La voz de Trina Olsen-Hays llenó el despacho de Maddie mientras ella tomaba notas en unas fichas, con la intención de poner cierto orden en la conversación que salía de la grabadora. Cuando acabó de transcribir la información pertinente, las barajó y las mezcló con las demás fichas que había tomado, con el fin de establecer una cronología que colgaría en las paredes de su despacho. En su primer libro había aprendido que era más fácil organizar las cosas si estaban escritas en fichas, en lugar de tenerlas en folios.
Al cabo de una hora de escribir notas, apagó la cinta y se reclinó hacia atrás en la silla. Bostezó llevándose los brazos a la cabeza. Era domingo e imaginaba que los ciudadanos de Truly estaban a punto de salir de la iglesia. A Maddie no la habían educado en ninguna religión. Como había ocurrido con la mayoría de las cosas de su adolescencia, Maddie había asistido a la iglesia arrastrada por los veleidosos caprichos de su tía o por de uno de sus «programas». Si la tía abuela Martha veía un episodio de 60 Minutos sobre la religión, le entraba preocupación porque tal vez estaba descuidando su trabajo en lo referente a Dios y llevaba a Maddie a una iglesia cualquiera para convencerse, de camino a casa, de que había sido una buena guardiana. Después de algunos domingos, Martha se olvidaba de la iglesia y de Dios y se preocupaba por cualquier otra cosa.
De haber tenido que elegir una religión, lo más probable era que Maddie hubiera elegido el catolicismo. Si más no, por las vidrieras, las cuentas del rosario y la Ciudad del Vaticano. Maddie había visitado el Vaticano hacía unos años y le había parecido imponente, incluso para una infiel como ella, pero si se hacía católica tendría que ir a la iglesia y confesar los numerosos pecados carnales que había cometido con Mick Hennessy. Si entendía bien en qué consistía la confesión, tendría que sentirse arrepentida, pero no era así. Lo de mentir a un sacerdote podía pasarlo, pero a Dios no había quien lo engañara.
Maddie se puso en pie y se dirigió al salón. La noche anterior había pasado un buen rato con Mick. Habían practicado el sexo, sexo del bueno, y ahora se había acabado. Sabía que debería sentirse mal por no haberle dicho que su madre era Alice Jones, pero lo cierto era que no era así. Bueno, tal vez un poco, pero no tanto como habría debido. Podía sentirse peor si tenía algún tipo de relación con Mick, pero no la tenía. Ni siquiera una amistad, y si se encontraba mal por algo era porque ella y Mick nunca podrían ser amigos. Le habría encantado, no solo por el sexo, sino porque él le gustaba.
Se acercó a los ventanales y miró el lago. Pensaba en Mick, en su hermana y en su insistencia en que no hablara con Meg. ¿Por qué? Meg era una mujer adulta. Una madre divorciada que cuidaba de ella misma y de su hijo. ¿Qué temía Mick que sucediera?
– Miau.
Maddie bajó la vista. Al otro lado de la puerta de cristal había un gatito. Era muy blanco y tenía un ojo azul y otro verde. La cabeza parecía demasiado grande para el cuerpo, como si fuera un poco deforme.
– Vete a casa -le dijo señalándolo.
Odiaba a los gatos. Los gatos eran criaturas asquerosas. Te hacían trizas la ropa, arañaban los muebles con las uñas y dormían todo el día.
– Miau.
– Olvídalo.
Se volvió y se dirigió al dormitorio. Las sábanas, las fundas de las almohadas y el edredón de plumas estaban tirados en el suelo en un montón, las cogió y las llevó al lavadero, que estaba al lado de la cocina. Necesitaba sacar de su casa cualquier cosa que le recordara a Mick. Ni huellas en las almohadas, ni envoltorios de condones vacíos en la mesita de noche. Mick era un pastel de queso y no podía tener nada alrededor que le recordara lo mucho que le gustaba, y echaba de menos, el pastel de queso. Sobre todo cuando era tan bueno que había llegado al coma la noche anterior.
