Capítulo 13

Gracie sintió que la sala temblaba bajo sus pies. Durante un instante, temió que, por primera vez en su vida, iba a desmayarse. Entonces, cuando la visión se le aclaró vio que Riley se había puesto de pie y que la observaba con una expresión de furia y conmoción en el rostro.

– Gracie, ¿es eso…? -le preguntó Jill.

Gracie no esperó a que Jill terminara su pregunta. Sentía que todo el mundo la estaba mirando y que hablaban sobre ella. Nada importaba. No le importaba nada más que Riley y lo que él debía de estar pensando en aquellos momentos.

– Tengo que marcharme -dijo. Se levantó y echó a correr hacia la puertas Oyó que alguien la llamaba, pero no se detuvo ni se dio la vuelta.

– ¿Es cierto? -gritó alguien-. ¿Te ha dejado Riley embarazada?

Gracie sintió que le ardía el estómago, aunque aquella vez no tenía nada que ver con la acidez. El malestar provenía de saber que había estado muy cerca de algo especial y que acababan de arrebatárselo todo.


Riley no sabía si regresar al banco. Eran más de las cinco, por lo que fácilmente podía marcharse a su casa. Sin embargo, por alguna razón, no deseaba estar solo.

El debate había sido un desastre. Yardley se había mostrado tan alegre al final que Riley había empezado a sospechar que estaba tramando algo, aunque jamás se habría imaginado de qué se trataba. Yardley le había dado en su punto más débil. Los ciudadanos de Los Lobos estarían dispuestos a perdonar muchos fallos, pero- nadie sería capaz de perdonarle que hubiera tratado mal a una leyenda de la ciudad.

¿Cómo se había enterado Yardley? ¿Se lo había imaginado o se lo había dicho alguien?

¿Cómo podía Gracie haberle hecho algo semejante? ¿Y por qué? Sería capaz de apostarse cualquier cosa a que Gracie no sentía ninguna simpatía por Yardley. ¿Por qué iba a ayudarle? ¿Por amargura con respecto al pasado? ¿Sería aquello un elaborado plan de venganza en su contra?

Mientras entraba en el edificio se dijo que podría no ser ella. Que quien los hubiera estado siguiendo, quien hubiera tomado las fotografías podría haber visto lo suficiente para deducir lo que había ocurrido. Hasta que tuviera el informe del detective privado, no podía estar seguro de nada.

No quería que fuera Gracie. Catorce años antes habría vendido su alma o incluso su coche para sacarla de su vida. En aquellos momentos… En aquellos momentos no sabía lo que quería.

Se dirigió al ascensor. Había varios empleados juntos, hablando en voz baja. Cuando él se les acercó, uno de ellos le dio un codazo a otro. Todos se volvieron para mirarlo.

– Bueñas tardes, señor Whitefield.

Riley se limitó a asentir y se metió en el ascensor. Antes de que se cerraran las puertas, él pudo comprobar que habían vuelto a cuchichear. Los rumores viajan muy rápidamente. Suponía que, en aquel caso, se habían enterado por la retransmisión de la radio. Seguramente Zeke estaba que se subía por las paredes. Iban a tener que encontrar un buen plan para lograr recuperar el terreno perdido.

Entró en su despacho y miró el retrato de su tío.

– No vas a ganar. Ni ahora ni nunca. Encontraré el modo.

En aquel momento, alguien llamó a la puerta.

– Márchese -dijo.

– Señor Whitefield, tiene una visita.

– No me interesa.

– Es importante.

– ¿De quién se trata? -preguntó con cierta curiosidad. Sin saber por qué, se sorprendió esperando que fuera Gracie.

En vez de responder, Diane dio un paso atrás. Riley vio que se trataba de un hombre de unos cincuenta años, vestido con un traje algo raído y una camisa blanca algo sucia. En cierto modo, parecía mucho más pequeño de lo que Riley creía recordar. Tal vez habían pasado más de veinte años, pero Riley lo recordaba todo sobre el hombre que los había abandonado a su madre y a él.

El recién llegado le dedicó una sonrisa.

– Hola, hijo. ¿Cómo estás?


Gracie estaba a mitad de camino de Los Ángeles cuando se detuvo y dio la vuelta para regresar a Los Lobos. Se recordó que jamás había huido de sus problemas.

Sentía un torbellino de emociones en su interior. Se sentía asqueada y enfadada con quien la hubiera traicionado. Sin embargo, ella no le había dicho a nadie lo que estaba ocurriendo. Entonces, ¿de dónale se había sacado el alcalde la información?

