Maddie estaba de pie con las manos estiradas frente a ella mientras Nan, la modista, prendía alfileres en el satén de color melocotón debajo de sus axilas. Las otras dos damas de honor estaban a su lado, en diversos grados de desnudez, mientras les prendían alfileres y las empujaban.
– Me lo debes -le dijo a su amiga Clare, la arrebolada novia. Había ido desde Truly en coche aquella mañana y planeaba salir por ahí con sus amigas antes de volver al día siguiente.
– Míralo de este modo -dijo Clare desde el sofá de la tienda de vestidos de novias de Nan-. Al menos los vestidos no tienen gasas como los que nos hizo poner Lucy en su boda.
– Oye, eran preciosos -protestó Lucy defendiendo su elección mientras una segunda costurera prendía alfileres en el bajo de su vestido.
– Parecemos escapadas de un baile escolar -dijo Adele. Adele se sujetaba el espeso pelo rizado mientras una mujer le prendía alfileres en la espalda del vestido-, pero los he visto peores. Mi prima Jolene hizo que sus damas de honor llevaran toile de Jouy púrpura y blanca.
Clare, la arbitra de exquisito gusto, soltó un suspiro.
– ¿Tela como los grabados pastoriles que ves en las sillas y en el papel pintado? -preguntó Maddie.
– Sí. Parecían sofás. Sobre todo la amiga de Jolene, que estaba un poco más rellenita que las demás chicas.
– ¡Qué triste! -Lucy se dio la vuelta para que la costurera pudiera trabajar en la parte trasera del bajo.
– ¡Es criminal! -añadió Adele-. Este tipo de cosas debería estar prohibido por la ley. O al menos debería haber alguna clase de reparación por infligir tal estrés emocional a una persona.
– ¿Qué hace ahora Dwayne? -preguntó Clare refiriéndose al antiguo novio de Adele.
Durante algunos años Adele había salido con Dwayne Larkin y siempre creyó que acabaría siendo la señora Larkin. Pasó por alto sus hábitos más indeseables, como olerse los sobacos de las camisas antes de ponérselas porque era un tipo musculoso que estaba muy bueno. Había aguantado sus modales de tragacervezas obsesionado con La guerra de las galaxias porque no todo el mundo es perfecto, pero cuando él le dijo que se le estaba poniendo «un culo gordo» como el de su madre, ella lo echó de su vida de una patada. Nadie usaba esa palabra en relación con su trasero ni insultaba a su madre muerta, pero Dwayne no se fue del todo. Cada pocas semanas, Adele encontraba en su porche uno o dos regalos que ella le había hecho, o cosas que se había olvidado en su casa. Dejaba las cosas allí, sin ni siquiera una nota, sin aparecer en persona, solo aquellos cachivaches de lo más variado.
– Para su cumpleaños le regalé una edición limitada de Darth Vader. -Adele soltó las manos y el espeso cabello rubio se le derramó sobre la espalda-. Lo encontré en mi porche con la cabeza cortada.
Maddie podía entender la reacción de Dwayne con ese regalo, pero por motivos distintos. Si ella hubiera abierto un regalo de cumpleaños y se hubiera encontrado con un Darth Vader, edición limitada o no, se habría cabreado bastante, pero aun así, ningún tipo de violencia debía ser tomado nunca a la ligera.
– Necesitas ponerte un sistema de alarma. ¿Sigues teniendo la pistola paralizante?
Adele estaba muy quieta mientras la costurera le medía el contorno del brazo.
– En alguna parte.
– Tienes que buscarla y atizarle con ella. -Nan movió el corpiño de Maddie y ella dejó caer los brazos a los lados-. O mejor aún, te voy a regalar una Cobra como la mía y le puedes freír el culo con cincuenta mil voltios.
Sin mover el cuerpo, Adele volvió la cabeza y miró a Maddie como si estuviera loca.
– ¿Eso no lo matará?
Maddie lo pensó un momento.
– ¿Tiene alguna dolencia cardíaca?
– Creo que no.
– Entonces no lo matará -respondió Maddie. Nan dio un paso atrás para contemplar sus progresos-. Pero se retorcerá como si lo estuvieras matando.
