Capítulo 4

– ¡Cohete va! -gritó Louie, y soltó varios cohetes aulladores, ahorrando a Maddie el esfuerzo de pensar si era una media verdad o una media mentira. Cuatro cohetes salieron volando hacia el cielo, en lugar de hacia su cabeza, y su pulso se estabilizó.

Aquellos cohetes eran algo más grandes que los últimos y explotaron en pequeños estallidos de color. Louie había sacado la artillería pesada, pero nadie parecía preocuparse lo más mínimo. Nadie salvo Maddie.

– Quiero quedarme allí -refunfuñó Travis mientras él, Mick y Pete subían los escalones de la terraza.

– El espectáculo fuerte está a punto de empezar -dijo Mick-, y ya sabéis que vosotros, los niños, tenéis que estar en el lugar más seguro.

¿Espectáculo fuerte? Maddie levantó la copa y la vació. Se preguntaba si Mick iba a acabar con las tribulaciones de Tanya y abrocharse la camisa. Vale que antes hacía calor, pero ahora hacía un poco de biruji.

– Donald es un niño -se quejó Pete.

– Donald tiene catorce años -dijo Lisa-. Si vas a discutir, puedes ir a sentarte con tu abuela y tía [3] Narcisa.

Pete dejó caer el trasero en los escalones.

– Me sentaré aquí.

Travis se sentó a su lado, pero tampoco parecía muy feliz de que lo confinasen a la terraza.

– Hola, Mick -le gritó Tanya.

Mick apartó la mirada de Travis, pero se topó con la de Maddie. Los ojos azules la miraron durante algunos segundos antes de que dirigiera la atención hacia la mujer menuda que estaba a la izquierda de Maddie.

– Hola, Tanya. ¿Cómo estás?

– Bien. Aún tengo algo de Bushmills de malta de veintiún años. ¿Qué vas a hacer después de los fuegos?

– Tengo que llevar a Travis a casa y luego irme a trabajar. Tal vez en otra ocasión. -Pasó por delante de ellas en dirección hacia una nevera y dobló la cintura. Levantó la tapa blanca y se le abrió la camisa, como era lógico-. ¡Eh, Travis y Pete! ¿Queréis una zarzaparrilla?

Los dos niños se volvieron al unísono.

– Sí.

– Claro.

Las dos latas de Hires gotearon hielo y agua sobre la nevera cuando las sacó y las lanzó a las manos de los niños. Sacó también un Red Bull y luego cerró la tapa de la nevera.

– Maddie, ¿conoces a Mick Hennessy? -preguntó Lisa.

Maddie le tendió la mano mecánicamente.

– Sí, nos conocemos.

Mick se secó la mano en los pantalones y luego le cogió los dedos en la mano fría.

– ¿Has matado algún ratón hoy?

– No. -El pulgar de Mick le acarició el dedo anular y sonrió. Maddie no sabía si lo había hecho adrede, pero la leve caricia le produjo un cosquilleo en la muñeca. Aquello era lo más cerca que había estado del sexo real desde hacía años-. Aún no hay ratones muertos, pero espero que estén agonizando ahora mientras hablamos.

Retiró la mano antes de que se olvidase de quién era y por qué estaba en la ciudad. Si él lo descubría, dudaba que hubiera más apretones de mano ni más cosquilleos, ni tampoco ella los deseaba particularmente.

– Llama a un exterminador -dijo Tanya.

Si Maddie hubiera llamado a un exterminador no habría podido regresar a su casa hasta dentro de un mes.

– Vigila a quién llamas -advirtió Lisa-. Aquí los carpinteros y los exterminadores siguen horarios de lujo y tienen la costumbre de aparecer y marcharse a las tres en punto.

– Yo creo que las tres en punto es hora de relajarse.

– Pues sí. -La suegra de Lisa la estaba llamando y Lisa añadió con una mueca-: Disculpadme.

– Mejor que la llame a ella que a mí -dijo Delaney mientras Lisa se alejaba.

