CAPÍTULO 12

Aquella noche, Penelope se paseaba por la oscura y desierta galería que daba a un extremo del salón de lady Griswald; se preguntaba qué la había llevado a caer en la trampa de Adair.

Sólo con recordar su mirada socarrona se enervaba. Y ya se imaginaba cómo se comportaría cuando diera con ella, razón por la qué estaba rondando por la galería. Si tenía voz y voto en el asunto, no iba a permitir que Adair la encontrara.

Abajo, en el salón de baile, la fiesta de lady Griswald para celebrar los esponsales de su sobrina estaba en su apogeo. Las damas y caballeros bailaban, las parejas conversaban, las matronas cotilleaban sin tregua sentadas en divanes. Dado que la anfitriona era amiga íntima de su madre, Penelope no había tenido más remedio que acudir; había alternado durante media hora, pero la inevitable tensión de estar pendiente de cualquier cabeza rubia que se le acercara se había cobrado su peaje. En vez de rechazar con más malicia y contundencia a sus pretendientes, se había escabullido a la galería, poniéndose así a salvo de aquellos caballeros tan arrogantes y seguros de sí mismos.

El problema era que, aun estando a salvo, huir sólo serviría para posponer lo inevitable: tarde o temprano tendría que enfrentar a Barnaby Adair. Al caer en su treta, ahora tendría pocos argumentos para rechazarlo, al menos de manera categórica. Y ésa, por supuesto, había sido la meta de Adair.

Fuera como fuese, su problema, saber cómo tratarle, seguía sin resolverse, y esa cuestión la ponía nerviosa de un modo absolutamente desacostumbrado.

Una parte de su mente estaba convencida de que conocerle más íntimamente sería perjudicial para su futuro y su independencia. Otra parte tenía una curiosidad insaciable. Y la curiosidad era, y siempre había sido, su principal defecto.

Por regla general, su curiosidad era más intelectual que física, con las notables excepciones del vals y el patinaje, pero Adair le despertaba una curiosidad mucho más compleja.

Estaba fascinada con todo lo que estaba averiguando sobre sus empresas, sobre cómo llevaba a cabo sus investigaciones y se relacionaba con Stokes y la policía. Sólo a través de él podría conocer tales cosas, y en ese frente aún le quedaba mucho por aprender. Si bien tales cuestiones eran principalmente intelectuales, también presentaban un aspecto físico; orillar el peligro cuando se habían infiltrado en el East End disfrazados había sido excitante.

De modo que había partes positivas en su relación, numerosas razones para que quisiera continuarla, aparte de rescatar a los niños desaparecidos.

Pero era una curiosidad de otra clase la que alimentaba la ambivalencia que le inspiraba Adair, induciéndola a cortar toda relación personal con él a pesar de su creciente fascinación.

Y eso aún era más impropio de su carácter. Nunca había evitado las situaciones que constituían un reto, y una parte de ella, la parte más fuerte, dominante y voluntariosa, no quería echarse atrás ahora.

Al llegar al final de la corta galería, dio la vuelta y desanduvo lo andado, envuelta en sombras que la ocultaban de la vista de los invitados de abajo.

Había meditado mucho sobre lo que él le inspiraba, lo que le provocaba. Era una forma de curiosidad, motivo por el que se había sentido tan a gusto besándolo, razón de que instintivamente lo persiguiera.

Curiosidad emocional. Algo que no había sentido por nadie más, desde luego no por un hombre. Sin duda había una fascinación intelectual en el asunto, pero para ella también había una vertiente física, un lado sensual que no podía negar y que, visto cómo reaccionaba cada vez que él la tocaba, obviamente no podía evitar.

Y ahí residía el quid del problema.

A menos que estuviera interpretándolos signos equivocadamente, él la deseaba de un modo decididamente físico. Otros hombres lo habían hecho, o eso habían dicho al menos, pero ella, porfiadamente, jamás había sentido ni una pizca de curiosidad por ellos. Ahora bien, Barnaby Adair despertaba su curiosidad y su fascinación, la llevaba a preguntarse cosas que hacía mucho tiempo había juzgado aburridas, descartándolas como carentes de interés.

Ahora le interesaban. Y eso era tan raro que no sabía cómo reaccionar, cómo hacerse cargo de esas emociones y satisfacerlas, cómo hallar las respuestas a sus múltiples preguntas sin correr riesgos, sin arriesgar su futuro, su capacidad para seguir ejerciendo su voluntad y llevar una vida independiente. Siempre había sido esa su intención y todavía lo era; nada había cambiado en ese aspecto.

