CAPÍTULO 03

– A instancias del padre de Dick, la señora Keggs y yo fuimos a verle hace dos semanas.

Penelope miraba el paisaje urbano que desfilaba por la ventana del coche de punto. Habían hecho señas al carruaje desde la parada que había frente al Hospital Infantil; el conductor los había admitido encantado y enfilado hacia el este a buen paso.

Su avance se ralentizó en cuanto entraron en las estrechas y atestadas callejas de lo que los londinenses llamaban el East End. Un conglomerado de apretujadas casas destartaladas, edificios de pisos, talleres y almacenes en su día construidos alrededor de las antiguas aldeas extramuros de la vieja muralla de la ciudad; con los siglos, las toscas construcciones se habían fundido en un miserable, oscuro y a menudo frío y húmedo batiburrillo de viviendas desastradas.

Clerkenwell, el barrio al que se dirigían, no era tan malo, tan superpoblado y potencialmente peligroso como otras partes del East End.

– El padre de Dick, el señor Monger, tenía la tisis. -Penelope se balanceó cuando el coche giró en Farringdon Road. -Estaba claro que no iba a recuperarse. El médico del distrito, un tal señor Snipe, también estaba presente; fue él quien nos mandó aviso cuando el señor Monger falleció.

En el asiento de enfrente, Adair iba frunciendo el entrecejo a medida que se aventuraban por calles cada vez más humildes.

– ¿Recibieron el mensaje de Snipe ayer por la mañana?

– No. La noche anterior. Monger murió hacia las siete.

– Pero usted no estaba en el orfanato.

– No.

Adair la miró.

– Pero si hubiese estado…

Penelope se encogió de hombros y apartó la vista.

– Por las noches, nunca estoy.

Por supuesto, habida cuenta de las cuatro desapariciones, ya había dado instrucciones de que la noticia de la muerte de un tutor le fuera transmitida de inmediato allí donde se encontrara. La próxima vez que hubiera que recoger a un huérfano, tomaría el carruaje de su hermano, su cochero y un mozo de cuadra, y saldría disparada hacia el East End fuera la hora que fuese… pero no le pareció conveniente explicárselo a su acompañante.

Le constaba que Adair conocía a su hermano Luc, que además era su tutor; adivinaba lo que estaría pensando: que Luc sin duda no aprobaría que ella fuera a esos barrios poco menos que a solas. Y, desde luego, menos aún de noche.

En eso Adair acertaba de pleno; Luc no se figuraba lo que su puesto de «administradora» conllevaba. Y preferiría con mucho que siguiera sumido en la ignorancia.

Echó un vistazo por la ventanilla y la alivió ver que casi habían llegado a su destino; una distracción muy oportuna.

– En este caso, tres vecinos vieron y hablaron con el hombre que se llevó a Dick la mañana después de que Monger muriera. Su descripción del hombre en cuestión encaja con la que dieron los vecinos en los tres casos anteriores.

El carruaje aminoró la marcha casi hasta detenerse y luego giró con dificultad para entrar en una calle muy estrecha en la que a duras penas cabía.

– Ya hemos llegado -dijo Penelope, incorporándose en cuanto el carruaje paró; pero Adair se le adelantó, asiendo el pomo de la portezuela, lo cual la obligó a apoyarse de nuevo contra el respaldo para que él pudiera abrir y apearse.

Eso hizo él, y bloqueó la salida mientras echaba un vistazo en derredor.

Penelope se mordió la lengua y reprimió las ganas de asestarle un fuerte golpe entre los hombros. Unos hombros muy hermosos, cubiertos por un abrigo a la moda, pero que le entorpecían el paso. Tuvo que contentarse con fulminarlo con la mirada.

Finalmente, sin prisas, ajeno a su enojo, se movió. Se hizo a un lado y le ofreció la mano. Aferrándose a sus modales, Penelope se armó de valor y le entregó la suya; no, el efecto de su contacto -de sentir sus largos y fuertes dedos tomar posesivamente los suyos- aún no había menguado. Diciéndose a sí misma con mordacidad que Adair estaba allí a petición suya -ocupando, y con mucho, demasiado espacio en su vida y distrayéndola, -le permitió ayudarla, aunque soltándose en cuanto bajó del coche.