– Puedo darte el número de alguien que seguro que irá cuando te diga que va. -Mick abrió su Red Bull-. Y se quedará hasta que acabe el trabajo.

– Di a tu novio o a tu marido que se ocupe del problema de los ratones -sugirió Tanya.

Miró a Tanya y de repente no recibió una agradable vibración vecinal. La energía había cambiado desde que Mick había entrado en la terraza. No estaba segura, pero le parecía que Tanya no iba a ser su nueva mejor amiga.

– No tengo novio y nunca he estado casada.

– ¿Nunca? -Tanya levantó una ceja, como si Maddie fuera un bicho raro, y Maddie se habría echado a reír si no hubiera sido todo tan ridículo.

– Cuesta creerlo, ¿verdad? -respondió Maddie. Tanya no debía preocuparse. El último hombre del planeta con el que se liaría sería Mick Hennessy. A pesar de sus preciosos abdominales y su vello oscuro-. ¡Soy tan buen partido…!

Mick se carcajeó y dio un trago de su Red Bull. A través de las oscuras sombras del crepúsculo, Maddie podía ver las líneas de expresión que le arrugaban las comisuras de los ojos azules mientras la miraba por encima de la lata plateada.

Le devolvió la sonrisa y decidió que ya era más que hora de cambiar de tema.

– ¿Tuviste que echar a Darla del bar de Mort con el culo al aire?

Bajó la lata y se relamió los restos de bebida del labio superior.

– No. Se portó bien.

– ¿Siguen tirando bragas las mujeres? -preguntó Delaney.

– No a menudo, gracias a Dios. -Mick sacudió la cabeza y sonrió, mostrando un destello blanco en la oscuridad-. Créeme, echar a mujeres borrachas y medio desnudas de mi bar no es tan divertido como parece.

Maddie se echó a reír. Ni en un millón de años habría pensado que encontraría a Mick Hennessy tan, pero que tan, agradable.

– ¿Con qué frecuencia sucede eso?

Y enseguida volvió a ser el hijo de su padre.

Mick se encogió de hombros.

– Mort solía ser un lugar muy salvaje antes de que yo me hiciera cargo de él, y a algunas personas les cuesta mucho habituarse.

– Nunca se han habituado a que la Texaco de Jackson comprara la gasolinera Gas and Go de Grover, y de eso hace seis años. -Delaney tomó aire y lo soltó despacio-. Los pies me están matando.

– ¡Cohete va! -gritó Louie segundos antes de lanzar otra tanda de fuegos artificiales. Maddie se dio la vuelta y su mirada voló hacia los cohetes que se elevaban directos hacia el cielo.

Detrás de ella, la risa profunda de Mick casi quedaba ahogada por los estallidos de los cohetes. Cuando Maddie se volvió, él había ido a ayudar a Delaney a buscar una silla. Tanya le siguió y Maddie no lamentó verla marcharse. La mujer había pasado de ser una persona muy agradable a una completa arpía y todo por un hombre, algo que Maddie nunca comprendería. Había otros hombres disponibles en el planeta, ¿por qué ponerse tan neurótica por uno en concreto? Sobre todo si ese hombre tenía fama de no implicarse nunca, de amar y dejar a las mujeres, aunque no iba a ser Maddie quien reprochara eso a nadie. No comprendía por qué las mujeres se comprometían tan deprisa. Después de salir unas cuantas veces con un hombre o de disfrutar de unas noches de buen sexo, ya estaban enamoradas. ¿Cómo era eso? ¿Cómo era posible?

Sofie Allegrezza y sus amigos se acercaron a Maddie, junto a la barandilla, para ver mejor el espectáculo de fuegos artificiales de su padre. Maddie puso la copa en la barandilla y miró a Louie cargar los tres tubos de mortero. Ella nunca había necesitado a un hombre para sentirse bien consigo misma ni para llevar una vida plena. No era como su madre.

– ¡Cohete va!

