Maddie estaba acurrucada en la cama. No tenía energía para levantarse. Se sentía agotada y vacía de todo salvo de la bola de arrepentimiento que se le había formado en el estómago. Se arrepentía de no habérselo dicho a Mick antes. Si le hubiera contado quién era en realidad la primera noche que entró en Mort, nunca habría aparecido en su puerta con trampas para ratones ni juguetes para gatos. Nunca le habría acariciado ni besado, y nunca se habría enamorado de él.
Bola de nieve subió a la cama y se acercó con mucho cuidado a la cara de Maddie.
– ¿Qué estás haciendo? -Le preguntó a la gata con la voz ronca de la emoción que la había consumido toda la noche-. Ya sabes que no me gusta el pelo de gato. Esto va completamente contra las reglas.
Bola de nieve avanzó muy despacio por debajo de las mantas, luego sacó la cabeza justo debajo de la barbilla de Maddie. Su pelo fino le hizo cosquillas en el cuello.
– Miau.
– Tienes razón. ¡A la mierda las reglas!
Acarició el pelo de la gata mientras los ojos se le inundaban de lágrimas. Había llorado tanto la noche anterior que le sorprendía que le quedara algo de agua en el cuerpo, que no estuviera deshidratada por completo y arrugada como una pasa.
Maddie se tumbó boca arriba y miró las sombras que se formaban en el techo. Podía haber vivido toda la vida siendo perfectamente feliz si nunca se hubiera enamorado. Habría sido feliz sin conocer jamás el torrente de dopamina, la angustia desgarradora y la desesperación de haber amado y haberlo perdido. Lord Tennyson se equivocaba; era mejor no haber amado. Maddie habría preferido no haberle amado, que amar a Mick y luego perderlo.
«No estoy herido -había dicho él-, estoy asqueado.» Podía aceptar el enfado e incluso el odio que vio en sus ojos, pero ¿el asco? Eso le dolió en lo más hondo. El hombre al que amaba, el hombre que no solo le acariciaba el cuerpo sino el corazón, estaba asqueado de ella. Saber cómo se sentía Mick le hacía querer acurrucarse y taparse la cabeza hasta que dejara de dolerle.
A eso de las doce empezó a dolerle la espalda, así que cogió a la gatita y una colcha y salió de la cama. Se tumbó con Bola de nieve en el sofá y se quedó viendo la televisión con la mente ausente todo el día e incluso por la noche. Hasta vio Kate y Leopold, una película que odiaba porque nunca había comprendido por qué una mujer en su sano juicio saltaría de un puente por un hombre.
Sin embargo, esta vez el hecho de que no le gustara la película no impidió que llorase como una Magdalena. Después de Kate y Leopold, vio reposiciones de Meerkat Manor y Project Runway. Cuando no lloraba por Leopold, los pobres Meerkat o los abominables pantalones de rockero de Jeffrey, pensaba en Mick. En lo que había dicho, la cara que había puesto al decirlo y en lo que le dijo de que su padre pensaba dejar a su madre por Alice. Alice estaba en lo cierto sobre los sentimientos de Loch. ¿Quién lo habría pensado? Maddie no, ni tampoco es que pensara en ello, pero dado el historial de Alice con los hombres, sobre todo con los hombres casados, y el historial de Loch con las mujeres, Maddie había descartado esa posibilidad.
El razonamiento de Rose sobre lo que había hecho era un caso típico de pérdida de control y de sensación de pérdida del yo. El típico mecanismo de «si yo no puedo tenerte, nadie más te tendrá» que tanto se había analizado, estudiado y repetido a través de la historia.
Era muy sencillo y lo había tenido delante de las narices todo el tiempo. Saber la verdad haría que le resultara más fácil escribir el libro, pero en el terreno personal, en realidad no cambiaba nada. Su madre seguía habiendo tomado una mala decisión que había acabado con su vida. Tres personas habían muerto y tres niños se habían quedado desconsolados. El motivo en realidad no importaba nada.
