Maddie estaba sentada en el sofá, con Bola de nieve acurrucada en el regazo, contemplando la pantalla en blanco del televisor. Notaba molestias en el estómago y un peso en el pecho que le dolía al respirar. Se iba a poner enferma. Pensó en llamar a sus amigas y pedirles consejo, pero no podía. Ella era la fuerte del grupo, la que no tenía miedo a nada, aunque en aquel momento no se sentía fuerte ni valiente, ni mucho menos.
Por primera vez en mucho tiempo, Maddie Jones tenía miedo. No podía negarlo. No podía llamarlo aprehensión y hacer como si no pasara nada. Era demasiado real, demasiado profundo y demasiado aterrador, mucho peor que sentarse frente a un asesino en serie.
Siempre había imaginado que enamorarse sería como chocar contra una pared de ladrillos, que simplemente estás ahí, comportándote como de costumbre y te dan una patada en el culo y piensas: «Jolín, supongo que estoy enamorada». Pero no había sucedido así. Había llegado sigilosamente, a hurtadillas, y no se había dado ni cuenta: de sonrisa en sonrisa y de caricia en caricia… una mirada… un beso… un collar rosa de gato… un vuelco en el corazón y una expectativa tras otra, hasta que era tan intenso que ya no había modo de negarlo. No pudo retroceder hasta que fue demasiado tarde. Ya no podía seguir mintiéndose sobre sus sentimientos.
Maddie acarició el lomo de Bola de nieve y no le importó que se le pegaran pelos de gato a la camisa negra y a la falda. Siempre había pensado que no se podía mentir a sí misma; por lo visto se había superado.
Se había enamorado de Mick Hennessy y en cuanto él se enterase de quién era ella en realidad, lo perdería. Y Maddie no sabía qué hacer.
Sonó el timbre y miró el reloj de la estantería de encima del televisor. Eran las ocho y media. Mick estaba trabajando y no esperaba verlo hasta la una más o menos.
Dejó a Bola de nieve en el suelo y se encaminó hacia la puerta. La gatita apretó a correr tras ella y tuvo que cogerla en brazos para no pisarla. Echó un vistazo por la mirilla y notó esa oleada de calor que ahora reconocía. Era evidente que Mick se había saltado el trabajo; estaba allí en el porche, con sus tejanos y el polo de Mort. Abrió la puerta y se quedó mirando cómo las primeras sombras de la noche lo bañaban en una luz gris y le teñían los ojos de un azul vibrante. Mientras él la miraba fijamente en la distancia corta, el júbilo y la desesperación colisionaban en su corazón y le retorcían el estómago.
– Necesito verte -dijo Mick traspasando el umbral.
La enlazó por la cintura y le puso la mano libre en la nuca. La besó en la boca sin más dilación. Un beso largo y embriagador que la hacía querer atarse a él y no soltarlo nunca.
Se apartó hacia atrás para mirarla a la cara.
– Estaba en el trabajo tirando cerveza y escuchando las mismas y viejas historias de siempre, y solo podía pensar en ti y en la noche en que lo hicimos en el bar. No consigo apartarte de mi cabeza. Baja la gata, Maddie.
Maddie se inclinó para dejar a Bola de nieve en el suelo y Mick cerró la puerta.
– No quería estar allí. Quería estar aquí.
Maddie se incorporó y le miró a la cara. Nunca había sentido un amor así en su vida. De veras que no, no ese amor que hacía que se le subiera el estómago hasta la garganta y le producía un cosquilleo en la piel. No ese amor que hacía que quisiera cogerle de la mano para siempre, pegarse a su cuerpo como una lapa hasta no saber dónde acababa él y dónde empezaba ella.
– Me alegro de que hayas vuelto.
Pero tenía que decirle que era Maddie Jones. Ya.
Mick le colocó el cabello detrás de la oreja.
– Aquí contigo puedo respirar.