Adele y Clare se quedaron boquiabiertas de la impresión, como si hubieran perdido el poco juicio que les quedaba, pero Lucy asintió. Había luchado a muerte contra un asesino en serie y conocía de primera mano la importancia de las armas de defensa personal.
– Y cuando lo tengas en el suelo, rocíalo con espray de pimienta.
– Dwayne es un idiota, pero no es violento -dijo Adele-. Aunque al ver el Darth Vader me recordó algo horrible.
– ¿Qué? -Si Dwayne hubiera pegado a Adele alguna vez, Maddie lo habría perseguido y liquidado ella misma.
– Tiene mi traje de princesa Leia esclava.
Clare se movió hasta el borde del sofá.
– ¿Tienes un traje de esclava?
Maddie solo tenía una pregunta.
– ¿Te estás quedando conmigo?
Lucy tenía dos.
– ¿Qué es eso? ¿Quieres decir un biquini de metal?
Como si pensara que un biquini metálico de esclava fuera una pieza normal en el vestuario de cualquier mujer, Adele asintió.
– Sí. Y me gustaría mucho que me lo devolviera entero. -Lo pensó un momento y luego añadió-: Bueno, las dos piezas… y los grilletes y el collar. -Debió de notar las expresiones de sus amigas, que oscilaban entre el estupor y la preocupación, porque añadió-: Oye, me gasté un montón de pasta en ese traje y me gustaría recuperarlo. -La costurera dio un paso atrás para escribir las medidas, y Adele se cruzó de brazos-. Chicas, no me digáis que nunca habéis jugado a los roles sexuales.
Lucy negó con la cabeza.
– No, pero yo solía fingir que un antiguo novio era Jude Law. Aunque él no lo sabía, así que no creo que cuente.
– Bueno, yo una vez le dije a Sebastian que tenía disfraces y esposas -dijo Clare, que siempre intentaba que todos se sintieran mejor-. Pero mentí, lo siento. -Y volvió a reclinarse hacia atrás en el sofá.
Maddie miró a las tres costureras para observar sus reacciones. Las tres ponían cara de póquer, como si de profesoras de la escuela dominical se tratase. Seguro que habían oído cosas peores. Se volvió hacia Adele, que ladeaba la cabeza como si estuviera esperando algo.
– ¿Qué? -preguntó Maddie.
– Sé que tú has sido algo pervertidilla.
Lo más que había hecho Maddie era hablar.
– Nunca me he disfrazado. -Lo pensó un momento y en un esfuerzo por apaciguar a Adele confesó-: Pero si te hace sentir mejor, me han atado.
– Y a mí.
– Claro.
– ¡Vaya cosa! -Adele no parecía aplacada-. A todo el mundo lo han atado.
– Eso es cierto -añadió Nan, la costurera. Arrancó un alfiler del alfiletero que llevaba en la muñeca y miró fijamente a Adele-: Y si te hace sentir mejor, de vez en cuando me disfrazo de caperucita roja.
– Gracias, Nan.
– De nada. -Hizo un movimiento circular con el dedo-. Date la vuelta, por favor.
Después de los arreglos de los trajes de damas de honor, las cuatro amigas fueron a comer a su restaurante favorito. Café Ole no tenía la mejor comida mexicana de la ciudad, pero tenían los mejores margaritas. Las acompañaron hasta su mesa preferida y, haciéndose oír por encima de una enlatada música instrumental de mariachis, se pusieron al día. Hablaron de la boda de Clare y de los planes de Lucy de formar una familia con su pedazo de marido, Quinn. Y querían saberlo todo sobre la vida que Maddie llevaba a ciento sesenta kilómetros al norte, en Truly.
– En realidad no es tan malo como creía -dijo, y se llevó la copa a los labios-. Es muy bonito y muy tranquilo… bueno, salvo el Cuatro de Julio. La mitad de las mujeres de la ciudad tienen un pelo espantoso y la otra mitad están espléndidas. Intento averiguar si es una historia de nativas contra Snowbird [5], pero por el momento no lo sé. -Se encogió de hombros-. Creí que si pasaba mucho tiempo encerrada en casa me volvería loca, pero no.
– Sabes que te quiero -dijo Lucy, a la que siempre seguía un «pero»-, pero ya estás totalmente loca.
Probablemente tuviera razón.
– ¿Cómo va el libro? -preguntó Clare mientras una camarera les llevaba la comida.
