Capítulo 7

Maddie arrojó la bolsa de fin de semana sobre la cama y la abrió. Tenía un ligero dolor de cabeza y no estaba segura de si se debía a la falta de sueño, a que había bebido demasiado con Adele o a que había escuchado las historias de sus amigas sobre su inestable vida amorosa.

Después de desayunar en el Café Ole, ella y Adele habían regresado a su casa, en Boise, para ponerse al día. Adele siempre tenía historias muy divertidas que contar sobre su vida sentimental -aunque a veces no pretendía que fueran tan hilarantes- y, como buena amiga, Maddie la escuchaba y servía el vino. Hacía mucho tiempo que Maddie no podía corresponderla con sus propias historias divertidas, así que sobre todo se había limitado escuchar y a ofrecerle algún que otro consejo.

Antes de irse de Boise, invitó a Adele a pasar el siguiente fin de semana con ella. Adele aceptó y, conociendo a su amiga, Maddie estaba segura de que tendría más historias de citas horribles que compartir.

Maddie sacó la ropa sucia de la bolsa y la metió en el cesto. Eran poco más de las doce del mediodía y estaba muerta de hambre. Comió una pechuga de pavo y un poco de apio con crema de queso mientras comprobaba y respondía los emails. Accionó el contestador, pero solo había un mensaje, y era del limpiador de alfombras. Ni una palabra del sheriff Potter.

Más tarde planeaba ir a buscar a Mick y contarle quién era y por qué había ido a la ciudad. Era lo correcto y quería que lo oyera de sus propios labios. Se imaginó que podría encontrarlo en uno de sus dos bares y tenía la esperanza de que aquella noche estuviera trabajando en Mort. En realidad no esperaba con ilusión cruzarse con Hennessy, aunque de algún modo tendría que ser así. Nunca había estado en el bar donde su madre había muerto. Para ella, Hennessy era solo otra vieja escena del crimen que tenía que visitar para su libro. Tendría que ir para fijarse en los cambios y examinar el lugar. Y, aunque no tenía miedo, sentía cierta aprehensión.

Mientras enjuagaba el plato en el fregadero y lo metía en el lavavajillas, se preguntó si Mick se enfadaría mucho. Hasta que sus amigas no lo mencionaron, no pensó en llevar la Taser con ella cuando fuera a contárselo. Aunque no parecía violento, había disparado misiles Hellfire desde un helicóptero. Y claro, su madre estaba chalada y, aunque a Maddie le gustaba pensar que tenía un psicorradar especial, afinado durante años de trato con psicóticos esposados a la mesa, prefería pecar de cautelosa y llevar un buen espray de pimienta.

Sonó el timbre, y esa vez no se sorprendió de ver a Mick en el porche. Igual que en la última visita, sostenía una tarjeta con dos dedos, pero en aquella ocasión no cabía duda de que la tarjeta era la de Maddie.

Le miraba fijamente desde los cristales azulados de las gafas de sol, dibujando con los labios una línea recta. No tenía cara de felicidad, pero tampoco demasiado enfadada. Lo más probable es que no tuviera que rociarlo con el espray de pimienta, claro que tampoco lo llevaba encima.

Maddie miró la tarjeta.

– ¿De dónde la has sacado?

– Jewel Finley.

Mierda. No esperaba que lo descubriera de aquel modo, pero tampoco le sorprendía.

– ¿Cuándo?

– Anoche, en el partido de Travis.

– Lamento que te hayas enterado de esta manera.

Maddie no le invitó a entrar, aunque él tampoco esperó a que lo invitara.

– ¿Por qué no me lo contaste? -le preguntó mientras por su lado pasaba un metro ochenta y ocho y ochenta y seis kilos de hombre decidido. Intentar detenerlo habría sido tan inútil como intentar parar un carro de combate.

Maddie cerró la puerta y le siguió.

– Tú no querías saber nada de mí, ¿te acuerdas?

– No me vengas con gilipolleces.

La luz se filtraba por los grandes ventanales, deteniéndose encima del respaldo del sofá, la mesa de café y el suelo de madera. Mick se detuvo en el charco de luz y se quitó las gafas. Maddie se había equivocado en la apreciación de su ira: ardía como un fuego azul en sus ojos.

