CAPÍTULO 02

– Buenos días, señor Adair. La señorita Ashford nos ha avisado de su visita. Está en su despacho. Tenga la bondad de acompañarme.

Barnaby cruzó el umbral del orfanato y aguardó mientras la mujer de mediana edad, muy bien arreglada, que había abierto la pesada puerta en respuesta a su llamada la cerraba y la aseguraba con un pasador alto.

Ella dio media vuelta y le hizo una seña; Barnaby la siguió mientras lo conducía a través de un espacioso vestíbulo y por un largo pasillo con puertas que se abrían a derecha e izquierda. Sus pasos resonaban levemente en el suelo de baldosas blancas y negras; las paredes desnudas eran de un pálido tono amarillo crema. En cuanto a estructura, la casa parecía en perfecto estado pero no presentaba el menor indicio de decoración: ni cuadros en las paredes ni alfombras sobre las baldosas.

Nada que suavizara o disfrazara la realidad de que aquello era una institución.

Una breve inspección del edificio desde el otro lado de la calle le había mostrado una mansión antigua, pintada de blanco, tres plantas y buhardillas en lo alto, un cuerpo central flanqueado por dos alas, amplios patios de grava delante de cada ala separados de la acera por una valla de hierro forjado. Un sendero recto y estrecho conducía de la pesada verja de la calle hasta el porche de la entrada.

Todo lo que Barnaby había visto del inmueble emanaba sentido práctico y solidez.

Volvió a fijarse en la mujer que tenía delante. Aunque no llevaba uniforme, le recordó a la gobernanta de Eton por su paso presuroso y decidido, y por el modo en que echaba un vistazo al pasar ante cada habitación, comprobando quién había dentro.

Él también miró las habitaciones y vio grupos de niños de distintas edades sentados en pupitres o en corros en el suelo, escuchando absortos a mujeres, y en un caso a un hombre, que les leían o enseñaban.

Mucho antes de que la mujer que lo guiaba aminorase el paso y se detuviera ante una puerta, Barnaby había comenzado a añadir notas mentales sobre Penelope Ashford. Fue el ver a los niños -sus rostros rubicundos y redondos, los rasgos indiscernibles, el pelo arreglado pero sin peinar, la ropa decente pero de ínfima calidad, todo tan diferente de los niños con que él o ella trataban normalmente -lo que le abrió los ojos.

Al defender a criaturas tan inocentes y desvalidas de un estrato social tan alejado del suyo, Penelope no se estaba permitiendo un simple gesto altruista; al traspasar en semejante medida los límites de lo que la buena sociedad juzgaba apropiado en las obras benéficas para las damas de su posición, se estaba jugando, y de esto Barnaby estaba seguro con cierta complicidad, la desaprobación social.

El orfanato de Sarah y su relación con él no era lo mismo que Penelope estaba haciendo allí. Los niños de Sarah eran de extracción campesina, hijos de labriegos y familias del pueblo que vivían, trabajaban o se relacionaban con las fincas de la aristocracia terrateniente; ocuparse de ellos implicaba un componente de «nobleza obliga». Pero los niños de allí eran de las populosas barriadas y atestadas casas de vecinos de Londres; no guardaban relación alguna con la alta sociedad y sus familias a duras penas se ganaban la vida ionio podían en ocupaciones variopintas.

Y algunas de esas ocupaciones no resistirían un escrupuloso escrutinio.

La mujer a quien había seguido hizo un gesto con el mentón. -La señorita Ashford está en el despacho del fondo, señor. Tenga la bondad de pasar.

Barnaby se detuvo en el umbral del antedespacho. Una joven remilgada estaba sentada, con la cabeza gacha, a un escritorio frente a unos armarios cerrados, revisando papeles. Con una comedida sonrisa, Barnaby dio las gracias a su acompañante y cruzó hacia el sanctasanctórum.

Su puerta también estaba abierta.

