Capítulo 3

5 de septiembre de 1976

¡¡Dan me dijo que iba a dejar a su esposa por mí!! Me dijo que había estado durmiendo en el sofá desde mayo. Acabo de enterarme de que se quedó embarazada en junio. ¡¡Me ha engañado y me ha mentido!! ¿Cuándo me llegará el turno de la felicidad? La única persona que me quiere es mi niña. Ahora tiene tres años y cada día me dice que me quiere. Merece una vida mejor.

¿Por qué Jesús no nos deja caer en algún lugar agradable?


Maddie cerró los ojos e inclinó la cabeza en la silla del despacho. Al leer los diarios, Maddie no solo había descubierto la pasión de su madre por los signos de exclamación, sino también su amor por los maridos ajenos. Contando a Loch Hennessy, ya había estado con tres a sus veinticuatro años. Sin contar a Loch, cada uno le había prometido que dejaría a su esposa por ella, pero al final, ¡¡todos le habían engañado y mentido!!

Maddie dejó el diario sobre la mesa y estiró los brazos por encima de su cabeza. Además de salir con casados, Alice también había salido con hombres solteros. Al final, todos le habían engañado y mentido y la habían dejado por otra. Todos excepto Loch. Aunque, si aquella relación no se hubiera acabado enseguida, Maddie estaba segura de que Loch habría acabado engañándole y mintiéndole como todos los demás. Solteros o casados, su madre había elegido hombres que le habían roto el corazón.

A través de las ventanas abiertas, la ligera brisa le traía el sonido de la barbacoa de los vecinos. Era Cuatro de Julio y Truly estaba celebrando la fiesta. En la ciudad, los edificios estaban engalanados con banderitas de color rojo, blanco y azul, y aquella mañana se había celebrado un desfile por la calle Mayor. Maddie había leído en el periódico local acerca de la gran celebración que se planeaba en el parque Shaw y el «impresionante espectáculo de fuegos artificiales» que empezaría «al caer la noche».

Maddie se levantó y entró en el baño. Aunque en realidad, ¿cómo iba a ser «impresionante» el espectáculo en aquella pequeña ciudad? En Boise, la capital, no se había celebrado un espectáculo decente desde hacía años.

Puso el tapón de la bañera de hidromasaje y abrió el grifo del agua. Mientras se desnudaba, la risa de sus vecinos entró por la pequeña ventana situada encima del váter. Unas horas antes ese mismo día, Louie y Lisa Allegrezza la habían invitado a su barbacoa, pero ni en sus mejores momentos era buena para conversar con personas a las que no conocía. Y en los últimos tiempos, Maddie no estaba en sus mejores momentos. Encontrar los diarios había sido una bendición y también un tormento. Los diarios habían respondido a algunas preguntas importantes para ella. Preguntas que la mayoría de la gente sabe desde su nacimiento. Se había enterado de que su padre era de Madrid y de que su madre se había quedado embarazada de Maddie en verano, después de graduarse de la escuela secundaria. Su padre estaba visitando a su familia en Estados Unidos y los dos se habían enamorado locamente. Al final del verano, Alejandro había regresado a España. Alice le había escrito varias cartas contándole que estaba embarazada, pero nunca obtuvo respuesta alguna. Según parece, su amor había sido unilateral.

Maddie se recogió el cabello hacia arriba y se lo sujetó con una pinza grande. Hacía tiempo que se había hecho a la idea de que nunca conocería a su padre, de que nunca sabría qué cara tenía ni cómo sonaba su voz, de que nunca le enseñaría a montar en bicicleta ni a conducir un coche, pero como todo lo demás, leer los diarios le había hecho aflorar todo aquello a la superficie, y se preguntaba si Alejando estaría vivo o muerto y qué pensaría de ella. Tal vez nunca lo sabría.

Maddie derramó jabón de baño de burbujas de pastel de chocolate alemán en el agua corriente y dejó un tubo de exfoliante corporal con aroma a pastel de chocolate a un lado de la bañera. Tal vez no le importase que su ropa interior combinase ni la marca de los zapatos, pero le encantaba la cosmética para el baño. Las cremas y lociones perfumadas eran su pasión. Prefería mil veces una crema exfoliante y una hidratante corporal a la ropa de marca.

