Capítulo 1

El neón luminoso y pulsante que anunciaba el bar de Mort atraía a las masas sedientas de Truly, Idaho, como la luz a los insectos. Pero el bar de Mort era algo más que un imán para los cerveceros, era más que un simple local donde uno podía tomarse una birra fría y participar en una buena bronca de viernes por la noche. El bar de Mort tenía un significado histórico, más o menos como el Álamo. Mientras otros establecimientos de la pequeña ciudad abrían y cerraban a los pocos días, Mort, en cambio, había permanecido siempre igual.

Hacía más o menos un año que el nuevo propietario había rociado el local con litros y litros de desinfectante, lo había pintado y había prohibido terminantemente el lanzamiento de ropa interior. Antes de que él llegara, se animaba a lanzar ropa interior a la hilera de cornamentas que colgaba encima de la barra, como si se tratara de una especie de acontecimiento deportivo en pista cubierta. Ahora, si una mujer sentía la necesidad de practicar el lanzamiento de bragas, la echaban del local con el culo al aire.

¡Qué tiempos aquellos!

Maddie Jones contemplaba desde la acera el letrero del bar de Mort, inmune por completo al reclamo subliminal que la luz emitía a través de la acuciante oscuridad. Un rumor indistinto de voces y música se filtraba a través de las grietas del viejo edificio encajonado entre la ferretería Ace y el restaurante Panda.

Una pareja en tejanos y camiseta de tirantes rozó a Maddie al pasar. La puerta se abrió y el ruido de voces mezclado con el inconfundible sonido de la música country se propagó por la calle Mayor. Se cerró la puerta y Maddie siguió fuera. Se acomodó la tira del bolso en el hombro y se subió la cremallera del grueso suéter azul. Hacía veintinueve años que no vivía en Truly y había olvidado lo frías que podían ser las noches, incluso en julio.

Levantó la mano para alcanzar el viejo picaporte, pero enseguida la dejó caer a un costado. Le invadió cierta aprehensión que hizo que se le erizara el vello de la nuca y se le revolviera el estómago. Había repetido aquel gesto docenas de veces. ¿A qué venía tanta aprehensión? ¿Por qué ahora?, se preguntó, a pesar de que ya conocía la respuesta. Porque en esa ocasión se trataba de una cuestión personal y, una vez hubiera abierto la puerta, una vez hubiera dado el primer paso, ya no habría vuelta atrás.

Si sus amigas la hubieran visto en aquel momento, paralizada como si tuviera los pies pegados al cemento, se habrían quedado impresionadas. Había entrevistado a asesinos en serie y a homicidas despiadados, pero intentar hacer la pelota a chalados antisociales con trastornos de personalidad era pan comido comparado con lo que le aguardaba dentro del bar de Mort. Al otro lado del cartel de no se admiten menores de 21 años le aguardaba su pasado, y hacía poco que había aprendido que hurgar en el pasado de los demás era jodidamente más fácil que hurgar en el suyo.

Por el amor de Dios, dijo para sí, y buscó el picaporte de la puerta.

Estaba algo enfadada consigo misma por ser tan pusilánime y aplastó la aprehensión bajo el pesado puño de su fuerza de voluntad. No sucedería nada que ella no deseara. Ella tenía el control, como siempre.

El ruido de la gramola y el olor a lúpulo y tabaco la asaltaron al entrar. La puerta se cerró tras ella y esperó unos segundos a que sus ojos se acostumbraran a la luz tenue. El bar de Mort era solo un bar. Igual que cualquier otro de los miles en los que había estado a lo largo y ancho del país. Nada especial, ni siquiera la hilera de cornamentas que colgaba sobre la larga barra de caoba era algo fuera de lo normal.

A Maddie no le gustaban los bares en general, y mucho menos los de vaqueros; no le gustaba el humo, ni la música ni los constantes ríos de cerveza. Tampoco le interesaban los vaqueros en especial. En lo que a ella respectaba, unos Wranglers ceñidos a un culo prieto de vaquero no compensaban las botas, las hebillas y los escupitajos de tabaco mascado. Le gustaban los hombres con traje y zapatos de piel italianos. Aunque no había tenido un hombre, ni siquiera una cita, desde hacía unos cuatro años.

