– ¿Cómo te ha ido? -le preguntó Zeke más tarde cuando se reunió con Riley en la casa de éste para finalizar los últimos planes de campaña.
– Interesante.
Riley se estaba tomando el segundo whisky y seguramente se tomaría un tercero más tarde. La situación sería mucho más fácil de soportar estando borracho.
– Define eso. ¿Interesante en el sentido de bueno?
– He visitado treinta casas en las que hubiera alguien -contestó Riley-. Yo diría que en un ochenta y cinco por ciento de ellas me dijeron básicamente que no me votarían ni aunque se helara el infierno.
– Maldita sea… Es por lo de Grade, ¿verdad?
– Sí.
– Debes de querer matarla, ¿no?
Riley sabía que, probablemente, aquella sería la reacción más lógica. Sin embargo, no podía culparla de nada. No había hecho nada ralo. Por supuesto, se trataba de noventa y siete millones de dólares y de la oportunidad de fastidiar a su tío, pero el desastre no era culpa de Gracie.
– ¿Qué es lo que te dicen? ¿Que, deberías tratarla mejor?
– Que debería casarme con ella.
– ¿Y por qué no lo haces?
– ¿Casarme con ella?
– Para las elecciones. Mira, no es una idea tan alocada. Podrías acordar algo con ella. Un matrimonio temporal para ganar las elecciones. Ni siquiera tendrías que casarte. Serviría con que os comprometierais. Gracie es un cielo. Seguro que te dirá que sí.
– No puedo hacer eso -afirmó Riley, a pesar de que estaba seguro de que Gracie lo haría si se lo pidiera.
– ¿Ni siquiera se lo vas a preguntar?
– No.
– ¿Y por qué? Es la solución perfecta. ¿Cuál es el problema?
Era una pregunta muy interesante, que Riley no era capaz de responder. Se habría casado con Gracie si ella hubiera estado embarazada, pero no lo haría así. Ni siquiera fingiría comprometerse con ella.
– No pienso hacerle eso -dijo Riley-. Déjalo. Ya se nos ocurrirá otra solución.
– No tengo ninguna otra.
– Entonces, vas a tener que encontrármela. Por eso te pago un dineral.
– Riley, falta menos de una semana para las elecciones. No puedo arreglar esto en una semana sin utilizar a Gracie.
– Encuentra otro modo.
– Pero… -susurró Zeke. Al final, cerró la boca y asintió-. Veré lo que se me ocurre.
Habían pasado cuarenta y ocho horas y a Gracie aún le costaba comprender la verdad de la situación.
Amaba a Riley. Fuera o no una locura, él había conseguido que el corazón le latiera con más fuerza, que el cuerpo le vibrara cuando se besaban y que ella viera chispas. Se podía imaginar a su lado para siempre, envejeciendo con él, teniendo hijos con él. Lo único que no se podía imaginar era cómo iba a decirle la verdad.
– Después de las elecciones -se recordó mientras terminaba el último pastel-. Entonces podrá ocuparse de mí.
Hasta ese momento, gozaría con sus recién descubiertos sentimientos y trabajaría en el pastel para la Sociedad Histórica.
Los planos, y sus moldes, seguían donde Pam, pero Gracie recordaba el diseño básico a pesar de que tenía la cabeza algo atontada, como si no hubiera estado durmiendo bien. En parte esto era cierto, aunque no para hacer que se sintiera tan rara.
Tal vez tenía el mono de Riley. Hablaban varias veces al día por teléfono, pero estaba tan ocupado por las elecciones que no había podido pasarse a verla.
Estuvo trabajando varias horas. Cuando por fin terminó los pasteles, los envolvió y los metió en el frigorífico. Entonces, cerró la puerta y sintió que la habitación le daba vueltas.
Se dirigió hacia el dormitorio y se tiró en la cama. Una vocecilla en el interior de la cabeza le decía que al menos debería quitarse los zapatos o taparse con la colcha, pero tenía mucho sueño y se sentía muy débil. El mundo entero fue desapareciendo.
Gracie no sabía qué hora era cuando se despertó. La habitación no dejaba de darle vueltas y se sentía temblando y ardiendo a la vez. Tenía la boca seca y el cuerpo le dolía.
Miró el reloj para saber qué hora era. Cuando los números se negaron a enfocarse, se puso de pié y, como pudo, recorrió la casa en busca de su teléfono móvil. Llamó a un número que no hacía mucho que tenía en su agenda.
– ¿Sí?