Esta vez hubo un audible siseo segundos antes de que los tres proyectiles salieran de los tubos y explotasen con tres sonoros estruendos. Maddie dio un respingo hacia atrás, sobresaltada, y chocó contra algo sólido. Un par de grandes manos la cogieron por los brazos mientras una lluvia de explosiones verdes, doradas y rojas caía sobre el lago.

– Perdón. -Volvió la cabeza y levantó la mirada hacia las sombras que teñían la cara de Mick.

– No pasa nada. -En lugar de apartarla, la sujetó donde había aterrizado-. Dime una cosa.

– ¿Qué?

Bajó el rostro y le habló justo al oído.

– Si eres tan buen partido, ¿por qué no estás pillada?

Su cálido aliento le acarició aquel lado de la cabeza y bajó por el cuello.

– Probablemente por la misma razón que tú tampoco.

– ¿Y cuál es?

– Que no quieres que te pillen.

– Cielo, todas las mujeres quieren que las pillen. -Bajó las manos hacia los codos de Maddie y luego las volvió a subir, arrugándole la sudadera-. Todas las mujeres quieren un vestido de novia, una casa y una fábrica de bebés.

– ¡Ah!, ¿las conoces a todas?

Maddie creyó notar su sonrisa.

– He conocido a una generosa proporción.

– Eso he oído.

– No deberías creer todo lo que oyes.

– Y tú no deberías creer que todas las mujeres te quieren como fábrica de bebés personal.

– ¿No me quieres como fábrica de bebés personal?

– Raro, ¿no?

Mick se echó a reír y ella oyó un rumor grave en aquel lado de su cabeza.

– Hueles bien. -Maddie notó que detrás de ella, él respiraba hondo.

– Pastel de chocolate alemán.

– ¿Qué?

– Huelo a exfoliante corporal de pastel de chocolate.

– Hace mucho que no tomo pastel de chocolate.

Maddie se había equivocado al creer que aquel apretón de manos era el mejor sexo que había tenido desde hacía años. Esa suave respiración en su cabello, y las manos de Mick en sus brazos, era casi orgásmico. Lo cual, pensó ella, la hacía especialmente patética.

– Tú me das hambre -le dijo Mick al oído.

– ¿De pastel?

Las manos se deslizaron hasta sus hombros y luego otra vez hasta sus codos.

– Para empezar.

– Tío Mick -gritó Travis al ponerse de pie-. ¿Cuándo empiezan los fuegos artificiales de la ciudad?

Mick levantó la mirada. La apretó con las manos durante una fracción de segundo y luego las dejó caer a los costados.

– En cualquier momento -respondió, y dio un paso atrás.

Justo en ese preciso instante, varias detonaciones sacudieron el suelo y el cielo nocturno se iluminó por enormes estallidos de color. Sofie Allegrezza encendió su pequeño equipo de música y la guitarra de Jimi Hendrix gimió «The Star Spangled Banner» en la noche. Los animalillos del bosque corrieron en busca de cobijo mientras alrededor del lago explotaban los fuegos artificiales que lanzaban desde las playas y competían con las demostraciones pirotécnicas de la ciudad. Bienvenida a Truly. La sorpresa y el asombro en estado puro.


– ¿Te has divertido, Travis?

Un gran bostezo salió del otro lado de la camioneta oscura.

– Sí. Tal vez el año que viene pueda tirar cohetes más grandes.

– Tal vez, si no te metes en líos.

– Mamá dice que si me porto bien podré tener un perro.

Mick entró con la Ram en el camino de la casa de Meg y se detuvo al lado de su Ford Taurus. Lo del perro era una buena idea. Un niño necesita un perro.

– ¿Qué tipo de perro?

– Me gustaría uno negro con manchas blancas.

Dentro de la casa las luces estaban encendidas y una sola bombilla alumbraba el porche. Bajaron los dos a la vez de la camioneta y subieron los escalones de la entrada. Eran casi las once y media, y Travis arrastraba los pies.

– ¿Cuánto tiempo tienes que portarte bien?

– Un mes.

El niño no podía portarse bien con su madre ni una semana.