Metió las sábanas y las fundas de las almohadas en la lavadora, añadió jabón y la puso en marcha. Mientras cerraba la tapa, sonó el timbre y notó en el estómago una especie de levedad y de peso al mismo tiempo. Solo había una persona que llamara a su timbre. Intentó ignorar la sensación del estómago y el súbito acelerón del ritmo cardíaco, mientras se dirigía a la parte delantera de la casa. Se miró la camiseta verde Nike y los pantalones cortos negros. Eran viejos y cómodos; no precisamente el tipo de prendas que inspiran deseo, pero tampoco lo inspiraban la sudadera y los pantalones que llevaba la noche anterior y a Mick no le había importado.
Ojeó por la mirilla, pero no era Mick. Meg estaba en el porche, con gafas oscuras, y Maddie se preguntó cómo sabía dónde vivía. Tal vez gracias a Travis. También se preguntó qué podía querer Meg un domingo por la mañana. La respuesta obvia era que quería hablar con Maddie sobre el libro, pero Meg se parecía tanto a su madre que se le ocurrió otra cosa: había ido buscando algún tipo de confrontación. Maddie se preguntaba si debía sacar la Taser, pero habría estado feo disparar a Meg una descarga de cincuenta mil voltios solo por ir a hablar de algo que había ocurrido veintinueve años atrás. No habría sido de buena educación, sino más bien contraproducente, porque quería oír lo que Meg tuviera que decirle. Maddie abrió la puerta.
– Hola, Madeline. Espero no molestar -empezó Meg-. Acabo de dejar a Pete en la casa de al lado y me preguntaba si querrías hablar conmigo un momento.
– ¿Los Allegrezza han vuelto tan pronto?
– Sí. Volvieron a casa esta mañana.
Una ligera brisa jugaba con las puntas del cabello oscuro de Meg; no parecía agitada ni trastornada, y Maddie se retiró para dejarla pasar.
– Adelante.
– Gracias.
Meg se colocó las gafas en la coronilla y entró. Llevaba una falda caqui y una blusa negra de manga corta. Se parecía tanto a su madre que daba un poco de impresión, pero se suponía que Maddie no era quién para juzgarla por el comportamiento de su madre, igual que la gente no era quién para juzgar a Maddie por el de la suya.
– ¿En qué puedo ayudarte? -preguntó Maddie mientras las dos entraban en el salón.
– ¿Estuvo mi hermano aquí anoche?
Las piernas de Maddie flaquearon una fracción de segundo antes de seguir cruzando el salón. Cuando se preguntó qué había traído a Meg hasta su porche, no se le ocurrió que quisiera hablar de su encuentro sexual. Tal vez al fin y al cabo iba a necesitar la Taser.
– Sí.
Meg suspiró.
– Le dije que no viniera. Soy una adulta y puedo ocuparme de mí misma. Le preocupa que si hablo contigo de mamá y papá, me ponga mal.
Maddie sonrió aliviada.
– Por favor, siéntate -le dijo indicándole el sofá-. ¿Quieres beber algo? Me temo que solo tengo Coca-Cola light o agua.
– No, gracias. -Meg se sentó y Maddie ocupó el sillón-. Siento que Mick creyera necesario venir a tu casa y pedirte que no hablases conmigo.
Hizo más que eso.
– Igual que tú, yo también soy adulta y no acepto órdenes de tu hermano. -Salvo cuando se habían metido en la bañera y él le había mirado con aquellos preciosos ojos y le había dicho: «Ven, siéntate en mi regazo».
Meg dejó el bolso sobre la mesa del café.
– Mick no es mala persona, es solo que se comporta de modo muy protector. Ha tenido una infancia muy dura y no le gusta hablar de nuestros padres. Si lo conocieras en otras circunstancias, seguro que te gustaría.
Le gustaba más de lo que era prudente, dadas las circunstancias. No quería ni pensar en lo mucho que le habría gustado sentarse en su regazo si no fuera un Hennessy.
– Estoy segura de que es cierto.
Meg frunció el ceño.
– Por la ciudad corre el rumor de que se va a hacer una película de tu libro.
– ¿En serio?
– Sí. Carleen vino a mi trabajo ayer y me dijo que Angelina Jolie iba a interpretar el papel de mi madre y Colin Farrel de mi padre.
