Capítulo 4

Gracie no estaba segura de qué ropa se debía llevar para seguir a alguien. En las películas, todo el mundo llevaba colores oscuros y tomaba café. Ella no podía tomar café tan tarde, en primer lugar para poder dormir y en segundo para que el estómago no le ardiera. Ya se sentía suficientemente nerviosa.

– Primero la ropa y luego la intendecia -se dijo delante del armario.

No se había llevado mucha ropa. La mayor parte del espacio de su Subaru había estado dedicado a suministros para su trabajo, por lo que había tenido que limitar su guardarropa a dos maletas y pequeñas. Por supuesto, cuando las preparó, no había tenido en cuenta que podría jugar a ser chica Bond con un atractivo Riley 007.

– Negro -murmuró mientras buscaba unos pantalones. Vio unos negros. Seguramente tenía una camiseta negra en alguna parte. Con eso serviría.

Encontró la camiseta en un cajón. Desgraciadamente, estaba decorada con una silueta blanca de unos novios y que llevaba escrito el logo de Novias en la Playa 2004, acontecimiento al que había acudido el verano anterior.

A pesar de todo, decidió ponérsela. Se miró en el espejo y se dio cuenta de que cabello rubio llamaría demasiado la atención en la oscuridad. Tras rebuscar un poco más, encontró una gorra de béisbol. Era de color azul, por lo que no iba demasiado – bien con la camiseta negra, pero no se trataba de un desfile de modas. Además, no creía que Riley se fijara en lo que llevaba puesto.

Riley… Sólo su nombre conseguía que se le tensara el cuerpo y que se le cuadriplicaran los latidos del corazón. Iba a tener que encontrar el modo de contrarrestar la reacción que él le producía. Sólo estaban juntos para averiguar lo que estaba tramando Zeke. Le daba la sensación de que, si pudiera elegir, Riley preferiría pasar la velada con un asesino en serie que con ella. Cualquier atracción por su parte era una mala idea.

Se puso unas sandalias y se dirigió a la parte delantera de la casa. El ligero golpeteo en el techo le dijo que la lluvia prometida por la predicción meteorológica había llegado por fin. Tomó un chubasquero y se fue a buscar su bolso y las llaves.

Segundos más tarde, unos faros iluminaron las ventanas. Había llegado.

Gracie no sabía qué hacer, por lo que decidió esperar hasta que él llamara a la puerta.

– Hola -dijo al abrirla. Entonces, se alegró de haber hablado antes de verlo.

Estaba tan guapo… Como ella, se había vestido completamente de negro, pero la camiseta que él llevaba puesta no anunciaba nada más que las acerados músculos de su torso y la estrechez de la cintura. Las gotas de lluvia le brillaban sobre el cabello como si estuvieran presumiendo de la intimidad que compartían con él.

– ¿Estás lista? -le preguntó, sacudiéndose el agua de los brazos- Veo que tienes un chubasquero. Bien. Está lloviendo mucho.

Gracie no sabía qué decir. Se sintió incapaz de moverse, como si los pies se le hubieran pegado por completo al suelo. Al fin consiguió hablar.

– ¿Vamos… vamos a ir en tu coche?

– Lo preferiría.

A ella le pareció bien. No le apetecía conducir. Dudaba que, en aquel momento, fuera capaz de realizar poco más que las funciones corporales involuntarias, No sólo se sentía abrumada por la atracción que sentía hacia Riley, sino también por la injusticia de la situación. Había estado fuera tanto tiempo y había sido capaz de seguir adelante con su vida. ¿Era demasiado pedir poder regresar a casa durante unas pocas semanas sin hacer el ridículo?

No encontró respuesta a aquella pregunta retórica, por lo que se limitó a tomar bolso y llaves, a apagarlas luces y a salir al exterior.

Riley se dirigía hacia su coche, un elegante Mercedes plateado que aún olía a coche nuevo y a cuero recién estrenado. Gracie se sentó y trató de no pensar en que iban a pasar sólo Dios sabía cuánto tiempo a solas.