Estudió la multitud mientras avanzaba hacia la mitad de la larga barra de roble donde estaba el único taburete libre. Su mirada se topó con sombreros de vaquero, gorras de camionero, unos pocos cortes militares y una o dos melenas. Se fijó en las colas de caballo, en las cabelleras largas hasta la cintura y algunas de las peores permanentes y peinados a lo Farrah Fawcett que jamás habían salido de los ochenta. Lo que no veía era a la única persona que estaba buscando, aunque en realidad tampoco esperaba verlo sentado a una de las mesas.

Se apretujó en el taburete entre un hombre con una camiseta azul y una mujer con el cabello super castigado. Detrás de la caja registradora y las botellas de alcohol, un espejo se extendía a lo largo de toda la barra tras la que dos camareros tiraban cerveza y mezclaban bebidas. Ninguno de ellos era el propietario de tan exquisito establecimiento.

– Esa muchachita iba a vela y a motor, ya sabéis lo que quiero decir -dijo el hombre de la izquierda, y Maddie imaginó que no estaba hablando de náutica.

El tipo en cuestión tendría unos sesenta años, lucía una gastada gorra de camionero y una barriga de bebedor de cerveza del tamaño de un barril. A través del espejo Maddie veía asentir a varios hombres en fila, embelesados con el tipo de la barriga cervecera.

Uno de los camareros puso una servilleta delante de ella y le preguntó qué quería beber. Parecía tener unos diecinueve años, aunque Maddie supuso que al menos habría cumplido los veintiuno y sería lo bastante mayor para servir alcohol entre capas de humo de tabaco y hundirse en la mierda hasta la rodilla.

– Un Martini de Bombay Sapphire, muy seco, con tres aceitunas -dijo calculando los hidratos de carbono de las aceitunas.

Se colocó el bolso sobre el regazo y observó al camarero darse la vuelta para buscar la ginebra de marca y el vermut.

– Le dije a esa chica que se quedase con su novia, siempre y cuando la trajera de vez en cuando -añadió el tipo de la izquierda.

– ¡Coño que sí!

– ¡Pues eso es lo que estoy diciendo!

Aquello era el Idaho rural, donde cosas como las leyes sobre el alcohol a veces se pasaban por alto y algunas personas consideraban que una historia de mierda era buena literatura.

Maddie puso los ojos en blanco y se mordió el labio con el fin de guardarse los comentarios para sí misma. Tenía la costumbre de decir siempre lo que pensaba. No lo consideraba necesariamente un mal hábito, pero no todo el mundo sabía apreciarlo.

A través del espejo recorrió la barra con la mirada en busca del propietario, aunque tampoco esperaba que se dejase caer en un taburete. Cuando llamó al otro bar que tenía en la ciudad, le habían dicho que aquella noche estaría allí, y pensó que lo más probable era que estuviese en su despacho repasando los libros o, si había salido a su padre, la entrepierna de alguna camarera.

– Yo invito -gimió la mujer del otro lado de Maddie a su amiga-. Incluso compré mi propia tarjeta de cumpleaños e imité la firma de J. W., pensando que así se sentiría culpable y pillaría la indirecta.

– ¡Jolín! -se le escapó a Maddie y miró a la mujer a través del espejo. Entre botellas de vodka Absolut y Sky se distinguía una gran cabellera rubia derramándose sobre unos hombros regordetes y unos senos que sobresalían de una camiseta de tirantes roja con pedrería.

– ¡Pero nada, no se sintió culpable! Se limitó a quejarse y decir que no le gustaban las tarjetas sentimentaloides como la que yo había comprado. -La mujer echó un trago de una bebida con una sombrillita dentro-. Quiere que vaya el próximo fin de semana que su madre se larga de la ciudad y que le haga la cena. -Se enjuagó unas lágrimas y sollozó.- Estoy pensando en decirle que no.