Entró en la bañera y se hundió en el agua caliente y perfumada. «Aaah», suspiró y se metió bajo la espuma. Se reclinó contra la fría porcelana y cerró los ojos. Tenía todos los perfumes habidos y por haber, desde rosas hasta manzanas, desde café hasta pastel, y hacía años que se había reconciliado consigo misma y había aprendido a vivir con su hedonismo.

Hubo un tiempo en su vida en que se atiborraba de casi todo lo que le daba placer. Hombres, postres y cremas caras se encontraban en los primeros puestos de su lista. Como resultado de todo ese atiborramiento desarrolló una visión muy limitada de los hombres y un gran trasero. Un trasero muy suave y liso, pero un gran culo al fin. De niña había sufrido sobrepeso y los horrores de tener que acarrear una pesada carga otra vez le había obligado a cambiar de vida. Se dio cuenta de que necesitaba un cambio la mañana de su trigésimo cumpleaños cuando se despertó con una resaca de pastel de queso y un tipo llamado Derrick. El pastel de queso era mediocre y Derrick un chasco total.

En el fondo seguía siendo una hedonista, pero no practicante. Aún se excedía con las cremas y los productos de baño, pero los necesitaba para relajarse, desestresarse y para combatir la piel seca y escamada.

Se hundió más en el agua buscando un poco de paz. Su cuerpo sucumbió a las burbujas y al agua caliente, pero su mente no se aquietaba con tanta facilidad y continuó pasando revista a las últimas semanas. Estaba haciendo grandes progresos con el calendario y las notas. Tenía una lista de gente que aparecía en el último diario de su madre, los nuevos amigos que había hecho en Truly y personas con las que había trabajado. El juez de instrucción del condado que ejercía en 1978 había muerto; sin embargo, el sheriff aún vivía en Truly. Estaba retirado, pero Maddie estaba segura de que podía proporcionarle información valiosa. Tenía artículos de periódico, informes de la policía, descubrimientos del juez de instrucción y toda la información sobre la familia Hennessy que había podido recuperar. Ahora lo único que le quedaba por hacer era hablar con alguien relacionado con la vida y la muerte de su madre.

Había descubierto que dos mujeres con las que su madre había trabajado aún vivían en la ciudad y planeaba empezar por ellas a la mañana siguiente. Ya era hora de hablar con la gente de la ciudad y desenterrar información.

El agua caliente y las burbujas perfumadas se deslizaban por su vientre y los pezones erectos de sus pechos. Al leer aquellos diarios, casi podía oír la voz de su madre por primera vez en veintinueve años. Alice escribía sobre su temor a encontrarse sola y embarazada y su emoción por el nacimiento de Maddie. Leer acerca de las esperanzas y los sueños que albergaba para ella y su bebé había sido una experiencia desgarradora y agridulce, pero además de los descubrimientos desgarradores y agridulces, había aprendido que su madre no era el ángel rubio de ojos azules que había creado en su mente y en su corazón infantil. Alice había sido de ese tipo de mujer que necesita tener un hombre en su vida para no sentir que no vale nada. Había sido una mujer dependiente, ingenua y una eterna optimista. Maddie nunca había sido dependiente, no podía recordar un tiempo en el que hubiera sido ingenua o demasiado optimista sobre nada, ni siquiera de niña. Descubrir que no tenía nada en común con la mujer que le había dado el ser, nada que la uniera a su madre, le había dejado un vacío interior.

Maddie se había formado, a una temprana edad, una dura coraza alrededor de su alma. Aquella pétrea fachada siempre había sido una ventaja para hacer su trabajo, pero aquel día no se sentía tan dura. Se sentía desprotegida y vulnerable. ¿Vulnerable a qué?, no lo sabía, pero odiaba esa sensación. Habría resultado mucho más fácil tirar los diarios y escribir sobre el psicópata llamado Roddy Durban. Justo antes de encontrar los diarios había estado escribiendo sobre el asqueroso bastardo que había asesinado a más de veintitrés prostitutas. Escribir sobre Roddy habría sido jodidamente más fácil que escribir sobre su madre, pero la noche en que Maddie se llevó los diarios a casa y los leyó supo que no había vuelta atrás. Su carrera, aunque no siempre la había planeado minuciosamente, no había sido fruto del azar. Se había convertido en una escritora sobre crímenes reales por un motivo, y mientras se enfrascaba en la lectura de aquella caligrafía tan femenina de su madre, sabía que había llegado el momento de sentarse y escribir sobre cómo había sido asesinada.

