CAPÍTULO 19

El día siguiente era domingo. Por la mañana, Barnaby y Stokes se reunieron en el despacho de este último y comenzaron a redactar la lista.

La observación de Penelope eliminó un buen puñado de nombres sin necesidad de investigarlos; otros, como los comisionados y buena parte de su personal, tendrían que ser objeto de pesquisas más concienzudas por parte de Barnaby.

Pero el domingo por la tarde no era buen momento para incordiar a personas ilustres. Dejando que Stokes se las arreglara solo, lo cual sospechaba que conllevaría una visita a St. John's Wood High Street, Barnaby regresó a Jermyn Street, donde encontró a Penelope aguardándole, no sin impaciencia, en su salón.

No permanecieron mucho rato en el salón.


El crepúsculo de noviembre caía sobre la ciudad cuando, con una deliciosa, serena y, en cierto modo, tranquilizadora tarde de acoplamientos intercalados con partidas de ajedrez, Penelope seguía a Barnaby escalera abajo y a través de la puerta del fondo del vestíbulo hasta la entrada trasera de su casa.

Al enterarse de que Penelope había venido en el carruaje de su hermano, al que había dejado esperando en la calle aunque no frente a su domicilio, Barnaby había ordenado al cochero que llevara el vehículo al callejón de detrás de la casa. Pese a la penumbra de aquel domingo de noviembre, en Jermyn Street, la calle predilecta de los solteros de familia bien, seguro que habría algún transeúnte. Alguien que podría ver cómo la ayudaban a subir a su carruaje a una hora tan reveladora, alguien que podría reconocerla y luego comentarlo.

Penelope entendió perfectamente que Barnaby hubiese ordenado al cochero que aparcara el carruaje en el callejón. Ella podía ser bastante displicente con su propia reputación, pero que él no lo fuera, lejos de molestarla, la hacía sentirse cuidada.

Sentirse cuidada era una de las ventajas emocionales de su relación y comenzaba a gustarle; se había sorprendido a sí misma disculpando según qué conductas de Barnaby, aceptando y tolerando actitudes posesivas o protectoras por las que cualquier otro caballero habría sido duramente reprendido. Con Barnaby, se encontró sonriendo con cariñoso afecto, tanto para sus adentros como abiertamente.

Los cambios que él y su relación estaban obrando en ella resultaban un tanto perturbadores. Penelope no soportaba a los idiotas ni que se vulnerase su voluntad, pero con él se sentía menos rígida, menos a la defensiva y, por consiguiente, más dispuesta y capaz de complacerlo dentro de ciertos límites. Dentro de una estructura que aún tenía que definir; aún tenía que decidir si su relación sería, podría ser, compatible con el matrimonio.

Si casarse con Barnaby Adair daría resultado.

Si casarse con él era su verdadero destino.

Al llegar a la puerta de atrás, se volvió hacia ella.

– Aguarda aquí mientras echo un vistazo.

Abrió la puerta, salió y la dejó entornada, protegiéndola de la racha de viento gélido que intentaba colarse en la casa, y de posibles ojos curiosos.

Penelope contempló la puerta entornada, consciente de la calma que se había adueñado de ella. Su frustración con la investigación, su impaciencia y los obstáculos que parecían tan insalvables que la obligaban a plantearse que, a pesar de todo lo que hacían, quizá no fueran capaces de rescatar a Dick y Jemmie, normalmente la tendrían dando vueltas por la habitación y clamando al cielo.

Inútilmente, pero aun así habría clamado, tanto en silencio como a voz en cuello. Lo cual habría sido un enorme derroche de energía que, seguramente le habría dado dolor de cabeza.

En cambio, había venido a ver a Barnaby, y ahora se sentía serena y en cierto modo más fuerte. Más capaz de enfrentarse a las exigencias que la investigación requiriera de ella, más convencida de que Stokes, Griselda, Barnaby y ella saldrían victoriosos.

Esa confianza no tenía un fundamento sólido pero aun así le levantaba el ánimo, dándole esperanzas y determinación para seguir adelante.

Barnaby regresó y abrió la puerta del todo para ofrecerle la mano. Ella sonrió, posó los dedos en los suyos -todavía sentía aquella emoción cuando él los estrechaba- y dejó que la ayudara a salvar el umbral.

El carruaje aguardaba. Penelope se volvió para despedirse de Barnaby. Entornando los ojos sin darse cuenta, éste alcanzó la capucha de su capa y se la puso encima del pelo recogido con premura; la mitad de las horquillas estaban esparcidas por el suelo del dormitorio.

Sonriendo, ella alzó una mano y la posó un instante en su mejilla.

– Gracias. -Por una tarde que había significado para ella más de lo que hubiese imaginado, por cuidar de ella y atender a sus necesidades sin tener que pedírselo, espontáneamente.