Deteniéndose junto a la baranda, aún envuelta en la seguridad de la penumbra, contempló el mar de cabezas y frunció el ceño. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar caminando allí arriba, sin ir a ninguna parte?

Al pensarlo, un hormigueo que comenzaba a resultarle familiar le estremeció la nuca y le bajó por la columna. Ahogando un grito, volvió la vista atrás y encontró una figura oscura y misteriosa justo a sus espaldas.

La sacudió un escalofrío de expectación. El corazón le latió de prisa, acelerándole el pulso.

Separó los labios para reprenderlo por haberla asustado, pero antes de que pudiera decir palabra, él la agarró por la cintura y la llevó hacia una zona aún más oscura.

Se arrimó a ella y la atrajo hacia sí.

Le dio un beso que la dejó sin aliento, anonadada.

Posesivo y en modo alguno vacilante, la estrechó entre sus brazos. Duros como el acero, le sujetaron la espalda, apretándola contra él. Sus labios se posaron autoritarios sobre los suyos. Ella ya los había separado para emitir una protesta que no llegó a pronunciar y él aprovechó la ocasión para atrapar su boca y sus sentidos… Era un arma que blandía con consumada maestría, desconcertándola, cautivándola, seduciéndola.

Y esta vez había más: más que sentir, más que percibir, más que aprender. Más ardor, más fulgurante placer, de una clase que enviaba pequeñas chispas de emoción a asentarse bajo la piel, a prenderse y arder, creando fuegos que se propinaban y la acaloraban.

Hasta que se rindió al creciente calor, y a él, y le besó a su vez.

No comprendía por qué deseaba hacerlo, qué la llevaba a hundir los dedos en su sedoso pelo y a lanzarse a un duelo de besos y retiradas, de lenguas enredadas y labios voraces, de placer que florecía y se expandía y la llenaba; igual que a él.

En el distante recoveco de su mente que todavía funcionaba, aún a salvo del creciente estímulo del beso, no comprendía por qué le causaba una satisfacción tan grande saber, simplemente saber en su alma, que su propio beso, y ella misma, daban placer a Barnaby.

¿Por qué tenía que importarle? Con ningún otro hombre le había importado.

¿Por qué ahora? O quizá la pregunta fuese: ¿por qué con él?

¿Era, podía ser, porque él la deseaba? ¿Porque la deseaba de verdad, como ningún hombre la había deseado jamás?

No era una tontaina; sabía muy bien qué era la dura protuberancia que le presionaba el vientre. Pero él era un hombre; ¿acaso aquel bulto duro como una piedra era un fiable barómetro de sus sentimientos? ¿De lo que sentía por ella más allá de lo puramente físico?

Había leído mucho, tanto a los clásicos como textos esotéricos. Cuando empleaba la palabra «deseo» se refería a algo más allá de lo puramente físico, algo que trascendía lo corporal, alcanzando el plano donde imperaban los grandes sentimientos.

¿Acaso su involuntaria e incontenible atracción hacia él estaba envuelta en deseo? ¿Era su atracción una señal de que con él podría, si así lo decidía, explorar los escurridizos acertijos del deseo?

Barnaby percibió a través del beso, a través del sutil cambio en sus labios, que ella estaba cavilando algo. Pero se mostraba dispuesta, y flexible entre sus brazos, no se defendía ni oponía resistencia; con eso se conformaba, al menos de momento. No obstante, le picó la curiosidad sobre qué podía distraerla en un momento como aquél; dadas las circunstancias, era harto probable que guardara relación con su intercambio.

Apartándose pausadamente de la melosa cavidad de su boca, liberando a regañadientes sus labios, la miró a la cara. Las sombras los envolvían, pero ambos ya tenían la vista adaptada a la media luz. Observó fascinado las nubes de deseo que surcaban sus ojos oscuros, que se aclararon lentamente, su habitual expresión incisiva y resuelta reemplazando despacio la aturdida evidencia de la excitación.

Finalmente, Penelope pestañeó y su expresión devino ceñuda.

– ¿En qué piensas? -preguntó él.

Penelope le estudió el rostro y le escrutó los ojos.

– Me preguntaba… una cosa.