– No quería saber nada de tus antiguos novios, ni de tu receta favorita de galletas de chocolate ni de quién se sentó a tu lado en segundo curso. -Levantó la tarjeta-. Esto es distinto, y no digas que no.

Maddie se acomodó el cabello detrás de las orejas. Mick tenía derecho a estar enfadado.

– Aquella primera noche en Mort había ido con la intención de presentarme y contarte quién era y por qué estaba en la ciudad, pero el bar estaba lleno y no me pareció un buen momento. Cuando te vi en la ferretería y en el Cuatro de Julio, Travis estaba contigo, y tampoco me pareció el momento adecuado.

– ¿Y cuando estuve aquí solo? -Frunció las cejas y se colocó las gafas sobre la cabeza.

– Intenté contártelo ese día.

– ¿Ah, sí? -Se metió la tarjeta en el bolsillo de su polo negro del bar de Mort-. ¿Antes o después de que me metieras la lengua hasta la garganta?

Maddie lanzó una exclamación. Sí, tenía derecho a estar enfadado, pero no a reescribir la historia.

– ¡Fuiste tú quien me besaste!

– El momento adecuado -dijo como si ella no hubiera protestado- habría sido antes de que te pegaras a mi pecho.

– ¿Qué yo me pegara? Tú me apretaste contra tu pecho. -Mick entornó los ojos, pero ella no se iba a permitir enfadarse-. Te dije que no me conocías.

– Y en lugar de contarme lo realmente importante, como que estás en esta ciudad para escribir un libro sobre mis padres, creíste que me interesaría más saber que eres «una especie de abstemia sexual», ¿no? -Descansó el peso sobre un pie y ladeó la cabeza mientras la miraba-. No tenías la menor intención de contármelo.

– No seas ridículo. -Se cruzó de brazos-. Esta es una ciudad pequeña y sabía que lo descubrirías.

– Y hasta que lo descubriera ¿planeabas follarme a cambio de información?

No te enfades, se dijo a sí misma. Si te enfadas, tendrás que sacar la Taser.

– Tu teoría falla en dos suposiciones. -Maddie levantó un dedo-. Que te necesitaba para que me dieras información. No te necesito. -Levantó un segundo dedo-. Y que planeaba follarte. No lo planeaba.

Mick dio un paso hacia ella y sonrió, pero no era una de sus sonrisas encantadoras y amables.

– Si yo hubiera tenido más tiempo, te habrías abierto de piernas.

– ¡Estás soñando!

– Y tú me estás mintiendo. A mí y a ti misma.

– Yo nunca me miento a mí misma. -Le miró a los ojos, no estaba intimidada lo más mínimo ni por su tamaño ni por su rabia-. Y nunca te he mentido.

Mick entornó los ojos.

– Ocultaste la verdad a propósito, lo que es la misma puta mierda.

– ¡Ah, tiene gracia que tú me des lecciones de moralidad! Dime, Mick, ¿se conocen entre sí todas las mujeres con las que te acuestas?

– Yo no miento a las mujeres.

– No, solo traes trampas para ratones pensando en que te meterás en sus bragas.

– No te traje la trampa por ese motivo.

– ¿Ah, no? ¿Ahora quién miente? -Maddie señaló la puerta-. Es mejor que te vayas.

Mick no se inmutó.

– No puedes hacer esto, Maddie. No puedes escribir sobre mi familia.

– Sí puedo, y eso es lo que voy a hacer. -No le esperó, se dirigió hacia la puerta y la abrió.

– ¿Por qué? He leído todo sobre ti -dijo mientras se acercaba a ella y los talones de sus botas resonaban furiosos contra la madera-. Tú escribes sobre asesinos en serie. Mi madre no era una asesina en serie. Era un ama de casa que estaba hasta las narices de que su marido la engañara. Perdió la cabeza, le mató a él y luego se mató ella. No hay ningún «malo» en esta historia. Ni cabrones enfermos como Ted Bundy o Jeffrey Dahmer. Lo que les ocurrió a mi madre y a mi padre no es el tipo de historia sensacionalista que la gente quiere leer.

