– Estás loca.
– No me pasará nada. -Maddie miró por encima del hombro y Adele abrió la puerta del bar de Mort.
– ¿No dijo que te echaría de una patada en el culo?
– Técnicamente, estábamos hablando del Hennessy.
Entraron y la puerta se cerró detrás de ellas.
– ¿Crees que le van a importar los tecnicismos? -preguntó Adele acercándose a Maddie y haciéndose oír por encima del ruido y la música de la gramola.
Maddie pensó que era una pregunta bastante retórica y buscó con la mirada al propietario entre la multitud que llenaba el bar débilmente iluminado. Eran las ocho y media de un sábado por la noche y Mort estaba atestado. No tenía intención de poner el pie dentro de aquel bar de vaqueros, hasta que Mick le dijo que no lo hiciera. Quería hacerle saber que no la intimidaba. Tenía que saber que no le daba miedo. No le daba miedo nada.
Reconoció a Darla, de la última vez que había estado en Mort, y a su vecina Tanya, de la fiesta en casa de los Allegrezza. No vio a Mick y respiró algo más tranquila. No tenía miedo. Solo quería entrar un poco más en el bar antes de que él la divisara.
Se había puesto unos rulos grandes en el pelo, para darle mucho volumen y para que los rizos le quedaran sueltos. Llevaba más maquillaje de lo habitual, un vestido de punto de algodón anudado al cuello y sandalias con un tacón de medio centímetro. Si la iban a echar, quería tener buen aspecto. Llevaba su cárdigan de angora rojo, porque sabía que en cuanto el reloj diera las nueve refrescaría.
La gramola tocó una canción sobre mujeres fáciles, mientras Adele y Maddie avanzaban entre la multitud hacia una mesa vacía de un rincón. Adele, con los largos rizos, los tejanos ceñidos y la camiseta de ahorra un caballo, monta un cowboy, atraía considerablemente la atención.
– ¿Lo has visto? -preguntó Adele mientras se sentaban en las sillas que daban a la barra con la espalda contra la pared.
Estaban siguiendo un plan. Era sencillo. Nada arriesgado: solo entrar en Mort, tomarse unas copas y salir. Estaba chupado sin duda, pero Adele se estaba comportando de un modo raro, mirando a su alrededor con aquellos ojos grandes como si esperase que un equipo del grupo de operaciones especiales se abalanzase sobre ellas y les obligase a tenderse en el suelo, con los brazos y las piernas extendidos, a punta de Kalashnikov.
– No, aún no lo he visto.
Maddie dejó el bolso en la mesa, junto a ella, y miró hacia la barra. La luz de la gramola y de la barra se derramaba sobre la multitud, pero apenas llegaba a su rincón. Era el lugar perfecto para mirar sin ser visto.
– ¿Qué aspecto tiene? -dijo Adele acercando la cabeza a Maddie.
Maddie hizo un gesto con la mano a la camarera.
– Alto. Cabello oscuro y ojos muy azules -respondió.
Encantador cuando quiere algo y sus besos pueden hacerte perder la razón, pensó. Maddie recordó el día en que le había llevado el Mouse Motel, en el beso y en sus manos sobre su cintura, y sintió un leve hormigueo en el estómago.
– Si las mujeres del bar empiezan a tirarse de los pelos y a buscar su espray de menta para el aliento, sabrás que ha llegado.
Una camarera con una permanente atroz, unos Wranglers muy ceñidos y una camiseta de Mort les tomó el pedido.
– ¿Tan bueno está?
Maddie negó con la cabeza. Estar bueno era una descripción poco precisa. En realidad estaba como un queso y en una o dos ocasiones había estado tentada de morderlo. Como cuando levantó los ojos de la ensalada en la cervecería y restaurante Willow Creek y vio a Mick sentado delante de ella. Estaba pensando en sus cosas, leyendo las últimas notas que había tomado del sheriff Potter, y de repente, ¡paf!, allí estaba él, tan atractivo y con un cabreo monumental. En condiciones normales, un hombre enfadado no le habría parecido nada sexy, pero Mick no era un hombre normal. Estaba sentado enfrente de ella, cada vez más cabreado, advirtiéndole que no se acercara a su bar, mientras sus ojos iban adquiriendo un tono azul fascinante. Y Maddie se preguntó qué habría hecho él si se hubiera subido a la mesa y le hubiera plantado la boca en la suya. Si le hubiera besado en el cuello y le hubiera mordido justo debajo de la oreja.
