Meg se llevó los dedos a las sienes y apretó, como cuando era niña.
– Tendrían que impedir que se salga con la suya.
Los extremos de la bata rosada ondeaban alrededor de sus tobillos, mientras caminaba por la pequeña cocina. Eran las nueve de la mañana y por suerte era su día libre. Travis había pasado la noche en casa de Pete, felizmente ajeno al torbellino que se gestaba en su casa.
– No deberían permitir que viva aquí -despotricó Meg-. Todo iba bien en nuestras vidas hasta que apareció ella. Es igual que su madre. Se muda a esta ciudad y arruina nuestras vidas.
Después de salir de la casa de Maddie, Mick volvió al trabajo e intentó ignorar la rabia y el caos de su alma. Cuando cerró el bar, se quedó y se concentró en sus cosas. Repasó las cuentas y preparó los cheques de las nóminas. Comprobó el inventario y tomó nota de los pedidos que necesitaba, y cuando el reloj dio las ocho, fue a casa de su hermana.
– Alguien debería hacer algo.
Mick dejó el café sobre la vieja mesa de roble donde había cenado de niño y se sentó en una silla.
– Dime que no vas a hacer nada.
Meg se detuvo y se quedó mirándole.
– Como ¿qué? ¿Qué puedo hacer yo?
– Prométeme que no te acercarás a ella.
– ¿Qué crees que voy a hacer?
Simplemente la miró y ella pareció desinflarse ante sus ojos.
– Yo no soy como mamá. No voy a hacer daño a nadie.
No, solo se hacía daño a ella misma.
– Prométemelo -insistió Mick.
– De acuerdo. Si eso hace que te sientas mejor… Te prometo que no voy a quemarle la casa.
Meg rió en silencio y se sentó en una silla a su lado.
– No tiene gracia, Meg.
– Tal vez no… Sin embargo, aquella noche nadie salió herido, Mick.
Solo porque él había aparecido a tiempo para sacarla de la granja la noche en que le prendió fuego. Siempre insistía en que no intentaba suicidarse. Hasta la fecha aún no sabía si creerla.
– No estoy loca, ¿sabes?
– Lo sé -dijo de manera automática.
Meg negó con la cabeza.
– No, no lo sabes. A veces me miras y creo que ves a mamá.
Aquello se parecía tanto a la verdad que ni siquiera se molestó en negarlo.
– Solo creo que a veces tus emociones te superan.
– Para ti sí, pero hay una gran diferencia entre ser una persona muy sentimental que despotrica y ser una persona que coge un arma y se suicida o mata a alguien.
A Mick le pareció que llamar a sus arrebatos «ser una persona muy emotiva» era un eufemismo, pero no tenía ganas de discutir. Se levantó y se acercó al fregadero.
– Estoy cansado y me voy a casa -dijo, y dejó el café en el fregadero.
– Duerme un poco -le ordenó su hermana.
Cogió las llaves de la mesa de la cocina y Meg se levantó para darle un abrazo de despedida.
– Gracias por venir y contármelo todo.
No le había contado a Meg todo. No había mencionado que había mantenido relaciones sexuales con Maddie, ni que se había enamorado de ella.
– Dile a Travis que vendré mañana por la mañana y lo llevaré a pescar.
– Le gustará. -Meg se levantó y lo acompañó hasta la puerta-. Últimamente has estado tan ocupado con el trabajo que no habéis pasado mucho tiempo juntos.
Había estado ocupado, pero sobre todo persiguiendo a Maddie Dupree. No, a Maddie Jones.
– Dúchate -le gritó mientras se dirigía hacia la camioneta-. Estás hecho una mierda.
Pensó que era muy apropiado, porque se sentía como una mierda. Entró en la camioneta de un salto y al cabo de diez minutos estaba en su dormitorio preguntándose cómo era posible que su vida se hubiera ido al infierno.
Se quitó la camisa por la cabeza y notó el olor de Maddie. La noche anterior olía a coco y a lima y aquella mañana era la primera vez desde que la conoció que no quería enterrar la cara en su cuello. No, lo que quería era retorcerle el pescuezo.