Barnaby le tomó la mano y le besó los dedos.

– En cuanto Stokes o yo descubramos algo importante, iré a contártelo.

Penelope asintió. Estaba a punto de volverse cuando un movimiento en el pasillo a espaldas de Barnaby le llamó la atención.

Era Mostyn. Debía de haber regresado temprano de su tarde libre. Como cualquier ayuda de cámara experimentado, desaparecía del mapa cuando ella estaba con su amo; había entrado en la cocina sin saber que ellos estaban en la puerta de atrás. Los vio y se detuvo en seco. Acto seguido, tras un breve titubeo y para considerable sorpresa de Penelope, hizo una reverencia. Un saludo de lo más correcto y sin la más remota falta de respeto.

Sin darle tiempo a reaccionar, Barnaby, ajeno al motivo de su distracción, la tomó del brazo y la condujo hacia el carruaje. Abrió la portezuela y la ayudó a subir.

– Si te enteras o se te ocurre algo pertinente, házmelo saber.

– Lo haré. -Mientras él cerraba la portezuela, Penelope volvió la vista atrás, pero ya no veía el interior del pasillo. -Adiós.

Barnaby dio un paso atrás y la despidió con la mano antes de hacer una seña al cochero. Con un tintineo de jaeces, el carruaje partió.


La tarde siguiente, Penelope estaba sentada en la chaise longue del salón de la anciana lady Harris, tomando té y fingiendo escuchar el parloteo de las conversaciones, cuando la selecta reunión de algunas de las damas más influyentes de la buena sociedad, aquellas que aún permanecían en la ciudad porque sus maridos ocupaban puestos altos en el gobierno y, por consiguiente, no eran libres de retirarse ya al campo, se vio interrumpida de forma espectacular por la entrada de un policía.

Pocas de aquellas damas habían visto alguno hasta entonces. Por consiguiente, el anuncio de Silas, el ayuda de cámara de lady Harris, de que «ha venido un miembro de la policía, señora», fue recibido con un profundo silencio que muy pocos asuntos habrían conseguido.

El agente, un hombre de mediana edad con un uniforme muy ceñido que había seguido al imponente Silas, parecía desconcertado de ser el blanco de tantas miradas. Pero cuando lady Harris, con sus melindrosas maneras, inquirió el motivo de su presencia, recobró la calma y recorrió la sala con la mirada.

– Vengo en busca de la señorita Ashford.

Penelope dejó su taza y se levantó.

– Soy yo. Me figuro que le envía el inspector Stokes.

– No, señorita. Estoy aquí porque las señoras del orfanato dijeron que usted es la responsable. Mi sargento acaba de expedir una orden de registro. Se reclama su presencia para ser interrogada.

Penelope lo miró de hito en hito.

El agente indicó la puerta con un ademán. Tenga la bondad de acompañarme, señorita.


Penelope se marchó con él, dejando una considerable consternación tras de sí y no pocos cotilleos, Su madre suavizaría las cosas en la medida de lo posible, pero Penelope dio gracias de no ser la clase de jovencita a quien afectaban las opiniones ajenas; su vida y su felicidad, por suerte, no dependían de la aprobación de la buena sociedad.

El coche de punto que el agente había tenido aguardando en casa de lady Harris se detuvo delante del orfanato. Se obligó a dejar que el policía se apeara primero y le sostuviera la portezuela abierta; esas pequeñas cosas ponían de relieve su categoría, cosa que con toda probabilidad necesitaría esgrimir al tratar con el sargento.

Entró majestuosamente en el edificio, desplegando adrede la serena superioridad que su madre y todas las lady Harris del mundo solían exhibir. Quitándose los guantes, miró con ojo crítico a su alrededor.

– ¿Dónde está su sargento?

– Por aquí, señorita.

Dejó que él la precediera por el largo pasillo.

– Señora, si no le importa.

El agente la miró desconcertado por encima del hombro.

– ¿Cómo dice, señorita?

– Señora. Habida cuenta mi edad y que soy la directora del orfanato, puesto que conlleva cierta responsabilidad, la forma correcta de dirigirse a mí es «señora», con independencia de mi estado civil.

Nunca estaba de más poner en su sitio a quienes podían resultar irritantes, y si bien aquel agente aún no había hecho nada que provocara su ira, dudaba mucho que el sargento, que era quien había expedido la orden de registro del orfanato, resultara tan inofensivo, pero el amo sin duda adecuaría su tono al de su sirviente.

– Oh. -Frunciendo el ceño, el hombre trató de digerir la lección.

Encontraron al sargento, con una cadera apoyada contra el escritorio del despacho de Penelope, supervisando a dos subordinados que registraban los armarios que había junto a la pared; un vistazo a su escritorio le reveló que ya lo habían registrado. Otros dos agentes se afanaban en la misma tarea, revolviendo los archivos del ante-despacho, para gran aflicción de la señorita Marsh.

