Todo estaba en su sitio; sin embargo, no había ocurrido nada.
Entrada la noche, envuelto en una espesa niebla, Barnaby paseaba por St. James reflexionando sobre el estado de la investigación. Acababa de salir de White's después de pasar una tranquila velada en el club casi vacío y, por consiguiente, gozosamente silencioso, tras haber considerado más acertado matar el rato allí que en un salón de baile persiguiendo a Penelope: un ardid deliberado para suscitar su impaciencia, dejando insatisfecha su curiosidad, incitándola así a considerar la posibilidad de saciar su sed de conocimiento con él. Siendo como era una dama inteligente, su mente seguiría entonces la senda más obvia, la que la conduciría a sacar la conclusión que él deseaba que sacara.
Que casarse con él era lo que más le convenía.
Que haciéndolo enfilaría el camino para alcanzar todo el conocimiento que deseara sobre el tema que en aquel momento, gracias a su reciente intercambio, ocupaba su mente.
Esperaba fervientemente que ese tema en efecto ocupara la mente de Penelope; aparte de la investigación, que se hallaba en un punto muerto, era lo único que la suya tomaba en consideración.
Incluso eso, la falta de progresos en la búsqueda de los niños desaparecidos, era probable que obrara en su favor. Stokes y Griselda habían distribuido los avisos poro aún no habían obtenido ninguna respuesta. En cuanto a los cinco nombres de la lista de Stokes, habían confirmado que Slater y Watts, aun no llevando vidas intachables, al menos no tenían bajo su tutela a ningún niño.
Eso convertía a Hornby, Grimsby y Hughes en sus mejores candidatos para ser el maestro de ladrones implicado, pero ninguna pesquisa había revelado todavía pista alguna acerca de su paradero.
Por otra parte, la trampa que habían tendido en Black Lion Yard dos días antes seguía preparada pero de momento nadie había caído en ella.
Y ni a él ni a Penelope se les había ocurrido nada más para buscar a los niños desaparecidos.
De modo que estaban a la espera.
La paciencia, sospechaba, no era su fuerte; era harto posible, incluso probable, que privada de progresos en un frente, volcara sus energías hacia un objetivo diferente.
La idea de que a él correspondiera guiar dichas energías era una expectativa emocionante, cosa que no había sentido en mucho tiempo, quizá desde que fuera un joven ingenuo.
Tal vez ni siquiera entonces.
Sonriendo para sus adentros, torció hacia Jermyn Street. Blandiendo su bastón, siguió caminando sin preocuparse por la niebla cada vez más densa.
La cuestión del matrimonio era algo que había evitado, pero no porque abrigara aversión o desconfianza innata por ese estado civil. A decir verdad, más bien era lo contrario. Con el paso de los años había visto a sus amigos casarse y disfrutar de la profunda felicidad de la vida conyugal, y lo cierto era que los envidiaba. Aun así, se había convencido de que el matrimonio no estaba hecho para él porque nunca había conocido a una mujer de su entorno social que pareciera dispuesta, o incluso capaz, de sobrellevar su vocación: la pasión por la investigación criminal.
Penelope era la única excepción, la dama que rompía todos los esquemas. No sólo se avendría a que él investigara sino que le animaría activamente. Y su intelecto era tal que, contra todo pronóstico, a él le gustaría compartir sus casos con ella, escuchar sus opiniones y sugerencias, comentar el perfil de los villanos y sus rasgos.
El primer paso para conseguir lo que ahora veía como su futuro más deseable era asegurarse la mano de Penelope. No dudaba de que a su hermano Luc y al resto de su familia, tal petición les resultarla muy grata; el tercer hijo de un conde era un partido perfectamente aceptable para la hija de un vizconde, y su posición y fortuna no eran nada despreciables. El único obstáculo era lograr el consentimiento de Penelope, pero si el ardid de atizar su curiosidad e impaciencia estaba surtiendo el efecto deseado…
Sonriendo confiado, hizo girar su bastón. Daba por hecho que ella daría muestras de interés muy pronto. Decidió ir a verla al día siguiente.
Un discreto carruaje negro aguardaba ante la puerta de la casa de enfrente. Reparó en él pero evitó mirar en esa dirección; se preguntó a quién habría invitado esa noche su vecino Elliard.
A su mente acudieron imágenes en las que él agasajaba a Penelope. Pronto, se prometió, muy pronto lo haría. Sonriendo aún más abiertamente, subió de dos en dos los peldaños de la escalinata, bajando la vista para rebuscar en el bolsillo del chaleco la llave de su casa.
A sus espaldas oyó el tintineo de los arneses del carruaje negro y acto seguido los cascos de los caballos comenzaron a chacolotear, alejándose por la calle…
La premonición que le serpenteó por la columna le dejó helado.
No había visto ni oído que nadie subiera o bajara del carruaje, ninguna portezuela cerrarse… ¿Por qué se marchaba de improviso?
Comenzó a volverse y en ese instante intuyó el embate de un asalto. Dio media vuelta y vio una figura encapuchada que subía presurosa la escalinata, empuñando un… ¿bastón de mando?
Su cerebro se paralizó, incapaz de asimilar lo que estaba viendo. La figura era baja y la capa cubría unas faldas. Y había un destello dorado bajo la capucha, a la altura de los ojos.
En esa fracción de segundo reconoció a su asaltante, cayó en la cuenta de que ella venía del carruaje que se había marchado; y entonces vio, demasiado tarde, la porra que blandía.
Le golpeó en la frente.
No fue un golpe fuerte, aunque sí lo bastante para hacerle parpadear y retroceder un paso; faltó poco para que trastabillara yendo a parar contra la pared.
Absolutamente atónito, sin habla, la miró fijamente.
Ella lo agarró del abrigo, al parecer pensando que lo había incapacitado hasta el punto de tener que impedir que se desplomara.
Si llegaba a desplomarse sería de pura y total incredulidad.
¿Qué demonios estaba haciendo?
Volvió a parpadear. Ella se metió la porra debajo de la capa y luego le escrutó la cara. Más tranquila tras corroborar que aún conservaba intactas sus facultades mentales, dijo entre dientes:
– ¡Sígueme el juego!
¿Dónde diablos estaba el guión?
Con una mano aún aferrada a su abrigo, alargó el brazo y aporreó la puerta.
Barnaby se preguntó si debía señalar que tenía la llave en la mano, pero decidió no hacerlo. Asumió que se suponía que estaba incapacitado, de modo que se dejó caer contra la pared con los ojos medio cerrados. No era tan difícil adoptar una expresión afligida. Notaba un dolor palpitante donde le había golpeado; sospechó que le había dejado un moretón.
Penelope brincaba de impaciencia. ¿Por qué tardaba tanto el maldito ayuda de cámara?
Entonces oyó pasos; un instante después, la puerta se abrió.
Penelope miró a Barnaby.
– ¡Ayúdeme! ¡Deprisa! -Volvió la vista atrás, hacia la calle desierta. -Podrían regresar.
El ayuda de cámara frunció el ceño.
– ¿Quién podría…? -Entonces vio a Barnaby desplomado contra la pared. -¡Oh, Dios mío!
– Exacto.
Penelope cogió un brazo de Barnaby y se lo echó a los hombros. Deslizando el otro brazo en torno a su cintura, tiró de él apartándolo de la pared.
Trastabilló y a duras penas logró incorporarse cargando con él, ¡Señor, cuánto pesaba! Aunque tampoco podía quejarse, dado que él estaba haciendo justamente lo que le había pedido.