Maddie frunció el ceño anonadada.

– ¿Te estás quedando conmigo? -se le escapó antes de que se diera cuenta de que había abierto la boca.

– ¿Disculpe? -le dijo el camarero mientras le servía la bebida.

Ella sacudió la cabeza.

– Nada.

Buscó en el bolso y pagó la copa mientras una canción sobre un Honky Tonk Badonkadonk [1], que sabe Dios que sería eso, atronaba desde el resplandeciente neón de la gramola y se fundía con el persistente murmullo de la conversación.

Se arremangó el suéter y cogió el Martini. Leyó las manecillas fluorescentes de su reloj mientras se llevaba la copa a los labios. Las nueve en punto. Tarde o temprano el propietario tendría que dejarse ver. Si no aquella noche, tal vez la siguiente. Dio un sorbo y la ginebra y el vermut le calentaron el gaznate hasta el estómago.

En realidad esperaba que apareciera más pronto que tarde, antes de que se hubiese tomado demasiados Martinis y hubiera olvidado por qué estaba allí sentada en un taburete de la barra escuchando sin querer conversaciones de necesitadas mujeres pasivas-agresivas y hombres delirantes. Y no es que escuchar a personas con una vida mucho más patética que la suya no resultase a veces muy entretenido.

Dejó otra vez la copa sobre la barra. Oír conversaciones de modo involuntario no era su actividad favorita. Prefería la vía directa, prefería hurgar en la vida de otras personas y sacar a relucir sus trapos sucios sin dilación. Algunas personas entregaban sus secretos sin protestar, ansiosas por contarlo todo. Otras la obligaban a esforzarse y escarbar en lo más hondo, tirarles de la lengua y arrancárselos sin piedad. A veces su trabajo era una mierda, a veces espinoso, pero le encantaba escribir sobre asesinos en serie, asesinos múltiples y psicópatas corrientes y molientes.

En serio, una chica tenía que sobresalir en algo, y Maddie, cuyo seudónimo era Madeline Dupree, era una de las mejores escritoras del género de los crímenes reales. Escribía relatos truculentos, bañados en sangre, sobre enfermos y perturbados, y había quien creía, sus amigas por ejemplo, que lo que contaba deformaba su personalidad, pero a ella le gustaba pensar que acrecentaba su encanto.

La verdad es que ni tanto ni tan calvo, sino un punto medio. Las cosas que había visto y sobre las que escribía le afectaban. A pesar de la barrera que había colocado entre su cordura y la gente a la que entrevistaba e investigaba, la enfermedad a veces se filtraba por las fisuras, dejando detrás una película negra y de mal gusto que resultaba muy jodida de limpiar a fondo.

Su trabajo la hacía ver el mundo un poco distinto de quienes nunca se habían sentado frente a un asesino en serie mientras este volvía a relatar «su trabajo». Pero aquello precisamente era lo que hacía de ella una mujer fuerte que no admitía gilipolleces de nadie. Muy pocas cosas la intimidaban y no se hacía ilusiones sobre la humanidad. En su interior, sabía que la mayoría de la gente era decente, que si se le daba a escoger, haría lo correcto, pero también sabía lo de los demás. Ese quince por ciento que solo estaba interesado en su propio placer egoísta y tortuoso. De este quince por ciento, solo un dos por ciento eran verdaderos asesinos en serie. El resto de las personalidades antisociales eran solo violadores corrientes, asesinos, matones y ejecutivos que saqueaban en secreto los planes de pensiones de sus empleados.

Y si de una cosa estaba segura, igual que sabía que el sol salía por el este y se ponía por el oeste, era de que todo el mundo tenía secretos. Ella también los tenía, solo que los guardaba con más celo que la mayoría de la gente.

Se llevó la copa a los labios y algo al final de la barra atrajo su mirada. Se abrió una puerta y un hombre entró desde el callejón iluminado hasta la oscura entrada.