Juzgando al sargento con un severo vistazo y sin que le gustan lo que vio, pues tuvo claro que era un fanfarrón jactancioso, Penelope rodeó el escritorio con altivez, dejó su bolso encima frunciendo levemente el ceño, y se sentó en su silla, arrimándola al escritorio.

Reafirmando su autoridad.

– Me han dicho que tiene una orden, sargento. -Todavía no lo había mirado a los ojos, sino que dejó vagar la vista por el tablero con un ligero mohín, como tomando nota de los cambios debidos al registro; abrió una mano, moviendo los dedos con gesto imperioso. -¿Podría verla?

Como era de prever, el sargento frunció el ceño; con el rabillo del ojo, ella observó cómo se erguía a regañadientes, levantándose del escritorio. Echó un vistazo a sus tres subordinados; tal como había supuesto, el sargento dedicó un momento más a valorar la reacción del agente que la había acompañado antes de tomar una decisión errónea que luego tuviera que lamentar. Se subió el cinturón y, amenazadoramente, declaró:

– No creo que sea lo correcto. Estamos aquí en defensa de la ley, haciendo nuestro trabajo para descubrir…

– La orden, sargento. -Las palabras de Penelope lo interrumpieron con frialdad. Levantando la vista, lo miró a los ojos, esta vez echando mano de la altiva arrogancia de lady Osbaldestone y las duquesas de St. Ives, tanto la viuda como Honoria; ante aquel tipo de situaciones, aquellas tres damas eran los modelos de conducta por excelencia. -Considero que como representante de los propietarios de este lugar, así como en mi calidad de administradora, antes de ordenar un registro el procedimiento correcto dicta que a mí, propietaria y ocupante efectiva del establecimiento, se me haya mostrado la orden. ¿Me equivoco?

Era una suposición, pero había hablado sobre procedimientos policiales con Barnaby y le sonaba bien.

A juzgar por el modo en que él se movió y las miradas que lanzó a sus subordinados -los dos que registraban habían dejado de rebuscar en los archivos y estaban aguardando, -el sargento también sospechó que ella estaba en lo cierto.

Una vez más, Penelope tendió la mano con gesto autoritario.

– La orden, por favor.

Con aspavientos de renuencia, el sargento metió la mano en un bolsillo de su abrigo y sacó una hoja de papel doblada. Penelope la cogió y desdobló.

– Cómo esperan que una coopere cuando ni siquiera le permiten saber de qué va esta tontería…

Aquella palabrería tenía por objeto darle tiempo para captar los pormenores de la orden pero la voz le fue menguando hasta enmudecer, cuando, tras asimilar la acción que autorizaba la orden, un registro de todos los archivos y documentos administrativos del orfanato, pasó al motivo que justificaba la búsqueda.

– ¿Qué?

Los cuatro hombres presentes en la habitación se irguieron.

Con la mirada fija en la orden, literalmente incapaz de dar crédito a sus ojos, Penelope declaró:

– ¡Esto es indignante! -Su tono fijó nuevos parámetros de indignación femenina. Cuando levantó la vista, el sargento dio un paso atrás.

– Sí-dijo, como si de súbito hubiese recobrado el aplomo, -Es indignante, señorita; por eso estamos aquí. No podemos permitir que venda niños a las escuelas de ladrones, ¿no le parece?

Penelope hizo un esfuerzo heroico por dominar su genio; que la acusaran precisamente de aquello contra lo que llevaba semanas luchando…

– ¿Qué demonios les ha metido tan ridícula idea en la cabeza?

Aunque no había levantado la voz, el acaloramiento de su tono bastaba para chamuscar.

Demostrando una suprema indiferencia por su propia supervivencia, el sargento adoptó un aire petulante. Sacó otro papel del bolsillo y se lo pasó.

– Scotland Yard los ha puesto en circulación. Enviaron uno con la orden para registrar sus archivos. Como ve, fue fácil atar cabos.

Sosteniendo la orden con una mano, Penelope miró el segundo papel; uno de sus avisos con la descripción de los niños desaparecidos y el ofrecimiento de una recompensa.

– Yo misma redacté este aviso. La recompensa, si alguna vez la reclaman, la pagará el orfanato. El aviso lo imprimió un tal señor Cole en sus talleres de Edgware Road como un favor al señor Barnaby Adair, hijo del conde de Cothelstone, que es uno de los comisionados que supervisan el Cuerpo de Policía. El inspector Basil Stokes, de Scotland Yard, distribuyó los avisos con una amiga.

Levantando la vista hacia el desventurado sargento, prosiguió con una calma espantosa:

– En tales circunstancias, no acierto a ver qué considera usted que respalde, excuse o siquiera explique esto. -Blandió la orden -¿Tendría la bondad de aclarármelo, sargento?