– Hoy he hablado con Clare -dijo Adele y acabó con el fantaseo de Maddie sobre Mick.
Las dos amigas hablaron de la boda que se avecinaba, hasta que la camarera regresó con el Bitch on Wheels de Adele y el vodka Martini extraseco de Maddie. La camarera tenía el pelo horrible, pero hacía su trabajo de puta madre.
– ¿Qué les pasa en el pelo a algunas de estas mujeres? -preguntó Adele cuando la camarera se hubo alejado.
Maddie echó un vistazo a su alrededor y calculó que un cincuenta por ciento de las mujeres iban mal peinadas.
– Yo también me hago la misma pregunta. -Maddie se llevó la copa a los labios-. La mitad tiene bien el cabello y la otra mitad lo tiene hecho un asco.
Continuó su inspección por encima del borde de la copa. Ni rastro de Mick.
– ¿Te conté lo del tipo con el que salí la semana pasada? -preguntó Adele.
– No.
Maddie se puso el cárdigan y se preparó para otra historia sobre citas desastrosas.
– Bueno, me pasó a recoger en un Pinto trucado.
– ¿En un Pinto? ¿No eran aquellos coches de los setenta que explotaban?
– Sí. Era naranja butano, como un blanco móvil, y conducía como Jeff Gordon. -Adele se acomodó varios rizos rebeldes detrás de las orejas-. Incluso llevaba esos guantes sin dedos de los pilotos.
– ¿Te estás quedando conmigo? ¿Dónde conociste a ese tipo?
– En el autódromo.
Maddie no preguntó qué estaba haciendo Adele en el autódromo. No quería saberlo.
– Dime que no te acostaste con él.
– No. Imaginé que un tipo que conducía tan rápido haría otras cosas igual de rápido. -Adele suspiró-. Creo que tengo la maldición de las citas pésimas.
Maddie no creía en las maldiciones, pero no podía decirle que no. De todas las mujeres del mundo Adele era la que peor suerte tenía con los hombres. Y Maddie también tenía bastante mala suerte.
Una hora, y tres historias sobre citas frustrantes, más tarde, seguían sin señales de Mick. Maddie y Adele pidieron otra copa y empezaron a creer que ya no aparecería.
– Hola, señoras.
Maddie levantó la mirada de su Martini para mirar a los dos tipos que estaban delante de ella. Eran altos, rubios y estaban muy bronceados. El hombre que hablaba tenía acento australiano.
– Hola -dijo Adele dando un sorbo de su Bitch on Wheels.
Adele podía haber tenido muchas citas pésimas, pero eso era solo porque atraía a la mayoría de los hombres. Con sus rizos dorados y sus grandes ojos de color aguamarina, Adele parecía atraer a los hombres como una barbacoa a las abejas. Y por supuesto, el sex appeal de Adele funcionaba con todas las nacionalidades. Maddie miró a su amiga desde detrás de la copa y sonrió.
– ¿Queréis sentaros? -preguntó Adele.
No tuvieron que preguntárselo dos veces; se sentaron corriendo en las dos sillas vacías.
– Me llamo Ryan -dijo el tipo que estaba más cerca de Maddie, hablaba de un modo que recordaba a Cocodrilo Dundee.
– Maddie -dijo dejando la bebida sobre la mesa.
– Este es Tom, mi colega. -Señaló a su amigo-. ¿Vivís en Truly?
– Acabamos de mudarnos. -Cielo santo, esperaba que saliera con algún australianismo. Estaba demasiado oscuro para ver el color de sus ojos, pero era mono-. ¿Y vosotros?