A eso de la medianoche se quedó dormida y se despertó a la mañana siguiente sintiéndose peor que nunca. Jamás había sido una quejica ni una llorona. Porque había aprendido a una tierna edad que quejarse y llorar y sentir lástima por uno mismo no llevaba a ninguna parte. Aunque continuara sintiéndose como un animal muerto en la carretera, desde el punto de vista emocional, se dio una ducha y se dirigió a su despacho. Quedarse allí tumbada sintiéndose fatal no le ayudaría a acabar el trabajo. Aquel era el inconveniente de escribir libros; ella era la única que podía hacerlo.
Tenía la cronología colgada en la pared y ya estaba todo listo. Se sentó y empezó a escribir:
A las tres de la tarde del nueve de julio, Alice Jones se puso una blusa blanca y una falda negra y se roció de perfume barato las muñecas; era el primer día de su nuevo trabajo en Hennessy y quería causar buena impresión. Hennessy había sido construido en 1925, durante la ley seca, y la familia había prosperado vendiendo alcohol etílico en la trastienda…
A eso de las doce, Maddie se levantó para preparar el almuerzo, dio de comer a Bola de nieve y cogió una Coca-Cola light. Estuvo escribiendo hasta la media noche, luego cayó rendida en la cama y se despertó a la mañana siguiente con Bola de nieve bajo las mantas y acurrucada bajo su barbilla.
– Esto es una mala costumbre -le dijo a su gata. Bola de nieve ronroneó, fue un sostenido parloteo amoroso, y Maddie no tuvo valor para echar a la gata de la cama.
Durante las semanas siguientes, Bola de nieve desarrolló otras malas costumbres. Insistió en dormir en el regazo de Maddie mientras ella escribía o pasearse por la mesa y jugar con los clips, bolígrafos y blocs de notas adhesivas.
Maddie se mantuvo ocupada, escribiendo diez horas al día, descansando de vez en cuando en la terraza trasera para notar el sol en la cara antes de volver al trabajo, hasta que caía rendida de cansancio en la cama. Durante aquellos momentos en los que no pensaba en su trabajo, su mente siempre volvía a Mick. Se preguntaba qué estaría haciendo, a quién estaría viendo. Él había dicho que no iba a pensar en ella, y le creía. Si había conseguido no pensar en el pasado, no pensar en ella le resultaría aún más fácil.
En las ocasiones en que su mente no estaba ocupada por el trabajo, recordaba las conversaciones que habían mantenido, la comida en Redfish y las noches que había pasado en su cama.
Le habría gustado poder odiar a Mick, e incluso que le desagradase. De haber podido, le habría resultado mucho más fácil. Intentaba recordar todas las cosas feas y malas que había dicho la noche en que le contó quién era ella, pero no podía odiar a Mick. Lo amaba y estaba bastante segura de que lo amaría siempre.
En el aniversario de la muerte de su madre, se preguntó si Mick estaría solo, recordando la noche que había cambiado sus vidas, si se sentiría triste y solo igual que ella. Cuando el reloj dio un minuto después de la medianoche, su corazón se hundió al darse cuenta de que había estado agarrándose a la minúscula brizna de esperanza de que apareciera en su porche. Pero no apareció y se vio obligada a aceptar otra vez que el hombre al que amaba no la correspondía.
El último día de agosto, se puso unos pantalones cortos caqui y una camiseta sin mangas y se llevó a Bola de nieve a su cita con el veterinario. Dejar a la gatita en las grandes manazas del doctor Tannasee le resultaba más traumático de lo que Maddie estaba dispuesta a admitir. No quiso hacer caso a la sensación de aprehensión que sintió al salir de la consulta sin la enloquecida, dentona y tramposa bola de pelo blanco y se vio obligada a afrontar un hecho impensable. De algún modo, Maddie se había convertido en una persona amante de los gatos.
Cuando regresó, la casa le pareció intolerablemente silenciosa y vacía, y se obligó a trabajar unas cuantas horas antes de salir a la terraza para hacer una pausa al aire libre y tomar el sol. Se sentó en un sillón Adirondack y orientó la cabeza hacia el sol. Los vecinos de al lado, los Allegrezza, estaban en su terraza, riendo, hablando y preparando una barbacoa.