En cierto modo, algunas personas hubieran podido considerar aquello una cita.

– ¿Por qué no te alojas en la casa de tu madre? -preguntó él.

– Lo había pensado, pero necesito espacio para mi trabajo. Suelo trabajar por la noche y muchas personas no aprecian el ruido a las tres de la mañana.

– ¿Me equivoco al pensar que te dedicabas a algo sobre pasteles?

– No. Pasteles de boda. También realizo el algunas ocasiones pasteles para otras celebraciones, pero la mayoría de la gente no está dispuesta a pagar esa cantidad de dinero más que para una boda.

– ¿De cuánto dinero estamos hablando?

– En estos momentos estoy trabajando en un pastel que lleva una decoración muy laboriosa y es para unas cincuenta personas. Voy a cobrar mil.

– ¿Dólares?

– Sí, me ayuda cobrar mis trabajos en dólares norteamericanos. Así me ahorro confusiones.

– ¿Ese dinero por un pastel?

– Por un pastel de mucha calidad.

– Aun así… ¿Cuántos pasteles haces al año?

– Menos de cien. Por supuesto, los pasteles de boda cuestan más caros, pero también llevan más tiempo. No me va mal, pero tampoco me estoy haciendo rica. No lo seré hasta que me decida a ampliar el negocio, lo que no estoy segura de querer hacer. Me gusta tener el control absoluto de todo. ¿Sabes dónde vive Zeke? -preguntó ella, mientras avanzaban por Los Lobos.

– He estado en su casa en un par de ocasiones.

– Yo tengo su número de matrícula -dijo Gracie buscando en su bolso la información que Alex le había dado.

– Si la lluvia empeora, no podremos leer ninguna matrícula-. Tomó una calle lateral y aminoró la marcha. Gracie sólo había estado en la casa de su hermana una vez desde que regresó a la ciudad, por lo que tuvo que fijarse en los números para saber cuál era. Riley apagó las luces y se detuvo al otro lado de la calle.

– Ése es el todoterreno de Zeke-afirmó.

– ¿Es negro?

– Azul oscuro, pero, con este tiempo, cualquier vehículo oscuro parece negro.

– Muy bien. ¿Y ahora qué?

– Tenemos que esperar.

Gracie ya se lo había imaginado. De eso se trataba cuando se vigilaba a una persona, pero pensarlo y hacerlo eran dos cosas muy diferentes. No solo la ponía nerviosa Riley, sino que le resultaba muy difícil quedarse inmóvil. No hacía más que removerse en el asiento, estirar las piernas y calarse la gorra.

– ¿Te vas a quedar quieta alguna vez? -quiso saber Riley, sin apartar la mirada de la casa.

– Es que no me puedo poner cómoda. Siempre dice todo el mundo que soy muy inquieta, pero no comprendo cómo la gente se puede quedar inmóvil como una piedra. No es natural…

– Ahí está -dijo Riley, interrumpiéndola.

Efectivamente, Zeke salía apresuradamente de la casa y se metía en el todoterreno. Instintivamente, Gracie se hundió en el asiento y se ocultó el rostro.

– Dudo que pueda verte con esta lluvia -comentó Riley muy secamente.

– Quiero estar segura. No hables tan alto.

– Te estás tomando todo esto muy seriamente -observó él con una sonrisa.

Arrancó el coche y esperó hasta que Zeke se puso en marcha para avanzar detrás de él.

– ¿Adónde crees que va? -preguntó Gracie, poniéndose un poco más cómoda-. ¿Qué crees que está haciendo? Si no está viéndose con otra mujer, las posibilidades son interminables.

– Por favor, no me las digas.

– No iba a hacerlo.

– Contigo nunca se sabe.

Aquellas palabras irritaron a Gracie.

– Perdona, pero tú no me conoces en absoluto. Las impresiones que tienes de mis actos vienen de cuando yo apenas tenía catorce años y de lo que leíste en una serie de estúpidos artículos. Hasta ayer, no habías tenido ninguna conversación conmigo ni habías pasado ni un sólo momento en mi presencia.