El muy tonto lo intentó. Detenidamente y de distintas maneras.

La búsqueda se había interrumpido por completo, toda la atención se centraba en la lucha de voluntades que tenía lugar en el escritorio de Penelope. En un momento dado, la señora Keggs se apersonó azorada, aguardó a que se produjera una pausa y ante la mirada inquisitiva de Penelope la informó de que se habían suspendido todas las clases por orden del sargento, que habían convocado a todos los profesores en el despacho y que estaban aguardando en el pasillo. Eso tuvo como resultado otro incrédulo «¿Qué?» por parte de Penelope y la apertura de un segundo frente en su batalla verbal con el sargento. Sólo cuando lo amenazó con hacerle responsable de cualquier daño o perjuicio que sufriera alguno de los niños que su orden había dejado sin supervisión alguna, consiguió finalmente obligarle a retractarse y permitir que los profesores regresaran a las aulas.

Todavía estaba tratando de establecer lo que el sargento estaba buscando; dadas las extrañas circunstancias no estaba dispuesta a cruzarse de brazos y dejar que el registro siguiera adelante sin más. ¿Quién sabía qué podría haber metido alguien en su despacho para que la policía lo encontrara? Entonces llegó Englehart y se situó a su espalda.

Cuando Penelope hizo una pausa en su arenga y le lanzó una mirada inquisitiva, Englehart sonrió tranquilizadoramente.

– He puesto unos ejercicios a los niños que los mantendrán ocupados un buen rato. He pensado -levantó su mirada hacia el sargento -que sería prudente contar con la presencia de un empleado de un prestigioso bufete de abogados. -Su expresión había asumido la impasibilidad propia de todo buen letrado.

Penelope asintió.

– Por supuesto -dijo volviéndose hacia el sargento.

AI final hizo que fueran a buscar a Stokes. El sargento siguió insistiendo en que era Scotland Yard la qué había ordenado el registro.

– En ese caso -le espetó Penelope, -el inspector le respaldará y podrá continuar con el registro. Pero hasta que alguien vinculado directamente con Scotland Yard me confirme esta disparatada orden, usted y sus hombres no van a tocar nada de lo que hay en esta casa.

Cruzándose de brazos, se apoyó contra el respaldo y aguardó.

No invitó al sargento ni a sus agentes a sentarse; habida cuenta de las circunstancias, consideraba que estaba siendo demasiado benevolente con ellos.

Llevó bastante tiempo traer a Stokes; la tarde caía cuando por fin le vio cruzar la verja de la entrada.

Poco después, estaba plantado junto a su escritorio, pasando la vista de la orden al aviso y viceversa.

Frunciendo el ceño, miró al sargento, ahora en posición de firmes ante el escritorio.

– Estoy llevando personalmente el caso de estos niños desaparecidos, sargento. Ninguna orden relacionada con el caso saldría de Scotland Yard sin que yo tuviera conocimiento de ello; en realidad, sin que yo la hubiese firmado. -Sostuvo en alto la orden. -Nadie me ha informado sobre ninguna orden relacionada con el orfanato.

Perplejo, el sargento parpadeó.

– Pero… yo mismo he visto la orden, señor. Llegó anoche en la saca de Scotland Yard.

– Entendido. -Stokes seguía con el ceño fruncido. Al cabo de un momento, miró a Penelope. -Mis disculpas, señorita Ashford, para usted y su personal. Según parece, alguien está jugando con nuestra investigación.

Miró al sargento.

– Acepto, sargento, que usted sólo obedecía órdenes. No obstante, esas órdenes eran falsas. De hecho, falsificadas. Regresaré con usted… -echó un vistazo a la orden -a Holborn y se lo explican! a sus superiores. Me gustaría hablar con ellos para ver si pueden arrojar un poco de luz sobre esta parodia.

El sargento parecía alicaído pero, habida cuenta de las circunstancias, se alegró de marcharse. Aguardó a que Stokes pasara delante y se dispuso a seguirlo, pero entonces se detuvo para inclinar la cabeza ante Penelope.

– Mis disculpas también, señorita Ashford.

Ella lo miró y luego correspondió aceptándolas.

La presencia policial se retiró siguiendo los pasos del inspector.

Le llevó una hora calmar y tranquilizar al personal y los residentes en la casa para que reanudaran su rutina habitual. Cuando por fin regresó a su despacho, estaba exhausta.

La señorita Marsh la aguardaba en el antedespacho.

– He comprobado todos los archivos; los de su despacho también. Me parece que no falta nada.

– Gracias. -Penelope sonrió cansada. -Una cosa menos de la que preocuparse.

La señorita Marsh sonrió con timidez; parecía estar a punto de decir algo, pero no lo hizo. Dio las buenas noches y se marchó.