– Maddie, ven a ver a las gemelas -le gritó Lisa.
Maddie se levantó e hizo inventario rápidamente, pero no vio ni rastro de un Hennessy. Las chancletas negras le azotaban los pies mientras cruzaba la corta distancia que le separaba de la casa de los vecinos.
Envueltas como burritos, las dos en el mismo cochecito de bebés, a la sombra de un gran pino ponderosa, Isabel y Lilly Allegrezza dormían, ajenas al barullo que las rodeaba. Las niñas tenían el cabello negro brillante, como su padre, y las caras más delicadas que Maddie había visto en su vida.
– ¿A que parecen muñequitas de porcelana? -preguntó Lisa.
Maddie asintió.
– Son tan pequeñinas…
– Ahora las dos pesan algo más de dos kilos trescientos -dijo Delaney-. Son prematuras, pero gozan de perfecta salud. Si hubiera habido la más mínima duda, Nick las habría traído a casa en una burbuja esterilizada. -Miró a su marido, que se estaba ocupando de la parrilla junto con Louie. Bajó la voz y añadió-: Compra todos los chismes habidos y por haber. El libro sobre bebés que he comprado llama a esto «hacer el nido».
Lisa se echó a reír.
– ¿Quién iba a pensar que se pondría a hacer el nido?
– ¿Estáis hablando de mí? -preguntó Nick a su esposa.
Delaney miró hacia la parrilla y sonrió.
– Solo les estaba diciendo lo mucho que te quiero.
– Aja.
– ¿Cuándo vas a volver a trabajar? -le preguntó Lisa a su cuñada.
– Abriré el salón el mes que viene.
Maddie miró a Delaney y su liso cabello rubio cortado recto por encima de los hombros.
– ¿Un salón de peluquería?
– Sí. Tengo el salón de Main. -Delaney miró el cabello de Maddie y añadió-: Si necesitas un corte de pelo antes del mes que viene, dímelo e iré con las tijeras. Hagas lo que hagas, no vayas al Hair Hut de Helen. Te freirá el pelo y hará que parezcas salida de un vídeo malo de rock de los ochenta. Si quieres conservar el pelo, ven a mí.
Lo cual explicaba por qué la mitad de la ciudad llevaba el cabello frito y tan mal cortado.
Se abrió la puerta de atrás y aparecieron Pete y Travis, cada uno con un panecillo para perritos calientes en la mano. Esperaron con paciencia a que Louie les pusiera una salchicha en cada panecillo y Nick les puso un chorro de ketchup. Al ver a Travis, Maddie se acordó de su tío. Se preguntó dónde andaría Mick, y si era probable que apareciera. Si aparecía, ¿llegaría solo o con una mujer del brazo, una de esas que esperaban de Mick más de lo que podía darles? Le había dicho que la amaba, pero no le creía. Como tan dolorosamente había aprendido, el amor no desaparece solo porque no quieras pensar en ello.
– Hola, Travis, ¿cómo estás? -preguntó mientras él se acercaba.
– Bien. ¿Y tu gato?
– Hoy está en el veterinario, por eso mi casa está tan tranquila.
– ¡Ah! -Entornó los ojos para evitar el reflejo del sol al levantar la mirada-. Yo voy a tener un perro.
– ¡Oh! -Recordó lo que Meg había dicho de regalarle un cachorro a Travis-. ¿Cuándo?
– Algún día. -Dio un bocado al perrito caliente y dijo-: Fui a pescar en el barco de mi tío Mick. Nos marcó una mofeta. -Tragó y luego añadió-: Estábamos navegando y te vimos, pero no te saludamos.
Claro que no. Se despidió y se fue a casa. La casa estaba demasiado tranquila y se fue a Value Rite Drug a hacer también ella un poco de nido. Ya era hora de que Bola de nieve tuviera un transportín como era debido y planeaba buscar una cama mejor para la gatita. Era obvio que la caja de Amazon no era la maravilla del diseño.