Tiró la camisa en la cesta de la ropa sucia y se quitó los zapatos. La noche anterior, cuando estaba en la cocina de Maddie, el hecho de comprender quién era ella le había impactado como un golpe en la cabeza. Como si eso no hubiera sido suficiente, le había enseñado una foto de su madre, lo cual había sido un puñetazo en el hígado. Le había pegado donde más dolía y él estaba tendido en la lona mientras empezaba la cuenta atrás.
Se quitó los zapatos y se desnudó. Era un idiota. Por primera vez en su vida estaba enamorado hasta los huesos de una mujer. Tan enamorado que le dolía el pecho como si lo carcomiera el ácido. Solo que ella no era la persona que le había hecho creer. Ella era Maddie Jones, hija de la última novia de su padre. No importaba que ella no viera a Loch cuando lo miraba a él ni que ella no se pareciera en nada a su madre. En realidad no importaba tanto que le hubiera mentido como el hecho de saber quién era Maddie en realidad. Se había pasado la mayor parte de la vida luchando por liberarse del pasado, solo para enamorarse de una mujer profundamente implicada en él.
Mick entró en el baño y abrió el grifo de la ducha. Era evidente que se parecía más a Loch de lo que pensaba, y eso lo sacaba de quicio. Casi desde el principio, él sabía que había algo en Maddie, algo que le atraía. No sabía qué era y no podía siquiera adivinarlo. Ahora lo comprendía, y lo tenía atravesado en las tripas como plomo candente. Comprendía que era la misma atracción inquebrantable que su padre había sentido por la madre de ella. La misma fascinación que le hacía querer verla sonreír, verla reír y escucharla susurrar su nombre mientras le daba placer. El mismo tipo de calma que su padre debió de sentir cuando estaba cerca de su madre. Como si todo lo demás se desmoronase y su visión se aclarase, vio lo que quería incluso antes de saber que lo quería.
Entró en la ducha y dejó que el agua caliente corriera por su cabeza. Si su padre había planeado dejar a su esposa por Alice Jones, Loch debía de estar enamorado de ella. Mick también comprendía aquello. Él estaba enamorado de Maddie Jones. Odiaba tener que admitirlo ahora. Estaba avergonzado y abochornado, pero cuando ella le abrió la puerta la noche anterior y la vio allí de pie con la gata en los brazos, su corazón sintió como si el sol lo calentara por dentro. Y entonces lo supo. Supo cómo es para un hombre amar a una mujer. Lo supo en todas las células de su cuerpo, en cada latido de su corazón. Después la llevó a la cama… Había sido asombroso.
Luego ella le había arrancado el corazón.
Mick echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Había visto y hecho cosas en su vida de las que se arrepentía. Había experimentado un dolor desgarrador tras la muerte de sus camaradas soldados, pero las cosas que había hecho y había experimentado no eran tan malas como el arrepentimiento y el dolor que sentía por amar a Maddie.
Solo podía hacer una cosa. Le había dicho que él no había pensado en su madre y que no iba a pensar en ella ahora, y eso era exactamente lo que planeaba hacer. Iba a olvidarse de Maddie Jones.
Abrió la puerta principal y miró los ojos serenos de Steve Castle. Meg se había dado una ducha y él había llegado justo cuando acaba de secarse el pelo.
– No sabía a quién llamar.
– Me alegro de que me llamaras a mí.
Entró y la siguió hasta la cocina. Vestía unos tejanos y una camiseta con una cornucopia y las palabras: todo el mundo odia a los vegetarianos escritas en el pecho. Mientras preparaba el café, le explicó lo que Mick le había contado.
– Se enterará toda la ciudad, y yo no sé qué hacer.
Steve cogió la taza con su gran mano y se la acercó a la boca.
– No parece que puedas hacer nada salvo mantener la cabeza bien alta -dijo, y luego bebió.
– ¿Y cómo voy a hacerlo? -La última vez que habló con Steve sobre Maddie Dupree Jones, le dio un buen consejo y la hizo sentir mejor-. Esto solo va a hacer que todo el mundo siga hablando de lo que hizo mi madre y de los líos de mi padre.
– Es probable, pero no es culpa tuya.
Meg se levantó y se acercó a la cafetera.
