montado en la habitación de invitados, aunque ella no se dio cuenta, hasta que tiraron dos al suelo con todos los vestidos de noche colgados, que las habían montado mal. Jamal había seguido las instrucciones de montaje al revés. Tuvo que ayudarla a recomponerlas.
– Ese tipo tiene que gustarte de verdad -comentó Jamal mientras ella recogía todos sus vestidos de noche del suelo por tercera vez y los colgaba de la percha. Había dedicado dos minutos enteros a besar y abrazar a Sir Winston, y él se había limitado a mostrarse frío y distante. No le gustaba que lo enviasen de «campamentos», y siempre que tenía que ir, se lo hacía pagar con creces a Fiona durante semanas. Ella vivía en la casa del perro. Y, a esas alturas, ya se había tumbado en la cama y roncaba sonoramente.
– Es un tipo estupendo -dijo sobre John al tiempo que colgaba parte de su ropa de playa en las perchas y una docena de camisones. Para cuando acabó, había dejado vacío un tercio del armario para los trajes de John, y quedaba espacio en el suelo para cuatro o cinco pares de zapatos. Y había sacado las cosas de dos de los cajones. No parecía gran cosa, pero le había llevado dos horas de trabajo. John llamó a las siete y le dijo que todavía estaba en la oficina, que no había pasado por el apartamento y que esperaba llegar a su casa a eso de las nueve. Y que si le parecía bien, podía llevar consigo pizza y vino. Ella le dio su aprobación y le dijo que prepararía una ensalada y una tortilla, lo cual a él le sonó a música celestial. Fiona sonrió tras colgar el teléfono, le parecía maravilloso hacer vida doméstica con él.
Jamal ya se había marchado para entonces, y ella exploró de nuevo por sus armarios buscando posibles cosas que sacar. Finalmente logró sacar dos parkas para esquiar que rara vez se había puesto y también el gran abrigo largo que llevaba cuando nevaba. Ocupaban un montón, pero traducido a espacio del armario, sospechaba que solo le servirían a John para colgar dos o tres trajes más. Parecía más difícil encontrar sitio en el armario que encontrar oro. Y sin duda ella habría preferido sacarse el oro de los dientes que entregarle todo un armario a John. Era una exigencia demasiado dura, por mucho que le quisiese.
Se sentó en la cama junto a Sir Winston, él la miró, gimió y se dio la vuelta sobre el lomo. Ella captó el mensaje y fue a darse una ducha antes de que llegase John. De repente, todo era diferente. Ahora, en lugar de tumbarse en la cama al llegar la noche, hecha una piltrafa, y comer atún directamente de la lata, o un plátano con un poco de pastel de arroz, tenía que adecentarse, tal vez incluso lucir sexy y glamourosa, y preparar comida para dos. Pero era divertido. Y solo iba a ser así durante el verano. Era como jugar a las casitas. Se puso una especie de chilaba de color rosa pálido de seda y unas sandalias doradas y después preparó la mesa e hizo una ensalada. Tenía pensado hacer la tortilla cuando él ya estuviese en casa.
Cuando llegó, cerca de las diez, parecía completamente agotado. Mucho peor de lo que ella solía estar cuando llegaba a casa. Acarreaba un montón de ropa, que sacó del taxi llevándola abrazada contra el cuerpo, y dos bolsas llenas de cinturones, corbatas, ropa interior y calcetines. Daba la impresión de haber iniciado una mudanza, y durante una fracción de segundo, a Fiona le dio un brinco el corazón. Pero al instante recordó la suerte que tenía y lo mucho que le amaba. Cuando la besó, se lo recordó, y después él dejó en el suelo del recibidor todas sus pertenencias. Tras el beso John miró a su alrededor expectante y preguntó:
– ¿Dónde está el perro?… Lo siento…, el chico…, el hombre…, tu amigo… Bueno, ya sabes, Sir Winston. -Tenía que recordarlo si quería que las cosas fuesen bien. Cada vez que pronunciaba la palabra «perro», ella le miraba como si le hubiese dado un bofetón. Por lo visto era muy sensible a ese tema; y, por lo visto, el perro también lo era.
– Está enfadado conmigo. Se ha ido a la cama.
– ¿Nuestra cama?… ¿Tu cama?-Ella asintió, él esbozó una sonrisa y volvió a besarla. John era un buen partido pero, después de todo, era la casa de Sir Winston. Había llegado primero.
– Debes de estar hambriento. He hecho una ensalada. ¿Quieres ahora la tortilla?