Acercó la silla para que ella pudiera oírle mejor.
– Estoy aquí solo durante el verano trabajando como bombero.
Extranjero y mono.
– ¿Eres bombero aéreo?
Asintió y siguió explicándole que la temporada de incendios en Australia era exactamente la contraria que en Estados Unidos. Por ese motivo, muchos bomberos aéreos australianos trabajaban en el oeste americano durante el verano. Cuanto más hablaba, más fascinada estaba Maddie, no solo por lo que decía, sino por el sonido de su voz mientras lo decía. Y cuanto más hablaba, más se preguntaba Maddie si no sería el hombre perfecto para poner fin a su período de abstinencia. No iba a quedarse mucho tiempo en Truly y luego se iría. No llevaba anillo de boda, pero sabía que aquello no significaba nada.
– ¿Estás casado? -le preguntó acercándose un poco. Solo para asegurarse.
Pero, antes de que pudiera responder, dos manos la sujetaron por los hombros y la pusieron en pie. Se volvió despacio hasta que su mirada aterrizó en el amplio pecho de una camiseta negra del bar de Mort. A pesar de la oscuridad que les rodeaba, reconoció aquel pecho antes incluso de levantar la mirada por el grueso cuello, la fuerte barbilla y los labios apretados. No tenía que mirarle a los ojos para saber que eran unos ardientes y furiosos ojos azules.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -le dijo Mick al oído acercándose un poco más.
Olía a jabón y a cuero.
– Parece ser que hablo contigo.
Mick la cogió de la mano con firmeza.
– Vámonos.
Cogió el bolso de la mesa, miró a Ryan por encima del hombro y luego a Adele.
– Ahora mismo vuelvo -gritó.
– Pareces muy convencida -dijo el hombre que tiraba de ella a través de la concurrencia hacia la parte trasera de Mort.
– Disculpadnos -dijo mientras se chocaba con Darla. Mick seguía aferrándole la mano, mientras se movía a través de la multitud como un jugador de fútbol americano.
Maddie se vio obligada a decir «Perdón» y luego «Disculpa» por encima de la música que salía de la gramola. Más allá del final de la barra recorrieron un corto pasillo y Mick tiró de ella hasta una pequeña trastienda.
Mick cerró la puerta y la soltó.
– Te dije que te alejaras de mi bar.
Maddie echó un rápido vistazo a su alrededor y vio un escritorio de roble, un perchero, una caja fuerte metálica y un sofá de piel.
– En aquel momento estabas hablando de Hennessy.
– No. -Entornó la mirada y Maddie casi pudo notar físicamente la ira que emanaba en forma de ondas-. Como soy un buen tipo, voy a darte la opción de coger a tu amiga y salir por la puerta principal.
Pero Maddie no temía su ira; al contrario, casi le gustaba porque confería fiereza a sus ojos, y se recostó hacia atrás contra la puerta.
– ¿Y si no?
– Te echaré de una patada en el culo.
Ladeó la cabeza.
– Entonces debo advertirte que si vuelves a tocarme, descargaré los cincuenta mil voltios de mi Taser en tu culo.
Mick parpadeó.
– ¿Llevas una Taser?
– Entre otras cosas.
Volvió a parpadear, despacio, como si no creyera haberla oído bien.
– ¿Qué cosas?
– Espray de pimienta, un puño americano, una alarma de ciento veinticinco decibelios, unas esposas y un Kubaton [7].
– ¿Es legal llevar una Taser?
– Es legal en cuarenta y ocho estados. Esto es Idaho. ¿Qué te crees?
– Estás loca.
Maddie sonrió.
– Eso me han dicho.
– ¿Tienes por costumbre ir por ahí cabreando a la gente? -le dijo después de mirarla durante un rato.
A veces hacía enfadar a la gente, pero no lo tenía por costumbre.
– No.
– Entonces, solo a mí.
– Yo no quería que te mosquearas, Mick.