Al mirar por la ventana, Penelope vio que ya había anochecido. La calle estaba a oscuras, el resplandor amarillento de las farolas brillaba como una hilera de lunas en la niebla.

Había transcurrido otro día sin que hubieran avanzado lo más mínimo; en cambio, se sentía agotada después de tratar con el irritante sargento y sus acusaciones infundadas.

Entró suspirando en su despacho y vio a Barnaby de pie junto al escritorio.

Él abrió los brazos. Sin mediar palabra, ella fue a su encuentro y se dejó abrazar. Apoyando la cabeza contra su pecho, volvió a suspirar.

– He tenido un día espantoso. -Hizo una pausa. -¿Cómo se ir ha ocurrido venir?

– Stokes me mandó recado. -La estrechó una vez más, la soltó y la conminó a sentarse en su silla. Acercando una de las otras sillas, le puso al lado de la suya y se sentó, estudiando su semblante. -El mensaje de Stokes era breve; sólo decía que tenías problemas por culpa de una orden falsa. Quiero que me cuentes todo lo que recuerdes sobre esa orden y cualquier otra cosa que hayan dicho los agentes.

– Había un sargento al mando.

Se apoyó contra el respaldo y describió la orden y el modo en que habían adjuntado su aviso para dar credibilidad a la acusación.

– ¿El sargento dijo que el aviso lo habían enviado junto con la orden de registro?

Penelope hizo un esfuerzo de memoria y asintió.

– Sí. fue muy concreto en eso. Lo consideraba explicación suficiente para el registro. -Al cabo de un momento, agregó: -No he querido arriesgarme a ponerme moralista y dejar que registraran por miedo a que alguien hubiera escondido algo en los archivos. -Lo miró a los ojos. -Algo de lo que ninguno de nosotros tuviera conocimiento.

Barnaby le como la mano y se la estrechó con ternura.

– Has hecho bien. Me ha parecido oír que la señorita Marsh no ha encontrado nada raro…

Penelope asintió.

– Aun así, ha sido sensato no correr ningún riesgo. Bastante penoso ha sido ya; si alguien hubiese puesto alguna prueba de algo nefando, el escándalo habría puesto en entredicho la reputación del orfanato.

Y la de ella. Barnaby le estudió el semblante, la inquebrantable testarudez que disimulaba su cansancio.

– ¿Cómo te has enterado del registro? ¿Dónde estabas?

Penelope hizo una mueca y se lo dijo.

– Pese a que ya queden tan pocas señoras en la ciudad, la noticia de que el orfanato ha sido objeto de una orden de registro mañana estará en boca de todos.

– No, no será así. No si actuamos apropiadamente esta noche, ¿Qué planes tenías para la velada?

Ella frunció el ceño y tardó un poco en recordarlo.

La cena de lady Forsythe. Tengo que ir porque estarán presentes algunos de nuestros principales donantes. Mamá ya tenía compromiso con una vieja amiga, lady Mitchell; es su última oportunidad de verse antes del invierno, de modo que iré sola a casa de lady Forsythe.

Barnaby reflexionó y dijo:

– Tengo una idea.

– ¿Cuál?

La miró y sonrió.

– Antes tengo que hablar con tu madre.


Penelope estaba demasiado cansada para discutir, para exigir que le contara lo que tenía en mente; inusitadamente, dio su brazo a torcer y dejó que la acompañara a casa. Era una hora extraña cuando de llegaron a Mount Street: las seis. Minerva, la condesa viuda de Calverton, los recibió en el vestidor.

Escuchó paciente y compasivamente mientras Penelope le refería el resultado de su regreso al orfanato y el incidente de la orden.

– Y ahora -concluyó, -tengo que ir a casa de lady Forsythe y tratar de acallar los inevitables rumores.

– En lo cual -terció Barnaby, -creo que puedo ayudar. -Se dirigió directamente a Minerva. -Ni el inspector Stokes ni yo nos inclinamos por descartar esa orden como algo meramente enojoso. Creemos que nuestro villano ha intentado servirse de la policía para sus propios fines, para devolver el golpe a Penelope y el orfanato ya que en buena medida han frustrado sus planes o, como mínimo, los han vuelto más difíciles de llevar a cabo.

Hizo una pausa y prosiguió:

– Para dar el paso siguiente, es posible que el villano, quienquiera que sea, se proponga hacer daño a Penelope. La mayoría de damas no habrían sabido mantenerse firmes ante la orden y mucho menos cómo ponerse en contacto con Stokes. Pero como cualquiera que vive en nuestros círculos sabe bien, y no cabe duda de que nuestro villano lo hace, los rumores pueden causar mucho daño en el seno de la buena sociedad. Con vistas a asegurarnos de acallar todo posible rumor antes de que se propague, creo que sería sensato que acompañara a Penelope a la cena que lady Forsythe ofrece esta noche. Incluso si Penelope explica que la orden no tenía validez, cabe que no todo el mundo quede convencido, si no de su inocencia, al menos de que el orfanato esté limpio. Sin embargo, si yo, que todo el mundo sabe tengo contactos en la policía, declaro que la orden era falsa, serán pocos quienes no lo acepten como un hecho, librando a la vez a Penelope y al orfanato de toda sospecha.