Sin dignarse mirarlo, abrió la marcha señalando la casucha que tenían delante.

– Ahí vivía el señor Monger.

Su llegada, como era natural, había llamado la atención; rostros se asomaban por ventanas mugrientas; manos apartaban colgaduras donde nunca había habido cristales.

Penelope señaló la casa de al lado; había una mesa de madera dispuesta enfrente.

– Su vecino es zapatero remendón. El y su hijo vieron a nuestro hombre.

Barnaby vio que un tipo andrajoso los miraba desde debajo del toldo que protegía la mesa. Penelope fue a su encuentro; él la siguió pisándole los talones. Si ella reparaba en la miseria y la suciedad que la rodeaba, por no mencionar los olores, no dio la menor muestra de ello.

– Señor Trug. -Penelope saludó al zapatero con un gesto de asentimiento y éste, receloso, inclinó la cabeza. -Le presento al señor Adair, experto en investigar sucesos extraños como la desaparición de Dick. Aun a riesgo de importunarlo, quería pedirle que le explicara cómo era el hombre que se llevó a Dick.

Trug observaba a Barnaby, y éste sabía qué estaba pensando. ¿Qué iba a saber sobre golfillos desaparecidos un encopetado como él?

– ¿Señor Trug? Por favor. Queremos encontrar a Dick cuanto antes.

Trug lanzó una mirada a Penelope y carraspeó.

– Vale, muy bien. Fue ayer por la mañana temprano, apenas era de día. Un hombre llamó a la puerta del viejo Monter. Mi hijo Harry estaba a punto de irse a trabajar. Se asomó y dijo al tipo que Monger estaba muerto y enterrado. -Miró a Barnaby. -Era un tipo bastante educado. Se acercó y explicó que había venido a recoger a Dick. Entonces fue cuando Harry me llamó.

– ¿Qué aspecto tenía ese sujeto?

Trug levantó la vista hacia los rizos rubios de Barnaby.

– Más alto que yo, pero no tanto como usted. Ni tan ancho de espaldas. Un poco más barrigón, aunque fornido.

– ¿Se fijó usted en sus manos?

Trug se mostró sorprendido por la pregunta, pero luego su expresión devino pensativa.

– No tenía pinta de matón, ahora que lo pienso. Y tampoco de peón ni de nada por el estilo… No tenía callos en las manos. Dependiente o… bueno, lo que él dijo. Que trabajaba para las autoridades.

Barnaby asintió.

– ¿Ropa?

– Abrigo grueso, nada especial. Gorra de tela, lo normal. Botas de trabajo como las que llevamos todos los de por aquí.

Barnaby no siguió la mirada de Trug cuando éste la bajó a sus lustrosas botas altas.

– ¿Qué hay de su forma de hablar, de su acento?

Levantando la vista otra vez, Trug pestañeó.

– ¿Acento? Bueno… -Volvió a pestañear y miró a Penelope. -¡Mecachis, en eso no había caído! Era de por aquí. Del East End. Seguro.

Penelope miró a Barnaby.

El la correspondió y luego miró a Trug.

– ¿Su hijo está en casa?

– Sí. -Trug se volvió pesadamente para asomarse al interior. -Ya está de vuelta. Voy a llamarlo.

El hijo corroboró cuanto había dicho su padre. Cuando le pidieron que calculara la edad del intruso, torció los labios antes de pronunciarse.

– No era mayor. Como de mi misma edad; y tengo veintisiete. -Sonrió a Penelope.

Con el rabillo del ojo, Barnaby la vio endurecer su oscura mirada.

– Gracias -dijo Barnaby.

Saludó a los dos Trug con la cabeza y dio un paso atrás.

– Sí, bueno. -El padre Trug volvió a situarse detrás de su banco de trabajo. -Sé que Monger quería que el pequeño Dick se fuera con la dama aquí presente, así que no me parece bien que ese tipo se lo llevara. Quién sabe qué tendrá en mente para él; igual mete al pobre crío a limpiar chimeneas, le guste o no.