Al menos uno de los dos podía respirar. Ella frotó la mejilla contra la mano de Mick, y antes de decirle quién era, antes de que se perdiera para siempre, se le echó al cuello y le besó por última vez. Puso el corazón y el alma en aquel beso, su dolor y su alegría, enseñándole sin palabras lo que sentía dentro de sí. Le besó en la boca, en la mejilla y en el cuello. Lo recorrió con las manos, acariciándole y memorizando la sensación.
Mick deslizó las cálidas palmas de las manos por el trasero de Maddie y luego por la parte trasera de los muslos. La levantó hasta que ella se ciñó a su cintura con las piernas. Un profundo gruñido vibró a través del pecho de Mick mientras le devolvía los ávidos besos y la llevaba hasta el dormitorio.
Se lo contaría, sí, se lo contaría, en un minuto. Las piernas resbalaron de su pecho y él le quitó la blusa por la cabeza. Solo quería unos minutos más, pero cuanto más vertía su corazón en cada beso, más quería Mick de ella. Más respiraba Mick el aire de los pulmones de Maddie y le hacía perder la cabeza. Le acarició los hombros y los brazos, la espalda y las nalgas hasta que no vestía más que el sostén, desabrochado y abierto por detrás.
Mick se apartó un paso y jadeó. La miraba con ojos idos, no había pensamiento que pudiera detenerlo cuando lentamente bajó los tirantes del sujetador y las copas azules de satén se deslizaron por las pendientes de los senos de Maddie, brillaron sobre los pezones y cayeron por los brazos hasta el suelo.
– Nos conocemos desde hace muy poco tiempo. -Le acarició suavemente los pezones con las yemas de los dedos y la respiración de ella se hizo dificultosa-. ¿Por qué parece que haga más?
Se colocó detrás de ella y Maddie miró las grandes manos de Mick en sus pechos, tocándola y apretándole los erectos pezones. Arqueó la espalda y levantó los brazos. Puso las manos a cada lado de la cara de Mick mientras atraía su boca hacia la suya. Le dio un beso ardiente y voraz mientras movía las caderas y apretaba el trasero desnudo contra su erección. Mick emitió un jadeo desde lo más hondo del pecho mientras jugaba con los senos de Maddie. Aún llevaba los tejanos y la camisa, y la sensación del tejano gastado y el algodón suave contra la piel era endiabladamente erótica. La boca de Mick se apartó de la suya y le trazó un sendero de leves y abrasadores besos por el cuello mientras deslizaba una mano sobre el vientre de Maddie. Mick colocó uno de sus pies entre los de Maddie y luego la mano entre los muslos separados para acariciarla. Maddie se estaba derritiendo por dentro, formando un charco en lo más hondo y bajo de la pelvis, y se permitió saborear las caricias del único hombre que había amado en su vida. Siempre se había preguntado si había alguna diferencia entre el sexo y el amor. Y ahora lo sabía. El sexo empezaba con el deseo físico. El amor empezaba en el corazón de una persona.
No sabía lo que ocurriría después de aquello, después de que le dijera quién era, pero tal vez no importase. Se volvió y lo miró a los ojos mientras le cogía del dobladillo del polo. Sacó el algodón elástico de la cinturilla de los pantalones y Mick levantó los brazos. Se lo quitó por la cabeza y lo tiró a un lado. Maddie bajó la mirada desde los ojos de Mick llenos de pasión hasta el fuerte pecho. Las puntas de los senos de Maddie acariciaron a Mick unos pocos milímetros por debajo de sus pezones planos y oscuros. Un sendero de fino vello le bajaba por el pecho hasta la cintura.
– ¿Por qué pensé que alguna vez tendría bastante de ti? -dijo con voz ronca por el deseo.
Maddie le desabotonó la bragueta y metió las manos en los tejanos para tocarle a través de los calzoncillos.
– Yo nunca tendré bastante de ti, Mick. Pase lo que pase, siempre te querré. -Cerró los ojos y le besó en el cuello-. Siempre -añadió en un susurro.
Mick respiró sonoramente cuando ella puso la mano dentro de los calzoncillos y cogió la ardiente verga con la palma. Mick se quitó la cartera de los pantalones y la arrojó sobre la cama.
