CAPÍTULO 04

Stokes estaba de pie ordenando el escritorio para dar por terminada su jornada cuando Barnaby irrumpió en su despacho. El inspector levantó la vista y se fijó en la expresión de su amigo.

– ¿Qué ocurre?

«Pues que Penelope Ashford va a ser un problema.» Barnaby tomó aire para serenarse.

– He preguntado a la señorita Ashford sobre los cuatro niños.

Stokes frunció el ceño.

– ¿A la señorita Ashford?

– Penelope Ashford, la hermana de Portia, actual administradora del orfanato. Ha dicho que los cuatro niños son delgados, nervudos, ágiles y rápidos, tanto de movimientos como de inteligencia. Considera que son más listos de lo normal. Aparte de eso, son de edades comprendidas entre los siete y los diez años, de estaturas muy diferentes, sin ningún atractivo especial ni ningún otro rasgo distintivo en común.

– Entiendo. -Entrecerrando los ojos, Stokes se dejó caer de nuevo en su silla. Aguardó a que Barnaby entrara y se sentara en una de las que tenía enfrente. -Parece que podemos tachar de nuestra lista toda relación con el comercio carnal.

Barnaby asintió.

– Y al menos uno es demasiado alto para que sirva como deshollinador, así que eso también sale de la lista.

Me he topado con Rowland de la Policía Fluvial hace cosa de una hora; había venido a una reunión, Le he preguntado si había escasez de grumetes. Según parece, ocurre todo lo contrario, de modo que no hay razón para suponer que estén obligando a esos niños a trabajar en el mar.

Barnaby lo miró a los ojos.

– ¿Y adonde nos conduce eso?

Stokes reflexionó y enarcó las cejas.

– Galopines. Es con mucho lo más probable, siendo como son flacos, nervudos, ágiles y rápidos. Que pasen desapercibidos es un valor añadido; no buscarían a ningún niño demasiado guapo o que se hiciera notar. Y en esa parte de la ciudad… -Hizo una breve pausa y prosiguió: -A lo largo de los años han circulado rumores, bastante fundados a decir de todos, sobre la existencia de, a falta de una palabra mejor, «escuelas de ladrones» montadas en lo más recóndito del East End. Es una zona muy poblada. En algunas partes es una maraña de casas de vecinos y almacenes donde ni siquiera los policías locales se aventuran. Esas escuelas vienen y van. Ninguna dura mucho tiempo pero a menudo son los mismos sujetos quienes están detrás.

– ¿Se mudan antes de que la policía tenga ocasión de cerrarlas?

Stokes asintió.

– Y como casi nunca se logra demostrar que los dueños estén cometiendo un delito tipificado, cosa que impide llevarlos a juicio, pues… -Se encogió de hombros. -En general se hace la vista gorda.

Barnaby frunció el ceño.

– ¿Qué enseñan en esas escuelas? ¿Qué necesita aprender un galopín?

– Antes pensábamos que los usaban como vigías, y quizá lo hagan cuando el ladrón actúa en barrios menos prósperos. Pero el auténtico uso que se da a esos pilludos es hacerlos entrar a robar en las casas de los ricos, sobre todo en las de la buena sociedad. Entrar en una casa de Mayfair no es tarea fácil; la mayoría tiene rejas en las ventanas de la planta baja, o dichas ventanas son demasiado pequeñas, al menos para un hombre. Un crío enjuto, en cambio, puede escurrirse entre ellas. Son los niños quienes realmente birlan los objetos y luego se los pasan al ladrón. Por tanto es preciso enseñar a los niños a moverse con sigilo en la oscuridad, sobre parquets lustrosos y baldosas enceradas, sobre alfombras y entre los muebles.

Les enseñan la distribución habitual de las casas de postín, adonde ir, qué lugares evitar, dónde esconderse si despiertan a los ocupantes. Aprenden a diferenciar entre los ornamentos de calidad y la chatarra, a sacar pinturas de los marcos, a usar ganzúas para forzar cerraduras… Algunos incluso aprenden a abrir cajas fuertes.