– Lo sé, pero eso no evitará que la gente hable de mí.
Cogió el café y rellenó la taza de Steve y la suya.
– No, no lo evitará, pero mientras hablan, tú seguirás diciéndote a ti misma que no has hecho nada malo.
Meg dejó la cafetera y apoyó una cadera en la encimera de la cocina.
– Puedo decirme eso a mí misma, pero no hará que me sienta mejor.
Steve colocó una mano en la mesa de la cocina y se levantó despacio.
– Sí lo hará, créeme.
– Tú no lo entiendes, es tan humillante…
– ¡Oh, entiendo mucho de humillaciones! Cuando volví de Irak, mi esposa estaba embarazada y todo el mundo sabía que el niño no era mío. -Steve se acercó a ella con una cojera apenas apreciable-. No solo tuve que afrontar la pérdida de una pierna y de mi esposa, sino que también tuve que aceptar que me había sido infiel con un colega mío del ejército.
– ¡Oh, Dios mío, lo siento, Steve!
– No lo sientas. Mi vida fue un infierno durante un tiempo, pero ahora está bien. A veces tienes que probar la hiel para apreciar el azúcar.
Meg se preguntó si aquello era algún tipo de refrán del ejército.
Steve le cogió la mano.
– Pero no puedes apreciar el azúcar hasta que sueltas toda la hiel. -Le acarició la cara interna de la muñeca con el pulgar y a Meg se le erizó el vello del brazo-. Lo que hicieron tus padres no tiene nada que ver contigo. Tú eras una niña. Lo mismo que el hecho de que mi esposa se acostara con mi colega no tiene nada que ver conmigo. En realidad, no. Si ella era infeliz porque me había ido, existían maneras más honestas de resolver la situación. Si tu madre era infeliz porque tu padre tenía líos amorosos, también había otras maneras de resolver eso. Lo que hizo mi esposa no fue culpa mía. Igual que lo que hizo tu madre no fue culpa tuya. No sé tú, Meg, pero yo no pienso pagar los torpes errores de los demás durante el resto de mi vida.
– Yo tampoco quiero.
Le apretó la mano y de algún modo Meg sintió ese apretón en el corazón.
– Entonces no lo hagas. -La atrajo hacia él y le puso la mano en el cuello-. De una cosa estoy seguro: de que no puedes controlar lo que los demás dicen y hacen.
– Pareces Mick. Él cree que no puedo superar el pasado porque habito en él. -Meg volvió la cara hacia la palma de la mano de Steve.
– Tal vez necesitas algo en tu vida que te aparte la mente del pasado.
Cuando estuvo casada con el padre de Travis, no dejaba que el pasado la importunara tanto como le molestaba aquellos días.
– Tal vez necesites a alguien.
– Tengo a Travis.
– Además de tu hijo. -Bajó la cara y habló muy cerca de los labios de ella-. Eres una mujer muy hermosa, Meg. Debería haber un hombre en tu vida.
Ella abrió la boca para hablar, pero no pudo recordar lo que iba a decir. Hacía bastante tiempo que un hombre no le decía que era hermosa. Mucho tiempo que no besaba a nadie más que a su hijo. Apretó la boca contra la de Steve y él la besó. Un beso cálido y delicado que pareció durar eternamente bañado por la luz del sol que se derramaba dentro de la cocina.
– Hace mucho tiempo que quería hacer esto -dijo Steve cuando acabó, cogiéndole la cara entre las rudas manos.
Meg se lamió el labio superior y sonrió. La hacía sentir hermosa y deseada. Algo más que una simple camarera, una madre y una mujer que rozaba los cuarenta.
– ¿Cuántos años tienes, Steve?
– Treinta y cuatro.
– Soy seis años mayor que tú.
– ¿Y eso es un problema?
Meg negó con la cabeza.
– Para mí no, pero podía serlo para ti.
– La edad no es un problema. -Deslizó las manos por la espalda de Meg y la atrajo hacia su pecho-. El problema será pensar en el modo de decirle a Mick que quiero a su hermana.
Meg sonrió y le abrazó. Sabía que había un montón de cosas que Mick se guardaba para sí. La más reciente: su relación con Maddie Jones.
– Deja que lo adivine solo.