Colin Farrell no tenía sentido, porque era irlandés, pero ¿Angelina Jolie?
– No he recibido ninguna oferta para hacer la película. -Mierda, ni siquiera le había hablado a su agente del libro-. Así que puedes decirle a todo el mundo que no va a venir ningún equipo de cine por el momento.
– Eso es un alivio -dijo Meg, luego dirigió su atención hacia los ventanales-. Tu gato quiere entrar.
– No es mío. Creo que es un gato callejero. -Maddie sacudió la cabeza y se recostó en el sillón-. ¿Quieres un gatito?
– No. No soy persona de tener animales. Le he prometido a mi hijo un perro si se porta bien durante un mes. -Se echó a reír-. Y no creo que tenga que cumplir mi promesa por el momento.
Cuando Meg reía se parecía un poco a Mick.
– Yo tampoco soy persona de tener animales -le confesó Maddie y se preguntó si Meg había ido a su casa para charlar de animales o de sus padres-. Son una carga.
– ¡Oh, a mí no me importa eso! Yo no quiero tenerlos porque se mueren.
Por lo que a Maddie respectaba, eso era lo único bueno de los gatos.
– De niños teníamos un caniche llamado Princesa. Era de Mick.
¿Mick tenía un caniche? No solo no imaginaba a Mick con un caniche, sino que no lo podía imaginar llamándolo Princesa.
– ¿Le puso él ese nombre?
– Sí, y se murió a los trece años. La única vez que he visto a Mick llorar fue cuando enterró a esa perra. En el funeral de nuestros padres se comportó como un estoico hombrecito. -Meg sacudió la cabeza-. He visto morir a demasiada gente en mi vida. No quiero encariñarme de un animal y que se me muera. La mayoría de la gente no lo entiende, pero eso es lo que siento.
– Lo entiendo. -Y era cierto. Más de lo que Meg imaginaba, al menos por el momento.
– Te estarás preguntando por qué me he pasado por aquí en lugar de esperar a que te pusieras en contacto conmigo.
– Supongo que estás nerviosa por hablar de tu madre y tu padre y de lo que sucedió aquella noche de agosto.
Meg asintió y se colocó el cabello detrás de las orejas.
– No sé por qué quieres escribir sobre lo que ocurrió, pero lo cierto es que quieres. Así que he pensado que deberías oírlo de boca de mi familia, y Mick no va a hablar contigo. De modo que solo quedo yo.
– ¿Te importa si grabo la conversación?
Meg tardó mucho rato en contestar, y ella pensó que se negaría.
– Supongo que está bien. Mientras podamos pararla si me siento incómoda.
– Claro que sí. -Maddie se levantó del sillón y fue al escritorio. Metió una cinta nueva en la pequeña grabadora, cogió una carpeta y un bolígrafo y regresó al salón-. No tienes que decir nada que no quieras decir.
Lo dijo a sabiendas que su trabajo era conseguir que Meg lo escupiera todo. Acercó la grabadora a su boca y dijo el nombre de Meg y la fecha, luego la dejó en el borde de la mesa de café.
– ¿Por dónde empiezo? -preguntó Meg mirando la grabadora.
– Si te sientes cómoda, ¿por qué no hablas de lo que recuerdas de tus padres? -Maddie se recostó hacia atrás en el sillón y descansó las manos en el regazo. Paciente y nada amenazadora-. Ya sabes, los buenos tiempos.
Y después de que Meg hablase de ellos, llegarían a los malos.
– Estoy segura de que has oído que mis padres se peleaban.
– Sí.
– No estaban todo el tiempo peleándose, era solo que cuando lo hacían… -Se calló y se miró la falda-. Mi abuela solía decir que eran muy apasionados. Que se peleaban y se amaban con más pasión que los demás.
– ¿Tú crees?
Meg frunció un poco el ceño y crispó las manos en el regazo.
– Yo solo sé que mi padre era… formidable. Siempre estaba contento. Siempre cantaba cancioncillas. Todo el mundo lo quería porque tenía algo. -Levantó la mirada y sus ojos verdes se encontraron con los de Maddie-. Mi madre se quedaba en casa con Mick y conmigo.
– ¿Era feliz tu madre?