– Yo nunca me cansaré de sentirte en mi mano -susurró Maddie-. Duro y suave al mismo tiempo. Nunca olvidaré lo que siento al acariciarte así.
– ¿Quién dice que lo tengas que olvidar?
Mick se acercó a un lado de la cama y la empujó por los hombros hasta que Maddie se quedó sentada.
¿Quién? Él lo diría. Se tumbó y le miró quitarse la ropa rápido hasta quedarse desnudo delante de ella; un hombre alto e imponente que hacía que le doliera el corazón y el alma. Maddie levantó la mano y lo atrajo sobre ella. La voluptuosa cabeza del ardiente pene la acariciaba entre las piernas.
– Me encanta que estemos juntos -susurró Maddie mientras le chupaba el lóbulo de la oreja y se frotaba contra el cuerpo caliente de Mick. Luego le dio unos mordisquitos en el cuello y en el hombro.
Mick la empujó con delicadeza para tumbarla sobre la cama.
– Nos queda mucho tiempo para pasar juntos. -Le besó la barbilla y el cuello-. Mucho más tiempo.
Se metió un pezón en la cálida boca a la vez que con la otra mano le recorría el vientre para acariciarla con los dedos. Mientras Maddie veía cómo le besaba los pechos, sentimientos puros fluían por sus venas. Aquel era Mick, el hombre que podía hacerla sentir hermosa y deseada. El hombre que amaba y que probablemente perdería. Mick levantó la cabeza y el fresco aire de la noche le rozó los pechos allí donde su boca los había dejado húmedos y brillantes. Él buscó en la cartera y sacó un condón, pero Maddie se lo quitó de las manos y extendió el fino látex por toda su verga. Lo notaba latir en la mano, fuerte y constante. Lo tumbó sobre la cama y se sentó a horcajadas sobre él. Los párpados de Mick se cerraron y exhaló profundamente mientras la veía bajar sobre él y hundirse su pene en ella.
– Estás muy guapa ahí arriba -dijo con voz grave y ronca, sujetándola por la cintura-. Me gusta mucho.
Y subió las manos desde los costados hasta los pechos de Maddie.
Maddie balanceaba la pelvis mientras subía un poco y bajaba. La cabeza del pene chocaba en su interior y lanzó un profundo gemido. Se movía arriba y abajo, contoneando las caderas mientras lo cabalgaba. Del cuerpo de Mick fluía un calor hormigueante donde su cuerpo tocaba el de ella.
– Mick. ¡Oh, Dios!
Mick se movía con ella, acompañándola con poderosos embates, hasta que las sensaciones la inundaron por completo y dejó caer la cabeza hacia atrás mientras un orgasmo líquido y cálido la irrigaba, empezando en la pelvis y propagándose hasta los dedos de las manos y de los pies.
– Mick, te quiero -dijo mientras nuevas emociones le envolvían el corazón que latía y le estrujaban el pecho en un fiero abrazo.
Justo cuando acabó el clímax, Mick le cogió la cintura y el trasero con un brazo y la giró, tumbándola en la cama mirando hacia él. Aún estaba enterrado muy dentro de ella y Maddie automáticamente le ciñó la cintura con las piernas, como sabía que le gustaba. Atrajo la boca de Mick hacia la suya y le dio unos fogosos y húmedos besos mientras él sacaba la verga y la hundía otra vez dentro de ella. Maddie se pegó a él mientras la embestía una y otra vez. Mick levantó el pecho y colocó las manos sobre la cama junto al rostro de Maddie. A cada embate la acercaba más a un segundo orgasmo y ella gritaba mientras los músculos de la vagina hacían que Mick se corriera por segunda vez.
Los ojos de Mick se cerraron y su aliento silbaba entre los dientes.
– La hostia bendita -renegó, y luego gimió de satisfacción. Se la metió una última vez y luego se derrumbó encima de ella.
El peso de Mick la aplastaba con rotundidad, aunque era bien recibido. Descansaba el rostro en la almohada al lado del de Maddie, y él le besó el hombro.