Barnaby hizo una mueca.

– Y si algo va mal…

– Exacto. Es al niño a quien pillan, no al ladrón.

Barnaby miró por la ventana detrás de Stokes.

– De modo que nos encontramos ante una situación que nos lleva a suponer que hay una escuela de ladrones en plena actividad, formando a niños para robar en las casas de la alta sociedad… -Se interrumpió y miró a Stokes a los ojos. -¡Pues claro! Se están preparando para robar durante la temporada festiva, cuando el grueso de las familias bien se ausentará de sus residencias.

– Pero la mayoría de damas se lleva las joyas consigo al campo… -objetó Stokes.

– Cierto. -El creciente entusiasmo de Barnaby no menguó. -Pero esta gente, sean quienes sean, no anda tras las joyas. La gente bien, cuando cierra la casa, sólo se lleva las joyas, la ropa y el servicio; dejan los adornos, muchos de ellos verdaderos tesoros. Esos objetos permanecen en las casas, por lo general con un personal reducido. En algunos domicilios sólo se queda el portero.

La excitación de Barnaby contagió a Stokes. Dejó vagar la mirada mientras pensaba y luego la clavó en Barnaby.

– Nos estamos precipitando, pero supongamos que tenemos razón. ¿Por qué cuatro? ¿Por qué raptar a cuatro niños para entrenarlos en el espacio de pocas semanas?

Barnaby respondió con una sonrisa rapaz.

– Porque este grupo está planeando una serie de robos, o cuenta con más de un ladrón que tiene planes de robar durante los próximos meses.

– Ya. Mientras la buena sociedad está fuera de Londres. -Endureciendo sus rasgos, Stokes añadió: -Podría valer la pena. Merecería el esfuerzo que han invertido en identificar a cuatro posibles chavales, y puede que haya más, y en organizar su secuestro.

Durante un momento ambos quedaron sumidos en sus pensamientos y, al cabo, Barnaby miró a su amigo a los ojos.

– Esto podría ser grande; mucho más grande de lo que parece ahora mismo.

Stokes asintió.

– Antes he hablado con el inspector jefe. Me dio permiso para investigar de manera apropiada, haciendo hincapié en lo de la manera apropiada. -Una torva sonrisa torció sus labios. -Mañana hablaré con él otra vez y le contaré cómo lo vemos ahora. Creo que entonces puedo garantizar que tendré libertad de acción.

Barnaby sonrió con cinismo.

– Bien, ¿y cuál es el siguiente paso? ¿Descubrir esa escuela?

– Lo más probable es que esté en el East End, en algún lugar no muy alejado de donde vivían los niños. Dijiste que es poco probable que algún miembro del personal del orfanato seleccionara a los niños. Si es así, la explicación más plausible de cómo el «director» supo de su existencia y, más aún, de cuándo y dónde exactamente enviar a un hombre en su busca, es que el director y su equipo sean del barrio.

– Los vecinos estaban seguros de que el hombre que se llevó a los niños era del East End, y de que era un mero recadero; alguien a quien habían enseñado qué decir para lograr que le entregaran a los huérfanos.

– Precisamente. Esos maleantes están al tanto de todo lo que ocurre en el barrio porque son de allí. Barnaby hizo una mueca.

– No sé por dónde empezar a buscar una escuela de ladrones en el East End. Ni en ninguna otra parte, la verdad.

– Buscar lo que sea en el East End no es tarea fácil, y yo estoy tan poco familiarizado con la zona como tú.

– ¿La policía local? -sugirió Barnaby.

– Pienso informarla, aunque no cuento con obtener mucha ayuda directa. Esa comisaría está en pañales y es de suponer que aún no habrá arraigado en el barrio. -Hubo un momento de silencio; Stokes golpeó el escritorio con un dedo y pareció tomar una decisión. -Déjalo en mis manos. Sé de alguien que conoce bien el East End. Si consigo interesarlo en el caso, quizá se avenga a ayudarnos.