Cerró el grifo con el pie y cogió el exfoliante corporal de un lado de la bañera. Se puso un espeso chorro en la mano y el aroma a pastel de chocolate le llenó la nariz. Con él llegó el recuerdo espontáneo de estar de pie sobre una silla al lado de su madre y remover el pudín de chocolate en la cocina. No sabía cuántos años tenía ni dónde vivían. El recuerdo era tan tangible como una voluta de humo, pero bastó para asestarle un puñetazo en ese lugar solitario junto a su corazón.

Cuando se sentó y levantó los pies por encima del borde de la bañera, se le quedaron los pechos llenos de burbujas. Era obvio que no había conseguido encontrar la calma y el consuelo que solía encontrar en el baño, y rápidamente se exfolió los brazos y las piernas. Cuando acabó, salió de la bañera y se secó, luego se untó la piel con la crema del aroma a chocolate.

Arrojó las ropas al cesto y se dirigió al dormitorio. Sus tres mejores amigas vivían en Boise, y echaba en falta quedar con ellas para comer, cenar, o las improvisadas sesiones de comadreo. Sus amigas, Lucy, Clare y Adele eran lo más parecido que tenía a una familia y las únicas personas a las que se plantearía donar un riñón o prestarles dinero. Estaba bastante segura de que le devolverían el favor.

El año anterior, cuando su amiga Ciare descubrió a su novio con otro hombre, las otras tres amigas corrieron a su casa para evitar que hiciera una tontería. De las cuatro mujeres, Clare era la que tenía mejor corazón y la más sensible. También era una escritora de novelas románticas que seguía creyendo en el amor verdadero. Durante algún tiempo, después de la traición de su novio, perdió la fe en los finales felices, hasta que un reportero llamado Sebastian Vaughan entró en su vida y le devolvió la fe. Era su héroe romántico y se casaron en septiembre. Maddie había tenido que ir hasta Boise unos días para preparar el vestido de dama de honor.

Una vez más permitía que una de sus amigas le enfundase un ridículo vestido y la hiciera estar de pie en el altar. El año antes había sido dama de honor en la boda de Lucy. Lucy era una escritora de novelas de misterio y había conocido a su marido, Quinn, cuando lo confundió con un asesino en serie. En resumen, pasó de ser el blanco de sus sospechas a ocupar un lugar en el corazón de Lucy.

De sus cuatro amigas, solo ella y Adele estaban aún solteras. Maddie sacó unas bragas de algodón y tiró la toalla encima de la cama. Adele escribía novelas fantásticas para ganarse la vida, y aunque había tenido sus problemas con los hombres, Maddie imaginó que lo más probable era que Adele se casara antes que ella.

Maddie se colocó las grandes copas del sostén sobre los pechos y se lo abrochó a la espalda. En realidad, no se veía a sí misma casada. Tenía tantas ganas de tener un niño como de tener un gato. El único momento en que le resultaba práctico tener un hombre a mano era cuando necesitaba levantar algo pesado o estar junto a un cuerpo desnudo y cálido, pero poseía una robusta carretilla y al gran Carlos, y cuando necesitaba mover algo pesado o aliviar la tensión sexual acudía a uno de los dos. Hay que admitir que el sucedáneo no era tan bueno como el original, pero la carretilla volvía al garaje cuando ya no la necesitaba, y el gran Carlos, al cajón de la mesita de noche. Ambos estaban a punto siempre y no le daban quebraderos de cabeza, no jugaban con su corazón ni la engañaban. Y las dos partes salían ganando.

Se enfundó unos tejanos y luego metió los brazos por las mangas de su sudadera con capucha más cómoda. Sencillamente no tenía los mismos deseos ardientes, ni los instintos ni el reloj biológico que impulsaba a las demás mujeres al matrimonio y a la maternidad, lo que no quería decir que no se sintiera sola algunas veces.

Se calzó unas chancletas, salió del dormitorio y pasó por el salón de camino hacia la cocina. El alboroto de la fiesta de los vecinos iba en aumento, y metió la mano en la nevera. Las voces se colaban por la ventana abierta mientras sacaba una botella de merlot bajo en hidratos de carbono. Se sentía sola y se compadecía de sí misma, lo cual no era muy propio de ella. Ella nunca sentía lástima de sí misma. Había demasiada gente en el mundo con problemas de verdad.