Se tambaleó un momento antes de que el ayuda de cámara, Mostyn, ahora se acordaba, se recobrara del susto y sostuviera a su semi-comatoso amo por el otro lado.
– Vamos; con cuidado. -Mostyn arrastró a Barnaby por la puerta abierta. -¡Cielo santo!
Se detuvo y contempló la marca roja en la frente de Barnaby. Penelope maldijo para sus adentros. ¡Aquel hombre parecía una anciana!
– Cierre la puerta y ayúdeme a llevarle arriba. -lo urgió.
Ya no estaba tan segura de no haberlo herido de verdad; se apoyaba pesadamente sobre ella. Se dijo a sí misma que no había blandido la porra con tanta fuerza, pero la preocupación comenzó a hacerle un nudo en el estómago.
Mostyn corrió a cerrar la puerta y reapareció para tomar el otro brazo de Barnaby.
Éste gimió cuando se dirigieron hacia la escalera; con demasiado realismo para la tranquilidad de la joven.
Sí, le había hecho daño. La culpabilidad se sumó a la preocupación formando una mezcla nauseabunda.
– ¿Pero qué ha sucedido? -preguntó Mostyn cuando comenzaron a subir la escalera. Penelope tenía preparada su mentira.
– Le convencí para ir en busca de nuestros malhechores. Nos abordaron no lejos de aquí y le dieron un porrazo en la cabeza. Recibió un golpe espantoso; ¿ve el moretón?
Con eso bastó; Mostyn chasqueó la lengua y se puso a criticar que su amo nunca hiciera caso de los peligros que le acechaban, que le había advertido mil veces que un día pasaría algo terrible por culpa de sus investigaciones… Y siguió de esa guisa hasta que Penelope lamentó haberse inventado semejante mentira, añadiendo más azotes de culpabilidad a los que ya se arremolinaban en su interior. Tuvo que morderse la lengua para reprimir el impulso de ponerse cáustica en defensa de Barnaby; debía recordar el papel que interpretaba en aquel drama, el de una cómplice femenina gravemente preocupada por la salud de su caballero andante.
Dio las gracias cuando llegaron a lo alto del empinado tramo de escalera y pudo precipitarse hacia el umbral que conducía a una espaciosa habitación. Ocupaba casi todo el primer piso; un dormitorio muy amplio con una cama muy grande, más una pequeña salita con un escritorio y un sillón delante de la chimenea. El fuego ardía vivamente, irradiando luz y calor a la estancia. Un vestidor se abría a un lado y, más allá, un cuarto de baño.
Dos cómodas altas ocupaban paredes enfrentadas y mesitas de noche a juego flanqueaban la cama, pero era la propia cama la que dominaba la habitación. Una cama de madera oscura con cuatro columnas de color caramelo y dosel de damasco. Las cortinas estaban sujetas con lazadas de cordones dorados adornados con borlas, revelando la vasta extensión del cobertor de raso azul, con las almohadas en fundas de seda dorada formando un montículo contra el cabecero.
Ella y Mostyn se acercaron tambaleándose a la cama. El ayuda de cámara consiguió girar a su amo, que emitió otro espantoso gemido, hasta apoyarle la espalda contra el poste más cercano.
– Señorita, si puede sostenerlo un momento, prepararé la cama.
Mostyn soltó con cautela a Barnaby y acto seguido corrió al cabecero de la cama, pero antes de que pudiera coger el cobertor para retirarlo, Barnaby volvió a quejarse y se tambaleó hacia un lado.
– ¡Oh! -exclamó Penelope tratando desesperadamente de sostenerlo derecho; pero entonces él dio un traspié y cayó hacia atrás, quedando tumbado boca arriba sobre la cama cuan largo era; si no arrastró a Penelope fue porque ésta lo soltó justo a tiempo, logrando así permanecer en pie.
Sin abrir los ojos, Barnaby hizo una mueca y volvió a gemir. Intentó llevarse una mano a la frente.
Penelope se abalanzó para agarrarle la mano.
– No, no te toques. Quédate tumbado y deja que te quitemos el abrigo.
O bien era un actor consumado, o en verdad se había hecho daño; Penelope no sabía qué pensar.
Sumido en el desconcierto, Mostyn estaba preocupado e inquieto. La joven se quitó la capa y la dejó a un lado, volviendo luego junto al lecho entre los frufrús de su vestido. Entre los dos consiguieron sacar los hombros de Barnaby del abrigo. La chaqueta que llevaba debajo, una creación del sastre Schultz, resultó más difícil de quitar. Mostyn tuvo que sostenerlo, manteniéndolo erguido, mientras Penelope trepaba a la cama por detrás de él y tiraba de las mangas para liberarlo de la ajustada prenda.
Se dio prisa en hacerse a un lado mientras el ayuda de cámara volvía a tender a su amo, gesto que éste acompañó con otro gemido desgarrador.
El chaleco y el fular fueron tarea fácil; le libró de ellos mientras Mostyn se ocupaba de los zapatos y los calcetines.
En cuanto Mostyn volvió a levantarse, Penelope le espetó:
– Traiga agua fría y un paño.
El hombre vaciló, pero la sincera preocupación que resonaba en la voz de la joven le impulsó a dirigirse al vestidor.
Penelope le echó un vistazo y vio que entraba en el cuarto de baño, pero con las dos puertas abiertas no se atrevió a preguntar a Barnaby si realmente le dolía tanto la frente o estaba actuando.
Por otra parte, el sentimiento de culpa al pensar que quizá no fingía, que realmente le había atizado con la porra más fuerte de lo que pretendía, le facilitó el siguiente paso de su plan al regreso de Mostyn.
Cogió la jofaina que éste traía, la dejó en una mesita de noche, escurrió el paño mojado, se inclinó sobre Barnaby y aplicó la compresa con cuidado a la zona enrojecida de la frente. El cardenal no presentaba contusión; probablemente era mejor que lo hubiese tapado, sobre todo habida cuenta de que Mostyn había rodeado la cama para encender el candelabro de la otra mesita de noche. Las velas prendieron y se afianzaron, derramando luz sobre Barnaby, que yacía despatarrado en la cama.
Sin mirar directamente a Mostyn, ella le dijo:
– Puede retirarse.
El ayuda de cámara tardó en asimilar sus palabras y, al cabo, la miró estupefacto.
– ¡No puedo marcharme! Sería inapropiado.
Lentamente, Penelope levantó los ojos y lo miró con fiereza.
– Mi querido buen hombre. -Tomó prestados la expresión y el tono de lady Osbaldestone, una dama cuya habilidad para tratar con prepotencia al sexo opuesto era legendaria. -En verdad espero -prosiguió con tono mordaz- que no irá usted a insinuar que haya algo de indecoroso en que atienda al señor Adair en su estado actual, sobre todo habida cuenta de que la herida se la han hecho por haber tenido la gentileza de responder a mi petición; de hecho, al protegerme.
Mostyn parpadeó y frunció el ceño.
Sin darle tiempo a poner las ideas en orden, Penelope continuó con el mismo tono gélido e increíblemente altanero.
Tengo dos hermanos adultos y he atendido sus heridas bastante a menudo. -Una mentira descarada; ambos eran mucho mayores que ella. He vivido más de veintiocho años en la alta sociedad y jamás he oído a nadie insinuar siquiera que atender a un caballero herido en estado de postración se considerase en modo alguno libertino.
Habiendo mentido una vez, no vio motivo para no agravar el pecado; era imposible que Mostyn supiera qué edad tenía.