Maddie lo conocía. Lo conocía antes de que saliera de las sombras. Antes de que las sombras treparan por las amplias espaldas enfundadas en una camiseta negra. Lo conocía antes de que la luz se deslizase por su barbilla y por su nariz e iluminase su cabello tan negro como la noche de la que procedía.

El hombre se fue detrás de la barra, se enfundó un delantal rojo de bar alrededor de las caderas y se ató el cordón por encima de la bragueta. No lo había visto en su vida. Nunca habían estado en la misma habitación, pero sabía que tenía treinta y cinco años, un año más que ella. Sabía que medía uno ochenta y tres, y pesaba ochenta y seis kilos. Durante doce años había servido en el ejército, pilotando helicópteros y disparando misiles Hellfire. Le habían puesto el mismo nombre que a su padre, Lochlyn Michael Hennessy, pero le llamaban Mick. Al igual que su padre, era un hombre indecentemente atractivo. El tipo de atractivo que hacía volver la cabeza a las mujeres, les detenía el corazón y las llenaba de malos pensamientos. Pensamientos de bocas ardientes, manos y ropas enredadas, el susurro de un cálido aliento contra el cuello de una mujer y el tacto de la carne en el asiento trasero de un coche.

Y no es que Maddie fuera propensa a tales pensamientos.

Tenía una hermana mayor, Meg, y poseía dos bares en la ciudad, el Mort y el Hennessy. El último había sido de su familia durante más años de los que él tenía. Hennessy era el bar donde la madre de Maddie había trabajado, donde había conocido a Loch Hennessy y donde había muerto.

Como si sintiera que lo estaba mirando, el hombre levantó la vista del cordón del delantal. Se detuvo a pocos centímetros de Maddie y sus miradas se cruzaron. Ella se atragantó con la ginebra que se negaba a bajar por la garganta. Por su carnet de conducir sabía que tenía los ojos azules, pero en realidad eran de un color turquesa intenso, como las aguas del Caribe, y cuando le devolvieron la mirada fue un shock para ella. Bajó la copa y se llevó una mano a la boca.

Los últimos acordes de la canción honky-tonk se extinguieron cuando él terminó de atarse el delantal y se acercó a ella hasta que solo unos pocos centímetros de caoba separaban sus miradas.

– ¿Sobrevivirás?

Su voz profunda anuló el ruido que los rodeaba.

Maddie tragó saliva y tosió por última vez.

– Eso creo.

– Hola, Mick -saludó la rubia del taburete de al lado.

– Hola, Darla. ¿Cómo va todo?

– Podría ir mejor.

– ¿Acaso no es siempre así? -dijo él mientras miraba a la mujer-. ¿Piensas portarte bien?

– Ya me conoces. -Darla rió-. Siempre planeo portarme bien. Claro que siempre me convencen de lo contrario.

– Esta noche vas a dejarte la ropa interior puesta, ¿verdad? -preguntó enarcando una ceja oscura.

– Conmigo nunca se sabe. -Se inclinó hacia delante-. Nunca se sabe lo que puedo hacer. A veces estoy loca.

¿Solo a veces? Comprarse su propia tarjeta de cumpleaños para que la firmase su novio sugería un trastorno pasivo-agresivo que bordeaba la puta locura.

– Tú déjate las bragas puestas y así no tendré que volver a echarte otra vez con el culo al aire.

¿Otra vez? ¿Significaba eso que lo había hecho en otras ocasiones? Maddie dio un sorbo y echó un vistazo al considerable trasero que Darla embutía en unos Wranglers.

– ¡Apuesto a que te encantaría verlo! -dijo Darla agitando la cabellera.

Por segunda vez en aquella noche, Maddie se atragantó con la bebida.

La carcajada grave de Mick atrajo la atención de Maddie hacia el brillo divertido que despedían sus deslumbrantes ojos azules.

– ¿Quieres un poco de agua, guapa? -le preguntó.

Maddie sacudió la cabeza y se aclaró la garganta.