El agudo chillido de al menos media docena de cohetes silbadores rasgó el aire, y a Maddie casi se le cae el sacacorchos. «Maldita sea», renegó y se llevó la mano libre al corazón. Por las cristaleras que daban a la terraza podía ver las pálidas sombras del anochecer y la superficie oscurecida del lago, que normalmente era de un color verde esmeralda. Se sirvió una copa de vino tinto, la sacó a la terraza y la dejó sobre la barandilla. En la terraza de los vecinos y en la playa de abajo habría una docena de personas. Tres tubos de mortero estaban alineados al borde del agua, enterrados en la arena y apuntando hacia el cielo. Algunos niños sostenían bengalas en las manos, mientras los hombres supervisaban y encendían más cohetes silbadores y algo que destellaba como las luces estroboscópicas. El humo de las bombas de todos los colores teñía la playa y los niños corrían por el tapiz de neblina como geniecillos salidos de una botella.

Recortado contra el humo y el caos, el perfil de Mick Hennessy resaltaba con una bengala en la boca como si fuera un cigarrillo largo y delgado. Reconoció la espalda ancha, el cabello negro y al niño que le miraba embobado. Le dio a su sobrino una bengala encendida y Travis giró sobre un pie y empezó a moverla. Mick se quitó la bengala de los dientes, dijo algo, Travis se detuvo de inmediato y sostuvo la bengala delante de él como si fuera una estatua.

Maddie dio un trago de vino. Encontrarlo el día anterior en la ferretería había sido todo un shock. Estaba tan enfrascada en la caja de veneno que no se fijó en él hasta que lo tuvo delante de las narices. Al mirar aquellos ojos azules desde tan cerca y tan parecidos a los de su padre, no tuvo más remedio que exclamar: «¡Santo Dios!».

Bajó la copa y la dejó en la barandilla mientras observaba a Mick y a su sobrino. En realidad no sabía qué pensar de él. No sabía lo suficiente para haberse formado una opinión y tampoco le importaba. El libro que planeaba escribir no tenía nada que ver con él y sí mucho con el triángulo amoroso entre Loch, Rose y Alice. Al igual que Maddie, Mick había sido solo otra víctima inocente.

Louie Allegrezza y los otros dos hombres se arrodillaron cerca del agua y metieron cohetes en diversas botellas de soda. Encendieron una mecha detrás de otra y Maddie miró los cohetes subir muy alto, por encima del agua, y explotar con estallidos no muy fuertes.

– Ten cuidado con los niños -gritó Lisa a su marido.

– Estos nunca han hecho daño a nadie -respondió mientras volvía a cargar las botellas.

Cuatro cohetes levantaron el vuelo hacia el cielo, pero el quinto voló directo hacia Maddie. Se tiró al suelo de la terraza mientras el cohete pasaba zumbando muy cerca de su cabeza.

– ¡Mierda!

El cohete aterrizó detrás de ella y explotó. Sintiendo un fuerte latido en los oídos se puso en pie para asomarse por la barandilla.

– Lo siento -gritó Louie.

A través de la estela luminosa de la noche gris, Mick Hennessy levantó los ojos y la miró durante unos segundos. Al verla, enarcó las cejas negras de sorpresa. Luego se balanceó sobre los talones y se rió, como si aquello tuviera mucha gracia. Los hoyuelos de las mejillas y la alegría de los brillantes ojos azules producían la ilusión de que era tan confiado e inofensivo como un boy scout. Pero los boy scouts inofensivos llevan la camisa beige abotonada y metida por los pantalones. Un boy scout no se deja la camisa desabrochada y por fuera, mostrando unos abdominales perfectos y un reguero de vello púbico que bajaba por el esternón, rodeaba el ombligo, desaparecía tras la cintura de sus tejanos y daba ganas de lamerlo. No es que Maddie corriera ningún peligro de lamerle nada, pero aunque Mick fuese quien fuera ella no estaba ciega.

– Louie, avísanos antes de soltar esas cosas -dijo Lisa haciéndose oír por encima del ruido-. Maddie, ven aquí. Estarás más segura.

Maddie apartó la mirada del pecho de Mick y la dirigió hacia su vecina. En materia de seguridad, cambiar su terraza por la de los vecinos no tenía ningún sentido, pero mirar el pecho de Mick había sido la emoción más grande que había experimentado en varias semanas, lo que obviamente indicaba que estaba aburrida y harta de estar sola.