– Hablamos cuando te tiraste delante de mi coche y me suplicaste que te matara si me iba a casar con Pam.

Gracie sintió que el rubor le abrasaba las mejillas y agradeció la oscuridad que los rodeaba.

– Eso no fue una conversación. Yo hablé. Tú te metiste en el coche y te marchaste en la dirección opuesta,

– Tienes razón. Entonces ¿me estás diciendo que debería darte una oportunidad?

– Estoy diciendo que no deberías juzgarme o asumir nada hasta que me hayas podido conocer mejor -afirmó ella. De repente, se dio cuenta de que tal vez Riley no quisiera conocerla mejor-. Se dirige a la autopista,

– Ya lo veo.

Riley aceleró y se mantuvo cerca del todoterreno de Zeke. Cuando por fin estuvieron en la autopista, redujo un poco la velocidad. Desgraciadamente, otro todoterreno se colocó delante de ellos e impidió que pudieran ver claramente a Zeke.

– Hay tantos todoterrenos… -dijo ella mirando por su ventanilla.

Efectivamente, estaban rodeados de todoterrenos.

– Ten su número de matricula a mano -le pidió Riley-. Lo vamos a necesitar si nos quedamos separados durante mucho tiempo.

– Aquí lo tengo -comentó Grade, sacando el papel-. Tal vez deberíamos haber comprado uno de esos dispositivos de seguimiento. Así, sólo tendríamos que seguir un punto rojo para saber donde está… ¿Qué? -exclamó al sentir la mirada de Riley sobre ella-. Lo he visto en las películas. No es que yo tenga uno y lo vaya a utilizar con alguien de quién no sospeche nada.

– Contigo nunca se puede estar seguro.

– A eso me refería con lo de no juzgarme. Yo acabo de hacer una sugerencia razonable y tú te has lanzado a mi yugular.

– ¿Poner un dispositivo ilegal en el coche de otra persona te parece razonable?

– ¿De verdad crees que es ilegal?

– Si no estuviera lloviendo tanto y yo no tuviera que fijarme tanto en la carretera, me golpearía la cabeza contra el volante.

– ¿Por qué? -preguntó Gracie. Estaba realmente desconcertada-. ¿Que he hecho?

Riley realizó una especie de gemido que Gracie no creyó haber oído nunca antes.

– ¿Estás casada? -quiso saber é1-. ¿Tengo que preocupame de que se me presente un tipo y trate de darme una paliza?

– No estoy casada, aunque me gustaría señalar que cualquier hombre con el que yo me casara comprendería perfectamente la necesidad de ayudar a mi hermana -replicó ella con una cierta indignación. ¿Y tú?

– No. Pam me curó de desear algo a largo plazo. Desde ella, mis relaciones han sido estrictamente superficiales.

A Gracie le habría gustado hacer más preguntas, pero vio algo.

– ¿Es ése el coche de Zeke? Mira. Ese todoterreno oscuro sale de la autopista -anunció. Se fijó atentamente y vio que el desvío llevaba a Santa Bárbara-. ¿Qué es lo que puede estar haciendo aquí?

– No podemos estar seguros de que se trate de él. Yo no llego a leer el número cíe matrícula, ¿Y tú?

– Tampoco. Tendrías que acercarte un poco más.

Riley lo intentó, pero tuvo dificultades, para realizar la maniobra. Cuando consiguieron tomar el desvío, vieron que el otro vehículo giraba a la izquierda.

– ¡Vamos, vamos, vamos! -gritó Gracie.

– Ya voy.

Siguieron al todoterreno a través de una zona residencial y observaron que se detenía delante de una casa de dos plantas.

Gracie no podía creerlo. ¿Qué estaba Zeke haciendo allí?

La puerta principal de la casa se abrió y salió un niño corriendo.

– Oh, Dios mí… No es que esté teniendo una aventura, sino que tiene otra familia al completo.