Por lo general era tremendamente franca. La curiosidad de Barnaby aumentó.

– ¿Qué cosa?

Con las manos sujetándole aún la nuca y la cabeza ladeada, ella entornó un poco los ojos con manifiesto desafío.

– Si te lo digo con franqueza, ¿contestarás con sinceridad?

Bajando las manos a su talle, sosteniéndola contra él, no tuvo que pensarlo dos veces.

– Sí.

Tras vacilar un instante, Penelope dijo:

– Me preguntaba si me deseas de verdad.

Otras mujeres le habían preguntado lo mismo en un sinfín de ocasiones. El siempre había entendido que cuando las mujeres empleaban aquella palabra, significaba mucho más de lo que los hombres suponían. Por consiguiente, se sabía las respuestas insustanciales, la palabrería para contestar sin llegar a mentir. En este caso, sin embargo…

Penelope le había pedido sinceridad.

Ella sostuvo la mirada con firmeza.

– Sí. Así es.

Con la cabeza aún ladeada, ella le estudió el semblante.

– ¿Cómo puedo saber que es verdad? Los hombres siempre mienten sobre este asunto.

Tenía toda la razón del mundo; Barnaby carecía de argumentos para defender a los de su género. Y no había que ser un genio pare darse cuenta de que cualquier discusión sobre el tema sería una pescadilla que se mordería la cola.

No obstante, los hechos demostrables resultarían más elocuentes que las promesas. Le cogió una mano y tiró hacia abajo, paseándola entre ambos hasta posarle la palma sobre su erección.

Penelope abrió unos ojos como platos.

La sonrisa de Barnaby se acentuó.

– Esto no miente.

Ella entornó los ojos pero el reparó en que no hacía el menor intento por retirar la mano. Más bien lo contrario. El calor de su palma y la ligera flexión de sus dedos se convirtieron de inmediato en un principio de tortura que hizo cuestionarse a Barnaby su propia cordura. Un momento antes le había parecido una buena idea.

Apretando los dientes, mantuvo los ojos en los de ella y rezó para no bizquear.

– No estoy muy segura sobre eso -murmuró Penelope, -me refiero a su importancia. Al parecer les sucede bastante a menudo a los hombres… Tal vez, en este caso, esto -sus dedos apretaron ligeramente, causándole una sacudida en su fuero interno- tan sólo sea un reflejo, un resultado de este escenario tan provocativo e ilícito.

– No. -Le costó un esfuerzo titánico responder con tono imparcial, como si explicara una teoría lógica. -El ambiente no lo afecta en absoluto, pero sí la compañía. -Haciendo caso omiso del interés que asomó a los ojos de ella, se obligó a proseguir, mascullando las palabras entre los dientes apretados. -Y con la compañía actual, tal fenómeno físico ocurre asiduamente. En cualquier momento y lugar.

La voluntad le estaba flaqueando, hechizado por la persistente calidez de aquellos dedos. Le cogió la muñeca y le apartó la mano. Luego le rodeó la espalda con ambos brazos y la atrajo hacia sí. Atrapada en su mirada, Penelope le dejó hacer.

– Esto sucede cada vez que te veo -explicó él. -Cada vez que le tengo cerca.

Bajó la cabeza y respiró junto a sus labios. Ella echó instintivamente la cabeza atrás.

– Sobre todo cuando te tengo cerca -insistió Barnaby, y la besó en los labios. Ella no se resistió, sino todo lo contrario, lo alentó a mostrarle lo que ella quería conocer mejor.

Servicial como el que más, la estrechó entre sus brazos, haciéndola cautiva, avivando tanto su propia excitación como la de ella, creando expectativas, dejando que el deseo aumentara y se adueñara de ambos.

Una vez que lo hizo, una vez que ella estuvo aferrada a sus hombros hincándole los dedos, una vez que su respiración fue rápida y entrecortada, la tomó en volandas y se la llevó, cruzando la arcada, a la salita desierta que había más allá.

Se dejó caer en un sillón con Penelope sobre el regazo, haciéndola reír. Pero la risa se apagó en cuanto él se inclinó sobre ella. Lo miró a los ojos en la penumbra, escrutándolos durante un momento preñado de significado, y luego cerró los párpados a modo de entrega. Barnaby salvó los últimos centímetros que los separaban y sus labios se unieron una vez más.