– Para serte sincero, no tengo mucha hambre. Me he tomado un tazón de sopa en el apartamento. La señora Westerman dejó vacíos todos los armarios. Es como si nadie viviese allí.
– Ahora no vive nadie. -Fiona sonrió orgullosa al pensar en el espacio que había logrado despejar en el armario. Esperaba que a él le pareciese bien.
– ¿Sabes lo que me encantaría?, me encantaría darme una ducha y relajarme. No tienes por qué cocinar nada para mí. -Ella tampoco tenía hambre, así que volvió a recoger los salvamanteles y guardó la ensalada en la nevera. Agarró un plátano y ayudó a John a llevar sus cosas arriba. También se había traído su kit para limpiar los zapatos, y su cepillo de dientes eléctrico. Le interesaba la higiene bucal y se pasaba horas con el hilo dental por las noches.
Cuando llegaron arriba, tiraron toda la ropa encima de la cama. Solo tras escuchar el ronquido bajo aquella montaña de ropa comprendió que habían enterrado a Sir Winston, y Fiona lo sacó todo al instante. El perro alzó la cabeza, les miró, volvió a apoyar la cabeza y retomó el concierto de ronquidos. Parecía una perforadora mecánica siguiendo un ritmo monótono. Fiona sonrió.
– ¿Eso significa que da su aprobación o no? -preguntó John mirando al animal desconcertado. Nunca había oído nada parecido, excepto algunas máquinas-. ¿Le has contado lo nuestro?
– Más o menos. Creo que está al corriente.
– ¿Y qué ha dicho?
– No gran cosa.
– Bien-dijo aliviado. Estaba demasiado cansado para negociar con un perro. Había sido un día infernal, porque tenían nuevos problemas con dos cuentas de la agencia. Nada irresoluble, pero le había llevado toda la jornada y le había dejado para el arrastre. Estaba hecho polvo y lo único que quería era darse una ducha y meterse en la cama. Caminó hasta el baño mientras Fiona colgaba su ropa en el armario. Cuando John salió, unos veinte minutos más tarde, volvía a tener pinta de ser humano, estaba limpio y se había desprendido de todos sus pensamientos relacionados con el trabajo.
Fiona le enseñó los dos cajones. John se sintió como un niño en un campamento de verano, o como el primer día en un internado, aprendiendo dónde tenía que dejar las cosas. Nada allí le resultaba familiar, pero no le importaba. Su principal deseo era estar con ella. Fiona también le mostró dónde había colgado sus trajes y sus camisas. Estaba todo muy apretadito a la izquierda de su ropa, sin un solo centímetro de separación, pero había cabido todo. Él observó la ropa durante unos segundos, preguntándose por qué ella no habría hecho un poco más de espacio, pero optó por no decir nada. Había una especie de vestido con plumas cubriendo uno de sus trajes.
– No ha quedado mucho sitio -comentó.
Fiona odiaba tener que admitirlo, pero el armario parecía haber encogido desde la tarde. Se había sentido muy orgullosa del espacio que había dejado para él, pero ahora no parecía suficiente. Se prometió estudiar con calma el problema al día siguiente. Necesitaba más perchas con ruedas. Pero John estaba demasiado cansado para preocuparse por algo así. Puso en marcha el televisor y se tumbó en la cama. Sir Winston alzó la cabeza, le miró con desprecio y dio la impresión de hundirse en la cama. Al menos no le había ladrado. John no estaba seguro de poder dormir con el ruido que hacía, pero estaba dispuesto a intentarlo, y por otra parte estaba tan agotado esa noche que no le preocupaba demasiado. Se quedó dormido con la tele puesta y Fiona entre sus brazos. Eso era todo lo que deseaba. Y cuando se despertó a la mañana siguiente, Fiona tenía dispuesto café y zumo de naranja para él, le entregó el periódico y le había preparado unos huevos revueltos. El perro ya se había marchado.
Todo era estupendo en su pequeño mundo. La primera noche había ido muy bien. Fiona se sentía enormemente aliviada cuando se fue a trabajar. John le envió rosas esa tarde. Adrian alzó una ceja cuando las vio sobre su mesa.
– ¿El perro no le volvió loco?
– Por lo visto, no. Dormimos como dos troncos. Y le he preparado el desayuno esta mañana -dijo con orgullo.
– ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo así?
– El día de la Madre, cuando tenía doce años. -Adrian sabía que Fiona odiaba hacer cualquier otra cosa aparte de vestirse antes de irse a trabajar por la mañana.
– Virgen santa -dijo Adrian volviendo sus ojos hacia el cielo con el aspecto de un niño en unas jornadas espirituales-. ¡Eso tiene que ser amor!