Él enarcó una ceja oscura en su bronceada frente.
– Bueno, no pretendía cabrearte, hasta esta noche, pero tengo un problemilla cuando me dicen lo que puedo hacer y lo que no.
– No jodas. -Mick se cruzó de brazos-. ¿Para qué necesitas todo ese arsenal?
– Entrevisto a personas que no son demasiado buenas. -Se encogió de hombros-. Suelen tener cadenas alrededor de la barriga, grilletes y estar esposados a la mesa cuando hablo con ellos. O hablamos a través de una mampara. Claro que en las cárceles no me dejan entrar mis artículos de defensa personal, pero siempre los recupero al marcharme. Me siento más segura cuando los llevo encima.
Mick retrocedió y la miró de arriba abajo.
– Pareces normal, pero no lo eres.
Maddie no sabía si tomárselo como un cumplido o no. Lo más seguro es que no quisiera decirlo como un cumplido.
Se balanceó sobre los talones y la miró.
– ¿Planeabas liquidar al tipo rubio que te abordó en la mesa?
– ¿Ryan? No, pero si jugaba bien sus cartas, tal vez lo habría esposado.
– Es un memo.
De no haberlo conocido mejor, Maddie habría dicho que Mick estaba celoso.
– ¿Lo conoces?
– No tengo que conocerlo para saber que es un memo.
Lo cual no tenía ningún sentido.
– ¿Cómo puedes decir de alguien que es un memo si no lo conoces?
– Te has estado morrreando con él -dijo en lugar de responder a su pregunta.
– Eso es ridículo. No me he dado el lote con un extraño en un bar desde el instituto.
– Tal vez te hayas cansado de esa especie de «abstinencia sexual».
Aquello era un eufemismo. Maddie ya estaba muy harta de la abstinencia, pero cuando pensaba en el sexo animal, ardiente y duro, pensaba en Mick. Ryan era mono, pero al fin y al cabo era un extraño en un bar, y ya no se daba el lote ni se ligaba a extraños en los bares.
– No te preocupes por mi celibato.
Mick dirigió la mirada hacia la boca de Maddie y siguió descendiendo, bajó por la barbilla y el cuello y se detuvo en los senos. Eran más de las nueve y, claro, ella tenía frío.
– Cielo, tu cuerpo no está hecho para el celibato. -Los pezones duros de Maddie sobresalían del vestido como dos puntos afilados-. Está hecho para el sexo. -Levantó la mirada hacia la suya-. Para el puro sexo, salvaje y sudoroso, de ese que dura toda la noche y hasta la mañana siguiente.
Normalmente habría estado tentada de rociar con espray de pimienta al tipo que le soltara algo así, pero cuando Mick lo dijo sintió un cosquilleo en el vientre, y su cuerpo le ordenó levantar la mano y presentarse voluntaria para la misión de sexo sudoroso.
– El celibato es un estado mental.
– Lo cual explica por qué te has vuelto loca.
– ¿Ahora quién es el memo?
Se acomodó el bolso para evitar que se le resbalase del hombro, pero los dedos apenas tocaron el bolso antes de que Mick le sujetara las muñecas contra la puerta a la altura de la cabeza.
Le miró a la cara, que estaba un milímetro por encima de la de ella.
– ¿Qué estás haciendo?
– No me voy a quedar aquí plantado y dejarte que me frías el culo con una descarga de cincuenta mil voltios.
Maddie intentó sonreír pero fracasó.
– Estaba colocándome bien el bolso.
– Llámame paranoico, pero no te creo.
– ¿De veras piensas que iba a dejarte fuera de combate?
Dejarlo fuera de combate era lo más alejado de lo que había pasado por su imaginación.
– ¿Ah, no?
Maddie se echó a reír.
– No. Eres demasiado guapo para freírte con cincuenta mil voltios.
– No soy guapo. -Al hablar, su aliento calentó un lado de su cara y el cuello-. Hueles a fresas.
– Es la crema.