– Riley… -susurró. Le dolía hablar. La garganta le ardía como si hubiera estado comiendo fuego.
– Gracie, ¿eres tú? ¿Qué te pasa?
– Yo… No me siento muy bien -contestó mientras se sentaba en una silla-. Tengo un virus o algo. No puedo… El pastel. ¿Es hoy sábado?
– Sí.
– Bien. Entonces, no me lo he pasado.
– ¿Estás muy enferma?
– No lo sé, pero el pastel tiene que llegar a la Sociedad Histórica. Yo no puedo llevarlo. ¿Te importaría hacerlo tú?
– Sí. Trata de no hablar. ¿Tienes comida?
– Sí pero no tengo hambre.
– ¿Y has bebido algo?
– Todavía no…
– Está bien. Pasaré a llevarte algunas cosas. Dame una hora.
– Estaré aquí. Tal vez me vuelva a meter en la cama… Creo que no tengo muy buen aspecto.
– Puedo resistirlo. Intenta descansar.
– Claro.
El teléfono se le cayó de los dedos. Gracie pensó en recogerlo, pero el suelo parecía estar muy lejos. Como pudo, regresó al dormitorio y se desnudó con mucha dificultad. Como le resultó imposible quitarse los pantalones y los calcetines, se los dejó. Ya había perdido los zapatos por alguna parte.
Sacó un camisón de un cajón y se lo puso. Entonces, cayó en la cama y se quedó dormida.
Se despertó al oír que alguien llamaba con fuerza a la puerta. El frenetismo con el que sonaban los golpes le decía que el que llamaba llevaba ya allí algún tiempo.
Se sentó en la cama y se levantó. Dando traspiés, avanzó por el pasillo hasta la puerta. Cuando la abrió, Riley entró e inmediatamente le tocó la frente.
– Tienes fiebre.
– ¿Me has traído algo? -le preguntó, al ver la bolsa que tenía entre las manos.
– Te he traído Tylenol para la fiebre -dijo, mientras la acompañaba de nuevo al dormitorio. Con mucho cuidado, la sentó en la cama-. He llamado a Diane para preguntárselo. También te he traído sopa, pero no creo que deba dejarte sola.
– Entonces, quédate. A mí no me importa -susurró, cerrando los ojos durante un instante-. No. El pastel -añadió, abriéndolos de nuevo con dificultad-. Tienes que llevar el pastel. Es sábado, ¿no?
– Sí -respondió Riley. Se sentó en la cama y le apartó el cabello de la frente-. Voy a llamar a tu hermana. Dame el número.
– ¿Cual?
– ¿Es que tiene más de un número de teléfono?
– No. Me refería a qué hermana. Alexis. Llama a Alexis, pero no la molestes. Estoy bien.
Riley marcó el número que ella le daba y empezó a hablar. A pesar de lo mucho que se esforzó, Gracie no pudo seguir la conversación.
– Dice que vendrá dentro de un par de horas -le dijo Riley-. Esperaré.
– El pastel… Te pido que lo lleves ahora mismo. Seguro que están preocupados. Las cajas están en el frigorífico.
– ¿Hay más de una?
– Hay cinco. Iba a unirlos como si se tratara de una calle, pero me conformo con que los pongas de tal manera que estén bien. ¿Te he dicho que hay cinco cajas?
– Sí. ¿Por qué llevas los vaqueros debajo del camisón?
– No pude quitármelos.
– Yo te puedo ayudar.
Riley se, inclinó y rápidamente le quitó los pantalones.
– Métete debajo de la colcha para que te pueda arropar.
A Gracie le gustaba cómo sonaban aquellas palabras. Le gustaba tenerlo cerca. Recordaba que tenía que decirle algo, pero no se acordaba de qué era. De hecho no estaba segura de si se trataba de un secreto…
– ¿Cómo va la campara?
– Bien.
Mientras le contestaba, Riley no la miró, lo que hizo que ella se preguntara si le estaba diciendo la verdad.
¡Oh! ¡Lo amaba! Aquello era lo que le tenía que decir. Deseó poder decírselo en aquel mismo instante. Pronunciar las palabras para ver cómo reaccionaba. Si sentía algo por ella, la reacción seria buena. Tal vez…
– Gracie…
Oyó que Riley pronunciaba su nombre, pero el sonido parecía provenir de un lugar muy lejano. Los ojos le pesaban demasiado. Todo era pesado. Hacía calor y…
Gracie se dio la vuelta y se encontró completamente empapada. Tenía el cuerpo frío y el camisón mojado. Abrió los ojos y miró a su alrededor, casi esperando verse en medio del mar. Lo que vio fue a Alexis sentada en una silla.