La mano de Penelope se deslizó de su nuca a su mejilla, acariciante, como si le retuviera mientras correspondía al beso y lo alentaba abiertamente. Con la boca, la lengua y la presión de sus labios lo apremiaba a enseñarle más cosas sobre el deseo, sobre aquello en que se traducía la atracción que los unía.

Barnaby no tuvo reparo en doblegarse, en deslizar su mano desde aquella delicada mandíbula, resiguiendo la curva del cuello y por encima de la clavícula, hasta la sutil turgencia de un seno.

No vaciló en palpar la carne firme bajo su palma, el pezón erecto bajo la fina seda del corpiño. Estuvo tentado, muy tentado, dé desabrochar los minúsculos botones de perlas para poder tocarla y saborearla, pero una advertencia insistente resonaba en su cerebro.

Atrapado en aquel momento, en su ardoroso y cada vez más fogoso intercambio, en el modo en que ella reaccionaba arqueando la espalda, buscando sin descanso aprender más, tardó unos segundo en identificar y descifrar el mensaje: «El conocimiento es el precio de Penelope Ashford.» Por tanto, si él cedía demasiado deprisa…

De súbito vio muy claro el camino a seguir con ella. Se trataba de una mujer para quien el conocimiento, tanto los datos como aún más la experiencia, poseían un poderoso atractivo. Y en aquel campo él estaba dispuesto a enseñarle cuanto ella quisiera aprender. Pero como cualquier maestro experimentado, necesitaba ejercer cierto grado de autoridad, tentarla con respuestas a su primera pregunta para luego mantener despierta su curiosidad con la expectativa de contestar muchas más.

Tenía que escalonar las lecciones y asegurarse de que ella terminara aquélla con motivos y ganas de acudir a la siguiente.

Bajo sus labios, bajo su mano, ella estaba empezando a ponerse exigente, percibiendo la momentánea distracción de Barnaby con sus pensamientos. Él sonrió para sus adentros y no le dio lo que deseaba, sino más de lo mismo.

A través del vestido de seda la acarició cada vez más, íntimamente, tomándola de la cadera para girarla y sobarle una firme nalga. No intentó apagar su propio deseo; su dirección, su meta, que era la posesión completa. Aquello era lo que ella quería saber. Él dejó que percibiera cada contacto, cada posesiva caricia.

De modo que cuando le pasó la mano por los muslos, acariciándolos, para luego hundirla en la entrepierna a través de la espumosa seda, Penelope dio un grito ahogado y se estremeció.

«Basta.» El estratega que gobernaba en su cerebro se impuso, recordándole su propósito, su verdadero objetivo.

Se echó atrás y la echó atrás.

Penelope entendió lo que estaba haciendo, entendió que se batía en retirada para no enseñarle más, demasiado tal vez para aquel momento y lugar. Contrariada pero resignada, siguió su ejemplo, dejando que sus besos fueran menos voraces y el apetito que los consumía fuera remitiendo. No llegó a desaparecer, sino que, como un fuego al que echaran carbón para que ardiera lentamente, se redujo a un rescoldo. Listo para encenderse con furia en cuanto lo atizaran.

Con el atizador correcto: el de Barnaby.

Ese dato resultaba tan intrigante como todo el episodio en sí. Se sentía sofocada, con el cuerpo caliente, complacido y extrañamente lánguido aunque atormentado por una elusiva ansiedad que todavía no acertaba a comprender del todo.

Separaron los labios. Barnaby la miró a los ojos, los estudió un momento y luego se incorporó para ayudarla a levantarse.

Una vez de pie, Penelope comprobó el estado de su vestido y le sorprendió constatar que era bastante pasable. Se ajustó el corpiño, alisó las faldas y procuró no pensar demasiado en la persistente sensación de las caricias de Barnaby.

Había querido saber, había preguntado en silencio y había aprendido… un poco. Lamentablemente, según corroboraba su juicio a medida que lo recobraba, no lo suficiente para contestar inequívocamente la candente pregunta sobre aquel hombre, sobre su relación con él y viceversa.

Frunció el ceño y se volvió hacia él, que se estaba ajustando las mangas de la chaqueta.

Sin darle tiempo a preguntar, Barnaby le adelantó la respuesta:

– Esto ha sido un anticipo de lo que es el deseo, al menos entre tú y yo, Si quieres saber más, estaré encantado de enseñarte. -Se acercó a ella y la miró a la cara, pero no la tocó. -No obstante, como con cualquier materia, si realmente quieres entenderla en profundidad, con todas sus ramificaciones, debes tener ganas y estar dispuesta a aprender.