Cuando el conductor del otro todoterreno descendió del coche, Gracie se relajó. Se trataba de una mujer que se agachó inmediatamente para tomar al niño en brazos.

– Bueno, supongo que eso significa que lo hemos perdido -concluyó muy aliviada.

– ¿Tú crees? -comentó Riley, mientras daba la vuelta y regresaba por el mismo camino que les había llevado allí-. Debería haber dejado que condujeras tú. Tú eres la profesional.

Gracie levantó las cejas y lo miró. Riley tuvo el descaro de sonreír.

– Es cierto -reiteró-. Bueno, son las siete y media y yo aún no he cenado. ¿Quieres que vayamos a tomar algo antes de regresar?

Nada podría haber sorprendido más a Gracie.

– ¿Quieres decir que vayamos a cenar? -preguntó, tratando de no parecer demasiado sorprendida por la invitación.

– Normalmente es la comida que toma todo el mundo a estas horas, pero si prefieres otra cosa, veré cómo puedo complacerte,

El estómago de Gracie se contrajo y, por una vez, no tuvo nada que ver con el ácido. Cinco de cada siete noches solía tomar una ensalada de atún.

– Yo… Sí, buena idea -dijo tranquilamente.

Le habría gustado abrir la ventana y ponerse a gritar, pero se conformó con dedicarle a Riley una sonrisa. Iba a ir a cenar con Riley. Eso sí que era un buen modo de terminar el día,


Riley eligió un restaurante cerca del mar que, a pesar de la lluvia, Gracie encontró demasiado romántico. Mientras los acompañaban a una mesa al lado de la ventana, tuvo que recordarse que no se trataba de una cita y que Riley no estaba interesado en ella de aquella manera.

Como mucho, tal vez eran amigos. Conocidos a los que unía un objetivo común, descubrir lo que Zeke estaba haciendo a horas intempestivas.

– Una pensaría que simplemente se lo preguntaría -dijo ella cuando estuvo sentada.

– ¿Cómo dices? -preguntó Riley tras sentarse también.

– ¿Qué? Oh, lo siento. Estaba pensando en voz alta. Sólo se trata de mi hermana y del problema que tiene con Zeke. ¿Por qué no se limita a preguntarle qué es lo que está haciendo? Ella dice que es porque no lo quiere saber, pero, ¿no es mejor saber que no saber? Yo preferiría saberlo. Al menos, así sabe una a lo que se enfrenta. ¿No crees?

– Creo que me he perdido…

– No importa -replicó Gracie. Tomó el menú, pero, en vez de leerlo, se puso a mirar por la ventana.

La lluvia golpeaba con fuerza los cristales. Más abajo, se veía cómo las olas golpeaban con fuerza la playa.

– Qué noche tan fabulosa…

– ¿De verdad?

– Sí. Me encantan las tormentas. Yo vivo en Los Ángeles, donde casi no llueve. Por eso, cuando hay un fenómeno meteorológico emocionante me gusta disfrutarlo.

– Esto no es nada -afirmó Riley-. Yo he estado en una plataforma petrolífera durante un tifón. Eso sí que es emocionante

Aquella afirmación, hizo que Gracie quisiera hacerle mil preguntas, como dónde había estado o qué era lo que había estado haciendo durante todos aquellos años, pero prefirió no hacerlo.

– Yo creía que evacuaban las plataformas cuando el tiempo era demasiado malo.

– Eso se supone. Yo trabajaba para una pequeña empresa privada. Todos los que trabajábamos allí estábamos un poco locos.

– ¿Tú también?

– Especialmente yo.

El camarero se les acercó y les preguntó qué iban a tomar.

– ¿Te apetece vino? -preguntó Riley.

– Claro. Elige tú.

Gracie examinó el menú y escogió un salmón a la plancha con ensalada. Riley pidió también un plato de pescado y la sorprendió con un Shiraz australiano.

– Pensé que te ibas a poner muy elegante e ibas a pedir vino francés.

