Capítulo 8

La pesca en la parte alta del lago Payette había sido tan buena que el sheriff Potter no había regresado hasta el martes siguiente, pero en cuanto le dieron la tarjeta de Maddie la llamó inmediatamente y fijaron una cita para el día siguiente en su casa. Si había una cosa en la línea de trabajo de Maddie con la que siempre podía contar era con la poli. Ya fuera un detective del Departamento de Policía de Los Ángeles o un sheriff de una ciudad provinciana, a la poli le encantaba hablar de viejos casos.

– Nunca olvidaré aquella noche -dijo el sheriff retirado mientras miraba antiguas fotos de la escena del crimen a través de un par de gafas de lectura. A diferencia del típico sheriff retirado que engorda, Bill Potter era aún bastante delgado y tenía la cabeza cuajada de cabellos blancos.

– La escena era un desastre.

Maddie acercó la pequeña grabadora al sillón reclinable donde se sentaba el sheriff Potter. Dentro de la casa de los Potter había una fusión de grabados florales y arte de la naturaleza que desentonaban tanto que Maddie temió quedarse bizca antes de que concluyera el día.

– Conocía a Loch y a Rose desde que eran niños -continuó Bill Potter-. Soy un poco mayor que ellos, pero en una ciudad de este tamaño, sobre todo en los setenta, todo el mundo se conocía. Rose era una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida, y fue un golpe para mí ver lo que le había hecho a esas dos personas y lo que se había hecho a sí misma.

– ¿Cuántos casos de homicidio había investigado usted antes del caso Hennessy? -preguntó Maddie.

– Uno, pero no tenía nada que ver con el caso Hennessy. El viejo Jenner disparó contra un perro durante una pelea. La mayoría de los casos tenían que ver con disparos accidentales, y solían darse durante la temporada de caza.

– El primer oficial en llegar a la escena del crimen fue… -Maddie hizo una pausa para mirar el informe-. El oficial Grey Tipton.

– Sí. Dejó el departamento unos meses después de aquello y se mudó -dijo el sheriff-. Y he oído que murió hace unos años.

Lo cual era justo uno de los muchos obstáculos con los que siempre se topaba en aquella ciudad. O la gente no quería hablar de lo sucedido o había muerto. Al menos tenía el informe y las notas del oficial Tipton.

– Sí, murió en un accidente de quad en mil novecientos ochenta y uno. ¿Tuvo algo que ver el tiroteo con el hecho de que dejara el departamento?

El sheriff Potter buscó entre las fotos.

– Tiene todo que ver. Grey era muy amigo de Loch, y verlo allí lleno de plomo le impresionó tanto que no pudo volver a dormir. -Levantó la foto de Rose tumbada junto a su marido muerto-. Era la primera vez que alguno de nosotros veía una cosa igual. Yo había acudido a numerosos accidentes de automóvil brutalmente sangrientos, pero eran impersonales.

Como no había habido juicio sobre el que escribir, Maddie se veía obligada a obtener toda la información personal posible. Y como los Hennessy no iban a colaborar, tenía que confiar en otras fuentes.

– Grey lo pasó muy mal. Tuvo que dejarlo. Eso te demuestra que uno no sabe cómo va a reaccionar ante una situación hasta que se encuentra bañado en sangre hasta las rodillas.

Durante la siguiente hora hablaron de la escena del crimen. Las fotos e informes respondían a las preguntas de quién, qué, dónde y cuándo, pero el porqué aún quedaba confuso.

– Usted conocía tanto a Loch como a Rose. ¿Qué cree que sucedió aquella noche? -preguntó Maddie después de cambiar la cinta de la pequeña grabadora.

En todos los casos parecidos había un catalizador, un elemento de tensión que había empujado al autor del crimen a dar el paso.

– Por lo que he oído y leído, Alice Jones no era la única ni la primera en la vida de Loch -añadió Maddie.