Aquellas palabras encerraban una pregunta muy clara. Penelope hizo un esfuerzo para no entornar los ojos; era demasiado espabilada como para no darse cuenta de lo que Barnaby pretendía.

Sin embargo…

Quería saber. Más. Mucho más.

Sosteniéndole la mirada, sonrió antes de dar media vuelta y dirigirse hacia la escalera.

– Lo pensaré.

Barnaby la observó batirse en retirada entornando los ojos y luego la siguió; como siempre, se colocó detrás de ella. Cuando Penelope llegó a la escalera, le dijo:

– La imprenta está imprimiendo los avisos esta noche; los tendrán listos por la mañana.

Ella se detuvo en lo alto de la escalera. Por encima del hombro y repuso:

– Deberíamos comentar con Griselda la manera de distribuirlos.

Él se detuvo detrás de ella.

– Te recogeré en Mount Street a las nueve. Iremos a buscar los avisos y luego a su tienda.

– Estupendo -replicó ella y, con una inclinación de la cabeza, comenzó a bajar la estrecha escalera.

Él se quedó arriba, observándola descender, recordándose a si mismo que dejarla marchar era una parte vital de su plan maestro.


A altas horas de la noche, Penelope daba vueltas en la cama, en su dormitorio de Mount Street, un entorno tan familiar que no acertaba a comprender por qué no podía serenarse y dormirse.

Era tan disciplinada que normalmente no tenía la menor dificultad para conseguirlo.

Era culpa de él, por supuesto.

Había soltado una fiebre fascinante que corría por su mente, y ella no podía dejar de perseguirla.

Se incorporó, ahuecó la Almohada, se volvió a tender hundiendo la cabeza en ella y miró el techo.

No cabía duda de que la estaba tentando deliberadamente. En cuanto al precio del conocimiento que le ponía, cual zanahoria, ante las narices, sabía de sobra de qué se trataba. Pero dado que ya había cumplido los veinticuatro y no albergaba el menor deseo de casarse, pues había decidido tiempo atrás que, con las restricciones que conllevaba, no le convenía lo más mínimo, ¿qué sentido tenía conservar la virginidad? A la luz de lo que ahora consideraba su inaceptable ignorancia sobre el tema del deseo, por no mencionar la pasión, parecía apropiado canjearla, siendo tan inútil como por otra parte era, por el conocimiento que tanto ansiaba ahora.

A lo que había que sumar el hecho de que Barnaby era el primer hombre que había incidido en su conciencia de aquel modo, el primero que lograba poner a correr la antedicha liebre por los campos de su mente.

Detuvo sus pensamientos en ese punto y los revisó. Tras valorarlos y evaluarlos, le pareció que hasta allí todo respondía a una lógica irrefutable de un razonamiento sólido.

El aspecto que la inquietaba hasta el punto de impedirle conciliar el sueño era otro: el paso que venía a continuación. La idea de limitarse a decirle que sí y encomendar despreocupadamente su educación a él y a sus antojos masculinos no la atraía. Ni lo más mínimo.

No tenía un gran concepto de los cerebros masculinos. Ni siquiera del de Barnaby, que parecía superior a la media. Abrigaba serias sospechas de que Barnaby no tenía, o al menos no era consciente de tener, un fundamento lógico para el deseo que sentía por ella, aparte del propio deseo.

No, aunque ella no viera razón alguna que le impidiera seguir adelante, aunque siempre según sus condiciones, desde luego no lo haría con la falsa ilusión de que él, un varón, fuera capaz de dilucidar los motivos por los que la deseaba.

Afortunadamente, descubrir dichos motivos no era su único objetivo intelectual. Aún más que los motivos de Barnaby, quería conocer y comprender los suyos propios.

Necesitaba saber qué la hacía desear, qué había en sus besos y sus abrazos, que la inducían a querer mucho más. Tenía que averiguar que alimentaba su propio deseo.

Aquél era su objetivo primordial.

Y Barnaby Adair era el hombre que la conduciría hasta él.

El único peligro real todavía no se había insinuado: el casamiento. En la medida en que el matrimonio siguiera ausente de su ecuación, todo iría bien.