Minerva sonrió con afecto.

– Gracias, señor Adair; es un ofrecimiento muy amable que yo, por mi parte, estaré encantada de aceptar. -Volvió sus ojos negros hacia su hija. -¿Penelope?

La joven había estado observando a Barnaby con aire meditabundo; salió de su ensimismamiento y asintió.

– Sí. Debo admitir que agradeceré contar con apoyo para enfrentarme a este mal trago.

El percibió el parpadeo de Minerva, su sorpresa, rápidamente disimulada, ante la pronta aceptación de su ayuda y compañía.

– Bien -dijo Minerva, -en ese caso enviaré una nota a Amarantha Forsythe y suplicaré su indulgencia para que lo añada a su mesa con tan poca antelación. -Sonrió. -Tampoco es que no vaya a estar encantada. En esta época del año quedamos tan pocos en Londres, que añadir un servicio no supondrá ninguna molestia, y si doy a entender el motivo de su presencia, señor Adair, le garantizo que le recibirá con los brazos abiertos.

Él hizo una reverencia.

– Muchas gracias, señora.

Los ojos negros de Minerva se posaron en los suyos; los de ella brillaban.

– No hay de qué. Precisamente ahora estaba leyendo una carta de mi hijo en que comenta asuntos muy interesantes desde Leicestershire.

Penelope se reanimó.

– ¿Qué cuenta Luc?

Barnaby maldijo para sus adentros y rezó…

La sonrisa de Minerva se acentuó. Miró a su hija.

– Los habituales asuntos de familia, cariño… Y, por supuesto, órdenes estrictas de vigilarte.

– Oh. -Penelope perdió interés de inmediato. Echó un vistazo al reloj. -Mira qué horas. Tengo que arreglarme.

Barnaby se levantó al mismo tiempo que ella. Miró a Minerva y le sostuvo la mirada un instante, antes de dedicarle una reverencia más pronunciada de lo normal.

– Cuidaré bien de la señorita Ashford, señora. Cuente con ello.

Minerva asintió gentilmente.

– Oh, ya lo hago, señor Adair. Ya lo hago.

Un tanto aliviado, Barnaby se escapó aprovechando la partida de Penelope. Se despidió de ella en el vestíbulo y se marchó a su casa para cambiarse de ropa.


– Iba en serio, ¿verdad? Lo que le has dicho a mi madre.

Mucho más tarde esa misma noche, tras haber asistido a la cena de lady Forsythe y atajado los rumores con la verdad, Penelope estaba acurrucada en brazos de Barnaby, su mullida cama un caliente y confortable nido en penumbra, y más aún sus brazos y su cuerpo.

Nunca se había sentido tan a salvo y protegida; nunca hasta entonces había querido sentir algo igual, ni había valorado ese sentimiento. Incluso ahora, con el malvado Alert intentando dañar su reputación, dudaba que hubiese hallado consuelo en ningún otro hombre.

Barnaby Adair, tercer hijo de un conde, investigador de delitos de altos vuelos, era diferente. Muy diferente.

Por ejemplo, no necesitaba más palabras para entender a qué estaba aludiendo. Para saber en qué estaba pensando ella.

Él movió la cabeza y la besó en la sien.

– Por desgracia, sí. Pienso que Alert ha arremetido contra ti, no sólo contra el orfanato. Visto así, su mensaje está claro: si tú me haces daño, yo te lo devolveré.

Tras fruncir el ceño en la oscuridad, Penelope preguntó:

– ¿Pero cómo lo ha hecho? Sabemos que conoce bien el modus operandi de la policía, pero ¿falsificar órdenes de Scotland Yard? Seguro que no hay muchas personas que puedan hacerlo.

– Esperemos que no. Hablé con Stokes antes de irte a buscar para acudir a la cena. Él y yo iremos al puesto de Holborn y recogeremos el original de la orden enviada desde Scotland Yard. Seguiremos la pista hasta quienquiera que la haya expedido, si podemos.

– Seguramente no habrá dejado rastro.

– Me figuro que nuestras pesquisas no llegarán a señalar a una persona en concreto, pero tal vez avancemos lo bastante como para deducir el número de posibles sospechosos.