– No, no lo era. Ese matrimonio era como una montaña rusa desde hacía años. -El sheriff sacudió la cabeza y se quitó las gafas-. Antes de que se trasladaran a esa granja, justo en las afueras de la ciudad, vivían junto al lago en Pine Nut. Cada pocos meses me llamaba uno de los vecinos y tenía que ir hasta allí.

– ¿Y al llegar qué encontraba?

– Voces y gritos, la mayoría de las veces. En algunas pocas ocasiones a Loch le había desgarrado la ropa o tenía un moretón en la cara. -Bill se rió-. Una vez llegué y vi la ventana principal rota y una sartén en el jardín.

– ¿Nunca arrestaron a nadie?

– No. Luego, cuando los volvías a ver, estaban como dos tortolitos y felices como unas pascuas.

Y cuando no estaban como dos tortolitos, implicaban a otras personas en su matrimonio de mierda.

– Pero cuando se mudaron a la granja, ¿cesaron las llamadas a su oficina?

– Sí. No había vecinos por los alrededores, ¿sabe?

– ¿Dónde está esa granja?

– Se quemó… -Hizo una pausa y unas profundas arrugas le surcaron la frente-. Hará unos veinte años. Una noche alguien se acercó, la roció con queroseno y le prendió fuego.

– ¿Hubo heridos?

– En aquella época estaba deshabitada. -Frunció el ceño y sacudió la cabeza-. Nunca descubrimos quién lo había hecho, pero siempre he sospechado quién lo hizo.

– ¿Quién?

– Solo un par de personas detestaban esa casa lo bastante para hacer tan buen trabajo. Los niños que juegan por ahí con cerillas no queman un lugar así.

– ¿Mick?

– Y su hermana, aunque nunca pude probarlo. En realidad no quería probarlo, a decir verdad. De niño, Mick siempre se metía en líos. Era un incordio constante, pero me daba mucha pena. Tuvo una vida muy dura.

– Muchos niños pierden a sus padres y no se convierten en pirómanos.

El sheriff se inclinó hacia delante.

– Pocos niños viven la vida que Rose Hennessy dejó para sus hijos.

Aquello era cierto, pero Maddie sabía lo que era esa vida.

– Alice Jones vivía en el parque para caravanas. ¿Conoce a una mujer llamada Trina que pudo haber vivido en aquel mismo parque en mil novecientos setenta y ocho? -dijo volviendo una página de su libreta.

– Hummm, no me suena. -Lo pensó un momento y luego se recostó hacia atrás-. Tiene usted que hablar con Harriet Landers. Ella vivió en ese parque para caravanas durante años. Cuando se vendió la tierra a un constructor, tuvieron que desalojarla.

– ¿Dónde vive Harriet ahora?

– Levana -llamó a su esposa. Cuando apareció desde el fondo de la casa, el sheriff le preguntó-: ¿Dónde vive Harriet Landers ahora?

– Creo que vive en Villa Samaritan. -Levana miró a Maddie y añadió-: Es una residencia de Whitetail and Fifth. Se ha quedado un poco sorda.


– ¿Qué? -gritó Harriet Landers desde su silla de ruedas-. ¡Hable más alto, por el amor de Dios!

Maddie se sentó en una vieja silla de hierro en el pequeño jardín de la Villa Samaritan. Era difícil adivinar la edad de la mujer a juzgar por su aspecto. Maddie pensó que era algo entre un pie en la tumba y la fosilización.

– ¡Me llamo Maddie Dupree! Me pregunto si podría…

– Es usted escritora -la interrumpió Harriet-. He oído que está aquí para escribir un libro sobre los Hennessy.

¡Uau!, las noticias volaban en el circuito de las residencias de ancianos.

– Sí. Me han dicho que en otro tiempo vivió usted en el parque de caravanas.