– Olías a fresas el día que nos vimos en la ferretería Handy Man. -Enterró la nariz en su pelo y Maddie se turbó como si le hubieran aplicado los cincuenta mil voltios-. Siempre hueles tan bien… Eso me vuelve loco. -Apretó su cuerpo contra el de ella-. Tenía ganas de hacer esto desde el momento en que te vi desde la barra.
Mick bajó el rostro hacia un lado de su cuello.
– Pensé que querías echarme de una patada en el culo.
¿Cómo se había puesto tan caliente tan deprisa? Hacía unos minutos, estaba fría. Ahora notaba ese hormigueo cálido cosquilleándole la piel.
– Ya llegaremos a eso. Más tarde.
Mick le soltó las manos, pero la sujetaba con las caderas contra la puerta. Estaba claro que cargaba a la izquierda. La tenía grande y dura, y ella sintió un dolor sordo en la entrepierna. Harriet tenía razón. Los Hennessy estaban muy bien dotados.
– Primero quiero olerte aquí -añadió Mick bajándole el vestido y oliéndole los hombros desnudos-. Eres tan suave… y sabes bien.
– Me gusta tener la piel fina. -Tragó saliva con dificultad y cerró los ojos. Quería que siguiera bajando-. Soy una especie de hedonista en eso.
– ¿Cómo puedes ser hedonista y célibe? -le preguntó junto a su cuello.
– No es fácil.
Cada segundo que pasaba era más difícil. Si no iba con cuidado, su lado hedonista se impondría sobre su lado célibe, y se sumiría en un ardor orgásmico. Lo cual no parecía tan horrible, solo que no con él. Levantó una mano hacia la cara de Mick y le acarició la corta barba de las mejillas.
– Sobre todo cuando tú andas cerca -añadió Maddie.
Mick se echó a reír con una risa grave y masculina que le brotaba del centro del pecho. Levantó la cara con los ojos algo entornados por el placer, y sus pestañas parecían tan largas… El deseo le brillaba en los ojos y bajó las manos hacia la cintura de Maddie.
– Tú eres el último hombre del planeta que puedo tener. -Levantó la boca hasta la de Mick-. Y el que más deseo.
– ¡Qué dura es la vida! -susurró junto a los labios de ella.
Maddie asintió y se puso de puntillas. Él la cogió por la nuca y apretó la boca contra la suya. Las manos le aferraron más fuerte la cintura y durante algunos desesperantes segundos se quedó completamente inmóvil, con las cálidas manos pegadas a la cintura y la boca en la suya. Luego emitió un sonido gutural y deslizó una mano por la espalda de Maddie y puso la otra entre los hombros, por encima de la chaqueta. La atrajo contra su pecho y la besó, con un beso suave y dulce. Sus labios crearon una deliciosa succión que le atrapó la lengua hasta que estuvo dentro de la boca de Mick.
El bolso de Maddie cayó al suelo, y ella deslizó la mano libre por los duros músculos del brazo y los hombros de Mick. Mick irradiaba calor y Maddie sintió calor allí donde sus senos se apretaban contra su pecho. Maddie nunca había sido una amante pasiva, y mientras le estaba haciendo el amor dulcemente en la boca, ella le acariciaba el cabello con los dedos y con la otra mano recorría los contornos duros del pecho y la espalda de Mick. De no haber sido Mick Hennessy, le habría sacado la camisa de los tejanos y le habría acariciado la piel desnuda.
Mick posó la boca en un lado de su cuello.
– Tú eres la última mujer a la que debería desear -dijo entre jadeos-. Y eres la única mujer en la que no puedo dejar de pensar. -Puso las manos en el trasero de Maddie y las caderas de ella cobijaron su erección-. ¿Qué tienes que me vuelve loco?
La presión del miembro duro y enorme de Mick contra su vientre era tan fuerte que a Maddie casi le dolía.