Cómoda y calentita, con los dramas del día resueltos y cualquier daño posible anulado, Penelope descubrió que podía contemplar los sucesos con mayor desapego. Retorciéndose éntrelos brazos de Barnaby, se incorporó y se apoyó en su pecho para mirarlo a la cara.

– Sería irónico que, al arremeter contra mí, Alert hubiese abierto una vía a través de la cual tú y Stokes podáis desenmascararlo.

Subiendo las manos desde los muslos y por el trasero para deslizarlas, acariciándole astutamente los costados, Barnaby enarcó las cejas.

– Irónico. Y conveniente.

Acomodándose mejor encima de él, lo miró sonriente a los ojos. ¿Te he dado las gracias por haberme respaldado esta noche durante ese tedioso interrogatorio?

– Me parece que lo has mencionado un par de veces; pero eso fue en el calor del momento. No creo haberte oído.

– Vaya… -Como una sirena deslizó el cuerpo serpenteando encima de él, deleitándose con el instantáneo endurecimiento de los músculos de su poderoso torso. Suyo, todo suyo. -Tal vez -dijo en un arrullo- debería darte las gracias de nuevo. Más claramente. Para que no olvides que lo he hecho.

Barnaby escrutó las misteriosas profundidades de sus ojos negros.

– Tal vez sí.

Lo hizo. Con un esmero apabullante, una inquebrantable dedicación que lo estremeció, reduciéndolo a pura necesidad.

Después de la primera vez en que había propuesto una nueva postura, Barnaby se había dado cuenta de que la curiosidad intelectual de ella también alcanzaba aquella esfera: siempre tenía ansias de explorar, de aprender más sobre cosas que a todas luces había leído pero nunca experimentado. Aun así, mientras él cerraba los puños agarrándole el pelo y luchaba por respirar, la devoción de Penelope por saberlo todo y experimentarlo todo no debía tomarse a la ligera.

Como tampoco su boca; al principio no instruida, pronto había aprendido cómo volverle loco. Cómo, con espantosa exactitud, hacer trizas su control para quedar absoluta y radicalmente a su merced.

Sus labios, aquellos labios gloriosamente lozanos y carnosos con los que había soñado desde el principio, habían devenido una maliciosa realidad que jugaba con sus sentidos, acariciándolo con una desvergonzada alegría que le llegaba hasta el tuétano. Sus atenciones sumamente sexuales le echaban una red encima y lo retenían sin esfuerzo, convirtiéndolo en su devoto esclavo.

Soltó un grito ahogado arqueando la espalda cuando ella lo tomó con la boca sin dejar de juguetear con las manos, poseyéndolo.

Ser suyo, todo suyo, era lo único que deseaba en aquel momento. Lo único.

Y cuando la fogosidad y la pasión, la voraz necesidad que le dominaba fue demasiado, Penelope se alzó y lo tomó en su ser, envainándolo en su cuerpo y cabalgando sobre él con una languidez deliciosamente lenta que les puso los sentidos a flor de piel.

Penelope se empeñaba en estar a la altura de Barnaby, manteniendo aquel ritmo pausado incluso cuando sus cuerpos, sus sentidos desatados, clamaban por más. Con las manos abiertas encima de su pecho y los brazos flexionados, cerró los ojos y lo montó, firme y segura, pausada y resuelta. Entregada enteramente a su deleite y el de ella.

Al placer; a complacerle y hallar placer en ello.

Barnaby la observó mientras lo hacía, estudió su concentración, la clara intención que traslucía su semblante. Pese a que esa visión lo conmovió y subyugó, sentía lo suficiente, conocía lo suficiente sus propios sentimientos, como para entender que su devoción por ella, su necesidad de ella, había ido más allá de lo puramente físico. Mientras ella lo constreñía, haciéndole perder el mundo de vista, cerró los ojos y rogó que a ella, igual que a él, ya no le bastara con saciar sus necesidades físicas, rogó que, igual que él, estuviera aprendiendo que atender devotamente a esas otras necesidades afines, de otro calibre y en un plano diferente, traía aparejada una satisfacción más profunda.

Penelope aminoró todavía más, apurando su capacidad de control; Barnaby lo notó en la manera en que flexionaba los dedos sobre su pecho mientras se esforzaba por domeñar sus galopantes deseos. Seguía moviéndose encima de él, confiada y segura, aunque deseando más, luchando por prolongar el momento un poco más.

Barnaby percibió el brillo de sus ojos bajo los pesados párpados; Penelope le estaba observando igual que él la observaba, asimilando la visión de él mientras bajo su control la pasión se encendía y se adueñaba con más fuerza de él. Volvió a cabalgarlo, ahora con más decisión, resuelta y divina, los condujo a él y ella misma con firmeza.