– Ella… a veces estaba triste, pero eso no significa que fuera una mala madre -dijo Meg, y siguió hablando de las maravillosas meriendas campestres y las fiestas de cumpleaños, de las grandes reuniones familiares y de cuando Rose les leía cuentos a la hora de dormir; hacía que su familia pareciera la viva imagen de la felicidad hogareña.
Mierda. Maddie llevaba treinta minutos escuchando a Meg sublimando el pasado.
– ¿Qué pasaba cuando tu madre estaba triste? -preguntó Maddie.
Meg se sentó hacia atrás y se cruzó de brazos.
– Bueno, no es un secreto que las cosas se rompían. Estoy segura de que el sheriff Potter te ha hablado de la vez en que mi madre prendió fuego a la ropa de mi padre.
En realidad el sheriff no lo había mencionado.
– Mmm.
– Tenía el fuego controlado. No había necesidad de que los vecinos llamaran a los bomberos.
– Tal vez estaban preocupados porque esta zona es forestal y no cuesta mucho provocar un incendio.
Meg se encogió de hombros.
– Era mayo, así que no era muy probable. La temporada de incendios no empieza hasta más tarde.
Lo que no significaba que el fuego no pudiera haber causado serios daños, pero Maddie pensó que era inútil y contra-productivo discutir y tenía que acelerar las cosas.
– ¿Qué recuerdas de la noche en que tus padres murieron?
Meg miró la pantalla vacía del televisor.
– Recuerdo que había hecho calor aquel día y mamá nos llevó a Mick y a mí a la playa a nadar. Mi padre solía venir con nosotros, pero aquel día no vino.
– ¿Sabes por qué?
– No. Sospecho que estaba con la camarera.
Maddie no se molestó en recordarle que la camarera tenía un nombre.
– Después de que fuerais a la playa ¿qué pasó?
– Fuimos a casa a cenar. Papá no estaba en casa, pero aquello no era raro. Estoy segura de que estaba trabajando. Recuerdo que aquella noche pudimos pedir lo que quisimos para cenar. Mick pidió perritos calientes y yo pizza. Después comimos helado y vimos Donny & Mary. Recuerdo que lo vimos porque Mick estaba emperrado en que tenía que ver a Donny y Mary Osmond, pero luego quiso ver El increíble Hulk, así que se animó. Mi madre nos metió en la cama, pero a eso de la media noche, me desperté porque la oí llorar. Bajé de la cama y fui a su habitación, y estaba sentada en un lado de la cama completamente vestida.
– ¿Por qué lloraba? -Maddie se inclinó hacia delante.
– Porque mi padre tenía otra aventura -dijo Meg dirigiéndose Maddie.
– ¿Te lo dijo ella?
– Claro que no, pero yo tenía diez años. Sabía lo que eran las aventuras. -Meg entornó la mirada-. Mi padre no nos habría dejado por ella. Sé que en realidad no lo habría hecho.
– Alice creía que sí.
– Todas lo creían. -Meg rió sin ganas-. Pregúntales. Pregúntaselo a Anna van Damme, Joan Campbell, Katherine Howard y Jewel Finley. Todas creyeron que iba a dejar a mi madre por ellas, pero nunca lo hizo. Nunca la dejaba y tampoco la habría dejado por esa camarera.
– Alice Jones. -Maddie casi sintió lástima por Meg, que había recitado los nombres de las amantes de su padre.
– Sí.
– ¿Jewel Finley? ¿No era amiga de tu madre?
– Sí -resopló Meg-. ¡Vaya amiga!
– ¿Ocurrió algo fuera de lo normal ese día?
– Creo que no.
Maddie apoyó los codos en las rodillas, se inclinó hacia delante y miró a Meg a los ojos.
– Normalmente cuando una mujer que parece cuerda mata a su marido y luego se suicida, es que algo ha sobrecargado la tensión de esa relación. Normalmente se cree que a la persona que le afecta más la tensión se siente más indefensa, como si fuera a perderlo todo y, por tanto, no tuviera ya nada que perder. Si no era la infidelidad de tu padre, entonces tenía que ser otra cosa.
– Tal vez solo planease asustarlo con la pistola. Tal vez quería asustarlo y que las cosas volvieran a su cauce.