El teléfono volvió a sonar: Lo agarró y, tras ver que volvía a tratarse de Jill, lo tiró de nuevo sobre el asiento. Su amiga la había llamado tres veces. Sus hermanas dos y su madre seis. No estaba de humor para hablar con nadie, pero no había recibido ninguna llamada de la única persona con la que quería hablar. Riley.

¿Qué estaría pensando? ¿Sabría que ella no había revelado su secreto o estaba ya preparando su venganza? Peor, aún. ¿La odiaría? Podía soportar que él estuviera enfadado, pero no que la apartara de su lado sin ni siquiera, darle la oportunidad de explicarse.

No comprendía cómo había podido ocurrir algo así. Le costaba creer que hubiera sido su vecina la que los había estado espiando la noche que hicieron el amor, para luego tirar a su perra al agua a propósito e ir luego a pedirles ayuda. Tenía que ser otra persona.

Cuando llegó a Los Lobos, dudó sobre qué dirección tomar. Al final, se decidió y se dirigió a la casa de Riley:

– Voy a hacerle escuchar -se dijo mientras se dirigía a la puerta.

Ésta se abrió antes de que tuviera la oportunidad de llamar. Se sorprendió tanto que dio un paso atrás y estuvo a punto de caerse.

– ¿Has estado bebiendo? -le preguntó Riley.

– No… No creí que me fueras a dejar entrar estaba preparada para llamar y llamar hasta que abrieras.

– ¿Te sientes desilusionada?

– No. Mira, Riley. He venido a decirte que no fui yo. No le conté a nadie lo que hicimos y, por supuesto, no dije que pensaba que podría estar embarazada. No sé de dónde se ha sacado esa idea el alcalde.

– Lo sé -dijo él mirándola tranquilamente.

– ¿De verdad? ¿Me crees?

– Sí.

– ¿Por qué?

– ¿No puedes aceptar simplemente mi palabra?

– No. Si yo estuviera en tu lugar no estaría segura de lo que me creería. ¿Por qué?

Riley se encogió dé hombros, lo que no resultó una respuesta muy satisfactoria. Sin embargo, pareció que aquello era lo único que Gracie iba a conseguir.

– Voy a ir a dar un paseo por la playa. -anunció él-. ¿Quieres venir conmigo?

– Claro.


Cuando llegaron, estaba casi atardeciendo. Riley aparcó el Mercedes y luego, mientras atravesaban la arena, tomó la mano de Gracie. Ella se había quitado los zapatos y, sin los tacones, casi no le llegaba ni a los hombros. Llevaba el cabello suelto y se había sacado la camisa del pantalón. A pesar de todo, Riley la encontraba terriblemente sexy.

¿Le había dicho por eso que la creía? ¿Porque se quería acostar con ella? Suponía que era, una razón tan buena como otra cualquiera, pero no había ninguna lógica en la situación.

No quería que Gracie se sintiera culpable. Era así de sencillo. Si resultaba que había sido un estúpido por confiar en ella, le podría costar noventa y siete millones de dólares y la venganza que había estado buscando.

– Cuando era niño, solía venir mucho aquí – lijo Riley-. En cuanto me saqué el carnet de conducir, se convirtió en uno de mis lugares favoritos. Solía andar por la playa y tratar de comprender mi vida.

– No creía que eso le resultara posible a un adolescente.

– Y no lo es.

– Al menos, tú hiciste el esfuerzo. Mi modo de hacerlo era escribir unas poesías verdaderamente malas.

Gracie lo miró. Se le dibujó la promesa de una sonrisa en el rostro, por lo que Riley estuvo a punto de abrazarla y de besarla, pera entonces, la sonrisa desapareció y ella suspiró.

– ¿Cómo lo supo?

– ¿El alcalde?

– Sí.

– Hizo que nos siguieran. O tal vez sólo a mí.

– ¿Es eso lo que te ha dicho tu detective?

– Lleva sólo un día trabajando. Dudo que sepa nada.

– Tienes razón. El hombre que el alcalde o quien sea que contrató realizó su trabajo mucho mejor que nosotros cuando seguimos a Zeke. Tal vez deberíamos haberlo contratado a él.

– Me gusta tu lógica.

– Entonces, ese tipo sólo tenía que tomar fotografías, pero, de algún modo, se da cuenta de lo que está pasando y se lo dice al alcalde.

– O Yardley decide jugársela y le sale bien.

Gracie le apretó la mano y se colocó delante de él.

– Te juro que yo no lo hice, Riley.

– Gracie, no tienes que decírmelo más veces. Te creo.

– Eso espero. Todo esto tiene tan mal aspecto… Yo soy la única que sabe que hicimos el amor y la única que sabe que no utilizamos nada y que yo podría estar embarazada.

