Capítulo 18

Riley se despertó en una soleada habitación y en una cama vacía. Se imaginó que Gracie tendría que estar en algún lugar de la casa y que terminaría por presentarse. Entonces, la agarraría, la tumbaría en la cama y le haría gozar. Otra vez.

Cerró los ojos y sonrió. Le gustaba tenerla en su cama. Le gustaba su aspecto, su olor y cómo ella le hacía sentir. Gracie era buena para él, algo que no podía decir de muchas personas de las que conocía.

– ¿Por qué estás sonriendo?

Abrió los ojos y vio que ella se acercaba. Llevaba una larga camiseta y, por el modo en el que se le movían los senos, poco más.

– Por ti.

– ¿Sí? ¿Estabas pensando en lo de anoche? Estuviste fantástico.

– Tú tampoco estuviste mal -dijo-. Creo que me mordiste.

– Sé que te mordí.

– Me has dejado señales.

– ¿Te quejas?

– Sólo lo haré si no me lo vuelves a hacer.

Gracie se echó a reír. Entonces, se inclinó para besarlo.

– Estás olvidándote de las reglas de usar y tirar y pronto va a venir la policía para meterte en la cárcel por haberlas infringido. La buena noticia es que no tendrás que preocuparte por ser padre mientras estés entre rejas -dijo, mostrándole algo parecido a un bolígrafo de plástico-. No estoy embarazada.

– ¿Estás segura? -preguntó Riley. Se le había olvidado que había llegado el momento de hacer la prueba.

– Sí. No sólo por eso. He estado teniendo los mismos síntomas de siempre cuando me va a venir la regla. Supongo que voy un poco retrasada por el estrés de los últimos días. Eso ocurre.

– ¿Estás contenta?

– Claro. Y tú también debes estarlo. Esto es lo que queríamos, ¿no?

– Por supuesto -afirmó él. Un embarazo no formaba parte de su plan.

– Bueno, he preparado café y, si te apetece tengo huevos. Si quieres, hasta te los puedo cocinar.

Riley se sentó en la cama y le tomó la mano.

– Yo sólo como pastel.

– Así me gusta -dijo ella, riendo-. ¿Quieres darte primero una ducha?

– Gracias.


Riley se marchó treinta minutos después a su casa para cambiarse de ropa antes de ir al banco. Antes de irse, prometió llamarla para que pudieran definir la estrategia que iban a seguir sobre Pam. También tenía una reunión con Zeke sobre la campaña y un montón de responsabilidades.

Sin embargo, no podía dejar de pensar en Gracie y en el hecho de que no estaba embarazada. Se dijo que era lo mejor. Entonces, ¿por qué no estaba más contento? ¿Acaso había esperado que ella estuviera encinta?

Ni hablar. Si Gracie hubiera estado embarazada, se habría tenido que casar con ella y ser marido y padre. Ninguno de los dos papeles formaban parte de su plan. No era la clase de hombre que pudiera asentarse en un lugar y Gracie…

Tal vez si decidiera sentar la cabeza, Gracie sería la clase de mujer por laque lo haría. No obstante, no estaba buscando un compromiso.

A pesar de todo, sentía algo por ella. No quería que le ocurriera nada malo y estaba decidido a ayudarla. Le gustaba estar con ella.

Interesante, pero no importante. Cuando las elecciones pasaran, ganara o perdiera, pensaba marcharse de allí. En ese aspecto, nada había cambiado.


– Vamos a confraternizar -le dijo Alexis-. Por favor, dime que vas a venir.

Gracie no estaba segura de estar de humor para pasar un rato con su familia, pero sí que quería ver a su madre. No habían pasado ningún momento juntas desde el día en el que aclararon sus sentimientos sobre el pasado.

– Muy bien -dijo-. ¿A qué hora?

– Vivian tiene medio día libre y mamá y yo nos vamos a tomar un descanso muy largo para almorzar. ¿Te parece a la hora de almorzar? Vamos a preparar algo de comer. ¿Tienes pastel?

– Por supuesto. Lo llevaré. También tengo ensalada de atún.

– No, gracias.

Gracie se echó a reír y luego suspiró.

– ¿Se va a casar ya Vivian?

– Para serte sincera, no lo sé y no estoy segura de querer saberlo. Si volvemos a las andadas, te juro que voy a tener que matarla.

– ¿Y Tom? ¿Ha hablado con él? -le preguntó Gracie.

– Tampoco lo sé. Supongo que lo descubriremos enseguida. Bueno, hasta luego.

– Adiós.

Gracie colgó el teléfono y se dirigió a la cocina. Si lo miraba egoístamente, no le importaría que la boba de su hermana hubiera vuelto a decidir que se casaba sólo para tener un pastel que hacer. En aquellos momentos, lo único que tenía pendiente era el de la Sociedad Histórica.