Meditó sobre esa cuestión. Aceptó que quizás él se sentiría obligado, después de seducirla, pues así era como lo vería él, a pedirle la mano, y que incluso si ella rehusaba continuaría insistiendo, considerando que era un asunto que afectaba a su honor, tema sobre el que los hombres de su clase tendían a ser particularmente testarudos.

Pero ella sabía cómo contraatacar; aun en el supuesto de que él tratara de introducir la nefasta perspectiva del matrimonio, estaba convencida de que sería capaz de imponerse, de influir en él para hacerle cambiar de opinión. Si el asunto salía a colación, le explicaría su punto de vista; estaba segura de que él, siendo un hombre lógico y racional, entendería su postura y finalmente la aceptaría. Además, su posición en semejante discusión se vería reforzada si era ella quien promovía su aventura, no consintiendo sino dictando: ése era el mejor camino a seguir para ambos. Debía tomar las riendas y definir su relación como una simple y llana aventura, sin permitir que ninguna insinuación de esponsales saliera a colación y confundiera las cosas.

Su mente se despejó. Así era como debía ser. Obviamente. Torciendo los labios, suspiró. Se puso de lado, se acurrucó en la almohada y cerró los ojos.

Lo único que tenía que hacer era controlar la situación, y todo iría bien.

Serena y confiada, se durmió.


– Me alegra mucho haber venido contigo esta mañana -dijo Penelope frente a la tienda de Griselda, aguardando mientras Barnaby sacaba del coche de punto la caja que contenía los avisos impresos.

Levantando con esfuerzo la caja, él cerró la portezuela con el codo y despidió al cochero. Mientras el carruaje se ponía en marcha, se volvió hacia ella, tratando de disimular su sonrisa. Desde que habían salido de la imprenta cercana a Edgware Road, ella le había estado entreteniendo con un flujo constante de comentarios y suposiciones.

Penelope se situó a su lado mientras él caminaba hacia la puerta de la sombrerería.

– Gracias; ha sido una mañana sumamente instructiva y provechosa -añadió, y lo miró cuando él, manteniendo la caja en equilibrio encima del hombro, le indicó que subiera los escalones de la entrada delante de él. -Durante los últimos años hemos estado investigando otros oficios para nuestros huérfanos. Hemos tenido cierto éxito con los comerciantes. Después de haber conocido al señor Cole y de que me enseñara su oficio, creo que deberíamos tener en cuenta las imprentas como posibles puestos de trabajo para nuestros niños.

Siguiéndola al interior de la tienda, Barnaby dijo:

– Deberías hablar con Cole; seguro que estará encantado de probar a algunos chavales.

No era sólo que la hija del vizconde Calverton fuese la clase de dama por quien Cole perdería los papeles, sino que, no obstante la caja que Barnaby llevaba al hombro, aún estaba en deuda con él.

Asintiendo, Penelope se adentró en la tienda.

– Me parece que lo haré. -Sonrió a las aprendizas y les indicó que siguieran con su trabajo. -No es preciso que nos anuncien; iremos directamente a ver a la señorita Martin.

Apartó la cortina y se detuvo. Faltó poco para que Barnaby la atropellara. Griselda no estaba en la cocina.

– Aquí arriba, Penelope.

Mirando a lo alto de la angosta escalera, Penelope sonrió abiertamente.

– Buenos días.

Comenzó a subir la escalera. Barnaby descargó la caja del hombro y, llevándola delante de él, subió tras ella. Al llegar a la salita vio a Penelope dándole la mano a Stokes, que llevaba su disfraz «East End», lo mismo que Griselda.

– Perfecto -dijo.

Dejó la caja en una mesa auxiliar, la abrió, sacó la primera hoja y la sostuvo para que Stokes y Griselda la leyeran.

El inspector sonrió lentamente.

– Y tan perfecto. -Cogió el aviso y lo sostuvo para que Griselda lo viese mejor. -Estábamos a punto de salir para seguir las pistas al que el señor Martin y otros han reunido sobre los cinco posibles maestros de ladrones que nos quedan. -Le entregó el aviso a Griselda y miró la caja. -¿Cuántos tienes?

– Dos mil. -Barnaby se metió las manos en los bolsillos. -Suficientes para inundar el East End. Lo que nos falta saber es la mejor manera de distribuirlos, a fin de difundirlos a lo largo y ancho del barrio.