Se levantó. Barnaby también y se volvió hacia la puerta. Stokes rodeó el escritorio, cogió el sobretodo de la percha y le siguió.

Barnaby se detuvo en el pasillo; el otro se paró a su lado.

– Iré a devanarme los sesos para ver si hay algún otro modo de promover nuestra causa. Stokes asintió.

– Mañana veré al inspector jefe y lo pondré al corriente. Y veré a mi contacto. Te mandaré aviso si está dispuesto a ayudar.

Se separaron. Barnaby salió a la calle, donde ya anochecía. De nuevo se detuvo en la escalinata del edificio para evaluar la situación. Stokes tenía algo concreto que hacer, una vía de investigación a seguir. Él, en cambio… el impulso de actuar, de no limitarse a aguardar a que el inspector le mandara aviso, lo acuciaba.

Si hablaba con Penelope Ashford otra vez, ahora que tenía cierta idea de hacia dónde apuntaban las pesquisas, quizá le sonsacara más información útil. Tenía bastante claro que la joven tenía muchos datos potencialmente útiles. Y él le había prometido que la informaría de la opinión de Stokes…

Qué mujer avasalladora.

Qué mujer tan difícil… con aquellos labios carnosos y sensuales. Labios fascinantes.

Se metió las manos en los bolsillos y bajó la escalinata. El único problema de hablar con Penelope aquella noche era que para hacerlo tendría que encontrarse con ella en un lugar de buen tono.


La noche había caído, y con ella Penelope se había visto obligada a ponerse lo que a su juicio era un disfraz. Tenía que dejar de ser ella misma para convertirse en la señorita Penelope Ashford, hermana menor del vizconde Calverton, hija menor de Minerva, la vizcondesa viuda lady Calverton, y única mujer soltera del clan.

La última designación la crispaba, no porque abrigara deseo alguno de cambiar su estado civil sino porque de un modo u otro la señalaba. La ponía en un pedestal que su cinismo veía semejante a una plataforma de subastas. Y si bien nunca había tenido la menor dificultad en hacer caso omiso de las erróneas suposiciones que muchos jóvenes caballeros indefectiblemente daban por sentadas, el tener que hacerlo era un verdadero fastidio. Resultaba irritante tener que interrumpir sus pensamientos y armarse de paciencia y cortesía para que los caballeros pertinaces dieren media vuelta.

Sobre todo habida cuenta de que, aunque pudiera estar presente en un salón de baile, por lo general su mente estaba en otra parte. Por ejemplo en las Termópilas. Para ella los griegos antiguos tenían mucho más encanto que cualquiera de los mozos que trataban de atraer su atención.

Aquella noche la velada transcurría en los salones de lady Hemmingford. Ataviada con un moderno vestido de satén verde de un tono tan oscuro que resultaba casi negro, pues su familia le tenía prohibido vestirse de negro, su color predilecto, Penelope contemplaba, arrimada a la pared, la soirée política en pleno auge.

A pesar del aburrimiento e incluso aversión que le causaban tales reuniones sociales, no podía dejar de acudir. La asistencia ineludible con su madre a cualquier recepción que la vizcondesa viuda decidiera honrar con su presencia era parte del trato que había cerrado con Luc y su madre a cambio de que lady Calverton se quedase en la ciudad cuando el resto de la familia se marchara al campo, permitiéndole así proseguir con su tarea en el orfanato.

Luc y su madre se habían negado de plano a aceptar que permaneciera sola en Londres, ni siquiera en compañía de Helen, una prima viuda, como carabina. Por desgracia, nadie consideraba que Helen, siempre tan dulce y afable, fuese capaz de controlarla, ni siquiera la propia Penelope. Pese a la mala disposición de su hermano, entendía su punto de vista.

También sabía que una parte tácita del trato era que consentiría en ser exhibida ante los miembros de la flor y nata que siguieran en la capital, manteniendo así vigente la oportunidad de encontrar un buen partido.