– Creo que estoy un poco más cualificada para decidirlo que tú.

Mick se detuvo en el umbral y se volvió hacia ella.

– Mi madre era solo una mujer triste que una noche se trastornó y dejó a sus hijos huérfanos, víctimas de su enfermedad mental.

– Solo sabes hablar de ti y de tu familia, pareces olvidar que hubo otra víctima inocente.

– Esa camarerita difícilmente era inocente.

En realidad, había estado hablado consigo misma.

– Así que tú eres como todos los de esta ciudad y piensas que Alice Jones recibió lo que se merecía.

– Nadie recibió lo que se merecía, pero ella se estaba acostando con un hombre casado.

Ahora. Ahora sí que estaba enfadada de verdad.

– De modo que estaba perfectamente justificado que tu madre le pegara un tiro en la cara.

Mick movió la cabeza hacia atrás como si Maddie le hubiera golpeado. Era evidente que no había visto las fotos ni leído el informe.

– Y tu padre tal vez fuera un embustero, pero ¿se merecía que le pegaran tres tiros hasta desangrarse en el suelo de un bar mientras tu madre se quedaba mirando?

Mick alzó la voz por primera vez.

– Estás llena de mierda. Ella no se habría quedado mirando morir a mi padre.

Si él no le hubiera dicho que ella estaba llena de mierda, se lo habría evitado, por muy enfadada que estuviera.

– Sus huellas ensangrentadas estaban por todo el bar. Y no pudo levantarse y caminar por todo el bar después de pegarse un tiro.

Mick apretó las mandíbulas.

– Alice Jones también tenía una hija. ¿Se merecía perder a su madre? ¿Se merecía que la dejaran huérfana? -Maddie puso la mano en mitad del pecho de Mick y le empujó-. Así que no me digas que tu madre era solo un ama de casa triste que se sentía demasiado presionada. Tenía otras opciones, muchas otras opciones que no pasaban por el asesinato. -Retrocedió un paso en el porche-. Y no vengas aquí creyendo que puedes decirme lo que tengo que hacer. En realidad me importa un comino si te gusta o no. Voy a escribir ese libro. -Intentó cerrar la puerta, pero Mick la aguantó con un brazo y la mantuvo abierta.

– Hazlo. -Con la mano libre cogió las gafas de sol de su cabeza y se las colocó en su sitio, tapando la rabia de sus ojos azules-. Pero aléjate de mí -dijo, y soltó la mano de la puerta-. Y aléjate de mi familia.

Maddie cerró de un portazo y se apartó el cabello de la cara. ¡Mierda! Aquello no había ido bien. Él se había enfadado. Ella se había enfadado. Jolín, aún estaba enfadada.

Le oyó poner en marcha la camioneta y, por costumbre, cerró con llave la puerta principal. No le necesitaba ni a él ni a su familia para escribir el libro, pero siendo realista, habría estado bien contar con su cooperación. Sobre todo porque necesitaba entrar en las vidas de Loch y Rose.

– Bueno, ¡vaya mierda! -dijo, y entró en la sala de estar.

Escribiría el libro sin su ayuda. La fotografía de su madre descansaba en la mesa del café. Era tan joven y estaba tan llena de sueños… Maddie cogió la foto y acarició el cristal por encima de los labios de su madre. Había estado encima de la mesa todo el rato mientras Mick estuvo allí y él no se había dado ni cuenta.

Planeaba decirle que era algo más que una mera autora interesada en escribir un libro, que su madre también la había dejado huérfana a ella. Ahora Mick no quería nada con ella, y quién fuera en realidad ya no tenía importancia.


Mick detuvo la camioneta delante del Shore View Diner donde Meg trabajaba cinco días a la semana sirviendo mesas y sacando propinas. Aún estaba tan enfadado que tenía ganas de golpear lo que fuera. Coger a Maddie Dupree por los hombros y sacudirla hasta que aceptara hacer las maletas y largarse, hasta que se olvidara de que alguna vez había oído hablar de los Hennessy y de sus arruinadas vidas. Pero ella había dejado muy claro que no pensaba ir a ninguna parte, y ahora tenía que contárselo a Meg antes de que se enterase por otra persona.