Penelope palideció, pero si su expresión cambió fue para mostrar más determinación. También ella se despidió de los Trug.

– Les agradezco su ayuda.

Volviéndose, señaló la casita del otro lado del domicilio del padre de Dick.

– Tendríamos que hablar con la señora Waters -dijo. -Dick pasó la noche con ella, de modo que también habló con ese hombre.

En respuesta a la llamada de la campanilla que había junto a su puerta, la señora Waters salió de las profundidades de su abarrotado hogar. Era toda una madraza de tez rubicunda y pelo gris, lacio y sin vida, que confirmó la descripción de los Trug.

– Sí, unos veinticinco años, diría yo, y era de algún lugar de por aquí, aunque no cercano. Conozco las calles aledañas y no es vecino del barrio, por así decir, pero sí, tal como hablaba, seguro que es un east ender de pura cepa.

– O sea que era demasiado joven para ser alguacil o algo así -dijo Penelope mirando a Barnaby.

La señora Waters soltó un resoplido.

– Qué va, ése ni mandaba ni estaba a cargo de nada, se lo puedo asegurar.

A Barnaby le sorprendió tanta certidumbre.

– ¿Cómo lo sabe?

La mujer arrugó la frente y dijo:

– Porque ni siquiera sabía lo que estaba haciendo. Hablaba con cuidado, con muchísimo cuidado, como si alguien le hubiese enseñado qué decir y cómo decirlo.

– Así que piensa que alguien lo mandó aquí a hacer un trabajo, que era una especie de recadero.

– Exacto -asintió la señora Waters. -Alguien lo mandó a llevarse a Dick, y eso fue lo que hizo. -Su rostro ensombreció y levantó la vista hacia Barnaby. -Encuentre a ese desgraciado y devuélvanos a Dick. Es un buen chico que nunca ha dado problemas, no tiene ni pizca de malicia. No se merece lo que esos cabrones (usted perdone, señorita) se proponían hacer con él.

Barnaby inclinó la cabeza.

– Haré cuanto esté en mi mano. Gracias por su ayuda. -Le tendió la mano a Penelope. -¿Señorita Ashford?

Ella no se la aceptó y, tras despedirse de la señora Waters, se dirigió al coche de punto caminando junto a él. Pero tuvo que aceptar la mano para subir al carruaje. Después de indicar al cochero que regresara al orfanato, Barnaby subió a su vez y cerró la portezuela.

Se dejó caer en el asiento y repasó lo que habían averiguado.

Penelope interrumpió sus pensamientos.

– Entonces es posible que Dick no esté muy lejos. -Con los ojos entornados, parecía mirar sin ver al otro lado del carruaje. -¿Eso le sugiere algo, alguna actividad en concreto?

Barnaby tuvo en cuenta quién era y contestó:

– El East End es una zona muy extensa y densamente poblada. -«Y además está llena de vicio.»

Penelope hizo una mueca.

– Bien… ¿Y ahora qué?

– Si a usted no le importa, me gustaría exponerle lo que sabemos a un amigo, el inspector Basil Stokes de Scotland Yard.

La joven enarcó las cejas.

– ¿La policía? -Le sostuvo la mirada un momento y agregó: -A decir verdad, me cuesta creer que la policía de Peel vaya a manifestar mucho interés por la desaparición de unos niños indigentes.

La sonrisa de Barnaby fue tan cínica como el tono de Penelope.

– En condiciones normales, puede que tenga usted razón. No obstante, Stokes y yo nos conocemos. Además, lo único que haré será ponerlo al corriente de la situación y preguntarle su opinión. Hizo una pausa antes de proseguir. -Cuando se entere de lo que sabemos… -Si Stokes, como Barnaby, sentía el aguijón de la intuición… Pero no era preciso compartir tales ideas con Penelope Ashford. Encogió los hombros. -Ya veremos

Acompañó a Penelope al orfanato y luego siguió en el mismo coche hasta Scotland Yard. Entró en el insulso y discreto edificio que ahora albergaba a la Policía Metropolitana y fue hasta el despacho de Stokes sin que nadie se lo impidiese; casi todos los que trabajaban allí le conocían de vista y, además, su reputación le precedía.