Un poco antes dé las doce, Gracie se dirigió a la casa de su madre. En cierto modo, se sentía mucho mejor. Uno a uno, los problemas se iban solucionando. Si por lo menos pudiera volver a recuperar sus clientes, estaría muy cerca de la perfección.

Llegó al mismo tiempo que Alexis. Su hermana la esperó mientras Gracie sacaba la caja del pastel del coche y descendía.

– ¿Cómo estás? -le preguntó Alexis. Parecía especialmente contenta.

– Bien. ¿Y tú?

– Genial. Zeke y yo hemos pasado las últimas noches charlando… Y haciendo otras cosas. ¿Te ha contado Riley que lo que quiere es ser humorista?

– Sí. ¿Qué te parece?

– Sinceramente, al principio me quedé algo perpleja. Luego lo pensé y me di cuenta de que Zeke se merece la oportunidad de seguir sus sueños. Además, me gusta bastante la idea de estar casado con alguien famoso.

Gracie asintió como si lo entendiera perfectamente:

– Después de las elecciones, va a dejar su trabajo -añadió Alexis, mientras abría la puerta principal de la casa-. Yo seré la que nos mantenga a los dos. Voy a hacer todo lo posible por apoyarlo en todo. Ya podrá pagarme después con carísimas joyas.

Justo cuando entraban, Vivían salía de la cocina.

– Veo que habéis podido venir -dijo-. Gracie, ¿has traído pastel?

– Sí. Un pastel de tres capas relleno de chocolate.

– Perfecto -suspiró Vivían.

Gracie la observó mientras Vivían miraba en el interior de la caja. En cierto modo, parecía mayor que la última vez que la había visto y mucho más delgada. Tenía ojeras y un gesto triste en la boca.

– ¿Qué te pasa?

– ¿Lo del sexo no funcionó? -le preguntó Alexis con una sonrisa-. Ya te lo dije.

– ¿Te encuentras bien, Vivían? -insistió Gracie, haciendo un gesto de desaprobación.

– No, pero lo estaré.

– Estoy segura de que Tom cambiará de opinión -dijo Alexis-. Un par de semanas sin sexo y estará dispuesto a hacer lo que tú quieras.

– No lo creo -susurró Vivían-. Me lo ha dejado muy claro. Vamos. Mamá está en la cocina.

Las tres entraron y vieron que la madre estaba sentada a la mesa:

– Todas mis niñas juntas -dijo-. Es fantástico.

Las abrazó a las tres y se sentaron. Vivían pasó los bocadillos y la ensalada y se cortó un buen trozo de pastel. Sin embargo, en vez de comérselo, se dedicó a hacerlo migas en el plato.

– Buena, ¿qué ha pasado ron Tom? -preguntó Alexis.

– No mucho. Hemos hablado en un par de ocasiones. Se mantiene firme. Yo… Bueno, supongo que teníais razón. Debería haber sido más sincera. Creo que jamás lo he sido con un chico. Pensé que ser misteriosa e imprevisible era el modo de mantenerlos interesados. Además, me acuerdo de que mamá nunca le decía nada a papá. Nos compraba zapatos nuevos y luego nos hacía prometer que no diríamos nada durante algunas semanas.

– Yo no quería que se enfadara porque yo había gastado demasiado dinero, pero eso no tiene nada que ver con ser sincera. ¿Es eso lo que recuerdas?

– Bueno, yo sólo tenía nueve años. No recuerdo demasiadas cosas. ¿Le cuentas tú todo a Zeke, Alexis?

– Por supuesto que no, pero eso es diferente. Estamos casados.

Gracie hizo todo lo que pudo por morderse la lengua.

– Me pregunto si el hecho de que tú estuvieras cancelando constantemente la boda le hizo creer a Tom que no lo amabas lo suficiente -le dijo a su hermana pequeña.

– Sí -afirmó Vivian, asombrada-. Eso fue precisamente lo que él me dijo. Se temía que yo saliera corriendo cada vez que había un problema. Yo no lo haría. Cuando estuviéramos casados, me mostraría comprometida con él.

– Tal vez necesitaba que le dieras pruebas antes de la boda -sugirió Gracie.

– Supongo.

– Las cosas mejorarán -afirmó la madre- los dos estáis destinados para estar juntos, encontraréis el modo de volver a estar juntos.

– Eso espero -susurró Vivían, con los ojos llenos de lágrimas-. Es que lo echo tanto de menos… Además, me siento muy mal por todo lo que ya hemos pagado. Se supone que tengo que recoger el vestido el viernes. ¿Que voy a hacer con él?

– Guárdalo -le contestó Alexis-. Ya te dije que cambiará de opinión.