– Durante cincuenta años. -Había perdido casi todos sus cabellos blancos y la mayoría de los dientes, y llevaba una bata rosa con encajes y corchetes blancos, pero parecía tener la mente muy lúcida-. No sé qué podría contarle.

– ¿Cómo era vivir en el recinto de caravanas?

– Hummm. -Levantó una mano nudosa y retorcida y espantó una abeja de delante de su cara-. Eso no es algo que la gente quiera oír. La gente cree que las personas que vivimos en caravanas somos simple chusma, pero a mí siempre me gustó mi caravana. Siempre quise tener la opción de hacer las maletas y marcharme con la puta casa a cuestas si me daba la gana. -Encogió los huesudos hombros-. Aunque nunca lo hice.

– La gente puede ser muy cruel y despectiva -dijo Maddie-. Cuando era pequeña, vivíamos en una caravana, y a mí me parecía lo mejor del mundo. -Lo cual era cierto, sobre todo porque la caravana había sido una mejora importante con respecto al resto de los lugares en los que su madre y ella habían vivido-. ¡Y no éramos chusma!

Los hundidos ojos de Harriet echaron un vistazo a Maddie.

– ¿Usted ha vivido en una caravana?

– Sí, señora. -Maddie levantó la grabadora-. ¿Le importa si grabo la conversación?

– ¿Para qué?

– Así no tergiversaré sus palabras.

Harriet apoyó sus huesudos codos en los brazos de la silla de ruedas y se inclinó hacia delante.

– De acuerdo. -Señaló la grabadora-. ¿Qué quiere saber?

– ¿Recuerda el verano que Alice Jones vivió en el parque de caravanas?

– Claro, aunque yo vivía en la calle de abajo y no en la puerta de al lado, pero la veía a veces al pasar. Era muy guapa y tenía una niña pequeña. Esa niña solía columpiarse todo el día y parte de la noche en el columpio de su jardín.

Sí, aquella parte Maddie se la sabía. Recordaba que se columpiaba tan alto que pensaba tocar el cielo con los dedos de los pies.

– ¿Habló alguna vez con Alice Jones? ¿Mantenían conversaciones de amigas?

Un gesto le frunció las arrugas de la frente.

– No que yo recuerde. De eso hace mucho tiempo y mi memoria no es muy buena.

– Lo comprendo. Mi memoria tampoco está en buena forma. -Miró sus notas como para recordar qué era lo siguiente que quería preguntar-. ¿Recuerda a una mujer llamada Trina, que tal vez viviera en el parque de caravanas en aquella época?

– Probablemente se trate de Trina Olsen. La hija mediana de Betty Olsen. Tenía el cabello pelirrojo como el fuego, y pecas.

Maddie escribió el apellido y lo señaló con un círculo.

– ¿Sabe si Trina aún vive en Truly?

– No, Betty está muerta. Murió de cáncer de hígado.

– Lo siento.

– ¿Por qué? ¿La conocía?

– ¡Ah… no! -Volvió a tapar el bolígrafo-. ¿Recuerda algo más de la época en que Alice Jones vivía en el parque para caravanas?

– Recuerdo un montón de cosas. -Se movió un poco en la silla y luego dijo-: Recuerdo a Galvin Hennessy, eso seguro.

– ¿El padre de Loch? -preguntó Maddie, solo para aclararlo. ¿Qué tendría que ver Galvin con la madre de Maddie?

– Sí. Era un demonio, pero un demonio guapísimo, como todos los Hennessy. -Sacudió la cabeza y suspiró-. Pero solo una idiota se casaría con un Hennessy.

Maddie buscó entre sus notas el nombre de Galvin. Hojeó un folleto del día de los Padres Fundadores que le habían dado en el mostrador principal, pero por lo que podía recordar, no aparecía en los informes policiales.

– Salí con ese hombre de manera intermitente hasta el día en que se quedó tieso en el asiento trasero de mi Ford Rambler.

Maddie levantó la cabeza.

– ¿Perdón?