El despacho de Stokes se encontraba en el primer piso. La puerta estaba abierta. Barnaby se detuvo en el umbral, miró dentro y sus labios fueron esbozando una lenta sonrisa al ver a su amigo, sin chaqueta y arremangado, escribiendo farragosos informes. Si había algo que Stokes deplorara de sus crecientes éxitos y posición era la ineludible redacción de informes.

Percibiendo una presencia, Stokes levantó la vista, le vio y sonrió. Soltó la pluma, apartó el montón de papeles y se reclinó contra el respaldo.

– Vaya, vaya… ¿Qué te trae por aquí? -Su tono fue de expectación.

Sonriendo, Barnaby entró en el despacho, de un tamaño lo bastante grande para acomodar a cuatro personas si fuera necesario. Situado ante la ventana, el escritorio y su silla estaban de cara a la puerta. Había un armario lleno de carpetas y el sobretodo de Stokes colgaba de una percha de pie. Desabrochándose su elegante abrigo, Barnaby dejó que se abriera al sentarse en una de las dos sillas delante del escritorio.

Buscó los ojos grises de Stokes. De estatura y constitución similares a las de Barnaby, moreno de pelo y de apariencia bastante circunspecta, resultaba difícil ubicar a Stokes en una clase social. Su padre había sido comerciante, no un caballero, pero por gentileza de su abuelo materno, Stokes había recibido una buena educación. Gracias a eso, comprendía la idiosincrasia de la nobleza y, por consiguiente, tenía más mano para tratar con los miembros de ese mundo selecto que cualquier otro inspector de la policía de Peel.

En opinión de Barnaby, el Cuerpo tenía suerte de contar con Stokes. Además, era inteligente y usaba el cerebro, lo cual era en parte el motivo de que hubiesen trabado una estrecha amistad.

Lo que a su vez explicaba que Stokes estuviera escrutándole con indisimulada impaciencia; esperaba que Barnaby lo salvase de sus informes.

Barnaby sonrió.

– Tengo un caso que, aunque se aparta de lo que solemos hacer, quizá te pique la curiosidad.

– Ahora mismo eso no será difícil. -Stokes tenía una voz gravé, bastante áspera, todo un contraste con la voz bien modulada de Barnaby. -Nuestros delincuentes elegantes han decidido irse de vacaciones muy pronto este año, o quizás se han retirado al campo porque hemos peinado demasiado la ciudad. En todo caso, soy todo oídos.

– La administradora del orfanato de Bloomsbury me ha pedido que investigue la desaparición de cuatro niños.

Sucintamente, Barnaby expuso cuanto había averiguado a través de la propia Penelope, de lo observado en la casa y durante la visita a Clerkenwell. Al hacerlo, su voz y su expresión traslucieron una gravedad que no había permitido ver a Penelope.

Cuando terminó diciendo «el hecho más relevante es que fue el mismo hombre quien se llevó a los cuatro niños», parecía bastante desalentado.

Stokes había endurecido su semblante. Los ojos entornados le daban un aire sombrío.

– ¿Quieres saber mi opinión? -Barnaby asintió. -Me suena tan mal como a ti. -Arrellanándose en su silla, Stokes golpeó el escritorio con un dedo. -Veamos… ¿Qué utilidad pueden tener cuatro niños de entre siete y diez años, todos del East End? -Y se contestó: -Burdeles. Grumetes. Deshollinadores. Ladrones a la fuerza. Por citar sólo lo más obvio.

Barnaby hizo una mueca; cruzó las manos sobre el abrigo y miró al techo.

– No me convence lo de los burdeles, gracias a Dios. Seguramente no se limitarían al East End para dar caza a tales presas.

– Desconocemos el alcance de esto. Quizá sólo sepamos de los casos del East End porque ha sido la administradora del orfanato quien te ha informado, y esa institución se dedica al East End.

– Cierto. -Barnaby bajó la mirada y la clavó en Stokes. -Así pues, ¿qué piensas?