– No lo creo y, aunque lo haga, no creo que tuviéramos la misma clase de boda -afirmó-. Se enfadó bastante por `lo mucho que estaba costando todo. Me dijo que te iba a llamar para hablar sobre los depósitos para pagártelos.

– Ya lo ha hecho -le dijo su madre.

– ¿De verdad? ¿Y qué le dijiste?

– Que me ocuparía yo de ello, pero que le agradecía la oferta: `

Gracie empezó a lamentar que se hubiera cancelado la boda. Tom parecía un buen chico.

– Guárdate el vestido -dijo Gracie-. Si no volvéis juntos, puedes venderlo en eBay.

– Así es. Tenéis razón. Sólo tengo que… Mamá, ¿has cancelado ya todo? Es decir, yo me puedo ocupar de hacer algunas llamadas.

– Está todo hecho, pero gracias por preguntar.

– No. Necesito hacer algo. No está bien que tú tengas todo el trabajo y todos los gastos. Sé que te dije que trabajaría para ayudarte a pagar mi vestido de novia, pero también sé que no he sido muy responsable al respecto. Quiero comprometerme a trabajar contigo en la tienda. Haremos un horario, ¿de acuerdo? Te prometo trabajar al menos quince horas a la semana hasta que te lo haya pagado.

– Cielo, no tienes que hacerlo.

Vivían le dedicó una temblorosa sonrisa.

– Creo que es mejor que me lo permitas. Podría ser el único medio que yo podría tener de crecer.

– Tienes razón -dijo su madre.

Gracie sintió una extraña sensación en el corazón a pesar del gesto de desaprobación de Alexis. Tal vez había esperanza para Vivían después de todo. Si maduraba, ciertamente podría volver a ganarse a Tom.

Vivian se giró para mirar a Gracie.

– Tal vez tú podrías darme algunos consejos sobre cómo conseguir al único hombre que he amado. ¿Cómo te recuperaste tú de lo de Riley?

Gracie no supo qué decir. Un mes atrás, habría dicho tiempo y distancia. Ya no estaba tan segura. Riley era todo lo que había soñado en un hombre.

– Yo no soy la persona a la que deberías preguntárselo -dijo, lentamente-. No he conseguido olvidarme de él. De hecho, sigo enamorada de él. Lo siento, mamá. Sé que esto no era lo que tú querías.- añadió.

– No. He dejado de preocuparme por esas buitres a las que llamaba amigas. Si lo amas, entonces lo único que quiero es que los dos seáis felices. ¿Es así?

– No lo sé. En este momento, no sé qué pensar.

– Es todo por mi culpa. Yo soy la razón por la que volvieron a unirse -comentó Alexis, muy pagada de sí misma.

– ¿Es eso bueno? -preguntó Vivian-. ¿Quieres volver a estar enamorada de él otra vez? ¿Te ama él a ti?

– No lo sé -respondió Gracie-. Sé que le importo, pero… No sé.

– Se lo vas a decir, ¿verdad?

– Claro. Después de las elecciones.

– ¿Cómo? -preguntaron madre e hijas a la vez.

– Tengo que esperar -explicó Gracie-. Él lleva desventaja en las encuestas. No puedo distraerlo de las elecciones;

Aunque si lo hiciera y perdiera, él no podría cerrar el banco. Así, los préstamos no tendrían que liquidarse…

¡No! Se negaba a pensar de aquel modo. Estaba mal.

– Me siento tan confundida -admitió-. Se lo diré, pero todavía no.

Vivian la miró.

– ¿Qué talla tienes? -le preguntó-. ¿Quieres comprarme un hermoso vestido de novia sin estrenar?

Gracie lanzó una carcajada.

– Ya te lo diré si lo necesito.


– Entra -dijo Riley, sin apartar la mirada de la pantalla del ordenador. Por la forma de llamar, sabía que era Diane.

– El comité de entradas de la Sociedad Histórica se ha puesto en contacto con nosotros -dijo.

– ¿Tienen un comité exclusivamente para vender entradas?

– En realidad, se trata sólo de dos personas, pero les gusta darse importancia.

– Muy bien. ¿Cuántas quieren que compre? -le preguntó a Diane, volviéndose por fin para mirarla.

– Evidentemente, tantas como usted quiera, pero les informe de que usted no estaba interesado en apoyar obras benéficas locales y que era poco probable que…

– Compraré cincuenta.

– ¿Cómo ha dicho? -preguntó Diane, completamente asombrada.

– Cincuenta entradas: Cómpralas y repártelas entre los empleados. Yo también quiero una. Deja las que sobren sobre una mesa para que se las puedan llevar para sus familiares los que estén interesados.

– ¿Porqué le interesa la Sociedad Histórica?

– No me interesa.

– Pero ha comprado entradas. Cuestan diez dólares cada una.

Riley se reclinó sobre su asiento y sonrió.

– Tal vez tus intentos para convencerme de que haga cosas que no deseo hacer han terminado por dar sus frutos.