Pero Maddie no contaba con que la zona estuviera en plena celebración del día de los Fundadores. Recordaba vagamente haber visto algo sobre eso en algún sitio, pero lo había olvidado por completo. Tardó media hora en recorrer el trayecto desde su casa hasta Value Rite Drug, que normalmente era de diez minutos. El aparcamiento estaba lleno de coches de la feria de artes y oficios del día de los Fundadores, que se celebraba en el parque del otro lado de la calle.
Maddie tuvo que dar vueltas en círculo al aparcamiento como un buitre hasta que por fin encontró un lugar vacío. Normalmente no se habría molestado, pero se imaginó que tardaría otra media hora en llegar a casa.
Una vez en la tienda, encontró una camita para gatos, pero no encontró ningún transportín. La metió en el carro, junto con un juguete y un DVD para gatos cuyo metraje estaba lleno de pájaros, peces y ratones. Le daba un poco de vergüenza comprar un DVD para un gato, pero se imaginó que Bola de nieve se mantendría alejada de los muebles si se quedaba hipnotizada mirando un pez.
Mientras estaba en la tienda, hizo acopio de papel higiénico, jabón para la lavadora y su más secreta indulgencia: el Weekly News of Universe. Le encantaban las historias sobre saltamontes de veintidós kilos y de mujeres que estaban esperando un bebé del Yeti, pero sus historias favoritas eran siempre las apariciones de Elvis. Dejó caer la revista en blanco y negro dentro del carrito y se dirigió al pasillo de las cajas.
Carleen Dawson estaba trabajando en la caja cinco cuando Maddie puso sus compras en la cinta.
– He oído que es usted la hija de Alice, ¿o es solo un rumor como eso de que Brad Pitt venía a la ciudad?
– No, eso es cierto. Alice Jones era mi madre.
Maddie hurgó en el bolso y sacó la cartera.
– Yo trabajé con Alice en Hennessy.
– Sí, lo sé -dijo, y se preparó para las próximas palabras de Carleen.
– Era una buena chica. Me gustaba.
La sorpresa curvó los labios de Maddie en una sonrisa.
– Gracias.
Carleen registró todo y lo metió, salvo la cama, en una bolsa.
– No debió tontear con un hombre casado, pero no merecía lo que Rose le hizo.
Maddie pasó la tarjeta y entró el número de identificación personal.
– En eso estoy de acuerdo.
Pagó la compra y salió de Value Rite sintiéndose mucho mejor que cuando entró. Lo metió todo en el maletero del coche y decidió que ya que estaba allí, iría a echar un vistazo a la feria de artes y oficios. Se puso las grandes gafas de sol negras, cruzó la calle y entró en el parque. Nunca había estado en una feria de artes y oficios, sobre todo porque no se ocupaba mucho de la decoración.
En el puesto de Pronto Pup, derrochó en un corn dog con extra de mostaza. Vio a Meg y a Travis con un hombre alto y calvo que llevaba una camiseta que decía: Sparrow es mi colega pirata. Enseguida se fijó en que Mick no estaba con ellos, y esperó a que pasaran antes de dirigirse al tenderete de PAWS a mirar collares para mascotas, ropa para mascotas y comederos. La otomana rosa de princesa gatuna era excesiva, pero encontró un transportín en forma de bolsa de bolos. Era roja, con corazones blancos y forrada de piel negra. También tenían bolsillos a juego para guardar premios. Encargó una cueva de tres pisos y una caja para excrementos eléctrica, que se las entregarían la próxima semana. El transportín se lo llevó con ella para poder llevar a Bola de nieve a casa al día siguiente.
Se colgó el transportín del hombro y tiró el palito del corn dog al salir del tenderete. Al doblar a la derecha junto al puesto de Mr. Pottery, prácticamente se dio de bruces contra el pecho de Mick Hennessy. Miró la camiseta azul que le cubría el amplio pecho, subió por el cuello que tanto había besado, la barbilla obstinada y la presión enojada de la boca, y siguió subiendo hasta los ojos tapados por las gafas de sol. Se le aceleró el corazón, le dio una punzada, y notó una oleada de calor en todo el cuerpo. Su primer instinto fue huir de la ira que emanaba Mick, pero en lugar de eso se las arregló para saludarle de manera agradable.