Sin hacer ruido, se aproximó y se detuvo a mirar. El despacho de Penelope -la placa de latón de la puerta ponía Administración- era un cuadrado de paredes blancas, austero y sin adornos. Contenía dos armarios altos contra una pared y un gran escritorio situado ante la ventana con dos sillas de respaldo recto.

Penelope, en la silla de detrás del escritorio, estaba concentrada en un fajo de papeles. El ceño levemente fruncido hacía que sus cejas oscuras formaran una línea casi horizontal sobre el puente de su naricilla recta. Los labios apretados, se fijó él, daban un aire severo a su semblante.

Llevaba un traje de calle azul marino; la oscuridad del color resaltaba su tez de porcelana y el lustroso obsequio de sus cabellos castaños. Tomó debida nota de los reflejos rojos de su espléndido pelo.

Alzó la mano y llamó con delicadeza a la puerta.

– ¿Señorita Ashford?

Penelope levantó la vista. Por un instante, tanto su mirada como su expresión fueron de perplejidad, luego pestañeó, enfocó y lo saludó con un ademán.

– Señor Adair. Bienvenido al orfanato.

Sin sonreír, reparó Barnaby; metida en faena. Pensó que resultaba reconfortante.

Relajado y tranquilo, dio unos pasos para situarse junto a la otra silla.

– Quizá podría mostrarme el lugar y contestar a unas preguntas.

Ella consideró la sugerencia y echó un vistazo a los papeles que tenía delante. Barnaby casi la oía debatirse en su fuero interno sobre si enviarle a hacer la ronda con su ayudante, pero entonces sus labios -aquellos labios de rubí que habían recuperado su fascinante plenitud natural- volvieron a apretarse.

– Por supuesto. Cuanto antes encontremos a los niños perdidos, mejor.

Rodeando el escritorio, salió del despacho con paso decidido; enarcando levemente las cejas, Barnaby la siguió: otra vez detrás de una mujer, aunque ésta no le traía a la mente ningún raigo matronil.

Sin embargo ella se las arregló para armar un loable ajetreo al cruzar el antedespacho.

– Le presento a mi ayudante, la señorita Marsh. También fue huérfana, y ahora trabaja aquí asegurándose de que todos nuestros archivos y el papeleo están en orden.

Barnaby sonrió a aquella discreta joven, que se sonrojó e inclinó la cabeza, fijando de nuevo su atención en los papeles. Siguiendo a Penelope al pasillo, Barnaby reflexionó que era poco probable que los habitantes del orfanato se toparan con muchos caballeros de alcurnia.

Alargando el paso, dio alcance a Penelope, que lo conducía hacia el interior de la casa caminando de un modo casi masculino, obviamente desdeñosa del caminar deslizante que tan en boga estaba. Echó un vistazo a su semblante.

– ¿Hay muchas damas de alcurnia que la ayuden en su labor aquí?

– No demasiadas. -Al cabo de un instante, se explicó mejor. -Vienen unas pocas. Se enteran por mí o Portia, o las demás, o por nuestras madres y tías, y acuden con la intención de ofrecer sus servicios.

Se detuvo en la intersección con otro pasillo que conducía a un ala y lo miró a la cara.

– Vienen, miran… y luego se marchan. La mayoría tienen la idea de hacerse las dadivosas con golfillos apropiadamente agradecidos. -Una chispa de malicia brilló en sus ojos; volviéndose, señaló hacia el ala. -Y eso no es lo que encuentran aquí.

Incluso antes de que llegaran a la puerta entornada, la tercera del pasillo, la algarabía era evidente.

Penelope la abrió de par en par.

– ¡Niños!

El ruido cesó tan de repente que el silencio reverberó.

Diez niños de entre ocho y doce años se quedaron de una pieza, sorprendidos en pleno combate de lucha libre. Con los ojos como platos y las bocas torcidas, se percataron de quién había entrado y entonces, de prisa, se separaron, empujándose para ponerse en fila y lucir sonrisas inocentes que pese a todo parecían bastante auténticas.