– Bueno, ten cuidado con lo que dices y lo lograrás.

Se metió las llaves en el bolsillo de los pantalones y le abrió la puerta a su sobrino.

Meg estaba sentada en el sofá en camisón blanco y una bata rosa de rizo. Las lágrimas brillaban en sus ojos verdes cuando levantó la mirada de algo que sostenía en la mano. Sus labios esbozaron una sonrisa forzada y el terror invadió a Mick. Aquella iba a ser una de esas noches.

– ¿Has visto los fuegos artificiales, mamá? -Si Travis lo había notado, no parecía preocuparle.

– No, cielo, no he salido, pero los he oído. -Se levantó y Travis le abrazó la cintura-. ¡Eran enormes!

– ¿Te has portado bien? -Le puso la mano en la cabeza y miró a Mick.

– Sí -respondió Travis, y Mick lo confirmó con un gesto.

– Este es mi niño bueno.

Travis miró hacia arriba en señal de condescendencia.

– Pete dijo que podía quedarme a pasar la noche y su madre dijo: «Otro día».

– Bueno, ya veremos. -Meg era una mujer hermosa, como su madre, con una piel lisa y blanca y un largo cabello negro. Y, como su madre, tenía un humor jodidamente impredecible-. Ve a ponerte el pijama y métete en la cama. Yo iré a darte el beso de buenas noches en un minuto.

– De acuerdo -dijo Travis en medio de un bostezo-. Buenas noches, tío Mick.

– Buenas noches, colega.

Mick sintió un aplastante deseo de dar media vuelta, incluso llegó a dar un paso atrás, como si quisiera alejarse de lo que sabía que se avecinaba y huir hacia el aire fresco de la noche.

Meg observó cómo su hijo salía de la habitación, luego extendió la mano abierta.

– He encontrado el anillo de boda de mamá.

– Meg.

– Se lo quitó y lo dejó en la mesilla, junto a la cama, antes de ir al bar esa noche. Mamá no se lo quitaba nunca.

– Creía que no ibas a hurgar en sus cosas nunca más.

– Y no lo he hecho. -Cerro la mano alrededor del anillo y se mordió la uña del pulgar-. Estaba entre las joyas de la abuela Loraine, lo descubrí cuando buscaba su collar del trébol de cuatro hojas. El que solía llevar siempre porque le daba suerte. Quería llevarlo a trabajar mañana.

¡Dios!, odiaba cuando su hermana se ponía así. Él tenía cinco años menos que Meg, pero siempre se sentía como el hermano mayor.

Sus grandes ojos lo traspasaron y dejó caer la mano a un costado.

– ¿De verdad iba papá a dejarnos?

¡Joder!, Mick no lo sabía. No lo sabía nadie más que Loch, y hacía tiempo que estaba muerto. Muerto, enterrado y en el pasado. ¿Por qué Meg no lo dejaba en paz?

Tal vez porque acababa de cumplir diez años unos meses antes de la noche en que su madre cargó un revolver del treinta y ocho y vació cinco recámaras en el padre de Mick y una joven camarera llamada Alice Jones. Meg recordaba muchas más cosas ocurridas esa noche de la que hacía veintinueve años y en la que su madre mató a alguien más que a Loch y a su última amante. Cosas de la noche en que su madre se metió el corto cañón en la boca, apretó el gatillo y mató a alguien más que a sí misma. Voló en pedazos las vidas de sus dos hijos, y Meg nunca se recuperó.

– No lo sé, Meggie. La abuela creía que no.

Pero aquello no quería decir nada, Loraine siempre había evitado ver y había hecho oídos sordos a los líos y ofensas de su marido y de su hijo, y luego a todo lo que Mick había hecho. Vivió toda su vida en la negación. Había sido más fácil para ella fingir que todo era maravilloso, sobre todo cuando no lo era.

– Pero la abuela no vivía con nosotros entonces. No sabía cómo era aquello, ni tú tampoco. Eras demasiado pequeño. No te acuerdas.