Stokes adoptó una expresión pensativa. Barnaby dejó que el silencio se prolongara, pues tenía una idea bastante aproximada de las cuestiones que Stokes debatía mentalmente.

Al final, una lenta sonrisa depredadora curvó los finos labios de Stokes. Volvió a mirar a Barnaby.

– Como bien sabes, normalmente no tendríamos posibilidad de obtener permiso para buscar cuatro niños indigentes. Sin embargo, esos posibles usos que hemos mencionado… ninguno de ellos es cosa buena. Todos son, en sí mismos, delitos dignos de atención. Se me ocurre que entre el revuelo político que han levantado tus éxitos al encargarte de delincuentes aristócratas, y habida cuenta de que los jefes nos exhortan sin tregua a que se nos vea ecuánimes en nuestra labor, tal vez podría presentar este caso como una oportunidad para demostrar que al Cuerpo no sólo le interesan los delitos que afectan a los nobles, sino que está igualmente dispuesto a actuar para proteger a inocentes de la condición social más baja.

– Podrías señalar que en estas fechas el crimen entre los nobles sufre un parón estacional. -Ladeando la cabeza, Barnaby le sostuvo la mirada. -Dime, ¿crees que conseguirás autorización para trabajar en esto?

Stokes apretó los labios.

– Seguro que puedo utilizarlo para poner en juego sus prejuicios. Y su política.

– ¿Puedo hacer algo para ayudar?

– Podrías enviar unas líneas a tu padre, sólo para contar con su apoyo en caso necesario, pero aparte de eso… creo que me apañaré.

– Bien. -Barnaby se incorporó. -¿Eso significa que serás tú, en concreto, quien tome parte?

Stokes miró el montón de papeles que tenía junto al codo.

– Pues sí. Claro que seré yo quien se ocupe de este caso.

Sonriendo, Barnaby se puso en pie.

Stokes alzó la vista.

– Confío en hablar con el inspector jefe hoy mismo. Te mandaré aviso en cuanto tenga autorización. -Stokes se levantó y le tendió la mano.

Barnaby se la estrechó, la soltó e inclinó la cabeza a modo de saludo.

– Te dejo con tus estrategias de persuasión. -Se dirigió hacia la puerta.

– Una cosa más.

Barnaby se detuvo en el umbral y miró atrás. Su amigo ya estaba despejando el escritorio de papeles.

– Quizá quieras preguntar a la administradora del orfanato si esos niños tenían algo en común. Cualquier rasgo; si eran todos bajos, altos, corpulentos, flacos. Eso podría darnos indicios del móvil de esos canallas.

– Buena idea. Preguntaré.

Tras otra inclinación de la cabeza, Barnaby se marchó.


Había dicho que preguntaría, pero no tenía por qué hacerlo ese día.

No le apetecía buscar a Penelope Ashford esa misma tarde para hacerle preguntas. Había mencionado que sólo acostumbraba a estar en el orfanato por las mañanas. Aun suponiendo que la encontrara allí donde estuviera, no tendría sus archivos a mano para consultarlos.

Por supuesto, lo que había visto sugería que Penelope sería capaz de contestar a la pregunta de Stokes sin necesidad de ningún archivo.

Barnaby se detuvo en la escalinata del edificio de Stokes. Con las manos en los bolsillos del sobretodo, ahora abrochado para protegerse de la gélida brisa, contempló los edificios del otro lado de la plaza mientras decidía si perseguir a Penelope Ashford, aunque sólo fuera para hallar repuestas.

Siendo la clase de mujer que era, si le daba caza supondría que lo hacía para interrogarla.

Tranquilizado, sonrió, bajó los escalones y emprendió la marcha hacia Mount Street.

A fuerza de preguntar a los barrenderos, localizó Calverton House y llamó usando la aldaba. Aguardó un momento, luego la puerta se abrió y un imponente ayuda de cámara le miró a los ojos, enarcando las cejas con un gesto de autoritaria interrogación.

Barnaby sonrió con desenvuelto encanto.

– Con la señorita Ashford, por favor.