– Bueno días, señorita Ashford, -dijeron a coro.

Ella les dirigió una mirada muy seria.

– ¿Dónde está el señor Englehart?

Los niños cruzaron miradas y uno de ellos, el más grandullón, contestó:

– Ha salido un momento, señorita.

– Y seguro que os ha dejado una tarea que hacer, ¿verdad?

Los niños asintieron. Sin decir palabra, regresaron a sus pupitres y enderezaron los dos que habían tumbado. Provistos de tizas y pizarras, se sentaron en los bancos y reanudaron su tarea; echando un vistazo, Barnaby vio que estaban aprendiendo a sumar y restar.

Unos pasos presurosos resonaron en el fondo del pasillo; un momento después, un hombre bien vestido de unos treinta años apareció en el umbral.

Observó a los niños y a Penelope, y acto seguido sonrió.

– Por un momento he pensado que se habían matado entre sí.

Se oyeron risas ahogadas. Tras asentir a Penelope y mirar con curiosidad a Barnaby, Englehart ocupó su sitio en el aula.

– Venga, chicos. Otros tres grupos de sumas y podréis salir al patio.

Algunos rezongaron pero se pusieron a trabajar en serio; más de uno apretaba la lengua entre los dientes.

Uno levantó la mano y Englehart se acercó para leer lo que había en la pizarra del niño.

Penelope echó un último vistazo al grupo y se reunió con Barnaby junto a la puerta.

– Englehart enseña a los niños de esta edad a leer y escribir, y también aritmética. La mayoría aprende lo bastante como para buscar un empleo mejor que el de simple lacayo, y otros van para aprendices en distintos oficios.

Habiendo reparado en la seriedad de la relación de los niños con Englehart y en el modo en que éste reaccionaba con ellos, Barnaby asintió.

Siguió a Penelope fuera del aula. Cuando ella hubo cerrado la puerta, le dijo:

– Englehart parece capacitado para este trabajo.

– Lo está. También es huérfano, pero su tío se hizo cargo de él y le dio una buena educación, Ocupa un puesto de confianza en el bufete de un abogado que está al corriente de nuestra obra y permite que Englehart nos dedique seis horas a la semana. Tenemos otros profesores para otras asignaturas. En su mayoría son voluntarios, lo cual significa que realmente les importan sus alumnos y que están dispuestos a emplearse a fondo para sacar lo mejor de lo que casi nadie consideraría una buena arcilla.

– Por lo que veo, ha conseguido bastantes y provechosos apoyos.

Ella se encogió de hombros.

– Cuestión de suerte.

Barnaby sospechó que si la joven tenía un objetivo en mente, la suerte apenas contaba.

– Los familiares que confían sus pupilos a esta institución, ¿vienen antes a visitarla?

– Los que pueden, suelen hacerlo. Pero en cualquier caso nosotros siempre visitamos al niño y al tutor en su casa. -Lo miró a los ojos. -Es importante que sepamos en qué clase de hogar se han criado y a qué están acostumbrados. Cuando llegan aquí por primera vez, muchos tienen miedo: este ambiente es nuevo y a menudo extraño para ellos, con normas que desconocen y costumbres que les resultan raras. Saber a qué están habituados nos permite ayudarlos a integrarse.

– Esas visitas las hace usted -dijo Barnaby como afirmación.

Penelope levantó el mentón.

– Soy la responsable, de modo que debo estar informada.

A él no le vino a la mente ninguna joven que quisiera ir de buen grado a esos lugares; se estaba haciendo patente que hacer suposiciones sobre Penelope, o sobre su conducta o reacciones, basándose en lo que era la norma entre las jóvenes de buena cuna era un modo excelente de no entender nada.

Siguió guiándolo, deteniéndose en las diversas aulas, mostrándole los dormitorios, vacíos a esa hora, la enfermería y el comedor, mientras le explicaba los métodos y rutinas que seguían y le presentaba al personal que encontraban por el camino. Barnaby escuchó atentamente cuanto le refirió; disfrutaba estudiando a las personas, se consideraba a sí mismo bastante entendido en caracteres, y cuanto más veía, más calcinado se sentía, sobre todo por Penelope Ashford.