– ¿La bebida está demasiado fuerte para ti?

– No. Está bien. -Tosió una última vez y dejó la copa en la barra-. Es que he tenido una horrible visión.

Las comisuras de los labios de Mick se curvaron en una sonrisa de complicidad para formar dos hoyuelos en las bronceadas mejillas.

– No te había visto por aquí antes. ¿Estás de paso?

Alejó de su cabeza la imagen del descomunal trasero desnudo de Darla y se obligó a recordar el motivo por el que estaba en el bar de Mort. Esperaba que Mick Hennessy le desagradara a primera vista, pero no fue así.

– No. He comprado una casa en Red Squirrel Road.

– Bonita zona. ¿Estás en el lago?

– Sí.

Se preguntó si Mick había heredado el encanto de su padre además de su aspecto. Por lo que Maddie había logrado averiguar, Loch Hennessy tenía a una mujer en el bote con apenas echarle una miradita. Y ciertamente había tenido a su madre en el bote.

– Entonces ¿has venido a pasar el verano?

– Sí.

Mick ladeó la cabeza y estudió el rostro de Maddie. Su mirada recorrió desde los ojos hasta la boca y se entretuvo allí durante varios latidos antes de volver otra vez hacia arriba.

– ¿Cómo te llamas, ojos castaños?

– Maddie -respondió conteniendo la respiración como si esperase que él la relacionase con el pasado, con el pasado de Mick.

– ¿Solo Maddie?

– Dupree -respondió usando su seudónimo de escritora.

Alguien en el bar llamó a Mick y apartó la mirada durante un momento antes de volver a prestarle atención. Le ofreció una sonrisa desenfadada que hizo asomar aquellos hoyuelos suyos y le endulzó el rostro tan masculino. Mick no la había reconocido.

– Soy Mick Hennessy. -La música volvió a empezar otra vez y añadió-: Bienvenida a Truly. Tal vez nos veamos por ahí.

Miró cómo se marchaba sin contarle el motivo por el que se hallaba en aquella ciudad y por el que estaba sentada en el bar de Mort. Aquel no era el mejor momento ni el mejor lugar, pero la expresión «tal vez» no era la acertada. Él aún no lo sabía, pero Mick Hennessy iba a verla un montón de veces. Y la próxima quizá no fuese tan amable.

Los sonidos y olores del bar se le hacían muy pesados y se colgó el bolso del hombro. Bajó del taburete y se abrió paso a través de la multitud débilmente iluminada. En la puerta, miró por encima del hombro hacia la barra donde estaba Mick. Debajo de las luces, Mick echó un poco la cabeza hacia atrás y sonrió. Maddie se detuvo y agarró fuerte el picaporte mientras él se volvía y servía una cerveza de una fila de tiradores.

Mientras estaba allí parada, la gramola tocó algo que decía que el whisky es para los hombres y la cerveza para los caballos, y se fijó en el cabello negro de la nuca de Mick y en los hombros anchos enfundados en la camiseta negra. Él se volvió y dejó una copa en la barra. Mientras le miraba, Mick se rió de alguna cosa. Maddie no sabía lo que esperaba de Mick Hennessy, pero fuera lo que fuese, desde luego no era aquel hombre, de carne y hueso que reía.

Desde la oscura barra envuelta en humo de cigarrillos, Mick fijó la mirada en ella. Maddie casi notó cómo se clavaba en ella y la acariciaba, aunque sabía que eran imaginaciones suyas. Se quedó de pie en la media luz de la entrada y a Mick le resultó casi imposible distinguirla entre la concurrencia. Abrió la puerta y salió al fresco aire vespertino. Durante su estancia en el bar de Moft, la noche había caído sobre Truly como una pesada cortina negra, rota tan solo por los pocos anuncios de tiendas que permanecían encendidos y las esporádicas farolas.

Había aparcado el Mercedes negro en la otra acera, delante de la tienda de ropa interior térmica de Tina y la galería de arte Rock Hound. Esperó a que pasara un Hummer amarillo antes de cruzar la calle y alejarse del fulgor del neón del bar de Mort.