Harriet se echó a reír, con unas sonoras carcajadas que acabaron en un ataque de tos. Maddie se alarmó, dejó sus notas encima de la hierba y se levantó corriendo para darle unos golpecitos en la espalda.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Maddie cuando Harriet se recuperó. Jolín, era vieja, pero no quería que la palmara por su culpa.

– Me gustaría que hubiera visto la cara que ha puesto. No creí que fuera posible escandalizar a nadie en esta ciudad. A mi edad, no. -Harriet se carcajeó.

– ¿Y? -Maddie volvió a sentarse-. ¿Tuvo Galvin algo que ver con lo que sucedió en el bar Hennessy?

– No. Murió antes de que aquello sucediera. Loraine nunca me perdonó que Galvin muriera en el asiento trasero de mi coche, pero ¡mecachis!, no se puede tirar una piedra en esta ciudad sin darle a alguna mujer que no se haya acostado con un Hennessy.

– ¿Por qué? -preguntó Maddie. Había muchos hombres guapos y encantadores-. ¿Por qué los Hennessy resultan tan irresistibles para las mujeres de Truly?

– Son guapísimos, pero lo más guapo es lo que tienen entre las piernas.

– Quiere decir que tienen… -Maddie se detuvo y levantó una mano como si no encontrase las palabras. Por supuesto que las sabía. Le vino a la mente su expresión favorita, «un buen paquete», pero por algún motivo no la podía pronunciar delante de una anciana.

– Digamos que están muy bien dotados -le ayudó Harriet.

Luego, durante la siguiente hora, procedió a dar a Maddie los detalles de su larga e ilustre relación con Galvin Hennessy. Parecía ser que Harriet Landers era una de aquellas chicas (daba igual que tuviera noventa años y no fuera más que una uva pasa con ojos) a las que les encanta hablar de su vida sexual con una perfecta extraña.

Y Maddie, por suerte, lo había grabado todo.


El miércoles por la noche era la «noche del bache» en el bar Hennessy. En un esfuerzo por ayudar a los ciudadanos a pasar la semana, Hennessy ofrecía copas a mitad de precio y tragos a un dólar hasta las siete de la tarde. Después de las siete unos pocos se marchaban, pero la mayoría se quedaba y pagaba el precio completo de su bebida. Galvin Hennessy fue el inventor de «la noche del bache» y la costumbre había pasado a las generaciones siguientes.

Algunos temieron que aquella costumbre muriera cuando Mick se hizo cargo del local. Al fin y al cabo, había acabado con el lanzamiento de bragas en Mort, pero después de dos años de copas baratas y cervezas a un dólar, la ciudad de Truly pudo dormir tranquila al saber que algunas tradiciones seguían siendo sagradas.

Mick estaba en un extremo de la barra, descansando su peso sobre un pie con un taco de billar en la mano, mientras Steve Castle se inclinaba sobre la mesa y daba una tacada a la bola. Steve era un poco más alto que Mick y llevaba una camiseta de color celeste que tenía: escrito en su amplio pecho: atención damas: me encantó el diario de noa [6]. Mick conocía a Steve desde que enseñaba a volar. En aquellos días, Steve tenía la cabeza llena de cabellos rubios, pero en aquel momento estaba tan calvo como la bola de billar que hacía rodar por la mesa.

Cuando Mick dejó el ejército, Steve se quedó hasta que su Black Hawk fue derribado sobre Fallujah por un misil antiaéreo SA-7. Al estrellarse murieron cinco soldados y siete resultaron heridos, Steve perdió una pierna. Después de meses de rehabilitación y una prótesis nueva, volvió a casa en Carolina del Norte para descubrir que su matrimonio se había ido a pique. Lo pasó mal y tuvo un divorcio muy duro, así que cuando Mick le pidió que se trasladara a Truly para llevar la gestión de Hennessy, se subió a su camioneta y llegó al cabo de pocos días. Mick no esperaba durar mucho en aquella ciudad tan pequeña, pero hacía ya un año y medio, y Steve se acababa de comprar una casa al lado del lago.