– Hola, Mick.
– Maddie -respondió frunciendo el ceño.
Examinó el rostro de Mick, alimentando imágenes de él en un lugar solitario de su interior, imágenes del cabello negro acariciándole las cejas y del morado del pómulo.
– ¿Qué te ha pasado en la cara?
Mick sacudió la cabeza.
– No tiene importancia.
– ¿No vas a presentarme a tu amiga? -preguntó Darla, la lanzadora de bragas, que estaba de pie a su lado.
Hasta aquel momento, Maddie no se había dado cuenta de que estaban juntos. El pelo de Darla estaba tan frito como siempre, llevaba una de sus camisetas sin mangas, brillante, y unos tejanos dolorosamente ceñidos.
– Darla, esta es Madeline Dupree, pero en realidad se llama Maddie Jones.
– ¿La escritora?
– Sí. -Maddie se ajustó el transportín de gato en el hombro. ¿Qué estaba haciendo Mick con Darla? No cabía duda de que se merecía algo mejor.
– J.W. me dijo que había oído que intentabas exhumar a los Hennessy y a tu madre.
– Joder -renegó Mick.
Maddie miró a Mick, luego volvió a dirigir su atención hacia Darla.
– Eso no es verdad. Nunca haría tal cosa.
Mick sacó unas cuantas monedas del bolsillo y se las dio a su acompañante.
– ¿Por qué no te adelantas al puesto de la cerveza? Yo iré enseguida.
– ¿Te va bien una Budweiser? -preguntó Darla después de coger el dinero.
– Muy bien.
– ¿Cuánto tiempo más vas a quedarte en la ciudad? -dijo Mick en cuanto Darla se alejó.
Maddie se encogió de hombros y miró el gran trasero de Darla desparecer entre la muchedumbre.
– No puedo decirlo. -Volvió a mirar la cara del hombre que hacía que el corazón le latiese en la garganta-. Por favor, dime que no estás saliendo con Darla.
– ¿Estás celosa?
No, estaba furiosa. Furiosa de que él no la amara. Furiosa de que ella siempre lo amaría. Furiosa de que una parte de su ser quisiera arrojarse a sus brazos como una colegiala desesperada y suplicarle que la amara.
– ¿Me tomas el pelo? ¿Celosa de una pedorra descerebrada? Si quieres ponerme celosa, intenta salir con alguien que tenga la mitad de cerebro que ella y un mínimo de clase.
Mick entornó los ojos.
– Al menos no va por ahí pretendiendo ser alguien que no es.
Sí, lo pretendía. Iba por ahí pretendiendo que usaba la talla diez, pero Maddie no quiso hacer ese comentario en mitad de un parque abarrotado, porque ella tenía un mínimo de clase.
– No todo lo que sale de su boca es una mentira -dijo Mick con una voz apenas audible con todo aquel ruido de fondo.
– ¿Cómo lo sabes? Ni siquiera te quedas el tiempo suficiente para llegar a conocer a alguien.
– Crees que me conoces muy bien.
– Sé que te conozco. Probablemente mejor que ninguna otra mujer, y apostaría a que soy la única a la que has conocido de verdad.
Mick negó despacio con la cabeza.
– Yo no te conozco.
Maddie miró fijamente a sus gafas de sol.
– Sí me conoces, Mick.
– Saber cuál es tu postura sexual favorita no es lo que yo llamaría «conocerte».
Mick quería reducir solo a sexo lo que había habido entre los dos. Tal vez empezara de aquel modo, pero se había convertido en mucho más que eso. Al menos para ella. Avanzó un paso y se puso de puntillas. Estaba tan cerca de él que podía notar el calor de su piel a través de la camisa. Tan cerca, que estaba segura de oír el latido de su corazón mientras le decía al oído:
– Conoces mucho más de mí que si me gusta estar encima o debajo. Conoces más que el olor de mi piel o el sabor que dejo en tu boca. -Cerró los ojos y añadió-: Me conoces, solo que no puedes asumir quién soy.