Normalmente aquella era la excusa, pero rara vez la verdad.
– ¿Eso es lo que crees?
– Sí. Tal vez los encontrara juntos desnudos.
– Los dos estaban vestidos. Alice estaba detrás de la barra y tu padre delante. Estaban a tres metros de distancia.
– ¡Ah! -Se mordió la uña del pulgar-. Sigo creyendo que fue allí para asustar a papá y las cosas se desmadraron.
– Lo crees, pero no lo sabes.
Meg dejó caer la mano y se puso de pie.
– Mi madre amaba a mi padre. No creo que fuera allí con la intención de matar a nadie. -Se colocó el bolso en el hombro-. Tengo que volver a casa.
Maddie se levantó.
– Bueno, gracias por tu ayuda -dijo, y acompañó a Meg hasta la puerta-. Te lo agradezco.
– Si puedo aclararte algo, llámame.
– Lo haré.
Maddie entró en el salón y apagó la grabadora. Sentía lástima por Meg, verdadera lástima. Meg era una víctima del pasado, igual que ella, pero Meg era mayor que Mick y Maddie y recordaban más aquella horrible noche. Meg también recordaba más de lo que estaba dispuesta a contar. Más de lo que quería que Maddie supiera, pero estaba bien… por el momento. Maddie había escrito el primer capítulo del libro, pero se había parado para trabajar en la cronología. Cuando llegó a la secuencia de…
– Miau.
Maddie volvió la cabeza atrás.
– Por el amor de Dios. -Se acercó hasta la puerta de cristal y miró el gatito-. Vete.
– Miau.
Tiró de la cuerda de las persianas y las cerró para no ver más al molesto gato. Entró en la cocina y se preparó una cena baja en calorías. Comió delante del televisor con el sonido apagado. Después de cenar, se dio un baño y se frotó la piel con un exfoliante de vainilla. En el mármol, junto a la toalla, tenía un frasco de mantequilla corporal Marshmallow Fluff. Lo había recibido por correo en su casa de Boise el día anterior y se lo había metido en el bolso.
¡Cielos!, ¿hacía solo un día que había hablado con Trina, había hecho la prueba del vestido de dama de honor y se había acostado con Mick? Quitó el tapón de la bañera y se levantó. Había sido una chica muy trabajadora.
Maddie se secó, se puso la crema, los pantalones del pijama a rayas y una camiseta rosa, luego se fue a la sala y cogió la grabadora de la mesa de café donde aún estaba. En la televisión daban un anuncio de un teléfono móvil y la apagó con el mando a distancia. Quería volver a oír los recuerdos de Meg de la noche en que su madre había matado a dos personas y luego se había suicidado.
– Miau.
– ¡Maldita sea! -Tiró del cordón de las persianas y allí, sentado como una bola de nieve blanca en las oscuras sombras de la tarde, estaba su torturador. Con los brazos en jarras miró al gatito a través del cristal-. Estás acabando con mi paciencia.
– Miau.
Maddie no comprendía cómo podía armar tanta bulla con aquella boquita.
– ¡Vete!
Como si lo hubiera entendido, el gatito se levantó, caminó en círculo y luego se sentó en el mismo lugar.
– Miau.
– Ya lo he oído.
Maddie fue al lavadero, se enfundó una cazadora tejana y salió por la puerta corredera de cristal dando grandes zancadas. La dejó abierta y cogió al gatito. Era tan pequeño que cabía entero en una mano.
– Seguro que tienes pulgas o gusanos.
– Miau.
Sostenía el gato a distancia.
– Lo último que necesito es un gato deforme y cabezón.
– Miau.
– Chist. Te voy a encontrar un buen hogar.
El puñetero gatito había empezado a ronronear como si fueran a ser amigos. Tan en silencio como pudo, bajó los escalones y cruzó la fría hierba de puntillas hasta el jardín de los Allegrezza. En la cocina estaba encendida una luz y a través de la puerta corredera de cristal veía a Louie prepararse un bocadillo.
– Esta gente te encantará -susurró.
– Miau.
– En serio. Tienen un niño, y los niños adoran a los gatitos. Tú haz alguna monería y ya estás dentro.