– No eres la única. Yo también lo sé.

– Claro, y por eso se lo has dicho tú al alcalde… Mira, te lo digo en serio. Necesito que me creas. Yo no miento nunca y jamás te tendería una trampa. Yo no temo decir la verdad. ¿Te acuerdas? Yo soy la que te metió una mofeta en el coche. Tiendo a ser muy sincera sobre mis actos.

En aquel momento, el sol desapareció por debajo de la línea del horizonte. La luz desapareció, pero el rostro de Gracie tenía una luminiscencia propia, como si brillara desde el interior. Mirando aquel hermoso rostro, Riley habría sido capaz de creer cualquier cosa. Se inclinó y le besó suavemente la nariz. Su boca parecía llamarlo a gritos, pero, por mucho deseara besarla allí, no estaba dispuesto a prescindir de aquel maravilloso momento. Le tiró de la mano e hizo que echaran a caminar de nuevo

– Me encanta el aroma del mar -comentó Gracie-. Cuando vivía con mis tíos en Torrance, estábamos a unos siete kilómetros de la playa. Siempre he vivido cerca del mar. No creo que pudiera hacerlo en otra parte. ¿Cómo sobrevive la gente en las montañas o en el desierto?

– Es lo que conocen. Yo no vi el mar hasta que mudarnos aquí cuando yo tenía casi dieciséis.

– ¿Dónde creciste?

– En Temple y luego aquí -respondió Riley, recordando la caravana en la que había vivido con su madre-. Jamás le pregunté a mi madre por qué nos quedamos allí tanto tiempo después de que mi padre marchara. Tal vez esperaba que él regresara.

– Seis años es mucho tiempo.

– Demasiado. Entonces, nos vinimos aquí. Ella dijo que las cosas nos irían mejor porque su hermano estaba aquí. Hasta entonces, yo no había sabido que tenía un tío.

– ¿Qué ocurrió cuando lo conociste?

– Yo no lo vi; mi madre me dejó en el hotel y se fue a verlo. Cuando regresó, sabía que había estado llorando, aunque ella no quería admitirlo. No decía nada más que iba a encontrar una casita bonita en la que pudiéramos ser felices. Más tarde, supe que su hermano le había dicho que ella le había dado la espalda a la familia cuando se marchó con mi padre y que, en lo que a él se refería, mi madre no existía. Ni yo tampoco.

– Siento que tu tío fuera tan imbécil.

– Yo llevo toda la vida llamándole canalla -comentó él con una sonrisa en los labios-, pero me gusta más lo de imbécil.

– Es cierto. ¿Cómo pudo ignorar a su propia familia?

– Muy fácil -contestó Riley mientras se sentaban en unas piedras-. Yo no lo conocí jamás. Cuando yo me metía en líos, me mandaba una carta para regañarme por lo que había hecho.

– No eras tan malo.

– Yo creo que sí.

– A mí me gustabas. Tus modales de chico malo me aceleraban los latidos del corazón. ¿Cómo supiste que me gustabas?

– ¡Vaya! ¡No lo sé! Eras tan sutil al respecto…

– Tienes razón -comentó ella, suspirando-. ¿Tampoco fue a tu boda?

– No. Mi madre lo invitó, pero no quiso venir. Estoy seguro de que Pam estaba esperando un buen regalo, pero tampoco nos lo mandó. Yo no me quería casar con ella. ¿Lo sabías?

– No -afirmó Gracie-. Creía que estabas locamente enamorado de ella.

– Sólo era deseo. Hay una gran diferencia. A los dieciocho años, me gustaba tener una novia formal porque se llevaba. Cuando me dijo que estaba embarazada me puse furioso. Me había jurado fue estaba tomando la píldora y yo la creí.

– Yo jamás te dije nada -dijo Gracie algo incómoda.

– No es lo mismo. Ya te dije que no te culpo de nada.

– Pero…

– No.

– Pero…

– ¿Qué es lo que no entiendes? -le preguntó Riley, tras besarle suavemente los dedos de la mano-. Bueno, ¿de qué estábamos hablando?

– Que no querías casarte con Pam porque estabas enamorado en secreto de mí.

– No exactamente.

– Casi.

– Yo no quería casarme con Pam. Nada más.

– Recuerda que te advertí sobre ella.

– Sí, pero yo no te escuché. Sin embargo, no hubiera servido de nada. Mi madre insistió. Me dijo que tenía una responsabilidad. Quería que me comportara como un hombre respetable. Sin embargo, con dieciocho años, yo no lo veía así. Me casé con Pam y, cuando descubrí que no estaba embarazada, me marché, pero primero le dije a mi madre que había arruinado la vida y que jamás la perdonaría. Aquella fue la última vez que hablamos.