– Despacio.
Había pedido una tostada y una ensalada de pollo y levantó el tenedor en cuanto la camarera se fue. Solo hacía unas semanas que le había contado a sus amigas su intención de escribir sobre la muerte de su madre, eso fue mucho después de que encontrara los diarios y comprara la casa en Truly. No sabía por qué había esperado tanto para contárselo. No solía ser reticente a compartir los detalles de su vida personal con sus amigas, a veces para su conmoción y su horror, pero leer los diarios de su madre la había dejado tan desprotegida que necesitaba tiempo para ajustarse y asumirlo todo antes de hablar con nadie.
– ¿Has conocido a los Hennessy? -preguntó Adele mientras atacaba una enchilada rebosante de queso y coronada con salsa agria. Adele hacía ejercicio a diario y, como resultado, podía comer lo que le diera la gana. Maddie, por otro lado, odiaba el ejercicio.
– He conocido a Mick y a su sobrino Travis.
– ¿Cuál fue la reacción de Mick cuando le dijiste que escribías el libro?
– Bueno, él no lo sabe. -Probó la ensalada y luego añadió-: Aún no se ha presentado el momento adecuado para hablarle de ello.
– Entonces… -Lucy frunció el ceño-. ¿De qué has estado hablando con él?
De que ninguno de los dos se veía casado y de que a él le gustaba su trasero y su olor.
– De ratones sobre todo. -Lo cual era verdad, en cierto modo.
– Espera. -Adele levantó una mano-. ¿Él sabe quién eres y quién era tu madre, y solo quiere charlar de ratones?
– No le he contado quién soy. -Las tres amigas dejaron de comer en el acto para mirarla-. Mientras está trabajando en su bar o en una barbacoa con todo el mundo alrededor, no es el momento para acercarme a él y decirle: «Soy Maddie Jones y tu madre mató a la mía». -Sus amigas asintieron indicando que estaban de acuerdo y siguieron comiendo-. Y ayer nos iba mal a los dos. Yo tuve un día de perros. Él fue muy amable, me trajo un Mouse Motel y luego me besó. -Pinchó un trozo de pollo y aguacate-. Después de eso, sencillamente se me olvidó.
Las tres volvieron a quedarse pasmadas.
– Para usar tu frase favorita -dijo Lucy-: ¿Te estás quedando conmigo?
Maddie negó con la cabeza. Tal vez debería habérselo callado. Pero ya era demasiado tarde.
Ahora le tocaba a Clare el turno de levantar una mano.
– Espera. Aclárame algo.
– Sí. -Maddie respondió a lo que pensaba era la siguiente pregunta lógica. La que ella habría formulado-. Está realmente bueno y es fantástico. La entrepierna me ardía.
– No iba a preguntarte eso. -Clare miró a su alrededor, como siempre hacía cuando pensaba que Maddie estaba diciendo algo poco apropiado en un lugar público-. ¿Te has morreado con Mick Hennessy y no sabe quién eres? ¿Qué crees que sucederá cuando lo descubra?
– Me imagino que se va a cabrear de verdad.
Clare se inclinó hacia delante.
– ¿Te imaginas?
– No lo conozco lo suficiente para predecir cómo reaccionará.
Pero sí lo conocía. Sabía que iba a enfadarse y sabía que de algún modo ella se lo merecía. Aunque, para ser justa consigo misma, en realidad no había tenido ocasión de decírselo. Y no era ella quien había ido a su casa y lo había besado hasta dejarlo sin aliento. Había sido él.
– Cuando se lo digas procura tener la Cobra cerca -le aconsejó Lucy.
– No es un tipo violento. No necesitaré freírlo.
– Tú no le conoces. -Adele apuntó a Maddie con el tenedor y comentó una obviedad-. Su madre mató a la tuya.
– Y tú siempre nos recuerdas que a los que tienes que vigilar es a los que parecen sanos. -Clare le refrescó la memoria a Maddie.
– Y sin armas de defensa personal, todas somos presas fáciles. -Lucy se rió y levantó la copa-. Cuando menos te lo esperas, algún tipo lleva tu cabeza por sombrero.
– ¿Me podéis recordar por qué soy amiga de vosotras tres? -Tal vez porque eran las únicas personas vivas que se preocupaban por ella-. Se lo diré. Solo estoy esperando el momento adecuado.