– Me gustan los vinos australianos. Y los españoles.

– Por aquí hay algunas bodegas muy buenas.

Estaba a punto de sugerir que podrían ir a catar vinos a las bodegas en alguna ocasión, pero se detuvo antes de hacerlo. Se recordó que estaba hablando con Riley. No se trataba de una cena con una persona que le gustara. Resultaba… peligroso,

– Bueno -dijo él, reclinándose en la silla-, ¿cómo empezaste con lo de los pasteles de boda?

– La necesidad de transporte -comentó ella, con una sonrisa-. Yo tenía dieciséis años y quería tener un coche. Mis tíos insistieron en que yo contribuyera pagándome la gasolina y el seguro, por lo que tuve que conseguirme un trabajo. Cerca de la casa había una pastelería y me contrataron allí. Fue a finales de mayo y estaban preparando pasteles de boda como locos. Fue un bautismo de fuego, pero resultó que yo tenía un verdadero talento para hacer y diseñar pasteles. En vez de ir a la universidad, me metí de aprendiz con un maestro pastelero y luego fui por libre. Además, he hecho algunos cursos sobre cómo dirigir un negocio. En estos momentos me encuentro en la incómoda situación de que tengo tanto trabajo que tengo que rechazar pedidos, pero no estoy segura de que tuviera suficiente para poder contratar a otra persona.

– Tal vez podrías arreglártelas contratándola sólo a tiempo parcial.

– Podría ser.

Estaban prácticamente a solas en el restaurante. Este detalle, junto con la tormenta y la luz de las velas daban a la sala un ambiente muy romántico. Gracie deseaba apoyar la barbilla sobre las manos y perderse en la mirada de Riley mientras él hablaba, tal y como había visto en las películas. La luz le sentaba muy bien y resaltaba las sombras de su rostro y enfatizaba la fuerza de su mandíbula. Sin embargo, la magia iba mucho más allá.

En el pasado, Gracie lo había amado desde la distancia, pero, en realidad, jamás lo había conocido. No habían hablado nunca. Sus sentimientos se habían basado en fantasías, no en el hombre que él era. Después de tanto tiempo, resultaba agradable saber que le gustaba la persona que había en el interior.

El camarero les llevó el vino y una cesta de pan.

– ¿Por qué ha hecho eso? -preguntó ella, cuando el camarero se marchó después de abrir la botella.

– ¿Abrir el vino? Alguien tiene que hacerlo. Se puede romper el cuello de la botella, pero no creo que resulte muy agradable -bromeó.

Gracie hizo un gesto de desesperación con lo ojos. El color azul cambió hasta convertirse en el de una bahía en verano.

Riley se quedó atónito. ¿Una bahía en verano? ¿De dónde diablos había salido aquel pensamiento? Era Gracie. La mujer que le había aterrorizado.

No la encontraba atractiva, aunque efectivamente estuviera muy guapa con aquella camiseta negra tan ceñida. No era para él. La lista de razones era interminable.

– No me refería al vino, sirvo a eso. A la muerte -contestó ella señalando el pan.

– ¿El pan es muerte?

– Técnicamente no, pero, ¿sabes lo que un par de rebanadas le hacen a las caderas y a los muslos de una mujer? Ahí es donde se acumula el pan. Hay una ruta directa desde el estómago hasta los tejidos adiposos, donde las células hambrientas se devoran el pan y se ponen redondas y gordas.

– Me estás asustando…

– Tú eres un hombre -dijo ella lamiéndose los labios-. No comprendes nada de esto. Tú metabolismo seguramente te permite comerte una panadería entera sin engordar ni un gramo.

Tal vez fuera un hombre, pero… si Gracie se volvía a lamer los labios de aquella manera iba a tener que olvidarse del listado de razones.

– Bueno, por una vez…

Observó cómo Gracie tomaba un trozo de pan y se lo metía en la boca. Ella cerró los ojos y se relajo tanto que a Riley le pareció que lanzaba un gemido.