Casi. Se meció contra él mientras Mick le quitaba la chaqueta. Maddie tiró el cárdigan de angora detrás de él, en alguna parte, no lo necesitaba. Estaba demasiado caliente. Los dedos se le enredaron en la pechera de la camisa de Mick y probó su cuello con la boca; le dejaba buen sabor en la lengua, a carne cálida y a hombre excitado, y le chupó la piel. Agarró la camisa y se balanceó contra su pene erecto. Hacía cuatro años que no notaba nada tan delicioso, y lo echaba de menos. Echaba de menos el tacto de las manos de un hombre, su boca caliente y los sonidos de excitación que emitía desde lo más hondo de la garganta.
Los dedos de Mick encontraron el lazo detrás del cuello y hurgaron en él hasta que el vestido se soltó en sus manos. Bajó los tirantes blancos mientras volvía a buscar los labios de ella con los suyos. Esta vez no hubo nada tierno ni dulce en el beso. Fue un beso carnal y ávido, de bocas hambrientas, y ella mordió su lengua. Pudo haberlo detenido, pero no quería detenerlo. Aún no. Maddie quería más. La parte superior del vestido resbaló hasta la cintura y las manos de Mick le cogieron los pechos por encima del sostén blanco sin costuras. Los aros metálicos mantenían los senos erguidos y centrados, y Mick le frotó los pezones con los pulgares a través del grueso algodón. Maddie apretó el vientre contra él, tocando los lugares doloridos, y los gemidos de Mick entraron en la boca de ella. Maddie estaba tan excitada que se mareaba. Sentía un latido en la piel, notaba los senos pesados y los pezones tan tensos que le dolían. Hacía mucho tiempo que no experimentaba aquel delicioso placer; bajó la mano por el pecho de Mick, por encima de la cinturilla de los tejanos y apretó la palma contra la túrgida erección.
– Tócame -gimió Mick en su boca.
Y Maddie le tocó. Mientras él le acariciaba los pezones a través del sujetador, ella subía y bajaba la mano a lo largo de su miembro; desde la base de la bragueta, subía por el largo pene, duro como una piedra, hasta su henchida punta. El hombre tenía un buen paquete, y el dolor húmedo de la entrepierna instaba a Maddie a cogerle la mano y llevarlo hasta allí, para satisfacerla, y a tocarla a través de las bragas y… Pero Maddie dejó caer las manos.
– ¡Basta!
Mick levantó la cabeza.
– ¡Un minuto!
En un minuto ella estaría experimentado los estertores del orgasmo.
– No. -Dio un paso atrás y las manos de él cayeron a sus lados-. Sabes que no podemos hacer esto. No podemos hacerlo nunca. -Le miró fijamente mientas se ataba el vestido a la nuca-. Juntos, no.
Mick sacudió la cabeza, parecía tener los ojos desorbitados.
– Lo he pensado mejor.
– No hay nada que pensar. -Él era Mick Hennessy y ella era Maddie Jones-. Créeme, tú eres el último hombre en la tierra con el que puedo mantener una relación sexual, y yo soy la última mujer en la tierra con la que deberías tener una relación sexual.
– Ahora mismo no recuerdo por qué.
Tenía que contárselo, todo; quién era ella en realidad y quién era él.
– Porque…
Se humedeció los labios y tragó saliva; de repente se le había secado la garganta. La tensión sexual los atraía como una fuerza caliente, pulsante y casi irresistible. Mick tenía el cuello rojo donde ella lo había marcado y la miraba con aquellos ojos azules, centelleantes de deseo. Lo último que quería era ver cómo todo aquel deseo feroz era sustituido por el enfado. Ahora no. Más tarde.
– Porque estoy escribiendo un libro sobre tus padres y Alice Jones, y hacer el amor contigo no va a cambiar eso. Solo lo empeorará.
Mick retrocedió unos pasos y se sentó en el borde de la mesa. Respiró hondo y se alisó el cabello con las manos.
– Me había olvidado. -Dejó caer las manos a los costados-. Durante unos pocos minutos, me olvidé de que estabas en la ciudad para hurgar en el pasado y hacer de mi vida un infierno.
Maddie se agachó para coger el bolso.