Clare se recostó contra el respaldo del asiento.
– ¡Oh, Dios mío!
– ¿Qué?
– Tienes miedo.
Maddie cogió su margarita y bebió hasta que se le congelaron las órbitas de los ojos.
– Yo diría que estoy un poco aprehensiva. -Se puso la cálida palma de la mano sobre la frente-. No le tengo miedo a nada.
La montura negra metálica de unas gafas de sol Revo descansaba sobre el puente de la nariz de Mick mientras los cristales de espejo color azul le protegían los ojos del abrasador sol de las seis de la tarde. Mientras cruzaba el aparcamiento del colegio, mantenía la mirada fija en el jugador número nueve, con la camiseta azul de Hennessy y el casco rojo de bateador. Había estado ocupado con los libros y pidiendo cerveza al distribuidor, y se había perdido la primera entrada.
– Vamos, Travis -gritó, y se sentó en la fila de abajo, en los asientos de la tribuna descubierta. Se inclinó hacia delante con los antebrazos encima de los muslos.
Travis descansaba el bate sobre un hombro mientras se acercaba a la T de goma negra que servía de soporte de bateo. Practicó diversos swings de prueba, tal como el entrenador le había enseñado, mientras el equipo contrario, Brooks Insurance, aguardaba en el campo, con los guantes preparados. Travis se colocó en la postura perfecta de bateador, intentó pegarle a la pelota y falló estrepitosamente.
– Está bien, colega -le gritó Mick.
– Ahora le darás, Travis -voceó Meg desde la fila superior, donde se sentaba con sus amigas y otras madres.
Mick miró a su hermana antes de volver a centrar su mirada en el pentágono. La cena de la noche anterior en su casa había ido como una seda. Meg había hecho bistec y patatas asadas y se había comportado como la persona divertida que la mayoría de la gente conocía. Pero durante toda la cena, Mick no había querido estar allí. Habría preferido estar al otro lado de la ciudad, en una casa en el lago con una mujer de la que no sabía nada, hablando de ratones y enterrando la nariz en su cuello.
Maddie Dupree tenía algo. Algo más aparte de un hermoso rostro, un cuerpo sensual y el olor de su piel. Algo que le hacía pensar en ella cuando debería estar pensando en otras cosas. Algo que lo distraía mientras buscaba errores en su contabilidad.
Travis volvió a ponerse en posición y bateó. Esta vez le dio y lanzó la bola a gran velocidad entre la segunda y la tercera base. Dejó caer el bate y salió disparado hacia la primera base, mientras el casco se le movía hacia delante y hacia atrás al correr. La bola rebotó y rodó más allá del jugador que estaba cerca del cuadro exterior, que corrió tras ella. El entrenador ordenó a Travis que siguiera corriendo y recorrió hasta la tercera base antes de que un jugador contrario cogiera la bola y la lanzara a unos pocos centímetros. Travis salió otra vez y resbaló de manera espectacular en el pentágono, mientras el jugador de la línea de fondo y el segunda base se peleaban por la pelota.
Mick gritó y le hizo a Travis un gesto con el pulgar hacia arriba. Estaba tan orgulloso que parecía el padre en lugar del tío del muchacho. Por el momento, era la única figura masculina en la vida de Travis. Travis no había visto a su padre desde hacía cinco años, y Meg no sabía dónde estaba o, lo más seguro, no quería ni saber por dónde andaba ese zángano. Mick había visto a Gavin Black en una ocasión, en la boda de Meg. A primera vista le pareció un perdedor, y acertó.
Travis se sacudió los pantalones y le dio el casco al entrenador. Chocó las palmas con sus compañeros de equipo y luego se sentó en el banquillo. Miró a Mick y sonrió mostrando una sombra negra en el lugar donde le faltaba un diente. De haber tenido a Gavin Black delante, Mick le habría pateado el culo por todo el patio del colegio. ¿Cómo puede un hombre abandonar a su hijo? Sobre todo después de criarle durante dos años. Y ¿cómo había podido su hermana casarse con semejante pringado?
Mick colocó las manos sobre las rodillas, mientras el siguiente bateador ponchaba y el equipo de Travis tomaba el campo. Lo mejor para Travis y para Meg sería que ella encontrara a un buen hombre con el que pudiera contar, alguien que fuera bueno con ella y con Travis, alguien estable.