Y sin decir más se dio media vuelta y lo dejó allí plantado. No podía decir que el primer encuentro con Mick hubiera ido bien, pero al menos le obligaría a pensar en ella.
En lugar de salir pitando del parque e irse a casa para evitar encontrarse con Mick otra vez, se obligó a tomarse su tiempo. Había estado deprimida unas cuantas semanas, pero ahora estaba mejor, más fuerte después de tener el corazón roto. Se detuvo en el puesto de Mad Hatter y en el tenderete de Spoon Man. El señor Spoon Man vendía todo tipo de artilugios, desde joyas hasta relojes, hechos con cucharas, y Maddie compró una campanilla que pensó que quedaría bien en la terraza de atrás.
Metió la campanilla en el transportín del gato y salió del parque, pero como un clip atraído por un imán, su mirada fue atraída hacia el puesto de la cerveza y hacia el hombre que estaba de pie en la entrada. Solo que esta vez Mick no estaba con Darla. Tanya King, con su cuerpo pequeño y sus ropas pequeñas, estaba delante de él, y él inclinaba la cabeza mientras escuchaba cada una de sus palabras. Tenía la mano en el pecho y las comisuras de la boca esbozaron una sonrisa cuando ella le dijo algo.
No parecía estar pensando en Maddie en absoluto, y de repente ya no se sintió más fuerte después de tener el corazón roto.
A través de las gafas, Mick se quedó mirando a Maddie mientras cruzaba la calle y salía del parque. Deslizó la mirada por la espalda y el trasero de Maddie. El recuerdo de sus piernas ciñéndole la cintura y sus propias manos en el trasero de ella relampagueaba en su cerebro, tanto si quería recordarlo como si no. Y no quería. Rara vez pasaba un día sin que algo le recordara a Maddie. Su camioneta, su barco, su bar. No podía entrar en Mort sin recordar la noche en que llegó por la puerta trasera con una gabardina y una de sus corbatas colgando entre los hermosos pechos desnudos. Le gustaba creer que solo había habido sexo con ella, pero Maddie tenía razón en eso. Había habido más que el olor de su piel y su sabor en la boca de Mick. En momentos esporádicos se preguntaba dónde andaría ella y si se habría ido a Boise para la boda de su amiga. O se acordaba de su risa, el sonido de su voz y de su elegante boca.
«¿Me tomas el pelo? ¿Celosa de una pedorra descerebrada? Si quieres ponerme celosa, empieza a salir con alguien que tenga la mitad de cerebro que ella y un mínimo de clase», había dicho ella, como si existiera la menor posibilidad de mierda de que alguna vez saliera con Darla. No había tenido relaciones sexuales desde la última noche que había pasado con Maddie, pero estaba totalmente desganado. Nunca había estado tan desganado.
«Conoces mucho más de mí que si me gusta estar encima o debajo. Conoces más que el olor de mi piel o el sabor que dejo en tu boca.» Al verla y oler el perfume de su piel, la necesidad de sentirla contra su pecho una vez más había sido abrumadora, y durante una fracción de un descuidado segundo, había llegado a levantar las manos para acercarla. Gracias a Dios que se había reprimido antes de tocarla.
«No puedes asumir quién soy.» Tenía razón en eso. Era una mentirosa que había utilizado su cuerpo para hacerle hablar del pasado, y él había caído en la trampa.
Darla no era la única tonta del culo. Maddie desapareció al cruzar la calle y volvió a mirar a Tanya. Estaba hablando de… algo.
– Mi nuevo entrenador es brutal, pero consigue resultados.
¡Ah, sí! El entrenamiento físico de Tanya. No cabía duda, Tanya tenía un buen cuerpo. Era una lástima que la mano que Tanya le había puesto en el pecho no provocase ninguna reacción en su cuerpo. Necesitaba una distracción. Sus esfuerzos por olvidar a Maddie, por quitársela de la cabeza y no pensar en ella, no estaban funcionando.
Tal vez Tanya era exactamente lo que necesitaba.