Al acercarse al coche abrió la puerta del conductor con el mando a distancia sin necesidad de sacar la mano del bolso, y se sentó en los elegantes asientos de piel. Normalmente no era una persona materialista. No le importaban demasiado ni la ropa ni los zapatos. Como en aquellos días nadie veía su ropa interior, le daba igual si su sujetador hacía juego o no con sus bragas, y no tenía joyas caras. Dos meses atrás, antes de comprarse el Mercedes, Maddie le había hecho trescientos veinte mil kilómetros a su Nissan Sentra. Necesitaba un coche nuevo y estaba mirando un Volvo «todoterreno» cuando se dio la vuelta y se fijó en el S600 sedán negro. Las luces de la tienda donde se exponía iluminaron el coche como una señal del cielo, y juraría que había oído a unos ángeles cantando aleluyas cual Coro del Tabernáculo Mormón. ¿Quién era ella para ignorar un mensaje divino? A las pocas horas de entrar, sacaba el coche del concesionario y lo metía en el garaje de su casa en Boise.

Apretó el botón de encendido situado en la palanca de cambio y prendió las luces. El CD del equipo estéreo llenó el Mercedes con los acordes de «Excitable Boy» de Warren Zevon. Se alejó del bordillo y viró en redondo en mitad de la calle Mayor. Había algo inteligente y turbador en la letra de Warren Zevon. Era un poco como meterse en la mente de alguien que camina por la delgada línea que separa la locura de la cordura y de vez en cuando asoma el dedo gordo al otro lado. Alguien que juguetea con la línea, la prueba y luego se retira justo antes de que se lo lleven al manicomio. En la especialidad de Maddie no había muchos que supieran retirarse a tiempo.

Los faros del Mercedes cortaron la negrura de la noche cuando giró a la izquierda en la única señal de tráfico de la ciudad. Su primer coche había sido un Volkswagen Rabbit, tan desvencijado que había tenido que sujetar los asientos con cinta aislante. Había transcurrido mucho tiempo desde entonces. Mucho tiempo desde que viviera con su madre en el recinto cerrado para caravanas y en la abarrotada casita de Boise en la que la había criado su tía abuela Martha.

Hasta el día de su jubilación, Martha había trabajado en el mostrador principal de Rexall Drug, y ambas habían vivido de su magro sueldo y de los cheques de la Seguridad Social de Maddie. Siempre habían ido cortas de dinero, pero Martha mantenía por costumbre a media docena de gatos. La casa siempre olía a Friskies y a cajas de arena. Hasta el momento, Maddie odiaba a los gatos. Bueno, tal vez al gato de su buena amiga Lucy, Señor Snookums, no. Snookie era legal, para ser un gato.

Maddie bordeó el lado este del lago durante un kilómetro y medio antes de entrar en el camino de acceso, flanqueado por unos pinos altos y gruesos, y detenerse delante de la casa de dos plantas que había comprado hacía pocos meses. No sabía cuánto tiempo se quedaría allí. Un año, tres, cinco… La había comprado en lugar de alquilarla porque suponía una inversión. Las casas en Truly estaban subiendo, así que cuando la vendiera, si es que decidía hacerlo, obtendría unos copiosos beneficios.

Maddie apagó las luces del Mercedes y la oscuridad la invadió. Sin hacer caso de la aprehensión que le oprimía el pecho, salió del coche y bajó los escalones hasta el acogedor porche iluminado con un sin fin de bombillas de sesenta vatios. No tenía miedo a nada. Y por supuesto, no temía la oscuridad, pero sabía que a las mujeres que no son tan precavidas y cautas como ella les ocurren cosas malas. Mujeres que no tienen un pequeño arsenal de instrumentos de seguridad en sus bolsos. Cosas como una Taser [2], un espray de defensa personal, una alarma personal y un puño americano, por nombrar algunas. Una chica nunca es lo bastante prudente, sobre todo de noche, en una pequeña ciudad en la que no se ve un burro a dos pasos. En una ciudad levantada justo en mitad de un tupido bosque donde los animales salvajes bajan de los árboles y del monte. Donde roedores con ojillos minúsculos aguardan a que una chica se vaya a la cama para saquear la despensa. Maddie no había tenido que usar nunca ninguno de los artilugios de defensa personal, pero últimamente había estado preguntándose si sería lo bastante buena tiradora para liquidar a un roedor intruso con la Taser.