Mick quería a Travis y siempre cuidaría de él, igual que había cuidado de Meg cuando eran pequeños, pero ahora ya estaba cansado. Tenía la sensación de que cuanto más tiempo le dedicaba, más tiempo le quitaba ella. De algún modo, se había convertido en su abuela, y Mick había estado fuera doce años para escapar de Loraine. Si se lo permitía, temía que Meg se volviera demasiado dependiente de él, y Mick no quería eso. Después de una vida turbulenta, cuando era niño y cuando había vivido en zonas en guerra, quería paz y calma. Bueno, tanta paz y tanta calma como le permitiera ser el propietario de dos bares.
Meg era de esa clase de mujer que necesita un hombre en su vida, alguien que le proporcione equilibrio, pero no podía ser él. Pensó en Maddie y en su afirmación de que no estaba buscando un marido. Ya había oído aquella declaración de intenciones antes, pero a ella la creía. Mick no sabía cómo se ganaba la vida, pero en todo caso, era obvio que no necesitaba un hombre que la mantuviera.
Mick se levantó y se acercó a la jaula de bateo para ver mejor a Travis, de pie en el centro del campo con su guante levantado en el aire como si esperase que una bola caída del cielo aterrizara dentro de él.
El día anterior no había planeado besar a Maddie. Le llevó la tarjeta de Ernie y el Mouse Motel y luego tenía pensado marcharse, pero en cuanto ella le abrió la puerta sus planes se fueron al diablo. El vestido negro se le adhería a las sexys curvas y solo podía pensar en desabrocharlo, en tirar de las tiras y desenvolverla como si fuera un regalo de cumpleaños, en acariciarla y probar su piel.
Levantó las manos y se agarró al eslabón de cadena que tenía delante. Ayer iba mal de tiempo, pero en su mente no tenía ninguna duda. Volvería a besar a Maddie.
– Hola, Mick.
Miró por encima del hombro mientras Jewel Finley se acercaba. Jewel había sido amiga de su madre. Tenía dos gemelos odiosos, Scoot y Wes, y una niña llorica y quejumbrosa, llamada Belinda, a quien todo el mundo llamaba Boo. De niños, Mick le había tirado a Boo una pelota de gomaespuma y ella se había comportado como si la hubieran herido de muerte. Según Meg, Belinda ya no era tan llorica, pero los gemelos seguían siendo igual de odiosos.
– Hola, señora Finley. ¿Esta noche juega alguno de sus nietos?
Jewel señaló hacia el banquillo contrario.
– El hijo de mi hija, Frankie, juega de jardinero para Brooks Insurance.
¡Ah! El niño que lanzaba como una nena, suponía.
– ¿Qué hacen Scoot y Wes? -preguntó por ser educado, aunque le tenía sin cuidado.
– Bueno, después de que la piscifactoría quebrase, se sacaron los dos el permiso de conductores comerciales y ahora conducen grandes camiones para una empresa de mudanzas.
Volvió a dirigir la atención hacia el campo y hacia Travis, que estaba lanzando el guante al aire y volviendo a cogerlo.
– ¿Qué empresa? -Si tenía que mudarse, quería saber a quién no llamar.
– York Transfer and Storage. Pero se están cansando de los trayectos largos. En cuanto ahorren el dinero suficiente, planean empezar uno de esos negocios de refinanciación de casas, como los que salen en la tele.
Mick imaginó que los gemelos tardarían menos de un año en trabajar por su cuenta antes de declararse en quiebra. Decir que esos chicos eran más cortos que las mangas de un chaleco era decir poco.
– Se hace mucho dinero con la refinanciación de casas.
– Aja. -Iba a tener que decirle a Travis que prestase más atención al juego.
– Unos cincuenta de los grandes al mes. Eso es lo que dice Scooter.
– Aja. -Jolín. El niño se había dado la vuelta y estaba mirando los coches que pasaban por la calle.
– ¿Has hablado ya con esa escritora?
Probablemente no debería gritarle a Travis que estuviera atento al juego, pero quería hacerlo.
– ¿Qué escritora?
– La que está escribiendo un libro sobre tus padres y esa camarera, Alice Jones.