– Lamento informarle que la señorita Ashford ha salido, señor. ¿Puedo decirle quién ha preguntado por ella?

Barnaby dejó de sonreír y bajó la vista, preguntándose si debía dejar algún mensaje. Previendo cómo reaccionaría Penelope…

– Es el señor Adair, ¿verdad?

Miró al ayuda de cámara, cuya expresión era indescifrable.

– Sí.

– La señorita Ashford dejó dicho que en caso de que usted viniera, señor, le informara de que ha tenido que acompañar a lady Calverton a las visitas de la tarde y que, por consiguiente, preveía estar en el parque a la hora acostumbrada.

Barnaby disimuló una sonrisa. El parque. A la hora que dictaban las convenciones. Una combinación de lugar y momento que él solía eludir a toda costa.

– Gracias.

Dio media vuelta y bajó la escalinata. En la acera vaciló un instante y luego se encaminó hacia Hyde Park.

Corría noviembre. El cielo estaba encapotado y la brisa helaba. Casi toda la rutilante horda que poblaba los salones de baile elegantes ya había huido al campo. Sólo quedaban los vinculados a los pasillos del poder, dado que el Parlamento aún no había terminado sus sesiones. No tardaría en hacerlo, y entonces Londres quedaría desierto de miembros de la alta sociedad. Incluso ahora, las hileras de carruajes que uno debería hallar flanqueando la avenida se habían reducido considerablemente.

Tampoco habría tantas viudas y matronas, y mucho menos bonitas jovencitas que al verle se preguntaran por qué estaba tan resuelto a hablar con Penelope Ashford.

Atravesó Park Lane, entró raudamente por la verja y cortó camino a través del césped hacia donde solían reunirse los carruajes de las damas de la flor y nata londinense.

Su estimación acerca de la concurrencia en el parque resultó cierta y errada a un tiempo. Las matronas chismosas y las chicas coquetas por fortuna estaban ausentes, pero las sagaces ancianas y los ojos de lince de las esposas de políticos se hallaban bien presentes. Y por gentileza de la prominencia de su padre y los parientes de su madre, Barnaby resultaba reconocible al instante y de sumo interés para todas ellas.

El carruaje de los Calverton estaba arrimado al arcén en medio de la hilera de vehículos, lo cual le obligó a pasar ante la mirada de al menos la mitad de las damas congregadas mientras sorteaba a los paseantes. Lady Calverton estaba enfrascada en una conversación con otras dos damas de su edad; a su lado, Penelope tenía cara de aburrirse soberanamente.

Lady Calverton le vio primero y sonrió al verlo aproximarse al carruaje. Penelope volvió la vista hacia él y se enderezó, haciendo que sus rasgos cobraran la vivacidad que la caracterizaba, haciéndola resplandecer.

– Señor Adair. -Lady Calverton le tendió la mano al recordarlo. Barnaby tomó sus dedos enguantados e hizo una reverencia.

– Lady Calverton.

Tras la montura de oro de sus gafas, los ojos de Penelope brillaban. Barnaby la miró de hito en hito e inclinó la cabeza con cortesía.

– Señorita Ashford.

Penelope sonreía con facilidad; la desenvoltura en sociedad era algo de lo que ni ella ni Portia carecían. Volviéndose hacia su madre, explicó:

– El señor Adair me está ayudando a indagar el origen de algunos de nuestros pupilos. -Miró a Barnaby. -Adivino que tiene más preguntas que hacerme, señor.

– Así es, milady. -El también era ducho en artimañas sociales. Echó una ojeada a los prados circundantes. -¿Cómo vería usted que diéramos un paseo mientras hablamos?

Penelope sonrió con aprobación.

– Me parece una idea excelente. -Y a su madre: -Dudo que me demore mucho.

Barnaby abrió la portezuela y le ofreció la mano. Penelope la tomó y se apeó. Se soltó y se sacudió las faldas, y luego se mostró un tanto perpleja al ver que él le ofrecía el brazo. Lo tomó, posando con vacilación la mano en la manga; a Barnaby no le pasó por alto su recelo.