Volviendo a centrar su atención en el paciente, que había guardado silencio desde el principio hasta el fin, se esforzó en recordar términos que la señora Keggs empleaba en situaciones similares, ya que en el orfanato éstas se daban con notable frecuencia.
– Es muy probable que tenga una contusión.
La alarma encendió los ojos de Mostyn.
– ¡Ponche de vino! Mi mentor le tenía una fe ciega.
Corrió hacia la puerta.
– No. -Penelope alzó la cabeza y torció el gesto. -Le aseguro que no debe ingerir bebidas calientes; y mucho menos alcohol. Nada de vino ni brandy. Lo cual me demuestra lo poco que sabe usted de estas cosas. -Mostrando indignación, le indicó que se fuera. -Me quedaré a hacerle compañía y cuidarle, manteniendo una compresa fría en la herida. En cuanto se despierte, le llamaré.
– Pero…
Boquiabierto, Mostyn miró alternativamente a Penelope y a su amo.
La joven suspiró, dejó caer el paño en la jofaina y avanzó con determinación hacia Mostyn, quien, como era de prever, reculó.
– No tengo tiempo para seguir discutiendo; debo atender a su señor.
Continuó avanzando hasta que la espalda del ayuda de cámara chocó contra la puerta. Penelope puso los brazos en jarras, le fulminó con la mirada y bajó la voz hasta emitir un agrio susurro:
– Todo este ruido sin duda le causa dolor de cabeza. ¡Fuera de aquí! -Señaló histriónicamente hacia la puerta.
Mostyn la miró con los ojos desorbitados, tragó saliva, lanzó una última mirada a la figura tendida en la cama y luego dio media vuelta, abrió la puerta y salió.
La cerró sin hacer el menor ruido.
Penelope arrimó la oreja a la puerta. Aguardó hasta oír los pasos del hombre bajando la escalera y entonces corrió el pestillo.
Soltó un profundo suspiro con los ojos cerrados y apoyó la frente contra la madera.
Un frufrú le llegó a los oídos.
Abrió los ojos, se dio la vuelta y vio a Barnaby recostado sobre las almohadas. No había rastro de aturdimiento en los ojos azules que se clavaban en ella.
– ¿Qué significa todo esto? -preguntó el presunto herido. Su dicción era perfecta; no arrastraba las palabras.
El alivio que la inundó fue desconcertantemente intenso. Con una espontánea sonrisa de dicha curvándole los labios, se acercó despacio a la cama.
– ¡Menos mal! No estás herido.
Barnaby dio un resoplido.
– ¿Por ese golpecito en la frente?
Ella volvió a sonreír.
– Debería haber supuesto que tienes la cabeza demasiado dura para que se abolle con facilidad.
– Tal vez, pero qué… -Barnaby no tuvo ocasión de terminar la pregunta.
La joven había saltado a la cama y, mientras él hablaba, dio otro salto sobre el cobertor, se arrojó a sus brazos y le besó.
Cosa que estaba muy bien, pero Barnaby era terriblemente consciente de que se encontraban en su dormitorio, en su cama… y de que ella había echado el pestillo de la puerta. Para agravar el problema, estaban en plena noche y, según había podido ver, que Mostyn acudiera a salvarle no era algo que fuera a suceder pronto.
Desde luego, no lo bastante pronto.
Revolviéndose entre sus brazos, ella se arrimó más, incitante y silenciosa. Incapaz de rechazarla, él la besó; tomándola por los hombros, se deslizó en su cálida boca y se dio un festín, avivando los sentidos de ambos, dando vía libre al deseo.
Penelope lucía un austero vestido de seda verde cuyos botones negros iban de la cintura a la garganta, los largos y esbeltos brazos ceñidos por las mangas provistas de botones aún más diminutos en los puños. Las faldas de medio vuelo camuflaban por entero sus piernas. Con el pelo recogido en un firme moño y las gafas encaramadas en la nariz, tendría que haber presentado un aspecto adusto.
En cambio, como siempre, parecía una fruta prohibida.
La seda oscura hacía que le resplandeciera la piel, fina como porcelana, pálida como nácar. Las manos de Barnaby le recorrían la espalda, conscientemente posesivas; el frufrú de la seda sonaba sensual, sugiriendo rendición,
Si suya o de ella, no lo habría sabido decir.
Le costó poner fin al beso en que ella lo había atrapado.
– Penelope…
Satisfecha, la joven se apartó lo suficiente para sonreír beatíficamente al tiempo que se relajaba encima de él, acomodando los senos sobre el pecho de Barnaby.
– He venido a informarte de que he tomado una decisión.
– Aja… -Mirando sus oscuros ojos radiantes de entusiasmo, de una energía como no había visto otra igual, Barnaby no estuvo seguro de querer saber la respuesta, pero aun así preguntó:
– ¿Qué decisión?
Ella le sostuvo la mirada; sus cautivadores labios carnosos esbozaron una sonrisa.
– La última vez que hablamos de asuntos personales me hiciste un ofrecimiento, ¿recuerdas?
– Lo recuerdo muy bien. -Su voz sonó áspera incluso para él mismo. La seductora sonrisa de Penelope se acusó.
– Dijiste que si deseaba saber más, estarías encantado de enseñarme siempre y cuando yo estuviera dispuesta a aprender. -Ladeó la cabeza y lo estudió con expresión divertida; estaba disfrutando del momento, la culminación de lo que a todas luces había sido un plan. -Pues bien, he venido a pedirte que me enseñes más.
El inevitable efecto de sus palabras se extendió por todo su ser, pero escrutando sus ojos, su complacida e innegable expresión de entusiasmo, Barnaby confirmó que la muchacha se había saltado un par de pasos en el camino que él tenía en mente para ella. Para empezar, avenirse al matrimonio.
Por supuesto, él aún no había pedido su mano.
Antes de que hallara palabras para aprovechar la ocasión, ella lo hizo.
– Soy consciente de que una dama de mi posición debe ignorar tales cosas hasta que se ha casado, pero como soy firme e inquebrantablemente contraria al matrimonio, había pensado que me vería condenada a la ignorancia, la cual, por supuesto, no me agrada lo más mínimo. En ningún tema. De ahí que esté tan agradecida por tu ofrecimiento. -Su expresión traslucía la confiada expectativa de que Barnaby aceptaría su plan para instruirla.
Procurando no mudar el semblante, él maldijo para sus adentros.
Debería haber estipulado que, para ello, antes tendría que casarse con él, o al menos consentir en casarse. Pero no lo había hecho. ¿Acaso cabía incumplir o renegociar su ofrecimiento ahora?
No resultaría fácil. Penelope le había dicho que no buscaba casarse, pero… ¿«firme e inquebrantablemente contraria»?
Le acarició la espalda con delicadeza, con ánimo de tranquilizarse. Aunque la soltara, poner distancia entre ambos era imposible; ahora que la tenía en sus manos, no podía apartarlas. Penelope estaba tumbada encima de él y el cuerpo masculino ansiaba su calor, su suavidad, la sutil y excitante confianza de su buena disposición.
Devanándose los sesos, adoptó una expresión ligeramente intrigada, como si tan sólo sintiera curiosidad por su postura.
– ¿Por qué eres tan contraria al matrimonio? Creía que era algo que todas las señoritas desean.
Ella apretó los labios y negó categóricamente con la cabeza.
– No en mi caso. Piénsalo -apoyándose más pesadamente en su pecho, moviendo la cadera provocativamente contra la suya, liberó una mano para gesticular, -¿qué aliciente podría tener el matrimonio para mí?