Steve era lo más parecido a un hermano que Mick tenía. Los dos compartían las mismas experiencias y recuerdos viscerales. Habían compartido una vida que los civiles no entendían, y su época en el ejército era algo de lo que nunca hablaban en público.

La bola seis cayó en la tronera del rincón y Steve apuntó hacia la dos.

– Meg estuvo aquí ayer, te estaba buscando -dijo-. Supongo que toda la ciudad zumba como un avispero porque esa escritora ha hablado con el sheriff Potter y con Harriet Landers.

– Meg me llamó anoche por ese motivo. -Steve era la única persona con la que Mick había hablado de los impredecibles estallidos emocionales de Meg y de sus cambios de humor-. No está tan preocupada por ese asunto del libro como me imaginaba.

Al menos no había perdido el control, que era lo que Mick esperaba de la mujer a quien había visto perderlo al encontrar un anillo de boda.

– Tal vez sea más fuerte de lo que te crees.

Tal vez, pero Mick lo dudaba.

Steve golpeó la bola, pero la dos dio contra el borde de la tronera y rebotó.

– Lo he hecho adrede.

– ¡Ja, ja! -Mick puso tiza al taco y metió la bola diez que quedaba en una tronera lateral.

– Será mejor que vuelva detrás de la barra -dijo Steve mientras colocaba el taco en el estante-. ¿Te vas a quedar hasta que cierre?

– No. -Mick dejó el taco junto al de Steve y echó un vistazo al bar. En las noches de diario, tanto Hennessy como Mort cerraban a las doce-. Quiero ver cómo se las arregla el camarero nuevo en Mort.

– ¿Cómo le va hasta ahora?

– Mucho mejor que el último. Debí pensarlo mejor antes de contratar a Ronnie Van Damme. La mayoría de los Van Damme son unos inútiles. -Mick había tenido que despedir a Ronnie hacía dos semanas porque siempre llegaba tarde y se pasaba el rato tocándose las pelotas cuando él estaba allí-. El tipo nuevo dirigía un bar en Boise, así que espero que funcione.

A la larga, Mick quería encontrar un encargado para Mort, así él podría trabajar menos y hacer más dinero. No confiaba en que las pensiones del gobierno ni en que la Seguridad Social le asegurasen su bienestar para el resto de la vida y había hecho sus propias inversiones.

– Avísame si necesitas ayuda -dijo Steve mientras se alejaba sin que apenas se le notara la cojera.

Mick no estaba en Irak cuando el helicóptero de Steve fue derribado, pero le bastaron unas pocas llamadas y se vio obligado a hacer un aterrizaje de emergencia en Afganistán, durante el que un proyectil disparado por un lanzagranadas alcanzó su Apache. El aterrizaje no fue agradable, pero sobrevivió.

Le encantaba volar y era una de las cosas que más añoraba de su antigua vida, pero no echaba de menos ni la arena, ni el polvo ni la política de la vida militar. Prefería la acción y los tiroteos al aburrimiento de quedarse sentado esperando órdenes, solo para ponerse en marcha y que le suspendieran la misión en el último momento.

En el presente vivía en una pequeña ciudad donde no pasaba nada, o casi nada, pero nunca se aburría, sobre todo en los últimos tiempos.

Mick miró la pista de baile vacía que estaba en el otro extremo del bar. Los fines de semana solía contratar una banda y la pista estaba atestada. Aquella noche había pocas personas charlando de pie, otras sentadas a la barra y alrededor de algunas mesas. Hacia las nueve, durante las «noches del bache», el bar se quedaba vacío, salvo unos pocos rezagados. Cuando se hizo mayor, su padre les llevaba a él y a Meg al bar, y a veces les dejaba beber zarzaparrilla en jarras de cerveza. Les enseñó a tirar la cerveza de barril. Si se paraba a pensar, tal vez no fuera lo más indicado enseñar aquello a un niño, pero a Meg y a él les había encantado.