Interesante. Dudaba que hubiera muchas cosas en su mundo, o fuera de él, que pudieran suscitarle cautela. Sin embargo, percibía que era eso, y tal vez cierta necesidad de llevar el control, lo que la indujo a decir mientras se alejaban del carruaje y los demás paseantes:

– Deduzco que ha hablado con su amigo, el inspector Stokes. ¿Ha averiguado algo?

– ¿Aparte de que Stokes se sienta inclinado a entretenerse investigando estas desapariciones?

La mirada de asombro que le dirigió fue de lo más gratificante.

– ¿Le convenció de que asumiera el caso?

La tentación de colgarse una medalla fue grande, pero era harto probable que tarde o temprano conociera a Stokes.

– No se trató tanto de convencerle como de ayudarle a hallar razones para hacerlo. En mi opinión estaba más que dispuesto, pero la policía tiene sus prioridades. En esta ocasión, Stokes ha creído que podría presentar un caso que fuera del agrado del inspector jefe. -La miró a los ojos. -Aún no ha obtenido autorización para incluir el caso en su lisia, pero parecía confiado en conseguirlo.

Penelope asentía y miraba al frente. El apoyo de la policía era más de lo que había esperado. Estaba claro que consultar con Barnaby Adair había sido acertado, pese a que sus estúpidos sentidos aún no hubiesen aprendido a relajarse cuando él andaba cerca.

– Dijo que Stokes era amigo suyo. ¿Le conoce de hace mucho?

– Varios años.

– ¿Cómo se conocieron? -Levantó la vista. -Bueno, el hijo de un conde y un policía… tuvo que ocurrir algo que lo atrajera a su órbita. ¿O fue a través de sus investigaciones?

Barnaby vaciló, como si se esforzara en recordar.

– Un poco de cada -admitió finalmente. -Estuve presente en el escenario de un delito, una serie de robos durante una fiesta en una casa de campo, y a él lo enviaron a investigar. Yo era amigo íntimo del caballero a quien todos querían culpar. Tanto Stokes como yo estábamos, de manera distinta, un poco perdidos. Pero descubrimos que nos entendíamos, y juntar nuestros conocimientos respectivos, los míos sobre las élites y los de él sobre el modo de actuar de los criminales, resultó todo un éxito para resolver aquel caso.

– Simon y Portia quedaron impresionados con Stokes. Hablaban muy bien de él después de lo ocurrido en Glossup Hall.

La sonrisa de Adair devino sutilmente afectuosa. Penelope percibió que se sentía complacido y orgulloso de su amigo incluso antes de que dijera:

– Fue el primer caso de homicidio en primer grado que Stokes investigó solo en nuestro círculo, y lo hizo muy bien.

– ¿Cómo es que no le acompañó usted a Devon? ¿O acaso no trabajan siempre juntos en los casos con implicaciones en las altas esferas?

– Normalmente trabajamos juntos, es lo más rápido y seguro. Pero cuando llegó la denuncia de Glossup Hall, estábamos metidos de pleno en un caso que llevaba tiempo abierto aquí en Londres. El inspector jefe y los directores optaron por enviar a Stokes a Devon y dejarme a mí en la ciudad para proseguir las pesquisas.

Penelope estaba enterada del escándalo que siguió; naturalmente, tenía preguntas al respecto que no tardó en formular. Dichas preguntas fueron tan perspicaces que Barnaby se encontró contestándolas de buen grado, seducido por una mente despabilada. Hasta que una de las verjas del parque se alzó ante ellos. Barnaby pestañeó y acto seguido miró en derredor. Habían caminado más o menos en línea recta, alejándose de la avenida. Penelope le había distraído con su interrogatorio; ni siquiera le había preguntado lo que había ido a averiguar. Apretando los labios, paró en seco y le hizo dar la vuelta.

– Deberíamos regresar junto a su madre.

Penelope se encogió de hombros.

– No se preocupe por ella. Sabe que estamos hablando de asuntos importantes.

«Pero ninguna de las demás damas lo sabe», pensó él, pero se abstuvo de decirlo en voz alta. Apretó el paso.

– Y dígame, ¿qué preguntas le hizo Stokes? -preguntó Penelope. -Pues supongo que habría alguna.