– ¿Maddie? -preguntó sin aliento.
– ¿Sí? -Le puso las manos en la espalda.
Se incorporó sobre los codos y la miró a la cara, con la respiración aún entrecortada.
– No sé qué ha sido diferente esta vez, pero ha sido el polvo más ardiente que he echado nunca.
Maddie sabía qué era lo diferente. Ella lo amaba. Maddie se sonrojó y le empujó por los hombros. Lo amaba y se lo había dicho.
Mick se levantó de encima de ella y se tumbó.
– Necesito agua -dijo Maddie mientras bajaba de la cama y se ponía de pie. Le sonaban los oídos de vergüenza, se acercó al armario y cogió la bata.
– ¿Dónde está tu gata? -le preguntó.
– Lo más probable es que esté en la silla del despacho.
Se miró las manos temblorosas, mientras se ataba el cinturón de toalla a la cintura.
– Si me ataca le daré G13 [10].
Maddie no tenía ni idea de lo que estaba hablando.
– Vale -dijo desde el armario.
– Tengo más condones en el bolsillo del pantalón -dijo alegre como unas castañuelas mientras se dirigía al cuarto de baño-. Pero tendrás que dejarme un poco de tiempo para que vuelva a coger velocidad.
Mientras Mick usaba el cuarto de baño, Maddie fue a la cocina. Abrió la nevera y sacó una botella de Coca light. La apretó contra las ardientes mejillas y cerró los ojos. Tal vez no la había oído. En el viaje a Redfish le había dicho que a veces no entendía todo lo que decía mientras practicaban el sexo. Tal vez no había hablado tan claro como ella creía.
La destapó y dio un largo trago. Deseó con todas sus fuerzas que fuera uno de esos momentos en los que solo tienes que preocuparte por un problema. Le aguardaba el mayor de los problemas, amenazador, negro, devastador e inevitable.
Mick salió del dormitorio y se dirigió a la cocina. Llevaba puestos los tejanos algo caídos y tenía el cabello despeinado.
– ¿Estás avergonzada por algo? -le preguntó mientras abrazaba a Maddie por detrás.
– ¿Por qué?
Le quitó la botella de las manos y se la llevó a los labios.
– Prácticamente saliste corriendo de la habitación y tienes las mejillas rojas.
Dio un buen trago y se la devolvió.
Maddie se miraba los pies.
– ¿Por qué habría de estar avergonzada?
– Porque gritaste «te quiero» en medio de los espasmos de la pasión.
– ¡Oh, Dios! -Se tapó un lado de la cara con la mano libre.
Poniendo los dedos debajo de su barbilla él le alzó el rostro y le obligó a mirarle a la cara.
– Está bien, Maddie.
– No, no lo está. Yo no pretendía enamorarme de ti. -Sacudió la cabeza y siguió insistiendo-. Yo no quería enamorarme de ti. -Notaba un desgarrón en el pecho y las lágrimas se agolpaban en sus ojos a punto de salir, y no se le ocurría que fuera posible un dolor peor-. Mi vida es una mierda.
– ¿Por qué? -La besó dulcemente en los labios y dijo-: Yo también me he enamorado de ti. No creía que pudiera sentir por una mujer lo que siento por ti. Estos últimos días he estado preguntándome qué sentías tú.
Maddie retrocedió unos pasos y Mick dejó caer las manos a los costados. Aquel debería haber sido el mejor y más eufórico momento de su vida. No era justo, la vida no era justa.
Abrió la boca y se obligó a que la verdad saliera de aquel atolladero que se le había formado en la garganta.
– Madeline Dupree es mi seudónimo.
Mick enarcó las cejas.
– ¿No te llamas Madeline?
Ella asintió.
– Sí me llamo Madeline, pero no Dupree.
Mick ladeó la cabeza.
– ¿Cómo te llamas?
– Maddie Jones.
Mick la miró, con ojos penetrantes.
– Bien -dijo encogiendo los hombros desnudos.
Ni por un segundo Maddie creyó que decía «bien» como si de verdad le pareciera bien quién era ella. No estaba uniendo la línea de puntos. Se humedeció los labios secos.