«Tu padre tal vez fuera un embustero -había dicho Maddie-, pero ¿se merecía que le pegaran tres tiros hasta desangrarse en el suelo de un bar mientras tu madre se quedaba mirando?»

Había pensado más en su padre durante aquellos dos últimos días que en los últimos cinco años. Si Maddie estaba en lo cierto su madre vio morir a su padre, y no conseguía quitarse aquella imagen de la cabeza.

Se sentó en el borde de la mesa de billar y cruzó una bota sobre la otra mientras observaba a Steve coger una Heineken de la nevera y abrirla. Mick sabía que la camarera, Alice Jones, había muerto detrás de la barra, mientras que su madre y su padre habían muerto los dos delante de la barra. Nunca vio las fotos ni leyó los informes; a lo largo de los años había oído lo bastante sobre la noche en que su madre mató a su padre y a Alice, y creía que lo había oído todo. Pero por lo visto no era así.

En los últimos treinta y cinco años había estado en aquel bar miles de veces. Meg tenía una foto de él cuando tenía tres años, sentado en un taburete con su padre. Generaciones de Hennessy se habían partido el espinazo trabajando en el bar, y a la muerte de sus padres, el lugar había sido completamente renovado y cualquier rastro de lo que sucediera aquella noche había sido borrado hacía mucho tiempo. Cuando entró por la puerta trasera, nunca pensó en lo que su madre le había hecho a su padre y a Alice Jones.

Hasta entonces.

«Así que estaba perfectamente justificado que tu madre le pegara un tiro en la cara», había dicho Maddie. Por algún motivo no podía quitarse a Maddie Dupree, y a su jodido libro de crímenes, de la cabeza. Lo último que deseaba en el mundo era que la muerte de sus padres le ocupara la mente. Su pasado estaba mejor muerto y enterrado, y la última persona que quería que se le fijase en la cabeza era la mujer responsable de desenterrarlo. Era una mujer-excavadora, destapando cosas que estaban mejor tapadas, pero al margen de atarla y meterla en un armario, no podía hacer nada para detenerla. Aunque atarla habría tenido cierto atractivo que no tenía nada que ver con hacer que dejase de escribir.

«Dios mío, eres un tornado. Chupas todo lo que hay a tu alrededor», había dicho ella, y no parecía importar que ella fuera la última persona en el mundo a la que deseara. El recuerdo de sus labios y la visión de ella mientras la besaba a conciencia y jadeaba en busca de aire quedaron atrapados en el centro de su cerebro.

Mick se levantó de la mesa y pasó por delante de la pista de baile hacia la barra. Reuben Sawyer se sentaba en su taburete habitual, con aspecto de viejo curtido. Reuben había perdido a su esposa hacía treinta años, y durante las últimas tres décadas se sentaba en el mismo taburete casi cada noche para ahogar sus penas. Mick no creía en las almas gemelas y no comprendía ese tipo de tristeza. Por lo que a él concernía, si estás así de triste por una mujer, haz algo que no tenga que ver con una botella de Jack Daniel's.

Algunas personas llamaron a Mick al pasar, pero no se detuvo. No estaba de humor para charlas ociosas. Aquella noche no. Mientras iba por el zaguán hacia la puerta, una antigua novia del instituto le detuvo.

– Hola, Mick -dijo Pam Puckett al salir del lavabo de señoras.

Pensó que apartarla de un empujón habría sido una grosería por su parte.

– Hola, Pam.

Mick se detuvo y ella lo interpretó como una invitación a echarle los brazos al cuello; le dio un abrazo que superó en algunos segundos el tiempo de un gesto amistoso.

– ¿Cómo te va? -le preguntó al oído.