Las luces se encendieron en el interior cuando Maddie abrió la puerta de color verde bosque, entró en la casa y echó el cerrojo. Y cuando arrojó el bolso sobre un sillón de terciopelo rojo junto a la puerta nada salió corriendo por los rincones. Una gran chimenea dominaba el centro del gran salón y lo dividía en lo que se suponía era el comedor, pero que ella usaba como despacho.

Sobre la mesita de café que estaba delante del sofá de terciopelo se amontonaban los documentos de la investigación junto a una vieja fotografía de veinticuatro por diecisiete en un marco de plata. Cogió la foto y miró la cara de su madre, el cabello rubio, los ojos azules y la amplia sonrisa. Había sido tomada unos meses antes de que Alice Jones muriera. Una foto de una mujer feliz de veinticuatro años, tan radiante y viva…, pero, al igual que la fotografía amarilleada por el tiempo en aquel marco caro, también la mayoría de los recuerdos de Maddie se habían desvanecido. Recordaba retazos de esto y fragmentos de aquello. Conservaba el vago recuerdo de observar a su madre maquillarse y cepillarse el pelo antes de ir a trabajar. Recordaba su maleta azul Samsonite y la recordaba trasladándose de un lugar a otro. A través del deslavazado prisma de veintinueve años, conservaba un débil recuerdo de la última vez que su madre había metido las maletas en el Chevrolet Maverick, del trayecto de dos horas que habían hecho en dirección norte, rumbo a Truly, y de que se habían mudado a una casa-caravana con una raída alfombra naranja.

El recuerdo más nítido que Maddie tenía de su madre era el olor de su piel. Olía a loción de almendras. Pero sobre todo recordaba la mañana en que su tía abuela había llegado al recinto de caravanas para decirle que su madre había muerto.

Maddie volvió a dejar la foto en la mesa y se dirigió a la cocina. Sacó una Coca-Cola light de la nevera y la destapó. Martha siempre decía que Alice era inconstante, que revoloteaba como una mariposa de sitio en sitio, de hombre en hombre, a la caza de algún lugar al que pertenecer, en busca del amor. Encontraba las dos cosas durante un tiempo, y luego continuaba el viaje hasta el próximo sitio o el nuevo hombre.

Maddie bebió de la botella, luego volvió a taparla. No se parecía en nada a su madre. Ella sabía cuál era su lugar en el mundo. Estaba cómoda consigo misma siendo quien era y, por supuesto, no necesitaba un hombre que la amara. De hecho, nunca había estado enamorada. No de esa manera romántica de la que su buena amiga Clare escribía para ganarse la vida. Y no de la manera estúpida y enloquecida que había gobernado, y al final arrebatado, la vida de su madre.

No, Maddie no sentía ningún interés por encontrar el amor de un hombre. Su cuerpo era otro cantar y quería un novio de vez en cuando. Un hombre que apareciera unas cuantas veces a la semana para tener relaciones sexuales. No tenía que ser un gran conversador. ¡Caray!, ni siquiera tenía que sacarla a cenar. Su hombre ideal se limitaría a llevarla a la cama y luego se largaría, pero había dos problemas para encontrar el hombre ideal. Uno: cualquier hombre que solo quisiera sexo de una mujer probablemente era un gilipollas. Y dos: era difícil encontrar un hombre dispuesto, que fuera bueno en la cama en lugar de creerse bueno en la cama. La tarea de conocer hombres para dar con lo que quería se había convertido en tal fastidio que se había rendido hacía cuatro años.