El cuerpo de Barnaby, duro y anhelante desde el instante en que ella se había echado en sus brazos, ahora palpitante con la cadera de Penelope cálidamente encajada en su entrepierna, ardía en deseos de demostrárselo. Pero ella prosiguió:
– ¿Qué me ofrecería el matrimonio en compensación por su inevitable coste?
Él frunció el entrecejo.
– ¿Coste?
La joven sonrió, cínica y sardónica.
– Mi independencia. La capacidad de vivir como decida en vez de hacerlo como lo decidiría un marido. -Lo miró a los ojos. -¿Qué caballero de nuestra clase me permitiría visitar libremente los barrios bajos una vez casados?
Barnaby le sostuvo la mirada con firmeza pero no pudo contestar. La sonrisa retórica de Penelope se ensanchó en una de franco regocijo. Le dio una palmada en el pecho.
– No te calientes los sesos; no hay respuesta. Ningún caballero que se casara conmigo me permitiría hacer lo que siento que debo hacer, impidiéndome proseguir con lo que considero el trabajo de mi vida. Sin ese trabajo, ¿qué satisfacción tendría? Por consiguiente, me quedaré sin boda.
Barnaby escrutó sus ojos negros y vio claro que la haría cambiar de parecer. Lamentablemente, declarar tal objetivo en aquel momento garantizaría su inmediato fracaso.
– Ya veo… -Se obligó a asentir. -Entiendo tu punto de vista.
Y era cierto; ciñéndose a la razón y la lógica, su postura tenía sentido. Sólo que no podía ser. Había que cambiarla. Porque él necesitaba que se convirtiera en su esposa.
El tenerla echada encima, sus firmes y esbeltas curvas un exquisito regalo envuelto en seda verde oscuro, estaba socavando su capacidad de raciocinio. Además, resultaba bastante obvio que ninguna discusión iba a salvarlo esa noche.
Se había ofrecido a enseñarle más sobre el deseo; ahora que ella le tomaba la palabra, no podía echarse atrás, so pena de que ella no volviera a confiar en él. Por más explicaciones que le diera, se sentiría desairada y rechazada; se apartaría de él y nunca volvería a permitir que se le aproximara.
Si mencionaba el matrimonio, Penelope levantaría una muralla y le dejaría extramuros; y no podía permitir que eso ocurriera.
Peor todavía, mucho más horripilante aún, era el riesgo de que ahora que la había alentado, si él no saciaba su sed de conocimiento en ese ámbito, quizá buscaría a otro hombre que sí lo hiciera.
Cualquier canalla.
En lugar de él.
Y eso, indudablemente, tampoco iba a suceder.
Penelope lo observaba; sus ojos y su expresión rebosaban entusiasmo. Ladeó la cabeza y enarcó las cejas.
– ¿Y bien?
La pregunta sonó inesperadamente sensual y provocativa; pregunta, desafío y pura tentación concentrados en dos breves palabras.
Barnaby, con la certeza de lo que ambos se disponían a hacer allí, en su cama, notó cómo le penetraba la conciencia y le invadía el cuerpo entero, hasta que cada músculo pareció vibrar de calor.
Dejando que sus labios esbozaran una sonrisa, su mirada cautiva en la oscuridad de la de ella, llevó una mano hacia su rostro y le quitó las gafas, liberando las patillas sujetas por el peinado. A sabiendas de que aquel gesto suponía una rendición inequívoca.
– ¿Hasta dónde ves sin ellas?
Penelope pestañeó, sonrió y le escrutó el semblante.
– Veo hasta un metro y medio razonablemente bien, aunque no siempre con la nitidez que quisiera. A partir de ahí las cosas se van volviendo borrosas.
– En ese caso… -alargando el brazo, dejó las gafas sobre la mesita de noche- no vas a necesitarlas.
Ella frunció el ceño.
– ¿Estás seguro?
Devolviéndole la mirada, él arqueó una ceja.
– ¿Quién es el profesor aquí?
Penelope se río. Cruzando las manos sobre el pecho, se tensó para empujar y apartarse de él.
Barnaby tenía las manos en su espalda y la retuvo, la estrechó y la hizo girar con él, atrapándola debajo de su cuerpo. Agachó la cabeza y con un beso acalló el sobresaltado «¡Oh!» que brotó de sus labios, antes de hundirse en la acogedora calidez de su boca.
Antes de hundirse en ella.
La reacción inmediata de cada uno de sus músculos ante la sensación de tenerla debajo fue intensa, reveladora y lo bastante desaforada como para que mentalmente contuviera la respiración mientras se esforzaba por mantener a raya su instinto.
Ella lo había invitado a hacerle el amor pero no a violarla, distinción que su cerebro civilizado entendía, pero en la que su lado más primitivo, el que ella despertaba, no pintaba nada.
Adusto en su fuero interno, refrenó su instinto depredador, y solo una vez que tuvo la certeza de tenerlo controlado permitió que sus manos se movieran. Que se deslizaran debajo de ella, que le agarraran la cintura, tensándose… dejando que su actitud posesiva se regodeara, paladeara el hecho de que ella estaba allí, entregada, para que él la tomara.
Fue un momento embriagador; a modo de respuesta, le separó los labios con los suyos y profundizó el beso, saqueándola de un modo lánguido y pausado que era una promesa de mayores intimidades.
Habiendo aceptado su guión, habiéndose encontrado una vez más, de forma totalmente imprevista, siguiendo en lugar de guiando, se despojó de toda reserva: haría lo que ella le pedía, tomar la iniciativa y enseñarle más, iniciándola en la pasión.
Le hizo una firme caricia desde la cintura hasta la prominencia de los senos y Penelope gimió sin dejar de besarlo. Barnaby ya la había acariciado de manera semejante, pero esta vez, con la certidumbre de que no se detendría tras esa caricia, su tacto parecía más potente, infinitamente más poderoso.
Cada contacto era una promesa; cada movimiento de su palma y sus dedos, a un tiempo una exploración y una reivindicación.
Una delicia. Una cálida sensación se derramaba por todo su ser. Un ardor más definido, llamas de excitación, se encendían, crecían y la atravesaban. Los senos no tardaron en dolerle, demasiado prietos en el tirante confinamiento de la seda, los pezones turgentes dos puntos de intenso placer.
De haber podido habría expresado su incomodidad, pero con la boca de Barnaby pegada a la suya, con su estimulante lengua enredada con la suya, no tuvo ocasión, capacidad ni cabeza para articular palabras.
Las palabras, las razones y la lógica ya no importaban, al menos en aquel mundo en que Barnaby la había introducido, un mundo donde el deseo se había alzado tan rápido que creyó poder saborearlo, ácido, adictivo. Imperioso.
Atrapada bajo su peso, dio un ligero gemido. Barnaby reaccionó con una calma y una falta de urgencia que a ella la excitó aún más. Apoyando una mano entre ellos, fue desabrochando botones con destreza hasta liberarla del canesú, comenzando por el cuello y avanzando lentamente hacia abajo… hasta que el canesú se abrió, aliviando la presión sobre sus senos.
La desaparición de tan desconcertante presión la dejó perversamente anhelante, deseosa de algo más; entonces él apartó el canesú y, a través de la delicada camisola de seda, tomó el pecho con una mano.