– Bien. -Después del instituto, Pam se había casado y divorciado tres veces. Mick podía predecir un divorcio próximo. Se retiró y le miró a la cara-. ¿Y a ti?

– No me puedo quejar. -Aunque ya no estaba de puntillas, dejó una mano en su pecho-. Hacía mucho que no te veía.

– Paso mucho tiempo en el otro bar. -Pam era aún atractiva y sabía que lo único que tenía que hacer era cogerla de la mano y llevársela a casa. Dejó la mano en su cintura esperando notar el primer atisbo de interés en su entrepierna-. ¿Aún trabajas en la oficina del sheriff?

– Sí. Atendiendo llamadas. Amenazo con dejarlo cada pocos días. -Pam el acariciaba el pecho.

Faltaban tres horas para cerrar. Y no tenía ningunas ganas de mover el culo hasta Mort. Había estado con Pam antes y ambos sabían que era solo sexo; dos adultos que se reúnen para pasar un buen rato.

– ¿Estás sola? -preguntó Mick.

Pam deslizó la mano hasta su cintura y enganchó una trabilla del pantalón con el dedo. Mick debió sentir un asomo de interés, pero no fue así.

– Con unas amigas.

«Dime, Mick, ¿se conocen entre sí todas las mujeres con las que te acuestas?» Probablemente necesitaba sexo para quitarse a Maddie de la cabeza. Hacía un mes que no se acostaba con nadie y lo único que tenía que hacer era tirar de Pam hacia la puerta trasera.

– Sabes que no tengo ninguna intención de casarme con nadie, ¿verdad?

Pam enarcó las cejas.

– Creo que todo el mundo lo sabe, Mick.

– Así que nunca te he mentido sobre eso.

– No.

Cuando tuviera a Pam desnuda, dejaría que ella acaparase su mente en otras cosas. A Pam no le gustaba el sexo largo y agotador. Le gustaba rápido y tantas veces como a un hombre se le levantara, y Mick estaba de humor para complacerla. Le acarició el torso con el pulgar y notó que se encendía una chispa de interés.

– He oído que esa escritora anda hablando con todo el mundo en la ciudad -dijo Pam, y le apagó la chispa.

Mick deseó que no lo hubiera dicho.

– Ya nos veremos.

Dejó caer la mano y retrocedió hacia la puerta.

– ¿Te vas? -En realidad lo que ella quería decir era: ¿Te vas sin mí?

– Tengo trabajo.

Fuera aún había luz cuando salió del bar y se fue a Mort en coche. Se caló las gafas en el puente de la nariz y empezó a sentir dolor entre los ojos. Maddie Dupree estaba curioseando en su pasado, hablaba con la gente de su familia y afectaba a su vida sexual. Cada momento que pasaba tenía más ganas de atarla y esconderla en algún sitio.

Le rugieron las tripas mientras aparcaba el coche en la parte de atrás de Mort, y en lugar de entrar por la puerta trasera del bar, caminó unas cuantas puertas más allá, hasta la cervecería y restaurante Willow Creek. Era poco más de las nueve y no había comido desde el mediodía. No era extraño que le doliera la cabeza.

El lugar estaba prácticamente vacío y, al cruzar la puerta, el olor a alas de pollo que procedía del bar le abrió más el apetito. Se acercó hasta la barra e hizo su pedido a una joven camarera. El restaurante hacía el mejor pastrami sobre pan de centeno, acompañado de patatas fritas, de los tres estados. De haber tenido más tiempo, habría pedido una cerveza. El bar tenía una cerveza muy buena.

El interior del restaurante estaba decorado con carteles de cerveza de todo el mundo, y sentada a una de las mesas, debajo de un cartel de Thirsty Dog Wheat, estaba la mujer a la que había estado fantaseando atar y arrojar al fondo de un armario.