– Mi madre era Alice Jones.
Un leve gesto le frunció el ceño y luego dio un respingo como si alguien le hubiera disparado. Mick examinó la cara de Maddie como si intentase ver algo en lo que no se había fijado antes.
– Dime que estás bromeando, Maddie.
Ella negó con la cabeza.
– Es cierto. Alice Jones no es una cara en un artículo de periódico que cautivara mi atención; era mi madre.
Maddie le tendió la mano, pero Mick retrocedió y ella desistió del intento. Creía que no podía sentir más dolor, pero se equivocaba.
Mick le miró a los ojos. Había desaparecido el hombre que acababa de decirle que la amaba. Ahora veía al Mick enfadado, pero nunca lo había visto furioso con tanta frialdad.
– A ver si lo entiendo. ¿Mi padre se follaba a tu madre y yo te he estado follando a ti? ¿Es eso lo que me estás diciendo?
– Yo no lo veo así.
– No hay otro modo de verlo.
Mick se volvió sobre los talones y salió de la cocina, Maddie lo siguió por la sala hasta el dormitorio.
– Mick…
– ¿Te ha producido algún extraño placer todo esto? -La interrumpió mientras cogía el polo y empezaba a ponérselo-. Cuando viniste a la ciudad, ¿tenías la intención de joderme la mente desde el principio? ¿Es algún tipo de venganza retorcida por lo que mi madre le hizo a la tuya?
Maddie negó con la cabeza y se negó a ceder a las lágrimas que amenazaban con anegarle los ojos. No lloraría delante de Mick.
– Yo nunca quise tener nada que ver contigo, jamás, pero tú no dejabas de insistir. Quería decírtelo.
– Bobadas. -Se metió el polo por la cabeza y lo alisó a la altura del pecho-. Si hubieses querido decírmelo, habrías encontrado el modo. No tuviste ningún problema para compartir cualquier otro detalle de tu vida. Sé que de niña eras gorda y que perdiste la virginidad a los veinte años. Sé que llevas una loción perfumada diferente cada día y que tienes un vibrador, al que llamas Carlos, junto a la cama. -Se inclinó y recogió los calcetines y los zapatos-. ¡Por el amor de Dios, incluso sé que no eres una chica culo! -Le apuntó con uno de los zapatos y prosiguió-: ¡Y se supone que he de creerme que no podías sacar a relucir la verdad en cualquier momento, en cualquier conversación, antes de esta noche!
– Sé que no es un consuelo, pero nunca pretendí herirte.
– No estoy herido. -Se sentó en el borde de la cama y se puso los calcetines blancos-. Estoy asqueado.
Maddie notó que su propia ira iba en aumento y se sorprendió de poder sentir algo además que aquel dolor mortal en el pecho. Se recordó a sí misma que él tenía derecho a estar furioso. Habría tenido que saber antes con quién se estaba relacionando, en lugar de saberlo tarde, cuando ya no había más remedio.
– Eso es duro.
– Nena, tú no sabes lo que es ser duro. -Levantó la mirada hacia ella y luego volvió a mirar las botas negras que se estaba poniendo y se ató los cordones-. Esta noche he estado una hora intentando defenderte delante de mi hermana. Ella intentaba decirme que no me liara contigo, pero yo estaba pensando con la polla. -Hizo una pausa para fulminarla con la mirada-. Y ahora tengo que ir a contarle esto de ti. Tengo que decirle que eres la hija de la camarera que arruinó su vida y ver cómo se desmorona.
Tal vez Mick tuviera más derecho a estar enfadado que ella, pero al oírle llamar a su madre «la camarera» y ver que se preocupaba más por su hermana que por sus sentimientos desgarrados y en carne vida, explotó.