– En efecto. Me preguntó si los cuatro niños desaparecidos tienen algún rasgo o característica en común. -No quiso darle ningún ejemplo para no influir en su respuesta.

Penelope frunció el ceño y sus rectas cejas morenas formaron una línea sobre su nariz. Siguieron caminando con brío mientras ella reflexionaba. Finalmente contestó:

– Los cuatro son bastante delgados, pero saludables y fuertes; enjutos y nervudos, digamos. Y todos parecían ágiles y listos… de hecho, no se me ocurre ninguna otra característica en común. No tienen la misma estatura ni la misma edad.

Ahora fue Barnaby quien frunció el entrecejo.

– ¿Cuánto mide el más alto? -preguntó.

Penelope levantó la mano a la altura de su oreja.

– Dick es así de alto. Pero Ben, el segundo que desapareció, es por lo menos una cabeza más bajo.

– ¿Qué puede decirme de su aspecto general, eran chicos atractivos o…?

Penelope negó rotundamente con la cabeza.

– De lo más común y corriente. Aunque los vistieras bien, nunca serían objeto de una segunda mirada.

– ¿Pelo rubio o castaño?

– De uno y otro color, en tonos distintos.

– Ha dicho que eran ágiles y rápidos, ¿se refería a lo físico o a lo mental?

La joven enarcó las cejas.

– A ambas cosas. Estaba deseosa de enseñarles; eran brillantes, los cuatro.

– ¿Qué hay de su extracción? Todos provienen de hogares humildes, pero ¿eran más estables las familias de estos cuatro? ¿Eran propensos a comportarse mejor, quizá más fáciles de educar, más tratables?

Penelope torció los labios y volvió a negar con la cabeza.

– Sus familias no son parecidas, aunque los cuatro han pasado por penalidades. De ahí que esos niños nos fueran confiados. Lo único que puedo decir es que nada indicaba que sus familias tuvieran trato con criminales.

Barnaby asintió mirando al frente, hacia donde la madre de ella aguardaba en el carruaje, mirándolos de forma harto significativa. Penelope no se había percatado; estaba distraída estudiando el semblante de Adair.

– ¿Qué le dice todo esto, su aspecto y demás? ¿De qué sirve?

Con la mirada recorriendo la hilera de carruajes, Barnaby renegó para sus adentros. ¿Cuánto tiempo habían pasado alejados? No debería haber permitido que Penelope lo distrajera con sus preguntas. Un sinfín de viudas nobles tenía los ojos puestos en ellos, algunas blandiendo impertinentes.

– No lo sé. -«Aunque puedo adivinarlo». -Referiré sus respuestas a Stokes, a ver qué dice. Está más familiarizado con ese mundo que yo.

– Sí, por favor, no deje de hacerlo. -Penelope se detuvo junto a la portezuela del carruaje y lo miró de hito en hito. -Me informará acerca de su opinión, ¿verdad?

Adair bajó la vista y buscó su mirada.

– Por supuesto.

Penelope entrecerró los ojos, haciendo caso omiso de las miradas curiosas tan ávidamente clavadas en ellos.

– En cuanto sea factible.

Adair apretó los labios.

Indiferente al decoro, Penelope le apretó el brazo, dispuesta a aferrarse si Adair se atrevía a marcharse sin prometerlo.

Con los ojos azules como chispas, se dio por vencido lacónicamente:

– Como guste.

Penelope sonrió y lo soltó.

– Gracias. Hasta la próxima.

Barnaby le sostuvo la mirada un instante más y luego asintió.

– No hay de qué.

Su tono resonó con dureza pero a ella le dio igual; se había salido con la suya.

La ayudó a subir al carruaje, se despidió de su madre y luego, tras una envarada inclinación de la cabeza, se marchó a grandes zancadas. Penelope se fijó en la dirección que tomaba: hacia Scotland Yard, donde la policía de Peel tenía el cuartel general; reclinándose en el asiento, sonrió con satisfacción. Pese a la obsesión de sus sentidos con él, había manejado el encuentro bastante bien.

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