Se levantó, cogió la copa y cruzó la corta distancia que le separaba del jardín de sus vecinos. Enseguida le presentaron a la hija de Louie, Sofie, y a sus amigos, que vivían en Boise y asistían a la Universidad Estatal, pero estaban en Truly pasando el fin de semana. Conoció a varios vecinos que vivían mucho más abajo en la playa, Tanya King, una rubia menuda que daba la impresión de pasarse colgada de los talones y haciendo abdominales todo el día, y a Suzanne Porter, cuyo marido, Glenn, y su hijo adolescente, Donald, estaban en la playa preparando los fuegos artificiales. Después de eso, perdió el hilo de los nombres y ya no pudo recordar quién era quién, dónde vivía, ni cuánto tiempo hacía que residía en la ciudad. Se le mezclaron y confundieron todos, salvo el de la madre de Louie y el de su tía Narcisa, que estaban sentadas a la mesa dando encantadoras muestras de desaprobación y hablando entre ellas en euskera muy deprisa. No había modo de olvidar a aquellas mujeres.

– ¿Quieres más vino? -preguntó Lisa-. Tengo un tinto vasco y chablis. ¿O prefieres una cerveza o una Coca-Cola?

– No, gracias. -Levantó la copa medio llena y la miró-. Esta noche soy una invitada muy barata.

Tenía que levantarse pronto y ponerse a trabajar, y el vino tendía a darle dolor de cabeza.

– Antes de casarme con Louie y tener a Pete, estas barbacoas del Cuatro de Julio eran un descontrol; un montón de borrachos y peligrosos fuegos artificiales.

Por lo que Maddie podía ver, no había cambiado mucho.

A la última persona que le presentaron fue a la cuñada de Lisa, Delaney, que parecía estar embarazada de doce meses.

– No salgo de cuentas hasta septiembre -dijo Delaney como si leyera la mente de Maddie.

– ¿Bromeas?

– No. -Delaney se rió y su coleta rubia le acarició los hombros mientras sacudía la cabeza-. Voy a tener gemelas. -Señaló hacia la playa-. Aquel es mi marido, Nick, el que está allá con Louie. Será un padre estupendo.

Como si le hubieran dado cuerda, el padre estupendo se volvió y buscó con la mirada la de su esposa. Era alto e increíblemente guapo, y el único tipo de los alrededores que pudiera hacer la competencia a Mick Hennessy en el concurso de miradas. Luego cruzó la mirada con la de su esposa y se acabó la competición. No había nada menos sexy que un hombre que solo tiene ojos para una mujer, sobre todo si esa mujer parece un buda.

– ¿Estás bien? -gritó Nick Allegrezza.

– Por Dios bendito -gruñó Delaney, y añadió a gritos-: Sí.

– Tal vez deberías sentarte -sugirió Nick.

Delaney gesticuló con los brazos.

– Estoy bien.

Maddie dirigió la mirada a Mick, que tenía una rodilla hincada en el suelo mientras ayudaba a Travis a encender un volador de colores. Se preguntó si había mirado de aquel modo a alguna mujer alguna vez o si era como su padre, que tenía ojos para un montón de mujeres.

– ¡Cohete va! -gritó Louie, y Maddie vio los cohetes de las botellas de soda salir zumbando hacia arriba.

Esta vez ninguno de ellos rozó la cabeza de Maddie, sino que explotaron sobre el lago, lo cual fue un alivio para su corazón. Hacía unos años se había presentado voluntaria para que le dispararan con una Taser en una de las clases de defensa personal. No es que fuera gallina, pero aquellos misiles voladores la intranquilizaban.

– La semana pasada empecé a tener contracciones y el médico me dijo que lo más probable era que las niñas se adelantasen -dijo Delaney atrayendo la atención de Maddie-. A Nick le da pánico, pero a mí no me preocupa. Hemos vivido un infierno para tener estas niñas. Lo más duro ya ha pasado y todo lo demás irá perfecto.

Maddie se había pasado la vida adulta intentando no quedarse embarazada y se preguntaba qué habría tenido que pasar Delaney, pero no la conocía lo bastante para preguntárselo.

– Los dos lo pasasteis fatal… -Lisa acarició la barriga de su cuñada y luego dejó caer las manos a los costados-. Pero tengo la sensación de que convivir con dos niñas de trece años, en la misma casa y al mismo tiempo, dará un nuevo significado a la palabra «infierno».

– No será ningún problema. Nick no piensa perder de vista a las niñas hasta que tengan veintiún años, por miedo a que salgan con chicos como él.

Suzanne levantó una copa de vino blanco y se echó a reír.