– Los mercados -dijo Griselda. -íbamos a ir de todos modos, pero repartirlos por los tenderetes es la mejor forma de difundirlos. Y hoy es viernes; los viernes y sábados es cuando hay más trajín. Los otros lugares donde merece la pena dejarlos serían los pubs y tabernas, pero en los mercados llegarán a más gente, mujeres además de hombres.

Stokes asintió.

– Nos los llevaremos hoy mismo. Cuanto antes encontremos a esos niños mejor.

– ¿Qué han averiguado sobre los demás posibles maestros de ladrones? -Penelope miró a su amigo y luego a Griselda. -¿Algo que indique que uno de esos nombres sea el del hombre que buscamos?

El inspector hizo una mueca.

– Nada definitivo. La dificultad que plantean esos cinco es que no se mueven en círculos amplios; se mantienen cerca de sus guaridas y sólo se relacionan con quien no tienen más remedio. Creemos que tenemos las señas de tres, Slater, Watts y Hornby. Es lo que comprobaremos hoy. De los otros dos, Grimsby y Hughes, aún no hemos conseguido nada. No obstante, en ambos casos, tanto los agentes locales como el padre de Griselda sólo han recibido respuestas evasivas, lo cual me lleva a sospechar que actualmente están implicados en algo ilegal. Que ese algo sea llevar la escuela que andamos buscando aún está por ver, pero si resulta que los otros tres están respetando la ley, lo cual es harto probable teniendo en cuenta lo fácil que ha sido localizarlos, entonces Grimsby y Hughes serán nuestras mejores apuestas.

Griselda miró a Stokes.

– Después de comprobar las tres primeras direcciones, si no encontramos ningún rastro de los niños, insistiremos para ver qué descubrimos sobre Grimsby y Hughes. -Miró a Barnaby. -El problema es que nadie sabe, o al menos no está dispuesto a decirnos, en qué zonas merodean, lo cual hace que localizarlos sea como buscar una aguja en un pajar.

– Es posible que con los avisos obtengamos alguna pista-dijo Barnaby. -Al menos una indicación sobre la zona en que debemos centrarnos.

– ¿Qué hay de los Bushel? -Penelope miró a Stokes. -¿Ya los ha visitado?

El inspector asintió; miró a Barnaby.

– Tu mensaje me llegó a tiempo. Fui a Black Lion Yard a última hora de la tarde. Hablé con Mary Bushel y con los hermanos Wills. Entre todos elaboramos un plan que debería mantenerla a ella y su nieto a salvo pero dejando la puerta abierta de manera sugerente, por así decir, con la esperanza de que esos canallas se atrevan. -Stokes adoptó una expresión de fiereza. -Sólo espero que lo hagan y se encuentren con los Wills y los agentes locales.

Barnaby enarcó las cejas.

– No lo había pensado, pero Black Lion Yard se presta a ser una trampa excelente.

– Exacto. De modo que Horry y su abuela están bien protegidos y nuestra trampa, tendida -recapituló Stokes. -Ahora sólo resta esperar y ver quién va a caer en ella. -Cogió la caja de avisos. -Griselda y yo repartiremos esto en los mercados. -Miró a los otros tres. -Hay que averiguar dónde esconde los niños ese maestro, y librarlos de sus garras, si es posible antes de que los envíe a trabajar.

Barnaby hizo una mueca.

– El Parlamento cierra la próxima semana. En cuestión de días no quedará un alma en Mayfair. Si nuestra hipótesis sobre la razón de que ese maestro esté entrenando a tantos niños es correcta, sólo tenemos hasta entonces para encontrarlos.

Todos cruzaron miradas y luego Griselda indicó la escalera con un ademán.

– Pues más vale que nos pongamos en marcha.

Bajaron en tropel y salieron de la tienda, dejando a las aprendizas muertas de curiosidad.

Una vez en la calle, enfilaron hacia la iglesia para buscar coches de punto en la travesía. Stokes y Griselda tomaron el primero, puesto que su tarea era la más urgente.

De pie en la acera observando la partida del carruaje, Penelope se movía intranquila.

A su lado, también con la vista fija en el carruaje, Barnaby dijo:

– Si se te ocurre algo que tú, yo o nosotros podamos hacer para descubrir más deprisa lo que necesitamos saber, házmelo saber.

Ella miró su perfil.

– ¿Prometes hacer lo mismo?

Él bajó la vista hacia ella.

– Sí, descuida.

– Bien. Si se me ocurre algo, te mandaré recado.

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