Apagó el motor de la furgoneta y reclinó la cabeza hacia atrás. ¿Su madre había visto morir a su padre? Él no lo sabía. Ahora deseaba no haberse enterado. ¿Cómo podía, reconciliar a la mujer que había matado a dos personas con la madre que le había preparado bocadillos de mantequilla de cacahuete y de mermelada de fresa, le había quitado la corteza y cortado el pan en ángulo, justo como a él le gustaba? ¿La madre amorosa que le bañaba y le lavaba el pelo y lo abrazaba por la noche, con la mujer que había dejado huellas con la sangre de su marido por todo el bar? ¿Cómo podía ser la misma mujer?

Se frotó la cara con las manos y metió los dedos bajo las gafas para restregarse los ojos. Cuando Jewel le dio la tarjeta de visita de Maddie, había ido a su oficina y se había encerrado allí. Había buscado en internet información sobre Maddie, y encontró un montón. Sabía que había publicado cinco libros, incluso había encontrado fotos de carnet de ella y fotos firmando libros. No cabía duda de que la Maddie Dupree a la que planeaba conocer mejor era la mujer que escribía sobre asesinos psicóticos. La Madeline Dupree que estaba en la ciudad para escribir acerca de la noche en que su madre mató a su padre. Abrió la puerta de la camioneta y salió. Y no había nada que él pudiera hacer para detenerla.

Desde que podía recordar, el Shore View Diner olía siempre igual; a grasa, huevos y tabaco. La cafetería era uno de los últimos lugares de Estados Unidos donde una persona podía tomarse una taza de café y fumar un Camel o un Lucky Strike, según cuál fuera la marca de su veneno. Como resultado, siempre estaba lleno de fumadores. Mick había intentado convencer a Meg de que trabajase en cualquier otro lugar donde no fuera tan probable pillar un cáncer de pulmón como fumador pasivo, pero insistía en que las propinas eran demasiado buenas para trabajar en cualquier otro lugar.

Eran más o menos las dos de la tarde y la cafetería estaba medio vacía cuando Mick entró. Meg estaba detrás de la barra principal, llenando la taza de café a Lloyd Brunner y riéndose de algo que él había dicho. Tenía el cabello negro recogido en una cola de caballo y llevaba una blusa rosa debajo del delantal blanco. Le miró y le saludó con la mano.

– Hola. ¿Tienes hambre? -preguntó.

– No. -Se sentó a la barra y se colocó las Revo sobre la cabeza-. Esperaba que pudieras salir pronto.

– ¿Por qué? -Se le borró la sonrisa y dejó la jarra de café sobre la barra-. ¿Ha ocurrido algo? ¿Es Travis?

– Travis está bien. Solo quería comentarte algo.

Le miró a los ojos como si pudiera leer su mente.

– Ahora mismo vuelvo -dijo, y entró en la cocina. Al salir, llevaba el bolso.

Mick se levantó y salió detrás de ella.

– ¿Qué pasa? -preguntó Meg en cuanto la puerta de la cafetería se cerró.

– Hay una mujer en la ciudad. Es una escritora que escribe sobre crímenes reales.

Meg entornó los ojos contra la brillante luz del sol mientras cruzaba el aparcamiento de gravilla hasta la camioneta.

– ¿Cómo se llama?

– Madeline Dupree.

Se quedó boquiabierta.

– ¿Madeline Dupree? Escribió Suplantación, la historia de Patrick Wayne Dobbs. El asesino en serie que mataba mujeres y luego se ponía su ropa debajo del traje. Ese libro me dio tanto miedo que no pude pegar ojo en una semana. -Meg sacudió la cabeza-. ¿Qué está haciendo en Truly?

Bajó las gafas para protegerse los ojos.

– Parece ser que va a escribir sobre lo que le sucedió a nuestros padres.

Meg se detuvo en seco.

– ¿Qué?

– Ya me has oído.

– ¿Porqué?

– ¡Dios, yo qué sé! -Levantó una mano, luego la dejó caer a un costado-. Si escribe sobre asesinos en serie, no sé qué encuentra tan interesante en mamá y papá.