– Nunca pensé que Nick sentase la cabeza y se casase. Cuando era niño era tan salvaje como Louie, un loco.

– Louie no era un loco. -Lisa defendió a su marido y bajó las cejas sobre los ojos azules.

– Todo el mundo le llamaba Loco Louie por algún motivo -recordó Delaney a su cuñada-. Robó su primer coche cuando tenía… ¿cuántos? ¿Diez años?

– Sí, bueno, Nick estaba allí en el asiento del copiloto con Louie -dijo Lisa con desdén-. Y en realidad no robaba coches, solo los tomaba prestados unas horas.

Delaney arrugó el entrecejo.

– ¿De verdad crees eso?

Lisa se encogió de hombros.

– Es cierto. Además, a Nick se le ocurrían muchas trastadas a él sólito. ¿Os acordáis de aquellas horribles peleas de bolas de nieve?

– Claro, pero en aquel tiempo Nick no necesitaba tirarme cosas para atraer mi atención. -Delaney sonrió y descansó las manos sobre la gran barriga-. Sigue siendo un poco salvaje a veces, pero no como cuando estaba en el colegio.

– Todas las clases tenían al menos un chico malo. En el curso de mil novecientos noventa fue Mick Hennessy -dijo Suzanne-. Siempre andaba metido en líos. En octavo le dio un puñetazo al señor Shockey en la cara.

Maddie bebió un sorbo de vino, como si no hubiera oído nada.

– Estoy segura de que el señor Shockey se lo merecía -dijo Lisa en defensa de Mick-. Nos hacía correr aunque nos doliera la barriga por la regla. ¡Cabrón sádico!

– Lisa, a ti siempre te dolía la barriga -recordó Delaney a Lisa-. Incluso en primer grado. Y estás haciendo de abogada del diablo.

Lisa se encogió de hombros.

– Me refiero a que teniendo en cuenta lo que Mick tuvo que vivir de niño, salió bastante bueno.

Maddie no sabía lo que Mick había tenido que vivir de niño, pero podía imaginárselo.

– No conozco la infancia de Mick, pero he oído historias. -Tanya levantó la copa y bebió-. Y salió muy bueno. -Detrás de la copa, Tanya esbozó una sonrisa, dejando pocas dudas sobre su conocimiento de lo «bastante bueno» que era Mick.

– Ten cuidado, Tanya, Mick es como su padre -le advirtió Suzanne-. No es la clase de tío que se queda con una sola mujer. El año pasado Cinda Larson creyó que lo tenía para ella sola, pero Mick estaba saliendo con varias a la vez.

Sin embargo, había una diferencia, pensó Maddie: Mick no estaba casado y su padre sí.

– Yo me divorcié el año pasado. -Tanya llevaba un vestido ceñido a su pequeño cuerpo, y encogió un hombro desnudo-. No ando buscando una relación exclusiva.

Maddie dio un sorbo de vino y tomó nota mentalmente. No es que las relaciones de Mick con las mujeres le interesasen, ni desde el punto de vista personal ni profesional. Las relaciones personales de él y Meg no iban a ninguna parte, como las suyas, pero sentía curiosidad. Curiosidad por saber si su infancia había sido mejor que la suya. Por lo poco que había oído, diría que no.

– Donald, asegúrate de que los grandes apuntan hacia el lago -gritó Suzanne acercándose a la barandilla. Luego se volvió y fijó sus ojos verdes en Maddie-. ¿Tienes niños?

– No.

De no haber estado al lado de una dama embarazada, habría añadido que tampoco pensaba tenerlos nunca.

– ¿En qué trabajas?

Si Maddie decía la verdad, tendría que exponerse a un montón de preguntas que no estaba segura de querer responder en la barbacoa del Cuatro de Julio. Aún no, y sobre todo no cuando Mick y Travis se acercaban a ella caminando por la playa. La camisa de Mick flotaba un poco sobre el pecho y las caderas mientras se movía, atrayendo su atención y la de las demás mujeres hacia los tejanos que vestía, bajos, sobre la cintura desnuda.

No cabía duda de ello, Mick Hennessy era el típico hombre que impacta en una mujer como un ladrillo en plena frente. Mick avanzaba directamente hacia ella, y ella se habría mentido a sí misma si hubiese fingido que Mick no estaba más bueno que el pan. Aunque no tenía problemas para mentir a los demás, nunca podía mentirse a sí misma.

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