Lo dejó en la terraza y luego corrió como alma que lleva el diablo hasta su casa, cerró la puerta con llave y bajó las persianas. Se sentó en el sofá y reclinó la cabeza hacia atrás. Silencio. Gracias a Dios. Cerró los ojos y se dijo a sí misma que había hecho una buena obra. Podía haberlo espantado tirándole algo. El pequeño Pete Allegrezza era un buen chico. Lo más probable es que quisiera un gato, y le daría un buen hogar. Era obvio que hacía tiempo que no comía, y sin duda Louie lo oiría y le daría un pedazo de carne. Maddie era lo que se dice una jodida santa.
– Miau.
– ¿Te estás quedando conmigo? -Se sentó erguida y abrió los ojos.
– Miau.
– De acuerdo, he intentado ser buena. -Entró como una furia en su dormitorio y se puso unas chancletas-. Estúpido gato.
Volvió al salón, abrió la puerta de atrás y cogió al gatito. Lo sostuvo delante de su cara y le miró a los ojos fantasmales.
– Eres demasiado estúpido para saber que te había encontrado un buen hogar.
– Miau.
Era su karma. Mal karma. Estaba claro que era una venganza por algo que había hecho. Cogió el bolso con la mano libre y encendió las luces de fuera, que estaban al lado de la puerta del lavadero. Cuando salió de la casa, abrió el coche con el mando a distancia.
– Ni se te ocurra arañar la tapicería -dijo mientras dejaba al gato en el asiento del pasajero.
Era domingo por la noche y el refugio para animales estaba cerrado. Soltar al gato en cualquier lado no era una opción. Conduciría hasta la otra orilla del lago y lo dejaría en el umbral de una puerta para que el maldito bicho no consiguiese encontrar el camino de regreso.
Apretó el botón de encendido. No era una desalmada. No lo iba a dejar en algún sitio que tuvieran un gran pit bull encadenado en el jardín. No quería ese tipo de karma.
Puso la marcha atrás y miró al gatito sentado en su cara tapicería de piel que la miraba a los ojos.
– «Hasta la vista, baby.» [9]
– Miau.
Mick entró el Dodge en el aparcamiento de la tienda de comestibles D-Lite y lo dejó en un hueco a pocos metros de las puertas principales. Al entrar había visto el Mercedes negro aparcado bajo una de las brillantes luces del parking. Aunque él no había visto nunca el coche, todo el mundo en la ciudad sabía que Madeline Dupree conducía un Mercedes negro como Batman. Dentro de las lunas ligeramente tintadas, Mick podía distinguir el perfil de la cabeza y la cara de Maddie. Se acercó al coche y dio unos golpecitos en la ventana del conductor. Sin un sonido, el cristal se bajó milímetro a milímetro. La luz del aparcamiento resplandecía en la ventana y de repente estaba mirando los ojos marrón oscuro de la mujer que le había vuelto loco la noche anterior.
– Bonito coche.
– Gracias.
– Miau.
Mick miró la bola de pelo blanca que estaba en el regazo de Maddie.
– Oye, Maddie, tienes un gatito en el…
– No lo digas.
Mick se echó a reír.
– ¿Cuándo te has comprado un gato?
– No es mío. Yo odio los gatos.
– Entonces ¿por qué está en tu… regazo?
– No se va. -Se volvió y miró hacia delante con las manos agarradas al volante-. He intentado encontrarle un hogar al otro lado del lago. Incluso le había elegido una casa y todo. Una muy bonita con postigos amarillos.
– ¿Y qué ha pasado?
Maddie sacudió la cabeza.
– No lo sé. Estaba subiendo de hurtadillas al porche, preparada para dejar al gato y salir corriendo, cuando la jodida cosita ronroneó y restregó la cabeza contra mi barbilla. -Levantó la mirada hacia Mick mientras fruncía las cejas-. Y aquí estoy, pensando en todos esos anuncios de comida para gatos de la televisión y preguntándome si debo comprar Whiskas o Fancy Feast.
Mick rió.
– ¿Cómo se llama?
Maddie cerró los ojos y susurró:
– Bola de nieve.