¿Vuelves a la cordura? -le preguntó su hermana con una sonrisa
– ¿Y cuándo he dejado de estar cuerda?
– Bueno, llevas por lo menos desde que yo llegué aquí. Riley me dijo que te había dado un par de pastillas de Tylenol y supongo que te hicieron efecto. Durante un rato, estuviste ardiendo. ¿Cómo te sientes ahora?
– Como si me hubiera caído en una piscina.
– Eso significa que la fiebre ha pasado. ¿Tienes hambre? -le preguntó su hermana, tras tocarle la frente para comprobarlo.
– La verdad es que me muero de hambre. No recuerdo haberme quedado dormida. En realidad, no recuerdo mucho dé nada. Oh. El pastel para la Sociedad Histórica.
– Riley se ha ocupado de eso. Tú lo llamaste, ¿te acuerdas?
– No. Sea lo que sea lo que haya pillado, era fuerte pero dura poco. Ahora creo que ya estoy bien.
– ¿Por qué no te lo tomas clan calma? Iré a prepararte una sopa y unas tostadas. ¿Puedes irte al sofá un momento? -le preguntó-. Te puedes tumbar allí. Te cambiaré las sábanas más tarde.
– No tienes que preocuparte por mí. Por cierto, es fin de semana. ¿Y Zeke? ¿No deberías estar con él?
– No te preocupes por eso. Va a estar todo el día trabajando en la campaña de Riley. Vendrá a recogerme sobre las seis para que pueda ir a verlo en el club en el que va a actuar en Ventura.
Gracie se puso de pie y comprobó si se mantenía. Se sentía cansada y débil, pero no mareada. Alexis la ayudó a ir al sofá. Mientras Alexis se iba a la cocina, Gracie admitió que no habría esperado que su hermana acudiera a ayudarla de ese modo. Eso demostraba que se había equivocado en lo que había dicho de su familia. Tal vez en el futuro debía simplemente dejarlas estar, sin juzgarlas ni valorarlas.
– ¿Que tiene hoy Zeke que hacer por Riley? – le preguntó, mientras Alexis preparaba la sopa en la cocina-. ¿Siguen yendo de puerta en puerta?
– No exactamente.
– ¿Y por qué no? Las elecciones son dentro de unas pocos días.
Se produjo un largo silencio, como si Alexis estuviera considerando qué decirle.
– Alexis, ¿qué es lo que pasa?
– Nada.
– No te creo
– Todo va estupendamente, de verdad.
– No sabes mentir. Dímelo.
Alexis apareció en la puerta.
– Zeke no debía decirme nada. Si Riley supiera que yo lo sé, jamás me habría pedido que viniera aquí.
– ¿Qué es lo que sabes? -preguntó Gracie, con un nudo en el estómago.
– La popularidad de Riley es muy baja. Subió como la espuma cuando todo el mundo creyó que estabais juntos pero, desde el debate, no ha hecho más que caer en picado. La gente de la ciudad se está poniendo de tu lado en esto, lo que resulta muy agradable para ti. Sin embargo, odian a Riley porque… Bueno, ya lo sabes.
– ¿Va a perder?
– Creo que sí
Noventa y siete millones de dólares perdidos por ella.
– Tengo que arreglar esto.
– ¿Cómo?
– No lo sé. Iré a hablar con él cuando haya terminado lo del pastel y se nos ocurrirá algo.
– Va a hacer falta un milagro -afirmó Alexis.
Gracie deseó poder disponer de uno. Como no era así, tendría que pensar en algo.
En la gran mansión de la colina había varios guardias de seguridad. Riley jamás había prestado mucha atención al valor histórico de algunos de los edificios de Los Lobos, pero, mientras subía los escalones de la Sociedad Histórica, se sintió sumergiéndose envía historia.
– ¿Puedo ayudarle? -le preguntó uno de los guardias.
– Vengo a traer el pastel para la fiesta de esta noche -contestó Riley, indicando la caja-. Tengo cuatro más en el coche.
– Muy bien. Adelante. Después, vaya a la puerta trasera can el coche para entregar las otras cajas. Le resultará más fácil,
– Gracias. ¿A qué viene tanta seguridad?
– Algunos de los objetos son prestados. Aparentemente Valen mucho dinero, por lo que la compañía de seguros insistió. No intente nada -añadió el hombre con una sonrisa.
– Por supuesto que no. Yo sólo vengo a traer el pastel.