– Recuerdo lo suficiente. -Levantó las manos para frotarse el rostro. Ya habían tenido aquella conversación antes y nunca resolvía nada-. ¿Qué importa eso ahora?

– ¿Dejó de querernos, Mick?

Mick dejó caer las manos a los lados y notó que algo en el fondo de su cabeza se tensaba. Por favor, basta, pensó.

Las lágrimas discurrieron por las mejillas de Meg.

– Si él aún nos quería, ¿por qué ella le disparó? Había tenido otros líos de faldas antes. Según toda la ciudad, había tenido muchos líos.

Se acercó a su hermana y le puso las manos sobre los hombros enfundados en la bata de rizo rosa.

– Olvídalo.

– Lo he intentado. He intentado ser como tú, y a veces lo consigo, pero… ¿por qué no la enterraron con su anillo de boda?

La pregunta del millón era: ¿por qué había cargado la treinta y ocho? ¿Realmente quería matar a alguien o solo darle un susto de muerte a Lock y a su joven amante? ¿Quién sabe? Pensar en ello no servía de nada más que para hacer enloquecer a alguien.

– Ahora no importa. Nuestra vida no está en el pasado, Meg.

Meg respiró hondo.

– Tienes razón. Guardaré el anillo y me olvidaré de él. -Sacudió la cabeza-. Es solo que a veces no consigo quitármelo de la cabeza.

La atrajo contra su pecho y la abrazó fuerte.

– Lo sé.

– Me da tanto miedo…

A él también le daba miedo. Miedo de que Meg cayera en la espiral descendente en la que se había sumido su madre y de la que nunca salió. Mick siempre se preguntaba si su madre había pensado por un momento en Meg y en él. Si había pensado en la desolación y la pérdida que estaba a punto de dejar en el suelo de un bar. Aquella noche, mientras cargaba el arma, ¿se le había pasado por la imaginación que estaba a punto de dejar a sus hijos huérfanos o que sus actos les obligarían a vivir con la terrible secuela? Mientras conducía hasta Hennessy, ¿había pensado en ellos y no le había importado?

– ¿Has tomado la medicación?

– Me da mucho cansancio.

– Tienes que tomártela. -Se apartó y la miró a la cara-. Travis depende de ti, y yo también dependo de ti.

Meg suspiró.

– Tú no dependes de mí, y es probable que Travis estuviera mejor sin mí.

– Meg… -La miró fijamente a los ojos-. Tú mejor que nadie sabes que eso no es cierto.

– Lo sé. -Se apartó el cabello de la cara-. Solo quería decir que criar a un niño es tan duro…

Esperaba que fuera eso lo que quería decir.

– Para eso me tienes a mí. -Mick sonrió, aunque se sentía diez años más viejo que cuando había entrado en la casa-. Yo no voy a irme a ninguna parte, aunque hagas el pastel de carne más asqueroso del mundo.

Meg sonrió y, de aquel modo, su humor cambió. Como si alguien hubiera metido la mano en su cerebro y apretado un interruptor.

– A mí me gusta mi pastel de carne.

– Lo sé. -Mick dejó caer las manos y buscó las llaves en el bolsillo-. Pero a ti te gusta la comida de viejas.

Meg cocinaba como su abuela, como si estuviera cocinando un guiso para la cena del centro de ancianos.

– Eres malo y una mala influencia para Travis. -Se rió y se cruzó de brazos-. Pero siempre me haces sentir mejor.

– Buenas noches -dijo, y se encaminó hacia la puerta.

El aire frío de la noche le acarició la cara y el cuello mientras caminaba hacia la camioneta, respiró una profunda bocanada de aire y la soltó. Siempre hacía que Meg se sintiera mejor, siempre. Y luego, él siempre se quedaba hecho una mierda. Ella tenía una crisis y cuando se le pasaba, estaba bien. Nunca parecía notar los añicos que dejaba a la zaga de sus impredecibles humores.

Después de pasar fuera doce años, casi había olvidado cómo eran aquellos humores. A veces le habría gustado no haber regresado.

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