– Delicioso…

– ¿Qué más no comes?

– Principalmente pan. Ah, y chocolate. Puedo prescindir de la mayoría de la comida basura. Jill y yo hemos almorzado hoy en un restaurante mexicano y tomé patatas fritas, pero podría pasarme meses sin probarlas. Sin embargo, el pan…

Se dispuso a tomar otro, mordisco. Él tuvo que apartar la mirada porque observarla resultaba demasiado erótico.

– ¿Y tus pasteles? -preguntó Riley, esforzándose por mantener la atención fijada en las ventanas.

– No los pruebo nunca. Antes solía probarlos constantemente, pero eso me supuso cinco kilos de más. No obstante, cuando perfeccioné mi receta secreta, ya no tuve que seguir haciéndolo. Algunas veces, los rellenos me suponen algún problema, pero hago todo lo posible por ser fuerte. ¿Y tú?

– Yo no hago pasteles -dijo él. Volvió a mirarla y sintió un profundo alivio al ver que ella ya se había terminado el pan.

– ¡Qué gracioso! Me refería a tu vida. ¿Cómo pasaste de una plataforma petrolífera a presentarte para alcalde de esta ciudad?

– ¿No te lo ha dicho Jill?

– No A pesar de ser mi mejor amiga, jamás traicionaría a un cliente.

– Me presento a alcalde para cumplir con las condiciones del testamento de mi tío.

– Eso no tiene sentido -afirmo ella tomando la copa de vino-. ¿Su última voluntad fue que tú fueras alcalde?

– Algo así. Me lo dejó todo. El banco, la casa, las fincas… Con la condición de que demostrara que me había convertido en un hombre respetable. El modo de hacerlo es presentarme a alcalde y ganar las elecciones

– Y yo que creía que mi familia era retorcida. Sin embargo, estamos hablando de mucho dinero ¿no? Es decir, si no, no lo estarías haciendo.

– Sin contar el banco, el patrimonio tiene un valor de noventa y siete millones de dólares.

Gracie aún estaba tomándose el vino cuando Riley realizó esta revelación. La sorpresa que le produjeron sus palabras fue tal que no pudo evitar atragantarse.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó él medio levantándose del asiento.

– Sí, sí… -musitó ella. Volvió a toser. Alcanzó el agua y tomó un sorbo-. ¿Has dicho noventa y siete millones de dólares?

– Sí. De dólares norteamericanos. Yo también los utilizo.

– Es una cantidad de dinero increíble. Yo adoro a mi tío, pero lo único que me dejó fue una pequeña casa de tres dormitorios en Torrance.

– Pero sin condiciones.

– Eso es cierto, pero por una cantidad de dinero así, yo sería capaz de cualquier cosa. Vaya… Serás el alcalde más rico de Los Lobos. Supongo que sólo querrás estar una legislatura, ¿no? ¿Qué harás después?

– No lo he decidido.

En realidad, no pensaba ni siquiera cumplir una legislatura. El testamento sólo afirmaba que tenía que ganar, pero no había dicho nada sobre cumplir el mandato.

Por fin, el camarero les llevó las ensaladas. Cuando se hubo marchado, Gracie dijo:

– También te ocupas del banco, ¿no?

– Sí. Es mi primer trabajo de despacho. Cuando estuve fuera, estudié mucho en mi tiempo libre. Me licencié en Economía, lo que me ayuda bastante. Sin embargo, siempre estoy a punto de meter la pata. Mi secretaria, Diane, es una gran ayuda para mí. Es una maravilla. Tiene unos sesenta años y aún lleva trajes de tweed y no deja de darme órdenes.

– Jamás me habría imaginado que eres la clase de hombre al que le gusta verse dominado por las mujeres.

– Diane es muy especial.