Tenaz, dominante pero no dominadora, inteligente, despierta y perspicaz, entregada y leal; al finalizar el recorrido había visto lo bastante para estar seguro de esas cualidades. También podría añadir irritable cuando la presionaban, prepotente cuando se cuestionaba su autoridad y compasiva de pies a cabeza. Esto último se traslucía cada vez que se relacionaba con algún niño; parecía conocer cada nombre y cada historia de los más de ochenta bribonzuelos que vivían en aquella casa.

Finalmente regresaron al vestíbulo principal. A Penelope no se le ocurría qué más podía mostrarle; daba gusto que fuera tan observador y en apariencia capaz de deducir sin tener que explicarle las cosas con detalle. Se detuvo y se volvió hacia él.

– ¿Necesita saber algo más sobre nuestros procedimientos?

Barnaby la miró un momento y luego negó con la cabeza.

– Por ahora no. Todo parece bastante sencillo, bien pensado y establecido. -Echó una ojeada al interior de la casa. -Y a juzgar por lo que he visto de su personal, estoy de acuerdo en que es harto improbable que alguien esté implicado, ni siquiera en pasar información a los… a falta de una palabra mejor, secuestradores.

Su mirada azul volvió a clavarse en Penelope; ella intentó fingir que no se daba cuenta de cómo le estudiaba los ojos, los rasgos.

– De modo que el paso siguiente será visitar el escenario de la última desaparición, interrogar a la gente del barrio y averiguar qué saben. -Sonrió de un modo cautivador. -Si me da la dirección, no será preciso que le robe más tiempo.

Penelope entrecerró los ojos, apretando la mandíbula con firmeza.

– No tiene que apurarse por mi tiempo. Hasta que nos devuelvan a esos cuatro niños, este asunto es prioritario. Como es natural, le acompañaré al domicilio del padre de Dick. Dejando otras consideraciones al margen, los vecinos no le conocen y dudo que estén dispuestos a hablar con usted.

Barnaby le sostuvo la mirada. Penelope se preguntó si la discusión que tarde o temprano tendrían iba a tener lugar en aquel preciso instante… Pero entonces él ladeó la cabeza.

– Como guste.

Su última palabra quedó ahogada por un taconeo procedente del pasillo. Penelope dio media vuelta y vio que la señora Keggs, la gobernanta, venía hacia ellos presurosa.

– Por favor, señorita Ashford, la necesito un momento antes de que se vaya. -Al llegar al vestíbulo se detuvo y agregó: -Es por las provisiones para los dormitorios y la enfermería. Es importante que envíe el pedido hoy mismo.

Penelope disimuló su irritación; no por la señora Keggs, pues la necesidad era urgente, sino por lo inoportuno del momento. ¿Y si Adair intentaba aprovechar la demora para apartarla de la investigación? Se volvió hacia él.

– No me llevará más de diez… quizá quince minutos. -No le preguntó si la esperaría, sino que prosiguió: -Podremos marcharnos en cuanto termine.

Barnaby le sostuvo la mirada con firmeza; ella no descifró nada en sus ojos azules aparte de que la estaban evaluando, sopesando. Luego la línea de los labios se suavizó sin llegar a sonreír, más bien como si en su fuero interno se estuviera divirtiendo.

– Muy bien. -Del otro lado de la puerta, ahora abierta, les llegaban las voces de los niños; inclinó la cabeza en esa dirección. -Aguardaré fuera, observando a sus pupilos.

Ella sintió tal alivio que no le preguntó qué esperaba observar. Asintió con brío.

– Iré a buscarle en breve.

Sin darle ocasión de cambiar de opinión, se volvió y, junto a la señora Keggs, enfiló el pasillo que llevaba a su despacho.