– ¿De verdad?

– Sí. Yo estaba furioso. Cuando conseguí establecerme como tú ya sabes, le envié un cheque. Ella me escribió y me pidió que fuera a verla. Yo le dije que lo haría. Jamás encontré tiempo. Al cabo del tiempo, me dijo que estaba enferma. Cáncer. Yo lo organicé todo para regresar. Ella no me dijo que era urgente, por lo que me tomé mi tiempo. Una semana antes de marcharme, me llamó el médico del hospital y me dijo que a mi madre le quedaban menos de cuarenta y ocho horas de vida. Yo tardé cincuenta en volver. Ya estaba muerta.

– Lo siento mucho -dijo Gracie, abrazándolo.

– No tiene por qué. Hace mucho tiempo de eso. Técnicamente, Yardley tenía razón. Yo no regresé para ver a mi madre cuando se estaba muriendo.

– No lo sabías.

– ¿Te parece eso una buena excusa? A mí no. Ella estaba sola. Murió sola en un hospital. El egoísta de su hijo no se molestó en darse prisa y llegar a tiempo. Y su propio hermano, que vivía en la misma ciudad, ni siquiera fue a verla. Donovan Whitefield mantuvo su palabra. Jamás perdonó a su hermana. Más tarde, encontré las cartas de mi madre, las que él le devolvió sin ni siquiera abrirlas. Ella le suplicaba que le diera dinero para el tratamiento. Lo que yo le envié no era suficiente. Por eso se 1o pidió a él. Mi tío ni siquiera se molestó en leer sus cartas.

– Lo siento -susurró Gracie, apretándose contra él. Estaba temblando.

– No importa…

– Claro que importa. Llevas muchos años cargando con esta culpa, pero no es culpa tuya. Tú no provocaste la enfermedad de tu madre ni sabías que tenías que darte prisa en regresar. Tu madre debería haber sido más sincera contigo. Además, ¿cómo pudo tu tío hacer algo así? Tal vez yo no sienta mucha simpatía por Vivian o Alexis, pero jamás les daría la espalda. Especialmente con alga así.

– Quiero que comprendas que estoy en paz con pasado.

– Es mentira. Aún sigues enfadado.

Riley se sorprendió de que Gracie lo entendiera tan bien.

– Lo superaré.

– Lo siento -repitió Gracie-. Odio al alcalde Yardley por haber tomado un trozo tan personal y lloroso de tu pasado y haberlo utilizado para hacerse parecer mejor persona. Es asqueroso.

– ¿Es también él un imbécil?

– El mayor de todos -comentó ella-. ¿Cómo ha podido hacer eso? Es horrible. Y ahora todo el mundo va a pensar mal de ti. No está bien.

– Sobreviviré.

– Lo que necesitas es ganar las elecciones. ¿Puedo hacer algo para ayudarte?

– Si se nos ocurre algún plan que te incluya a ya te lo diré.

– No me importa ir llamando a las puertas de la gente para decirle que no estoy embarazada.

– Ya veremos, ¿Por qué no esperamos hasta que estemos seguros de que no estás embarazada antes de hacer algo así?

– Sí, claro. Tienes razón -admitió Gracie. En aquellos momentos no deseaba pensar en un niño-. No creo que pudiera con algo más en estos momentos. ¿Y tú?

– Bueno, lo que yo tengo encima es diferente. Además, hoy se ha presentado mi padre a verme.

– ¿Tu padre? -preguntó ella, atónita.

– Sí, en el banco -contestó Riley, entrelazando los dedos con los de ella-. Hace veintidós años que lo vi por última vez y aún he sido capaz de reconocerlo. Supongo que eso dice algo.

– ¿Quería verte?

– No -respondió Riley con una carcajada-. Quería dinero. Ni siquiera se molestó por aparentar. Simplemente me pidió que le hiciera un cheque porque este mes va a algo justo.

– Vaya, lo siento.

– Ocurrió. Lo eché del despacho, pero estoy seguro de que volverá. Diablos, probablemente termine dándole el dinero para que me deje en paz.

– Lo siento -repitió ella, abrazándolo-. No cómo mejorar esta situación.

– No te corresponde a ti.

– Lo sé, pero a pesar de todo me gustaría arreglarlo -susurró, acariciándole suavemente el rostro-. Vente a casa conmigo.

– Ésa es una solución a corto plazo -repuso Riley.

La expresión de su rostro no cambió en absoluto.

– Es la mejor que te puedo ofrecer ahora mismo.

– No me estoy quejando.

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