Sobre la mesa, delante de Maddie Dupree, había una ensalada grande y una carpeta abierta. Se apartó el cabello de la cara y se pintó los labios de rojo intenso. Levantó la mirada cuando él se sentó en el banco enfrente de ella.

– Has estado muy ocupada -dijo él.

– Hola, Mick. -Levantó el tenedor hacia él-. Siéntate.

Se había dejado la sudadera naranja desabrochada y llevaba una camiseta blanca. Una camiseta ceñida.

– He oído que has estado hablando con Bill Potter.

– Las noticias vuelan. -Pinchó un poco de lechuga y queso y abrió la boca. Los labios rojos se cerraron sobre las púas del tenedor y lo sacó despacio de la boca.

Mick señaló la carpeta abierta.

– ¿Es mi hoja de arrestos y juicios?

Lo miró mientras masticaba.

– No -dijo Maddie después de tragar-. El sheriff dijo que eras un incordio, pero no mencionó ninguna hoja de arrestos y juicios. -Cerró la carpeta y la dejó sobre el asiento, a su lado-. ¿Qué hiciste para que te arrestaran? ¿Vandalismo? ¿Orinaste en público? ¿Mirabas por las ventanas?

Sabihonda, pensó.

– Pelearme, sobre todo.

– Habló de un incendio. Tú no sabrás nada de eso, ¿verdad? -Masticó un poco de ensalada y la tragó con un sorbo de té helado.

Mick sonrió.

– No sé nada sobre ningún incendio.

– Ya, claro.

Maddie dejó el tenedor en el plato, se recostó hacia atrás y cruzó los brazos delante de sus grandes senos. La camiseta era tan fina que Mick podía ver claramente el perfil blanco del sujetador.

– ¿Lo pasaste bien charlando con Harriet Landers?

Maddie se mordió el labio para evitar reírse.

– Fue interesante.

Mick se hundió en el asiento y frunció el ceño. Le rozó un pie con la punta de la bota y Maddie ladeó la cabeza. Se le desparramó el cabello como si fuera seda lisa y brillante sobre un hombro cuando él la miró. Le miró a los ojos durante algunos momentos, antes de sentarse derecha y retirar el pie hacia atrás.

– Harriet mató a mi abuelo a polvos en el asiento trasero de su coche -dijo Mick-. Pero eso no es un crimen.

Maddie apartó el plato a un lado y cruzó los brazos sobre la mesa.

– Es cierto, pero es un material muy picante.

– Y tú vas a escribir sobre esto.

– No había pensado mencionar la… intempestiva defunción de tu abuelo. -Volvió un poco la cabeza hacia un lado y le miró de reojo con sus grandes ojos castaños-. Pero necesito llenar páginas con el entorno de la familia.

– Aja.

– O podría llenar esas páginas con fotos.

Mick se sentó muy tieso, colocó los codos en la mesa y se inclinó hacia delante.

– ¿Quieres que te dé fotos? ¿Bonitas instantáneas de familia feliz? ¿Tal vez de Navidad o del día de Acción de Gracias o del verano en que todos fuimos a Yellowstone?

Maddie apuró el té y volvió a recostarse en el asiento.

– Eso sería fantástico.

– Olvídalo. No puedes chantajearme.

– No es chantaje. Es una manera de que los dos consigamos lo que queremos. Y lo que realmente quiero es sacar instantáneas de la vida de los Hennessy.

Mick se inclinó aún más en la mesa y dijo:

– Pues espera sentada. -Una camarera dejó la bolsa de plástico con la comida de Mick encima de la mesa y este añadió sin apartar la mirada de Maddie-: Aléjate de mi bar.

Maddie se inclinó hasta que sus rostros quedaron a unos milímetros.

– ¿O?

¡Joder, tenía agallas! Y a Mick eso le gustaba. Más o menos. Se levantó y buscó la cartera en el bolsillo trasero del pantalón. Arrojó un billete de veinte dólares sobre la mesa.

– Te echaré de una patada en el culo.

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