Pero Barnaby no tenía intención de rendirse tan fácilmente; en eso no. Cuando la presión aumentó, cuando la marea ardiente comenzó a subir y amenazó con llevárselo por delante, luchó por retenerla. Tenía las manos en su cintura, los dedos curvados sobre las caderas, aferrando y saboreando su cuerpo, penetrándola hasta el fondo; soltó una mano, la deslizó por su columna vertebral, la atrajo al tiempo que se incorporaba y le tomó un seno con la lengua y los labios.

Lo lamió y chupó, se metió el pezón erecto en la boca y succionó, con delicadeza al principio y luego con más fuerza mientras ella jadeaba, se tensaba y cabalgaba.

Más rápida, más caliente, más húmeda.

Cuando llegó el final, los dejó a los dos hechos añicos. Los arrancó del plano mortal, dejándolos a la deriva en un vacío dorado de indescriptible placer.

Juntos, saciados, en paz.

Penelope rió al desmoronarse encima de su pecho. Sonriendo, Barnaby la envolvió con sus brazos y la estrechó.


Cuando llegó la hora de que Penelope se marchara, descubrieron que estaba lloviendo. Dejándola en la puerta principal, Barnaby cogió un paraguas y fue en busca de su carruaje, que aguardaba calle abajo; sin duda el cochero estaba echando una cabezadita en el interior.

Arrebujada con la capa, Penelope se asomó a la noche oscura. Entonces, por encima del repiqueteo de la lluvia, oyó pasos… a sus espaldas.

Se volvió. A la débil luz de la única vela que Barnaby había dejado en la mesa del vestíbulo, vio a Mostyn poniéndose el abrigo mientras subía apresurado de las dependencias del sótano.

La vio, aminoró y se detuvo.

Pese a la escasa luz, Penelope vio que se sonrojaba.

– Oh… He oído la puerta… -Recobrando la compostura, tomó aire, se irguió e hizo una reverencia. -Le ruego me disculpe, señora. -Se puso aún más rojo. -Señorita.

Vaciló como si no estuviera seguro de si dejarla a solas; desconcertada por lo que percibía en él, Penelope hizo lo que acostumbraba hacer y cogió el toro por los cuernos.

– Mostyn, me consta que esta situación es un tanto embarazosa. No obstante… estoy confundida. La primera vez que visité a tu amo, que por cierto ha salido a la calle para avisar a mi carruaje y está demasiado lejos como para oírnos, cuando le vi a usted por primera vez tuve la impresión de no contar con su aprobación. No obstante, ahora ya me ha visto salir a escondidas de esta casa en dos ocasiones y, corríjame si me equivoco, en lugar de mostrarse más desaprobador, parece más relajado en mi presencia. -Frunció el ceño con curiosidad, no con censura. -¿A qué se debe? ¿Por qué le gusto más en lugar de menos?

Mientras hablaba, Mostyn se mostró cada vez más reservado, cosa que no hizo sino acrecentar la curiosidad de ella. No contestó de inmediato. Finalmente, acercándose más para ver a través de la puerta, carraspeó.

– He trabajado para el amo desde que vino a instalarse en la ciudad. Conozco sus hábitos. -Tras haber confirmado que dicho ni un no estaba a la vista, Mostyn la miró a los ojos. -Nunca había traído a ninguna otra dama a esta casa. Volvió a sonrojarse, pero continuó. -A ninguna mujer de ninguna condición. De modo que cuando la vi a usted… bueno…


Penelope lo cogió al vuelo y se quedó perpleja.

– Vaya, ya veo. -Apartó la vista y miró hacia la puerta, esperando ver a Barnaby regresando a paso vivo. Asintió. -Gracias, Mostyn. Lo entiendo.

El buen hombre pensaba que ella y Barnaby… En ciertos aspectos Mostyn conocía a Barnaby mejor que ella. Con la mente hecha un lío, aguardó a que el ayuda de cámara la dejara a solas. Pero él se demoró cerca de ella, unos pasos por detrás. Al cabo de un momento, volvió a carraspear.

– Permítame decir, señora, señorita, que espero que mi conjetura no sea mal recibida ni tampoco inoportuna.

Su sinceridad la conmovió. Se volvió para mirarlo.

– No. -Tomó aire y agregó: -No, Mostyn, su conjetura no es mal recibida en modo alguno.

Oyeron los pasos de Barnaby acercándose. Penelope inclinó la cabeza hacia Mostyn y se volvió hacia la puerta, murmurando:

– Y en cuanto a lo de inoportuna, tendremos que verlo.

– Por supuesto, señora. Espero recibir pronto buenas noticias. Le deseo buenas noches.

Con el rabillo del ojo, vio que Mostyn hacía una reverencia y se retiraba en silencio, fundiéndose con las sombras del vestíbulo.

Barnaby apareció entre la lluvia y subió aprisa la escalinata. Penelope se envolvió con la capa y salió a su encuentro mientras el carruaje se detenía junto al bordillo.

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