Penelope ahogó un grito y se aferró al beso, a él. Como de costumbre, tenía las manos entrelazadas en la nuca de Barnaby. Mientras él palpaba, acariciaba y sobaba, sus manos se desplazaron hasta los hombros y los sujetaron con fuerza. Cuando Barnaby le frotó el pezón hinchado con el pulgar, aguantó la respiración y le hincó las uñas en la espalda.
Él jugaba, ponía a prueba, atormentaba a sus sentidos; exploraba y aprendía sobre ella, sobre sus reacciones. Le enseñaba, le mostraba lo que le gustaba, cuánto deleite podía provocar un simple contacto, si bien era cierto que ilícito.
Su otra mano había permanecido en la cintura de Penelope. Sujetándola, reteniéndola. Ahora, presionando de nuevo bajo ella, se deslizó hacia abajo hasta que su palma le alcanzó el trasero para luego pasearse por él, valorándolo más que poseyéndolo, aunque con la promesa de que no tardaría en hacerlo. Su peso sobre ella la retenía, la aplastaba, apretándola contra la mano indagadora. Incluso a través de las faldas y enaguas, el contacto de Barnaby irradiaba calor, un calor húmedo y un tanto apremiante que se transmitía a su piel.
Una extraña agitación se adueñó de Penelope. Como si se abriera un pozo, un vacío, un apetito. Saboreaba el deseo en su beso, lo sentía en su contacto. ¿Era aquello la pasión, creciendo a modo de respuesta?
Interrumpiendo el beso, Barnaby la miró. Los párpados le pesaban, su azul era intenso. Entonces sus labios dibujaron una sonrisa peligrosa y rodó sobre el lecho, arrastrándola consigo.
Ella soltó un grito ahogado, le agarró los hombros e hizo ademán de apartarse cuando Barnaby quedó tumbado boca arriba, recostado en los almohadones, pero el peso de su brazo en la espalda la retuvo contra él. La atrajo hacia sí para que sus labios pudieran atrapar los suyos otra vez, para volver a nublarle los sentidos.
Una vez atrapada, el apretón de sus brazos cedió. Su nueva postura le alborotó los sentidos, despertándolos con desacostumbrada conciencia. Las faldas se le habían subido al voltearse; si bien aún había seda entre ambos, entre sus muslos y los costados de Barnaby, las faldas se le habían abierto por detrás y ahora cubrían las piernas de Barnaby, dejando su trasero expuesto si era lo bastante tonta, lo bastante licenciosa, como para sentarse.
Por el momento se contentó con dar tiempo a sus sentidos para que se acostumbraran a la inesperada postura, al sólido y musculoso calor de Barnaby entre sus muslos, a la dureza contra la que éstos se apretaban.
Entonces notó que los dedos de Barnaby desabrochaban deprisa los cordones de su espalda.
El no se detuvo hasta que hubo desabrochado todos los cordones y la parte trasera del vestido quedó abierta. Dejó que sus manos se pasearan por la tela, apartándola hacia los lados, hallando una vez más la tenue seda de la camisola que le protegía el cuerpo de su contacto directo.
La impaciencia se adueñó de Barnaby, que la domeñó. Interrumpiendo el beso, la instó a alzarse. Alargando las manos, tiró hacia arriba de sus rodillas, pegándolas a su torso, de modo que cuando ella puso las manos en su pecho y empujó, se encontró sentada a horcajadas encima de él.
Como Barnaby estaba recostado sobre las almohadas, Penelope quedaba sentada encima de su cintura, con los senos a la altura de su rostro.
Justo donde él los quería.
Torció el gesto con expectación cuando levantó las manos para bajarle el vestido de los hombros.
Mientras las mangas se deslizaban por los brazos, atrapándolos, Penelope lo miró a la cara. Barnaby no la estaba mirando a ella sino a lo que había dejado al descubierto. Su expresión era forzada y apenas revelaba nada, como si controlase algo muy grande en su fuero interno. Todo parecía bajo control, tanto él mismo como ella. Pero entonces le entrevió los ojos, y el ardor y la lujuria que encendía el azul de sus iris la impresionó y excitó.
Una parte de ella estaba asombrada de no sentir el menor asomo de modestia, más bien lo contrario. Deseaba aquello, sabía que era así, y estaba decidida a saborear cada instante por más escandaloso que fuera.
Mientras absorbía los matices que ardían en la mirada de Barnaby al recorrer la turgencia aún parcialmente tapada de sus senos, las hondonadas, los picos, sintió crecer una sutil sensación de triunfo.
Había sentido algo semejante con él una vez, una sensación de poder, la sensación de que ella, su cuerpo, podía hacerle cautivo. Captar y retener su atención hasta hacerle olvidar todo lo demás. Incluso cuando las manos de Barnaby le cogieron la muñeca para desabrochar los minúsculos botones que le cerraban los puños, su mirada no se apartó ni un segundo.
Deprisa, en silencio, finalizó la tarea y luego le quitó las mangas, liberándole las manos, que Penelope puso una vez más en sus hombros. Mientras el corpiño cedía con un leve frufrú, arrugándose en torno a su cintura, aguardó, complacida por la tensión de la expectativa.
No acabó de sorprenderla que Barnaby cogiera los extremos del lazo que mantenía cerrado el cuello plisado de su fina camisola.
Barnaby acarició entre los dedos el minúsculo cordón de seda. Se había preguntado qué llevaba Penelope debajo de los vestidos; había fantaseado y ahora ella no le decepcionaba.
La camiseta era austera y sencilla, ni un volante ni un fleco a la vista. Pero era de la seda más fina, ligera y vaporosa que él había visto jamás; diáfana, casi translúcida, susurraba sobre la piel como la caricia de un amante atrevido, libertino, seductor.
La innata sensualidad que había percibido en ella desde la primera vez era a todas luces real, no una fantasía. La constatación aumentó la tensión de sus músculos, ya tensos, hasta un grado superior de anhelo.
Eso era algo que en verdad no necesitaba; ya estaba combatiendo impulsos más intensos, más carnales de los que hubiese experimentado nunca. Supuso que el hecho de que Penelope fuera virgen, de que él sería el primero en verla de aquel modo, el primero en poseerla, era lo que alimentaba tan desenfrenados deseos.
Inspiró hondo, procurando afianzar un control que era menos firme de lo que le hubiera gustado, y levantó ambas manos hacia sus senos. En adoración.
Ni grandes ni pequeños, parecían modelados para sus manos, para él. Los acarició lentamente, a través de la seda, ora rozándolos, ora apretándolos. Con suavidad circundó los pezones erectos hasta que Penelope cerró los ojos y se revolvió, inquieta, encima de él.
Barnaby se tomó su tiempo, recreándose, notando la creciente tensión que le arqueaba la espalda, que entrecortaba su respiración y la hacía empujar, buscando otro contacto tentador.
Ella tenía los ojos cerrados, una arruga de concentración entre las cejas mientras absorbía cada minúscula sensación. Curvando los labios con una sonrisa rapaz, Barnaby se echó hacia delante y lamió.
Penelope soltó un grito ahogado, pero no abrió los ojos.
Ese sonido penetró en el alma de Barnaby. Lamió otra vez, y prodigó lengüetazos al brote enhiesto hasta que Penelope le hincó los dedos con desesperación. Sólo entonces se arrimó más a ella, atrapó la carne palpitante en la boca y chupó.
La joven gimió roncamente, y una vez más, aquel simple sonido fue un acicate para Barnaby, tanto para mitigar como para aumentar el ansia y el dolor que provocaba en ella. Para volverla loca.