– Lo dudo.

– Entonces, tal vez desee preservar el pasado histórico de esta ciudad.

– Ni siquiera por dinero.

Riley se echó a reír. Si fuera a quedarse, le daría un aumento.

– Gracie va a preparar el pastel. Todos los que asistan probarán un trozo y se correrá la voz de que es fantástica.

– Entiendo.

– ¿Te importaría explicarme eso, Diane?

– Sí. ¿Quiere que vaya a llamar al comité? -preguntó la secretaria.

– ¿Qué mitad?

Diane sonrió y, con eso, se marchó del despacho.

Riley permaneció mirando la puerta cerrada durante unos instantes. Diane le caía bien. Al principio simplemente se había mostrado muy eficaz, pero, después del tiempo, era una persona a la que Riley respetaba y con la que disfrutaba trabajando. La echaría de menos cuando se marchara.

Centró de nuevo la atención en el ordenador, pero, después de unos minutos, lo apagó y agarró la chaqueta. De, repente, aquel despacho era demasiado pequeño. Le dijo a Diane que se marchaba y se dirigió al aparcamiento. Mientras iba a la puerta de cristal, vio a una mujer que se le acercaba a toda velocidad. Llevaba a un niño de cada mano. Le resultaba muy familia.

Riley le abrió la puerta y sonrió.

– Buenas tardes.

– Oh, señor Whitefield. Me alegro de verlo. Soy Becca Jackson. Ya tengo el préstamo para la guardería de mi casa.

– Ah, es verdad. ¿Cómo está?

– Estupendamente. Bueno, estoy ocupada y cansada, pero mi negocio es maravilloso y me encanta lo que hago. Gracias por haberme aprobado usted el préstamo. Me ha salvado la vida.

– No hay de qué.

La mujer entró en el banco y él se dirigió hacia el aparcamiento. Mientras caminaba, se preguntó si a la señora Jackson le resultaría muy difícil conseguir otra financiación cuando el banco cerrara.

Se dijo que no era su problema y se metió en el coche.

Mientras recorría la ciudad, se sorprendió fijándose en diferentes negocios que tenían sus préstamos con su banco. Algunos saldrían adelante y a otros les resultaría imposible encontrar el dinero. Además, estaban las casas. ¿Cuántas tenían sus préstamos con él?

Se recordó una vez más que no le importaba. Esas personas no eran nada para él. Tenía un plan y ése no era precisamente quedarse en Los Lobos. Quería destruir todo lo que su tío había querido tanto. Tal vez entonces seria capaz de dormir por las noches.

Entró en un barrio residencial y detuvo el coche. Unas casitas pequeñas de una sola planta se alineaban la calle. Los jardines estaban bien cuidados. Allí vivían familias. Nacían y crecían los niños. Los padres cortaban el césped los domingos por la mañana.

Riley había deseado todo aquello en una ocasión. Hacía años, después de que su padre se marchara, había soñado con llevar una vida sencilla: una casa, sus padres junto a él, una madre feliz, que no llorara por la falta de dinero, cuando creía que él estaba dormido…

Había odiado todo aquello. Su tío, que podría haberlo solucionado sin problemas, le había dado la espalda a su única hermana. Incluso la había dejado morir. Riley no lo olvidaría. Nunca.

Se puso la chaqueta y salió del coche. Se acercó a la casa más cercana y llamó a la puerta. Le abrió una mujer de poco más de cuarenta años.

– Buenas tardes -dijo Riley, alegremente-. Me llamo Riley Whitefield y me voy a presentar alcalde.

– Reconozco su rostro -replicó la mujer con un gesto adusto en el rostro-. Si está aquí por las elecciones, olvídelo. Antes le habría votado a usted. No me gusta ese Yardley, pero, comparado con usted, es un santo.

– ¿Cómo dice? ¿Qué es lo qué le ha hecho cambiar de opinión?

– Gracie Landon. En realidad no la conozco, pero he oído todas sus historias. Ella estaba loca por usted. Lo amaba con todo su corazón y usted nunca lo comprendió. Sigue sin hacerlo.

– Le aseguro que Gracie y yo nunca… -susurró, sin saber a qué se refería-. Ella no está embarazada y, si lo estuviera, me casaría con ella inmediatamente.

– Claro. Qué romántico. Se casa con ella si lo descuidado de su comportamiento le fastidia la vida. ¡Qué nobleza! Usted no lo entiende, ¿verdad? Gracie es una leyenda. Lo amó a usted con una intensidad que todos envidiamos. Sin embargo, usted jamás comprendió el regalo que ella le ofrecía. Sólo creyó que era una molestia. Bien, pues se equivoca. Su amor es un don maravilloso y si usted es demasiado estúpido para verlo, también lo es para ser alcalde.

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