Meg se cruzo de brazos y siguió caminando.

– ¿Qué sabe ella de lo que pasó?

– No lo sé, Meg. -Se pararon junto a la camioneta y él apoyó la cadera en el guardabarros delantero-. Sabe que mamá disparó a esa camarera en la cabeza. -Su hermana no pestañeó-. ¿Tú lo sabías?

Meg se encogió de hombros y se mordió el pulgar.

– Sí. Oí que el sheriff se lo contaba a la abuela Loraine.

Miró a su hermana a los ojos y se preguntó qué más sabía ella que él no supiese. Se preguntó si su madre no se había matado enseguida. Supuso que aquello no tenía importancia. Meg se estaba tomando la noticia mejor de lo que esperaba.

– ¿Estás bien?

Meg asintió.

– ¿No podemos hacer nada para detenerla?

– Lo dudo.

Se inclinó hacia atrás, sobre la puerta del conductor, y suspiró.

– Tal vez si vas y hablas con ella…

– Ya he hablado con ella. Está decidida a escribirlo y le importa un comino lo que pensemos del libro.

– ¡Mierda!

– Sí.

– Todo el mundo volverá a hablar de aquello.

– Sí.

– Dirá cosas terribles de mamá.

– Probablemente de los tres, pero ¿qué puede decir ella? Los únicos que saben lo que realmente pasó esa noche están muertos.

Meg apartó la mirada.

– ¿Sabes lo que pasó aquella noche?

Meg dejó caer una mano.

– Solo que mamá ya no podía aguantar más y mató a papá y a esa camarera.

No la creía del todo, pero ¿qué importancia tenía después de veintinueve años? Meg no estaba allí. Estaba con él cuando el sheriff llegó a su casa aquella noche.

Miró el nítido cielo azul.

– Había olvidado que esa camarera tenía una niña pequeña.

– Sí, pero no recuerdo cómo se llamaba. -Meg volvió a mirar a Mick-. Ni tampoco me importa. Su madre era una puta.

– La niña no tenía la culpa, Meg. Se quedó sin madre.

– Lo más probable es que estuviera mejor sin ella. Alice Jones se enrolló con nuestro padre y le daba igual quién lo supiera. Alardeaba de su relación delante de toda la ciudad, así que no esperes que sienta lástima por una niña huérfana sin nombre y sin cara.

Mick no sabía si Alice había ido por ahí alardeando o no, y si lo había hecho, la culpa era de su padre, pues él era quien estaba casado.

– ¿Vas a estar bien después de esto?

– No, pero ¿qué le voy a hacer? -Se acomodó el bolso en el hombro-. Sobreviviré, igual que he hecho antes.

– Le dije que se mantuviera alejada de ti y de Travis, así que no creo que te moleste con preguntas.

Meg enarcó una ceja.

– ¿Te va a molestar a ti con preguntas?

Había más de un modo en que una mujer podía molestar a un hombre. «Y no vengas aquí creyendo que puedes decirme lo que tengo que hacer. En realidad me importa un comino si te gusta o no. Voy a escribir ese libro.» Era obstinada, estaba enfadada y más sexy que una diablesa. Había entornado un poco los grandes ojos castaños justo antes de cerrarle la puerta en las narices.

– No -respondió-. No me molestará con preguntas.


Meg esperó hasta que la camioneta de Mick salió del aparcamiento para soltar el aire y llevarse las manos a ambos lados de la cara. Se masajeó las sienes con los dedos y cerró los ojos ante la presión que aumentaba en su cabeza. Madeline Dupree estaba en la ciudad para escribir un libro sobre sus padres. Alguien debía hacer algo para detenerla. No se podía permitir que una persona… arruinase unas vidas. Debería haber una ley contra la gente que metía las narices y… hurgaba en el pasado de los demás.