Barnaby la observó alejarse, fijándose con admiración en el enérgico balanceo de sus caderas y sus andares resueltos. Luego se dio la vuelta y, sonriendo más abiertamente, salió al día sombrío.

De pie en el porche, recorrió con la vista el patio que quedaba a su derecha; un grupo de niños y niñas de unos cinco o seis años reían y chillaban mientras se perseguían y lanzaban balones. Al mirar a la izquierda descubrió un número semejante de niños, todos de edades comprendidas entre los siete y los doce años, el grupo al que se habrían unido los niños desaparecidos.

Bajó los escalones y dejó que los pies le llevaran en aquella dirección. No buscaba nada en concreto, pero la experiencia le había enseñado que datos aislados en apariencia superfluos a la postre solían resultar cruciales para resolver un caso.

Apoyándose contra la fachada de la casa, dejó que su vista recorriera el grupo de niños, los había de todos los tamaños y formas, unos eran rechonchos, achaparrados y con pinta de matones, otros flacos y canijos. La mayoría se movía sin dificultad al jugar, pero algunos cojeaban y uno arrastraba un pie.

Cualquier grupo similar de hijos de buena familia habría sido más homogéneo en cuanto a presencia física, con rasgos semejantes y los mismos miembros largos.

El único elemento que compartían aquellos niños, tanto entre sí como con los niños de los círculos de Barnaby, era cierta despreocupación de la que normalmente carecían los hijos de los pobres. Era un reflejo de la confianza en su seguridad, en que tendrían un techo sobre la cabeza y un sostén razonable, no sólo hoy sino también mañana y en el futuro inmediato. Aquellos niños eran felices, mucho más de lo que nunca llegarían a serlo sus iguales.

Había un profesor sentado en un banco al otro lado del patio. Leía un libro y echaba esporádicos vistazos a sus pupilos.

Al cabo, uno de los niños -un chaval de unos diez años, enjuto y nervudo y con cara de hurón- se acercó sigilosamente a Barnaby. Aguardó a que éste lo mirase antes de preguntar: -¿Es un profesor nuevo?

– No. Estoy ayudando a la señorita Ashford en un asunto. La estoy esperando.

Otros niños se fueron acercando cuando el primero dijo «Oh» y se quedó con los labios formando un círculo. Miró a sus amigos, se envalentonó y preguntó:

– ¿Y usted qué es, entonces?

«El tercer hijo de un conde.» Barnaby sonrió al imaginarse cómo reaccionarían los chicos si les dijera eso.

– Ayudo a la gente a encontrar cosas.

– ¿Qué cosas?

«Villanos, generalmente.»

– Cosas que la gente quiere encontrar.

Uno de los mayores frunció el ceño.

– Pensaba que de eso se encargaba la pasma. Pero usted no es polizonte.

– ¡Quia! -interrumpió otro chavalín. -Los polizontes están para que la gente no robe, sobre todo. Buscar lo robado es otro cantar.

Sabiduría en boca de retoños.

– Entonces… -El primer preguntón le miró calibrándolo. -Cuéntenos la historia de algo que haya ayudado a encontrar.

Sus palabras sonaron más a curiosidad que a exigencia.

Barnaby echó un vistazo al corro de rostros que lo rodeaba, teniendo muy presente que todos y cada uno de los niños se habían fijado en la calidad de su ropa, y reflexionó un momento. Un movimiento en la otra punta del patio le llamó la atención. El profesor había reparado en el interés de sus alumnos; enarcó una ceja, preguntando sin palabras si Barnaby deseaba ser rescatado.

Tras dirigir al profesor una sonrisa tranquilizadora, Barnaby se centró en su público.

– El primer objeto que ayudé a devolver a su dueño fue el collar de esmeraldas de la archiduquesa de Derwent. Desapareció durante una fiesta en su mansión de la finca Derwent…

Lo acribillaron a preguntas; no le sorprendió que la fiesta en sí misma, la finca y cómo se divertían «los encopetados» fueran el centro de su interés. El valor de las esmeraldas les resultaba incomprensible, pero la gente los fascinaba tanto como a él. Escuchar sus reacciones a la historia que contó le hizo reír por dentro.