– Lo siento.
Y lo decía en serio, pero sentirlo no cambiaba nada, aunque casi deseó lo contrario.
– No lo bastante para dejarlo correr.
– No -dijo buscando el picaporte a su espalda-. No para eso.
– ¿Qué quieres decir?
Mick aspiró una bocanada de aire y la soltó.
– ¿Cuánto tiempo vas a quedarte en la ciudad jodiendome la vida?
Buena pregunta.
– No lo sé. Hasta la próxima primavera, tal vez.
Mick bajó la vista.
– Mierda.
Se colgó el bolso del hombro y lo miró, sentado allí, con el cabello negro de punta de habérselo peinado con los dedos. Maddie resistió el impulso de alisárselo.
Levantó la mirada.
– Es evidente que no podemos estar a tres metros el uno del otro sin arrancarnos la ropa. Y como decirte que te mantengas alejada de mis bares es como ondear un trapo rojo delante de un toro, te voy a pedir que te largues de una puta vez de mis bares.
El pecho de Maddie hizo una especie de contracción y expansión que no solo era imposible, sino alarmante.
– No volverás a verme aquí dentro -le aseguró, y abrió la puerta.
Maddie salió al bar, con su música country a todo trapo y el olor a cerveza, y se abrió camino hasta Adele. Al entrar en Mort se había preguntado si Mick la iba a echar de una patada en el culo como le había amenazado.
Ahora se preguntaba si no habría sido mejor que lo hubiera hecho.
Mick cerró la puerta de la oficina y se reclinó contra ella. Cerró los ojos y se puso la mano en la dolorosa erección. Si Maddie no le hubiera detenido, le habría metido la mano en la entrepierna, le habría quitado las bragas y se lo habría hecho allí mismo, contra la puerta. Le gustaba pensar que habría tenido la claridad mental suficiente para cerrar la puerta antes, pero no habría apostado por ello.
Dejó caer la mano y rodeó el escritorio. La chaqueta roja de Maddie estaba en el suelo, la recogió y se sentó en su silla para contemplar la caja de caudales de la oficina que estaba enfrente de él. Antes, cuando tras echar un vistazo al bar había visto a Maddie sentada a la mesa, tomando un Martini y haciendo oídos sordos a la advertencia de que se mantuviera alejada de sus bares, se lo habían llevado los demonios. Le había hecho el mismo efecto que la Taser que ella llevaba en el bolso. Inmediatamente después de toda aquella conmoción, experimentó una dosis de ira y un deseo irrefrenable de olerle el cuello.
Al verla charlando con el australiano, también sintió algo más. Algo un poco incómodo. Algo parecido a querer arrancarle la cabeza a aquel tío. Lo cual era absolutamente ridículo. Mick no tenía nada contra el australiano, y por supuesto no tenía ningún tipo de relación con Maddie Dupree. No sentía nada por ella. Bueno, salvo rabia. Un ardiente deseo de enterrar la nariz en un lado del cuello mientras se hundía entre sus suaves muslos una y otra vez.
Maddie tenía algo. Algo más que un cuerpo hermoso y una cara bonita. Algo además del aroma de la piel y la elegante boca. Algo que atraía la mirada a través de un bar atestado hacia una mesa en un rincón oscuro. Algo que le hacía reconocer su perfil oscuro como si la conociera. Algo inefable que le impelía a besarla y acariciarla y abrazarla fuerte contra el pecho como si fuera su lugar natural, cuando en realidad su lugar natural no era cerca de él. Realidad que tendía a olvidar cuando ella estaba cerca.
Se acercó la chaqueta a la cara. Olía a ella, era un olor dulce, a fresas, y la tiró sobre la mesa del escritorio.
Unas semanas antes su vida era bastante buena. Tenía un plan para el futuro que no incluía pensar en el pasado. Un pasado que se había esforzado mucho en olvidar.
Hasta aquel momento. Hasta que Maddie llegó a la ciudad en su Mercedes negro y sacó la vida de Mick de la carretera.