Meg abrió los ojos y miró sus Reebok blancas. La gente de la ciudad no tardaría en enterarse. No tardaría en hablar y murmurar y mirarla como si fuera capaz de pegarse un tiro en cualquier momento. Incluso su hermano a veces la miraba como si estuviera loca. Mick creía que lo mejor era olvidar el pasado, pero había cosas que ni siquiera él habría podido olvidar nunca. Las lágrimas le enturbiaban la visión y caían sobre la gravilla tras mojarle una zapatilla. Mick también confundía su emoción con la enfermedad mental. No lo culpaba por ello. Crecer con sus padres había sido un tira y afloja que había acabado con sus muertes.

Una segunda camioneta entró en el aparcamiento y Meg miró a Steve Castle abrir la puerta de su Tacoma y salir de ella. Steve era el amigo de Mick y el manager de Hennessy. Meg no sabía gran cosa de él, más que había pilotado helicópteros en el ejército con Mick, y que había perdido la pierna derecha por debajo de la rodilla en un accidente.

– Hola, Meg -gritó, y su voz profunda precedió a su avance por el aparcamiento.

– Hola.

Meg se enjuagó precipitadamente las lágrimas y dejó caer las manos a los costados. Steve era un tipo grande que llevaba la cabeza afeitada al cero. Era un hombre alto, con un pecho ancho y tan… tan masculino que Meg se sentía un poco intimidada por su tamaño.

– ¿Has tenido un día duro?

Meg notó que se sonrojaba mientras miraba sus profundos ojos azules.

– Lo siento. Sé que a los hombres no les gusta ver llorar a las mujeres.

– Las lágrimas no me molestan. He visto a muchos marines llorar como nenitas. -Se cruzó de brazos sobre los perros que jugaban al póquer en su camiseta-. Bueno, ¿qué te preocupa tanto, corazón?

Meg no solía compartir sus problemas con personas a las que no conocía, pero había algo en Steve. Aunque le intimidaba su tamaño, también le hacía sentirse segura, o tal vez fuera solo que la había llamado «corazón», pero se confesó.

– Mick acaba de estar aquí, y me ha contado que ha venido una escritora a la ciudad que va a escribir sobre la noche en que nuestra madre mató a nuestro padre.

– Sí, ya me he enterado.

– ¿Ya? ¿Cómo te has enterado?

– Los muchachos Finley estuvieron en Hennessy anoche hablando de ello.

Meg levantó una mano y se mordió la uña del pulgar.

– Entonces creo que podemos decir que ya lo sabe toda la ciudad; todo el mundo hablará de ello y empezará a hacer especulaciones.

– No podemos impedirlo.

Dejó caer la mano a un lado y sacudió la cabeza.

– Lo sé.

– Pero tal vez tú podrías hablar con ella.

– Mick ya lo ha intentado. Esa mujer va a escribir el libro y le da igual lo que nosotros pensemos. -Meg se miró las zapatillas deportivas-. Mick le dijo que no se acercara ni a mí ni a Travis.

– ¿Por qué evitarla? ¿Por qué no le cuentas tu versión?

Le miró a los ojos; la luz del sol se reflejaba en sus brillantes cabellos.

– No sé si le importará mi versión de los hechos.

– Quizá no, pero no lo sabrás hasta que hables con ella. -Desplegó los brazos y le puso una manaza en un hombro-. Si una cosa sé es que es mejor hacer frente a los acontecimientos. Se puede superar cualquier cosa si sabes a lo que te enfrentas.

Estaba segura de que era cierto, y sin duda muy buen consejo, pero Meg no podía pensar desde que había notado el peso de su mano en el hombro. La sensación de firmeza y aquel contacto cálido se propagaron por su estómago. No había sentido semejante calidez por parte de un hombre desde que su ex marido la dejó. Los hombres de la ciudad hablaban y flirteaban con ella, pero nunca parecían querer más que les rellenara la taza de café.

Steve le cogió una mano.

– Me he estado preguntando algo desde que llegué a la ciudad.

– ¿Qué?

Ladeó la cabeza y la observó.

– ¿Por qué no tienes novio?

– Creo que los hombres de esta ciudad me temen un poco.

Steve bajó las cejas y luego estalló en carcajadas. Una risa profunda y atronadora que le iluminó la cara.

– No tiene gracia -dijo, pero en aquel momento, envuelta por la risa de Steve Castle, sí la tenía. Y estar tan cerca, con la mano en la suya, era… agradable.

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