Riley siguió las indicaciones del guardia y subió al salón de baile, que estaba en el segundo piso. Vio que ya habían colocado mesas para el buffet. Una de ellas, tenía varias cajas que parecían ser de pastelería.
Dejó la suya y miró las otras. Eran pasteles y se parecían mucho a los que Gracie había preparado, aunque, por supuesto, los detalles de los que él llevaba eran mucho mejores que los que había allí.
¿Quién había hecho aquello y por qué?
Riley se acercó a la ventana que daba a la parte trasera de la mansión. Entonces, un coche muy familiar arrancó y se marchó a toda velocidad.
¡Era Pam! Riley lanzó una maldición y tomó su teléfono móvil para llamara Gracie.
– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó.
– Mejor. Ya no tengo fiebre Alexis me ha dado de comer y acabo de darme una ducha. Creo que sobreviviré.
– Me alegro de saberlo. Aquí hay un problema. He venido a entregar el pastel, pero ya hay uno. Y también acabo de ver a Pam marchándose del lugar del crimen.
– ¿Es eso lo que estaba haciendo con mis moldes? -gritó Gracie-. ¿Por qué? ¿Qué aspecto tiene?
– Horrible. No lo entiendo. ¿De qué le sirve? Esto no puede ser para procurarse trabajo. Nadie sabrá que lo ha hecho ella.
– No, pero creerán que lo he hecho yo. Pruébalo.
– ¿Cómo?
– Que lo pruebes. Tengo que saber si es horrible.
– Un momento.
Riley miró las cajas y tomó un tenedor. Contuvo el aliento y, tras abrir una de las cajas, tomó un poco:
– Jesús -dijo, escupiéndolo.
– ¿Qué pasa?
– Sal en vez de azúcar. Al menos eso es lo que a mí me parece -dijo mientras tomaba una servilleta para limpiarse la lengua.
– Riley, tienes que sacar de ahí ese pastel. Pam esta tratando de asegurarse que no me recupero del escándalo. Quita el suyo y pon el mío.
– Lo haré.
– ¿Puedes llamarme cuando hayas terminado? Tengo algo de lo que me gustaría hablarte.
– ¿Qué ocurre?
– Nada. Sólo quiero hablar contigo de las elecciones.
– ¿Qué es lo que sabes? -preguntó él, muy serio.
– Que tienes problemas.
– Todo va bien.
– Eso es mentira.
– Mira, tengo que cambiar los pasteles. Te llamaré cuando haya terminado y luego me pasaré por tu casa. ¿Te parece bien?
– Genial. Gracias.
Riley cortó la llamada.
Necesitó hacer tres viajes para poder cambiar todas las cajas. Entonces, lo colocó todo lo mejor que supo. Se marchaba con la última caja del pastel de Pam cuando un guardia lo detuvo en las escaleras.
,-No tan rápido. ¿Qué es lo que tiene ahí?
– Un, pastel. Se entregaron dos por error.
– Acabamos de recibir una llamada diciendo que alguien trataría de cambiar los pasteles para gastar una broma. La persona comentó algo sobre las elecciones y el hecho de que uno de los candidatos quisiera llamar la atención. Resulta muy gracioso que usted se parezca a uno de los que se presentan a las elecciones.
Riley no se lo podía creer. Pam había sabido cubrirse muy bien.
– Esto no es lo que usted piensa -dijo Riley-. El pastel nuevo ya está colocado y resulta delicioso. Si no me cree, pruébelo. Éste es el que no sirve -añadió mostrando la caja-. Sería un error comerse éste.
– Espere un momento. Voy a tener que hacer una llamada.
El guardia tomó su walkie-talkie. Mientras él hablaba, Riley miró la puerta de salida y se preguntó si podría salir huyendo. Cuando oyó que la persona al otro lado de la línea decía que el guardia lo retuviera a él. Riley decidió que no le quedaba opción.
Empezó a bajar las escaleras a toda velocidad. Demasiado tarde, se dio cuenta de que subía por las escaleras un hombre con una caja de vino. Sin que ninguno de los pudieran evitarlo, chocaron y se cayeron. Riley se agarró a la barandilla. El pastel salió volando poros aires. El otro hombre perdió el control de la caja de vino. Los dos cayeron por las escaleras al mismo tiempo, en un revuelo de brazos y piernas.
A pesar de que estaba completamente dolorido, Riley decidió que aquello no era bueno, una opinión que se confirmó cuando oyó que las sirenas de los coches de policía se iban acercando rápidamente.