Jadeante, con la cabeza dándole vueltas, Penelope no estaba segura de cuánto más podría aguantar. Barnaby seguía dándose un festín con sus senos; aun teniéndolos cubiertos por la camisola, el penetrante placer de su boca húmeda y caliente, de su áspera lengua, le llegaba a lo más hondo, suscitando ardorosas sensaciones que la recorrían en todas direcciones, yendo a concentrarse en la ingle, donde se sentía caliente, húmeda e hinchada, a tal punto que la carne le dolía y palpitaba.
Una vez más, él pareció saberlo. Sus manos le habían soltado los senos para sujetarle la cintura mientras se atiborraba de aquellos picos henchidos, pero ahora le levantaban las faldas y las enaguas para colarse debajo.
Y sobar sus caderas desnudas para, despacio, deslizarse hacia sus muslos desnudos.
Acto seguido, todavía más lentas, volvían a subir.
Gracias a la postura de ella, Barnaby podía acariciarla a su antojo. Continuaba atendiendo a sus senos, causándole un placer embriagador, manteniéndola en precario equilibrio sobre las rodillas de modo que tuviera que cogerlo de los hombros para no caer.
Aunque tenía los ojos cerrados, a medida que las caricias devinieron más explícitas debajo de las faldas, que aquellos dedos largos, elegantes y expertos se deslizaban entre sus muslos y la acariciaban haciéndola temblar, Penelope se sabía observada por su ardiente mirada, que le abrasaba el rostro y los senos palpitantes.
Entonces Barnaby volvió a meterse un pezón en la boca y chupó con más avidez. Penelope gritó, soltando un breve y agudo jadeo de placer; con la cabeza hacia atrás, la columna vertebral tensa, trató desesperadamente de llenar los pulmones al tiempo que los dedos de Barnaby se deslizaban por la resbaladiza hendidura de su entrepierna y, lenta e inexorablemente, penetraban su cuerpo.
Barnaby hundió un dedo dentro de ella y lo agitó. Lo retiró para acariciarla de nuevo, tocarla de nuevo, palparla de nuevo, para luego penetrarla y agitar el dedo otra vez.
Penelope jadeaba por las explosivas sensaciones que la invadían, sintiendo que el calor se extendía al tiempo que el ansia aumentaba, el deseo y la pasión combinándose sin fisuras, las llamas de uno y el ardor de la otra provocando una conflagración.
Un incendio orquestado por él, que le proporcionaba todo aquello, avivando los fuegos para luego dejar que menguara la combustión. A tal punto que Penelope supo que se consumiría y acabaría por morir.
Una y otra vez, Barnaby la llevó hasta el límite, y en cada ocasión la intensidad del deseo aumentaba y le asolaba la conciencia y los sentidos, la voluntad.
Obligándose a abrir los ojos, entrevió a Barnaby chupándole el seno. Lo que vio en su semblante fue tan crudo que le liberó la mente, brindándole un fugaz instante de lucidez que la llevó a preguntarse si sabía lo que estaba haciendo, si realmente entendía lo que ella misma había propiciado.
De que él la quería y la deseaba no tenía la menor duda, pero que él quisiera que ella lo deseara a su vez, que lo quisiera con la misma urgencia descarnada que percibía en él, fue toda una revelación.
De repente entendió el propósito oculto tras su repetitiva estimulación, cada vez llevando sus sentidos a nuevas alturas, abriéndole el deseo a nuevos abismos de necesidad.
Mientras eso pensaba, la mano de Barnaby se metió entre sus muslos y apretó, juntó un segundo dedo al primero para dilatarla, preparándola descaradamente para el asalto final.
Penelope gimió, se aferró, volvió a cerrar los ojos con fuerza mientras el mundo tal como lo conocía devenía más brillante, terso, perfilado por la luz; pero entonces él retiró los dedos, dejándola con la extraña sensación de estar flotando en el aire.
Antes de tener ocasión de regresar a la realidad y protestar, la boca y las manos de Barnaby la abandonaron por completo y, acto seguido, notó que le recogía el vestido.
– Ha llegado la hora de quitarse esto.
Su voz sonó tan grave que Penelope tardó un momento en descifrar lo que le había dicho. No fue de gran ayuda; lo único que pudo hacer fue obedecer y dejar que él le quitara el vestido por la cabeza.
Barnaby desabrochó en un periquete los lazos de las enaguas, las cuales siguieron el mismo camino que el vestido, arrojadas a un rincón.
Ella quedó de rodillas, a horcajadas sobre sus caderas, cubierta tan sólo por el leve velo de la camisola.
La luz dorada de las velas la bañaba; mirándola, absorbiendo vorazmente cada una de sus curvas, cada línea esencialmente femenina, Barnaby apretó los dientes para refrenar el impulso de arrancarle la delicada, tela, de un tirón.
Ardía en deseo como no le había ocurrido jamás. Si no la poseía pronto… Pero Penelope era virgen; tenía que hacerlo despacio, con ternura. Incluso si la lentitud y la ternura ya no estaban disponibles en su fuero interno.
Una necesidad primitiva, ávida y voraz, le arañaba las entrañas y le recorría las venas.
Lo único que pudo hacer fue agarrar el cordón de seda que antes había palpado y tirar, no desgarrar, lo bastante para quitársela.
– Esto también fuera. -Apenas reconoció su propia voz, que parecía surgir de lo más hondo de su ser. Del yo que mantenía enterrado y ella hacía aflorar.
Por qué Penelope sacaba a la superficie ese lado suyo más primitivo era algo que Barnaby desconocía; sólo sabía, que lo hacía, que de un modo u otro tenía que lidiar con aquella presencia masculina; más primaria que, por obra de aquella joven, se había ido adueñando de su cuerpo y su mente.
De improviso, Penelope lo miró de hito en hito. Sus insondables ojos negros prometían… Entonces se movió encima de él, cruzando los brazos, alcanzando el bajo de la camisola… Con un movimiento fluido se la quitó por la cabeza y luego, mirándole de nuevo a los ojos, la lanzó lejos.
Barnaby notó más que oyó un gruñido, y cayó en la cuenta de que resonaba en su garganta. Moviéndose de modo instintivo, sus manos la cogieron por la cintura.
Le costó un esfuerzo tremendo pero apretó los dientes, tiró de las riendas y puso freno al impulso de lanzarse precipitadamente a concluir la faena. Se contuvo a duras penas de levantarla, desabrocharse la bragueta del pantalón y liberar su turgente erección para luego darle la vuelta y hundírsela entre los muslos.
«Más tarde», prometió a su yo primitivo.
«No lo dudes», masculló éste e, indignado, dio su brazo a torcer, aceptando de nuevo el control de Barnaby, permitiéndole volver a comenzar, con ella tendida boca arriba debajo de él.
Pero esta vez ella estaba desnuda.
Gloriosamente desnuda.
Todo él, su yo civilizado en completo acuerdo con su lado más primitivo, se regocijó. Mentalmente, se relamió.
Agachó la cabeza y la besó a fondo, a conciencia, explorando de nuevo las maravillas de su boca, asegurándose de paso la conformidad de Penelope, incapaz de discutir, siquiera de hablar.
O así tendría que haber sido, pero cuando se apartó y levantó la cabeza, su siguiente meta brillando como un faro entre la bruma sensual que le envolvía la mente, se dio cuenta de que Penelope estaba retorciéndose, tirando…
Barnaby pestañeó y la miró. Ella frunció el ceño.
– Tu camisa.
– ¿Qué le pasa?