La luz daba al cabello de Gracie un tono muy dorado. A Riley le gustaba la facilidad con la que ella se reía y lo poco en serio que parecía tomarse las cosas. Movía el cuerpo de tal manera que no le resultaba difícil imaginársela desnuda y húmeda. Sólo pensarlo…


No podía hacer nada al respecto. En otras circunstancias, tras explicarle claramente las reglas, tal vez. Sin embargo, no allí. No en Los Lobos, donde todo el mundo los conocía y donde debía ganar unas elecciones. Tal vez Gracie fuera sensual, hermosa y completamente encantadora, pero había noventa y siete millones de dólares en juego. Por ese precio, sería capaz de mantener su libido bajo control.

– ¿En qué estás pensando? -le preguntó ella-. Te has quedado muy serio.

– En que jamás podríamos hacer esto en Los Lobos.

– Es verdad. La gente no hablaría de otra cosa durante semanas. Mi vida, nuestras vidas, serian un infierno.

– No obstante, creo que yo me llevo la mejor parte,

– ¿Qué quieres decir?

– Yo soy el que está cenando con una leyenda -afirmó él-. La infame Gracie Landon, que sabe como amar con todo el corazón.

Gracie entornó la mirada y agarró una barrita de pan para tirárselas. Riley se echó a reír cuando ésta le golpeó en el pecho y cayó al suelo.

– Si pudieran verte ahora mismo -bromeó él.

Gracie tomó el tenedor y ensartó un trozo de lechuga.

– Es mejor que tengas cuidado. Tienes un coche muy bonito y aún sé dónde vive esa mofeta.


Cuando llegaron a la casa de Gracie, ella se asomó por la ventanilla para contemplar la oscuridad de la noche.

– Me alegro de que aún siga lloviendo dijo-. Es una noche perfecta para ponerse a hornear pasteles.

Riley apagó el motor del coche.

– ¿Eso es lo que vas a hacer ahora?

– Sí. Me gusta la tranquilidad. Puedo concentrarme muy bien. Además, hay unos anuncios geniales en la Tele tienda. Te sorprendería ver las cosas que se pueden comprar. Yo nunca llamo, pero me gusta verlos.

– Sí, sí, eso es lo que dice todo el mundo…

Gracie se echó a reír.

– Nada de eso, pero, si eres muy, muy bueno, tal vez te haga algo para darte las gracias por ayudarme con este asunto.

– Zeke es el jefe de mi campaña. Ahora que sabes cuanto está en juego, comprenderás, por qué quiero asegurarme de que lo que está haciendo no puede fastidiar mis planes.

– Tienes razón. Llamaré a Alexis mañana por la mañana y le diré que no sabemos nada. También trataré de convencerla para que hable con él. Es lo más sensato.

Riley se habría apostado algo a que no llevaba perfume, pero el dulce aroma que emanaba de la piel de Gracie llenaba el coche. La tensión restallada entre ambos. ¿Quién habría pensado que, después de todo aquel tiempo, podría encontrar atractiva a Gracie?

Se recordó lo mucho que podía perder por una noche de placer. Entonces, se inclinó hacia ella y observó cómo Gracie abría mucho los ojos.

– Que pases buena noche -le dijo, mientras se inclinaba un poco más para abrirle la puerta.

– ¿Qué? Ah… Claro. Gracias…

Le dedicó una rápida sonrisa y se bajó del coche. Riley esperó hasta que ella estuvo dentro. En realidad, tardó mucho en arrancar. Aquella noche, los pensamientos que tenía sobre Gracie lo mantuvieron despierto más allá de la medianoche.


El agudo sonido hizo que Gracie quisiera gritar. No se había acostado hasta después de las cuatro de la mañana y era demasiada temprano como para levantarse. Sabía que no había puesto el despertador, por lo que tenía que ser el teléfono. Se incorporó aún medio dormida y lo contestó.

– ¿Sí? -preguntó. Un profundo sollozo llenó el silencio-. ¿Sí? ¿Quién es?

– Soy yo. Alexis… Oh, Gracie… He ido a su despacho y lo he visto… ¡Con ella!

– ¿Qué? ¿De qué estás hablando?

– De Pam… Zeke está teniendo una aventura con Pam Whitefield.

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