Cogió el cuello de la Coca-Cola con dos dedos y salió de la cocina. Las chancletas le golpeaban la planta del pie mientras atravesaba el salón y pasaba por delante de la chimenea de camino hacia el despacho. El ordenador portátil se encontraba sobre un escritorio en forma de ele situado contra la pared y Maddie encendió la lámpara que estaba sujeta con una pinza a la repisa de su escritorio. Dos bombillas de sesenta vatios iluminaban una montaña de diarios, su ordenador portátil y sus notas adhesivas donde apuntaba la innumerable lista de cosas que tenía pendientes. En total había diez diarios de diversas formas y colores. Rojos, azules, rosas. Dos de los diarios tenían llave, y uno de los otros no era más que una libreta de espiral amarilla con la palabra «Diario» escrita en rotulador negro. Todos ellos habían pertenecido a su madre.

Maddie dio un golpecito a la botella de Coca-Cola light contra su muslo mientras contemplaba el libro blanco que estaba encima del montón. No conoció su existencia hasta la muerte de su tía Martha, hacía pocos meses. No creía que Martha se los hubiera quedado a propósito, lo más probable era que tuviera la intención de dárselos a Maddie algún día pero se hubiera olvidado por completo. Alice no había sido la única mujer inconstante en el árbol genealógico de los Jones.

Como única pariente viva de Martha, le había correspondido a ella ordenar sus asuntos, asistir a su funeral y vaciar la casa. Se las había arreglado para encontrar un hogar a los gatos de su tía y había planeado donar todo lo demás a la beneficencia. En una de las últimas cajas de cartón que revisó, encontró zapatos viejos, bolsos pasados de moda y una gastada caja de botas. Estuvo a punto de tirar la raída caja sin abrirla. Una parte de ella casi habría preferido haberlo hecho. Habría preferido ahorrarse el dolor de mirar dentro de la caja y notar que se le encogía el corazón. De niña había anhelado tener algo que la conectara con su madre. Alguna cosilla que pudiera tener y conservar. Soñaba con tener algo que sacar de vez en cuando y que la vinculara a la mujer que le había dado la vida. Se había pasado la infancia anhelando algo… algo que había estado al alcance de su mano, encima de un armario, todo el tiempo, y la esperaba dentro de una caja de botas vaqueras.

La caja contenía los diarios, el obituario de su madre y artículos de periódico sobre su muerte. También guardaba una bolsa de satén llena de joyas. La mayoría de ellas baratijas. Un collar de pedrería, varios anillos de turquesa, un par de pendientes de aros de plata y una pequeña pulsera rosa del St. Luke's Hospital con las palabras «Babé Jones» impresas.

Aquel día se quedó plantada en su antigua habitación, incapaz de respirar como si le fuera a estallar el pecho, sintiéndose otra vez una niña asustada y sola. Temerosa de alargar el brazo y establecer la conexión, pero al mismo tiempo emocionada de tener por fin algo tangible que había pertenecido a una madre que apenas recordaba.

Maddie dejó la Coca-Cola sobre la mesa y giró la silla de su despacho. Ese día se había llevado la caja de botas a casa y había colocado la bolsa de seda en el joyero. Luego se había sentado y se había puesto a leer los diarios. Los había leído de cabo a rabo, devorándolos en un día. Los diarios empezaban en el duodécimo cumpleaños de su madre. Algunos eran más grandes que otros y su madre había tardado más en llenarlos. A través de ellos había llegado a conocer a Alice Jones.

Había llegado a conocer a aquella niña de doce años que quería ser mayor para ser actriz como Anne Francis. A aquella adolescente que deseaba encontrar el verdadero amor en Amor a primera vista, y a aquella mujer que buscaba el amor en todos aquellos lugares equivocados.

Maddie había descubierto algo que la conectaba con su madre, pero cuanto más leía, más imposible le resultaba concentrarse. Había hecho realidad el deseo de su infancia, pero nunca se había sentido tan sola.

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