– Estoy desnuda… pero tú no. Quiero… que te desnudes.
Él hizo rechinar los dientes, pero quería que ella quisiera precisamente aquello. Mordiéndose la lengua para no murmurar una maldición, giró para tenderse boca arriba; tardó exactamente diez segundos en librarse de los pantalones y la camisa.
Entonces giró de nuevo y la inmovilizó.
La miró a los ojos.
– ¿Satisfecha?
Ella había abierto mucho los ojos. Barnaby no estaba seguro de cuanto había entrevisto, pero aquella mirada daba entender que bastante.
– Ah… -Casi se le quebró la voz. Carraspeó. -Supongo…
Aquel susurro gutural socavó su autocontrol.
– No pienses en ello -gruñó Barnaby, y la besó otra vez. Más a fondo, con más avidez, dando libertad suficiente a sus instintos más implacables para asegurarle de que esta vez, al levantar la cabeza, Penelope no estaría en condiciones de volver a distraerle.
Pero no había tenido en cuenta sus manos. Ni su manera de tocar.
¿Cómo era posible que unas manos femeninas tan pequeñas y frágiles pudieran ejercer tanto poder sobre él? No tenía ni idea. Pero cuando pasaron de agarrarle los costados a deslizarse hacia el pecho, lo único que pudo hacer fue cerrar los ojos y estremecerse.
Y aguardar, de súbito atrapado en el afilado anzuelo de la expectativa, mientras ella separaba los dedos y exploraba, apretando a través del vello hirsuto para dibujar el contorno de sus músculos, acariciando con vacilación sus pezones antes de deslizarse hacia abajo, rozando los surcos de su vientre como si estuviera embelesada.
Barnaby estaba subyugado, ella lo mantenía inmóvil sin esfuerzo mientras exploraba su cuerpo con delicadeza, arrasando su dominio de sí mismo, carbonizándolo hasta que sólo quedó un pequeño rescoldo. Desesperado, entreabrió los ojos y vio la fascinación de su expresión, el profundo brillo de sus ojos.
Fascinación, embeleso, arrobo sensual; ambos parecían afectarse mutuamente del mismo modo. En la misma medida y, muy posiblemente, con el mismo fin, la misma pasión devoradora que todo lo engullía.
Darse cuenta de ello arruinó el poco autodominio que aún conservaba. Sus instintos más primitivos burlaron la guardia e insidiosamente se adueñaron de él, y Barnaby gimió, dándose por vencido. Bajando la cabeza, volvió a besarla.
Vorazmente, tal como su auténtica naturaleza deseaba.
Ávidamente, como si ella fuese su único socorro, la única dulzura que saciaría sus deseos.
Se zambulló en su boca y tomó; y ella dio. Lejos de retirarse ante su agresiva arremetida, Penelope le recibió con entusiasmo, le alimentó ardientemente y, aunque pareciera increíble, le alentó.
Cuando volvió a levantar la cabeza, ésta le daba vueltas, embriagada del sabor y el aroma de Penelope, que jadeaba. Barnaby se deslizó para probar sus senos otra vez. Más agresivamente, más implacable y posesivo.
Penelope consintió, disfrutando pese al esfuerzo por dominar las sensaciones que Barnaby le provocaba; luchando, como bien sabía él, por consolidar cierto grado de control que sería mejor que ella no lograra. Cuando se le escapó un leve gemido, cuando sus dedos dejaron de apretarle los rizos, Barnaby se supo a salvo.
Siguió desplazándose hacia abajo, recorriendo con los labios el cuerpo de Penelope. Su lengua hurgó en el ombligo; ella dio un grito ahogado y le agarró la cabeza otra vez, tan conmocionada por la nueva sensación que ni siquiera podía pensar. Hilvanar pensamientos coherentes ya no estaba a su alcance. Era incapaz de discurrir. Barnaby se había servido de los sentidos para anularle la capacidad de razonar.
Sólo le quedaba sentir. Gloriosas oleadas de sensaciones que crecían y rompían contra ella para anegarla en sucesivas embestidas.
Deliciosas, ilícitas, peligrosas tal vez; sin embargo, ella se entregaba sin reservas a cuanto Barnaby le ofrecía, a cuanto él deseaba. Penelope quería saber y ahora él le estaba enseñando más de lo que ella hubiese soñado jamás.
Bajó todavía más, deslizando el cuerpo firme entre sus piernas, obligándola a separar las rodillas para acomodarse mejor; ella se amoldó sin rechistar. Ardorosos besos puntuados por mordiscos cubrieron aquel vientre sedoso, y Penelope se retorció, presa del doloroso ardor que titilaba y llameaba en su interior.
La sensación de Barnaby deslizándose contra su piel le proporcionaba un sorprendente y perturbador placer. Más dura y áspera que la suya, cubierta de abrasivo vello rizado, la piel de él originaba contra la suya, en comparación suave y delicada, una respuesta física primordial de sus respectivas virilidad y feminidad, y del contraste entre ambas.
Los labios de Barnaby resbalaron hasta el pliegue entre el muslo y la ingle, haciendo que Penelope volviera a suspirar. Con la punta de la lengua lo recorrió hacia adentro, trazando una línea ardiente lanzada hacia…
Penelope frunció el ceño. ¿Qué…?
Lo que Barnaby hizo a continuación la obligó a sofocar un chillido.
En el segundo y más intrusivo roce de los labios de Barnaby contra su vello púbico, Penelope forcejeó y trató de agarrarle los hombros, pero él, con el brazo que apoyaba en su cintura, la mantuvo tendida mientras con la otra mano le agarraba un muslo justo por encima de la rodilla y lo apartaba hacia un lado…
Abriéndola para poder verla bien.
Extasiada, Penelope permaneció inmóvil, la mirada fija en la cabeza de Barnaby, en lo que alcanzaba a descifrar en sus duras y angulosas facciones. Lo que acertó a ver… Dios la asistiera.
Entonces él posó los labios en su vulva.
Con un jadeo entrecortado, Penelope chilló su nombre, intentó desesperadamente zafarse, le agarró la cabeza, enredando los dedos en su pelo, y sintió una sacudida en todo el cuerpo mientras la sensación de él besando, lamiendo y, oh Dios, chupando la atravesaba como un reguero de pólvora, un rugiente incendio que le derritió los nervios y la dejó convertida en un charco de necesidad fundida.
Se tumbó soltando un quejido. Con los ojos cerrados, no tuvo más remedio que permanecer tendida y dejar que Barnaby le enseñara lo que ella había querido saber; dejar que las sensaciones se adueñaran de ella, dejar que le llenaran la mente y le aniquilaran los sentidos.
Dejar que él y las sensaciones la arrollaran.
Que se la llevaran a donde el deseo imperaba y la pasión prevalecía, donde sólo importaban su fogosidad y la voraz y ávida necesidad que dejaba en su estela.
La lengua de Barnaby lamía, sus labios acariciaban, y el calor derretía las entrañas de la joven. Con cada contacto, el fuego ardía más brillante. Más intenso. Más candente.
Hasta que se convirtió en ella misma, lo único que en ese instante importaba.
Una verdadera consumición. Una auténtica rendición.
Pero la fogosa tensión no hizo sino aumentar hasta que Penelope se quedó sin aliento, hasta que las hebras de deseo, todo fuego y ardor, la envolvieron estrechándola tanto que se vio al borde del desmayo.
Entonces Barnaby repitió con la lengua lo que antes había hecho con el dedo, una lenta y lánguida penetración y retirada.