La risa se convirtió en carcajadas y Maddie abrió mucho los ojos y le miró.
– ¿Qué?
– ¿Bola de nieve?
– Es blanco.
– Miau.
– Es un nombre muy infantil.
– Y eso lo dice un tipo que le puso Princesa a su caniche.
Su risa se extinguió.
– ¿Cómo sabes lo de Princesa?
Maddie abrió la puerta del coche y sacó un pie.
– Tu hermana me lo dijo. -Subió la ventana, cogió al gatito en la mano libre y bajó del coche-. Y antes de que empieces a ponerte mandón, tu hermana apareció en mi porche esta tarde para hablarme de tus padres.
– ¿Qué te contó?
– Muchas cosas. -Cerró la puerta y puso los seguros-. Pero sobre todo creo que quería hacerme creer que de niños erais felices como perdices hasta que Alice Jones se mudó a la ciudad.
– ¿La has creído?
– Claro que no. -Colocó al gatito dentro de su cazadora tejana y se colgó el bolso grande del hombro. El mismo bolso grande en el que llevaba la Taser-. Sobre todo cuando dejó escapar que tu madre hizo una hoguera con la ropa de tu padre.
– Sí, ya me acuerdo. -No era ningún secreto-. Recuerdo que la hierba del jardín delantero tardó mucho en volver a crecer.
En aquel tiempo debía de tener cinco años. Un año antes de que su madre se perdiera por completo.
– Y por si hubieras oído el rumor, no, no se va a hacer ninguna película protagonizada por Colin Farrell y Angelina Jolie.
Mick había oído el rumor y fue un alivio enterarse de que no era cierto.
– ¿Vas en pijama?
El gatito asomó la cabeza por la cazadora cuando Maddie miró hacia abajo.
– Creí que nadie se daría cuenta.
– Yo me he dado cuenta.
– Sí, pero anoche llevaba un pantalón de pijama como este. -Levantó la mirada y una sonrisita sexy modeló sus labios-. Aunque solo por muy poco tiempo.
Además, ella no pensaba que volvieran a practicar el sexo juntos. ¿De acuerdo?
– ¿Eres tú? -preguntó Mick.
– ¿Soy yo qué?
– Huelo a Krispies de arroz. -Se acercó a ella y enterró la cabeza-. Claro que eres tú.
– Es mi mantequilla corporal de Marshmallow Fluff.
– ¿Mantequilla corporal? -¡Oh, Dios! ¿De veras creía ella que no iban a acabar en la cama juntos otra vez?-. He estado pensando en ti todo el día. -Le cogió por la nuca y apretó la frente contra la de ella-. Desnuda.
Bajo su pulgar, el pulso de Maddie latía a través de las venas, casi tan fuerte como el de Mick por su cuerpo.
– Vuelvo a estar de abstinencia.
– ¿Vuelves a ser una especie de… célibe?
– Sí.
– Puedo hacer que cambies de idea.
Intentaba convencer a una mujer de que estuviera con él, algo que normalmente no hacía. O querían o no querían.
– Esta vez no -dijo, aunque no parecía muy convencida.
Pero en lo tocante a Maddie, nada era normal.
– Te encanta cómo te beso y acaricio tu cuerpo. ¿Te acuerdas?
– Yo, e… -tartamudeó ella.
Normalmente no pensaba en una mujer ni se obsesionaba con ella todo el día. No se preguntaba qué estaría haciendo, si estaba trabajando o buscando ratones muertos, ni cómo iba a conseguir que ella volviera a desnudarse.
– Ya te has preparado para irte a la cama. -Rozó la boca de Maddie con los labios y ella los abrió un poco en un leve jadeo. Normalmente no perdía el tiempo porque había otras a las que no necesitaba convencer-. Ya sabes lo que quiero.
– Miau.
Maddie retrocedió y él retiró su mano.
– Tengo que comprar comida para gatos.
Mick miró la cabecita blanca que asomaba de la cazadora tejana de Maddie. ¡Aquel gato era un diablillo!
– Buena chica, Bola de nieve -dijo Maddie acariciando la cabeza de la gatita, luego le miró y se volvió hacia la entrada de la tienda-. Vigílalo. Es un hombre muy malo.