– Tú. Tú. Tú. Estoy tan harta de oír hablar de ti y de tu hermana… ¿Y qué pasa conmigo? -Apuntó hacia sí misma-. Tu madre mató a la mía. Cuando tenía cinco años, me fui a vivir con una tía abuela que nunca quiso tener hijos y que demostraba más amor y cariño por sus gatos que por mí. Tu madre me hizo eso. Ni tú ni tu familia habéis pensado por un momento en mí. Así que no quiero oír nada sobre ti y tu pobre hermana.
– Si tu madre no hubiera estado acostándose…
– Si tu padre no hubiera estado acostándose con todas las mujeres de la ciudad y tu madre no hubiera sido una puta vengativa con una propensión a la psicosis, todos habríamos sido felices como perdices, ¿verdad? Pero tu padre se estaba acostando con mi madre y tu madre cargó una pistola y los mató a los dos. Esa es nuestra realidad. Cuando me mudé a Truly, esperaba odiarte a ti y a tu hermana por lo que tu familia me había hecho. Te parecías tanto a tu padre que esperaba odiarte a primera vista, pero no fue así. Y cuanto más te conocía más cuenta me daba de que no te parecías en nada a Loch.
– Hasta esta noche yo también lo creía. Si en la cama eres como tu madre, ahora entiendo por qué mi padre estaba dispuesto a salir por la puerta y abandonarnos por ella. Las Jones os quitáis la ropa y los Hennessy nos volvemos estúpidos.
– ¡Espera! -le interrumpió Maddie levantando la mano-. ¿Tu padre iba a dejaros? ¿Por mi madre?
Su madre tenía razón con respecto a Loch.
– Sí, acabo de descubrirlo. Supongo que ya tienes algo para poner en tu libro. -Sonrió, pero no fue una sonrisa agradable-. Soy como mi padre y tú como tu madre.
– Yo no me parezco en nada a mi madre y tú no te pareces en nada a tu padre. Cuando te miro solo te veo a ti. Por eso me enamoré de ti.
– No importa lo que veas, porque cuando te miro, no sé quién eres. -Se puso en pie-. No eres la mujer que creía que eras. Ahora, cuando te miro, me pone enfermo haberme follado a la hija de la camarera.
Maddie crispó los puños.
– Se llamaba Alice y era mi madre.
– Me importa una mierda.
– Ya lo sé. -Maddie salió de la habitación hecha una furia y se metió en el despacho, solo para regresar al cabo de un momento con una carpeta y una foto.
– Esta era ella. -Sostenía la vieja foto enmarcada-. Mírala. Era guapa, tenía veinticuatro años y toda la vida por delante. Era alocada e inmadura y tomó decisiones pésimas cuando era joven, sobre todo en lo referente a los hombres. -Sacó la foto de la escena del crimen de la carpeta-. Pero no se merecía esto.
– ¡Joder! -Mick volvió la cabeza.
Maddie lo tiró todo sobre la cómoda.
– Tu familia nos hizo esto a ella y a mí. ¡Lo mínimo que podías hacer es pronunciar su maldito nombre cuando hables de ella!
Mick la miró, frunciendo el ceño sobre los bellos ojos.
– Me he pasado la mayor parte de la vida sin hablar ni pensar en ella. Y voy a pasarme el resto de mi vida sin pensar en ti.
Cogió la cartera de la cama y salió de la habitación.
Por encima de los latidos de su corazón, Maddie oyó la puerta principal cerrarse de un portazo y se estremeció. Había sido peor de lo que se imaginaba. Imaginaba que se enfadaría, pero no que se asquearía. Aquello había sido como un puñetazo en el hígado.
Se dirigió hacia la puerta y a través de la mirilla observó cómo su camioneta se alejaba por el camino. Cerró el pestillo y se reclinó contra la puerta maciza. Las lágrimas que había estado conteniendo le anegaron los ojos. Un sonido que casi no reconocía como propio le rasgó el pecho. Como una marioneta a la que cortan los hilos, fue resbalando hasta sentarse en el suelo.
– Miau.
Bola de nieve se subió a su regazo y escaló por la bata. Con la minúscula lengüita rosa lamió las lágrimas de las mejillas de Maddie.
¿Cómo era posible que le doliera tanto y se sintiera tan absolutamente vacía por dentro?