Y Penelope se hizo añicos, pulverizada en un millón de esquirlas de calor, luz y gloria.
Soltó un grito ahogado y se dejó llevar, absorbiendo el momento con avidez. Pero el brillo menguó, dejándola aturdida y extrañamente vacía, curiosamente expectante, como si faltara algo más.
Se sentía como si los músculos del cuerpo se le hubieran licuado, liberándola de toda tensión, pero aun así seguía sedienta.
Abrió los ojos y bajó la vista hacia Barnaby, que había levantado la cabeza y la estaba observando. Entonces cambió de postura, alzándose sobre ella como un poderoso dios.
Penelope apoyó una mano en su pecho y lo acarició suavemente. Pese al leve contacto pudo notar la acerada tensión contenida en su fuero interno. Sintiéndose casi omnipotente, sabiendo que esa tensión la provocaba ella, que nacía del deseo por ella, halló fuerzas para arquear las cejas.
– ¿Eso es todo? -Sabía perfectamente que no era así.
Barnaby la miró de hito en hito. Le había abierto los muslos y ahora encajó sus caderas entre ellos. Penelope notó la gruesa punta de su erección buscando y encontrando su vulva; allí se detuvo, haciéndola estremecer.
Apoyando los brazos en las almohadas para rodearle la cabeza, Barnaby buscó sus labios; tomó su boca con un lento, profundo y arrebatador beso que una vez más le hizo perder la cabeza, tanto así que cuando por fin terminó de besarla se encontró sin aliento. A una distancia de unos centímetros, la miró a los ojos.
– Eso era el preludio. Y esto -empujó despacio, potente y firme, hundiéndose en su resbaladizo calor -es el principio del espectáculo principal.
Notó la barrera de su virginidad, la tanteó, antes de retirarse y empujar bruscamente, con más fuerza, abriendo una brecha y penetrando en su ardiente cavidad.
La impresión fue como una descarga y Penelope hizo una mueca de dolor.
Maldiciendo para sus adentros, Barnaby se detuvo, apretando los dientes por el esfuerzo de contener sus embravecidos impulsos; su lado primitivo quería penetrarla de inmediato y gozar sin restricciones, pero ella era menuda y él no.
Con la cabeza gacha, los músculos tensos y vibrantes, la respiración áspera en los oídos de Penelope, se esforzó en darle tiempo para que se adaptara.
Así lo hizo ella, poco a poco, insegura sobre hasta qué punto debía llegar, hasta qué punto era seguro relajarse. Sus músculos se fueron soltando por fases.
Apretando los dientes, Barnaby le dio todo el tiempo que pudo y luego la miró, buscándome ojos.
– Estás bien.
No fue una pregunta. Penelope lo miró pestañeando; sus ojos negros, brillantes lagos a la luz de las velas. Su expresión devino distante un momento, como si comprobara la validez de aquella afirmación, y su mirada volvió a centrarse en él. Y había maravilla en sus ojos.
– Sí. Tienes razón. -Sus labios se curvaron y los últimos restos de tensión fruto del pánico se disiparon.
Una tensión diferente vino a llenar ese vacío, reclamando a Barnaby y todos sus instintos.
El repentino brillo de los ojos de Penelope, el sutil ensanchamiento de su sonrisa, el modo en que su mano se deslizó para acariciarle la nuca, la manera en que le sostuvo la mirada, incitante, atractiva, una hembra que percibía su valía, todo eso revelaba que ella lo sabía, que sabía el efecto que causaba en él, que sabía exactamente lo que él deseaba hacer, y consentía. De todo corazón.
Con un gruñido, Barnaby se rindió a su apremio y posó sus labios en los de ella para besarla con toda el alma. Luego se apartó y empujó de nuevo, transportando a Penelope -y a él mismo- al territorio del puro placer sensual. Se mantuvieron allí con cada lenta y medida embestida, cada profunda y contundente penetración.
Igual que cuando bailaban, Penelope le seguía. Su cuerpo se ondulaba debajo del de él, complementando, ajustándose, recibiendo, tomando, dando.
El placer se henchía, manaba, se arremolinaba en torno a ellos, volviéndose más ardoroso, más insistente, más intenso.
Barnaby se negaba a darse prisa y, maravilla de las maravillas, Penelope no le acuciaba sino que se adaptaba a él, dispuesta a cabalgar con él, manifestando curiosidad y deleite en cada jadeo, cada susurro alentador, cada provocativa caricia de sus dedos.
Ahí donde tocara, la piel de Barnaby ardía, pero eso no era nada comparado con el encendido calor de su vaina, que lo agarraba, tiraba de él ardiente y mojada, lo tomaba en sus adentros y se regocijaba en el acto.
Debajo de él, ella se retorcía; a medida que el ritmo inevitablemente aumentaba, se aferraba, hincando las uñas para agarrarlo bien y alentándolo a seguir.
Barnaby respiraba entrecortadamente y acataba. Las sensaciones que lo envolvían, el cuerpo lozano de Penelope, su pasión, el ofrecimiento de su deseo, otorgaban a aquel acto que tan bien conocía un colorido más vivo e intenso del que hubiera experimentado jamás.
Cada movimiento, cada contacto de sus cuerpos, cada intercambio, parecía más cargado de sentimiento. Sensación táctil, cierto, aunque al mismo tiempo transmitía algo más profundo y delicado, algo distinto. Una parte intangible de ambos. Como si mediante aquel acto hubieran accedido a un plano superior y se estuvieran comunicando a un nivel más visceral.
Ahora él no podía pensar en ello, definirlo. Tenía la mente inundada de sensaciones que le anulaban la razón. No se lo habría creído si se lo hubiesen contado: que ella, una joven inocente, por más leída que fuera, pudiera, de manera tan fácil, completa y absoluta encajar con él, con sus experimentadas facetas sensuales, más aún, con las pasiones instintivas que normalmente reprimía, sujetándolas con rienda corta para no asustar a sus parejas.
Penelope, al parecer, no veía sentido en echar mano de rienda alguna. Mientras sus pasiones aumentaban fundiéndolos en un prolongado abrazo, mientras se dejaban llevar alocadamente por el ímpetu del momento, lejos de rezagarse, ella se volvía más exigente.
Hasta que Barnaby simplemente se rindió, soltó las riendas y dejó que ambos se deleitaran en un placer sin restricciones.
La joven dio un grito ahogado y, sin que nadie se lo indicara, levantó las piernas, le envolvió las caderas y lo metió más adentro, incitándolo a profundizar más.
Hasta que Barnaby sintió que tocaba el mismísimo sol.
Con un chillido apagado, ella alcanzó un orgasmo demoledor. Y arrastró a su pareja consigo, reclamando con sus contracciones su clímax, su potente y desenfrenada entrega desencadenando la de él, dejándolo, por lo que en ese glorioso instante pareció la primera vez, total y absolutamente libre.
En el instante en que él se vació dentro de ella, se sintió como si acabara de entregarle el alma.
Segundos después, entreabrió los ojos y la vio despatarrada debajo de él, con los ojos cerrados, las facciones desprovistas de pasión salvo por la gloriosa sonrisa que le curvaba los labios.
Sus propios labios se curvaban con similar placer saciado. Se retiró y se dejó caer a un lado, alargando el brazo para arrimarla a él.
Mientras la saciedad extendía sus suaves alas sobre ellos, Barnaby rezó para que si en efecto le había entregado el alma, ella estuviera de acuerdo, en algún momento no muy lejano, en corresponderle y entregarle la suya.