En su despacho, Penelope se percató de que la atención de la señora Keggs se había apartado de ella para centrarse en un punto detrás de su hombro izquierdo.

– Creo que con esto debería bastar para las próximas semanas.

Dejó la pluma y cerró la tapa del tintero con un chasquido; el ruido hizo que la señora Keggs bajara de las nubes.

– Ah… gracias, señorita. -La señora Keggs cogió el pedido firmado que le tendía Penelope. -Lo llevaré enseguida a Connelly's para que lo sirvan esta misma tarde.

Penelope sonrió y asintió autorizándola a retirarse. La observó levantarse, hacer una reverencia y luego, tras echar un último vistazo por la ventana, salir presurosa.

Haciendo girar la silla, Penelope miró por la ventana… y vio a Adair cautivo de un grupo de niños.

Se dispuso a levantarse pero entonces reparó en que lo había interpretado mal: era él quien tenía cautivados a los niños, lo cual no era poca cosa, con algo que les contaba.

Estudió la escena sorprendida; a pesar de cuanto le habían referido acerca de él, no había contado con que Adair tuviera la necesaria facilidad o inclinación para relacionarse abiertamente con las clases bajas; desde luego no hasta el punto de encorvarse para entretener a un puñado de golfillos.

Sin embargo, su sonrisa parecía sincera.

Se libró de una parte más del recelo que había tenido al consultarle. Los demás miembros de la junta de administración estaban fuera de Londres; aunque los había informado de las tres primeras desapariciones aún no había dicho palabra acerca de la más reciente, como tampoco sobre su plan de recabar la ayuda de Barnaby Adair. En eso, había actuado por iniciativa propia. Si bien estaba convencida de que Portia y Anne apoyarían su decisión, no estaba tan segura a propósito de los otros tres. Adair se había forjado un nombre ayudando a la policía, en concreto en llevar ante la justicia a miembros de la buena sociedad, empeño que no había sido recibido con unánime aprobación entre los de su clase.

Apretando los labios, dio sendas palmadas a los brazos de la silla y se puso de pie.

– Me da igual -informó al despacho vacío. -Para traer a esos niños de vuelta habría recabado la ayuda del mismísimo demonio.

Las amenazas sociales no influían en ella.

Otra clase de amenazas…

Entrecerrando los ojos, estudió el elegante personaje rodeado por aquel grupo variopinto. Y a regañadientes admitió que en cierta medida representaba, en efecto, una amenaza para ella.

Para sus sentidos, para sus nervios de repente a flor de piel, para su inusitadamente díscola cabeza. Jamás hombre alguno le había hecho perder el norte.

Ningún hombre la había hecho preguntarse qué ocurriría si él…

Se puso otra vez de cara al escritorio y cerró la carpeta de pedidos.

Tras la entrevista de la noche anterior se había dicho a sí misma que lo peor ya había pasado, que cuando volviera a verlo, el impacto que había causado en sus sencidos habría decaído, desvaneciéndose. En cambio, al levantar la vista y verlo en el umbral, con su mirada azul fija en ella en actitud contemplativa, había perdido la facultad de pensar de manera racional.

Le había costado un verdadero esfuerzo mantener el semblante inexpresivo y fingir que tenía la cabeza en otra parte. Estaba claro que, si deseaba investigar con él, iba a necesitar el equivalente de una armadura. Pues de lo contrario…

No quería ni pensar en que él se diera cuenta de lo mucho que la afectaba, ni tampoco en aquella manera suya tan lenta, arrogante y viril de sonreír.

Apretó los labios y reiteró con firmeza:

– Pase lo que pase, me da igual.

Sacó el bolso y los guantes de debajo del escritorio y, levantando el mentón, se dirigió hacia la puerta.

Y hacia el hombre que había reclutado como adalid del orfanato.

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