Cuando estaba en familia, hacía lo posible por acallar tales ideas; no veía ningún beneficio en el matrimonio, al menos no en su caso. Cuando estaba en sociedad, si no abiertamente sí con implacable agudeza, disuadía a los caballeros que creían saber cómo hacerla cambiar de parecer.

Siempre se desconcertaba cuando un jovenzuelo inmaduro era tan torpe como para no interpretar su mensaje. «¿Es que no ves que llevo gafas, so imbécil?», le soltaba mentalmente. ¿Qué joven casadera deseosa de contraer matrimonio acudiría a una recepción social con gafas de montura de oro apoyadas en la nariz?

En realidad su vista era lo bastante buena como para arreglarse sin gafas, pero entonces veía las cosas con poca nitidez. Podía manejarse en un ámbito reducido como una habitación, incluso un salón de baile, pero no discernía la expresión de los rostros. En la adolescencia había decidido que saber qué ocurría a su alrededor con todo detalle era más importante que presentar la imagen correcta. Otras jóvenes damas quizá pestañeasen intentando negar su miopía, pero ella no.

Ella era como era y la alta sociedad tendría que componérselas.

Con el mentón en alto, la mirada fija en la cornisa del otro lado de la estancia, permaneció de pie a un lado del salón de los Hemmingford, deliberando si entre los invitados había alguno de cuya conversación ella o el orfanato se pudieran beneficiar.

Era vagamente consciente de la música que llegaba del salón contiguo, pero estaba resuelta a hacer caso omiso al reclamo que suponía para sus sentidos. Bailar con caballeros siempre los alentaba a figurarse que estaba interesada en conocerlos mejor. Triste circunstancia dado que le encantaba bailar, pero había aprendido a no permitir que la música la tentara.

De súbito, sus sentidos se alborotaron. Parpadeó. Aquella sensación tan curiosa se deslizaba sobre ella como si las terminaciones nerviosas bajo su piel hubieran sido objeto de una caricia afectuosa. Estaba a punto de dar media vuelta para identificar la causa cuando una voz perturbadoramente grave murmuró:

– Buenas noches, señorita Ashford.

Rizos rubios, ojos azules. Resplandeciente en blanco y negro de gala, Barnaby Adair apareció a su lado.

Ella sonrió encantada y, sin pensarlo dos veces, le dio la mano.

Barnaby tomó sus delicados dedos e hizo una reverencia, aprovechando el momento para recomponer su habitualmente impecable compostura, que Penelope había hecho añicos con aquella fabulosa sonrisa suya.

¿Qué sucedía con ella y sus sonrisas? Tal vez se debiera a que no sonreía con tanta liberalidad como otras damiselas; aunque sus labios se curvaban de buena gana y prodigaba educados elogios como era menester, tales gestos eran primos distantes de su verdadera sonrisa, con la que acababa de obsequiarle. Esta era mucho más radiante, más intensa y cálida. Abierta y sincera, suscitaba en él el impulso de advertirle que no mostrara aquellas sonrisa a los demás; suscitaba el codicioso deseo de que ella reservara aquellas sonrisas sólo para él.

Absurdo. ¿Qué le estaba provocando aquella joven?

Ella se irguió y él la encontró todavía más radiante, aunque la sonrisa se había desvanecido.

– Me alegro de verle. ¿Debo suponer que me trae novedades?

Barnaby volvió a pestañear. Había algo en su rostro, en su expresión, que lo enternecía y le afectaba de un modo sumamente peculiar.

– Si no recuerdo mal -dijo, con un valeroso intento de arrastrar las palabras con sequedad y arrogancia, -usted insistió en que la informara acerca de la opinión de Stokes en cuanto fuera posible.

La jovialidad de Penelope no decayó.

– Bueno, sí, pero no esperaba que lo hiciera aquí -señaló con la mano a la elegante concurrencia.

No obstante, había tomado la precaución de volver a dar instrucciones a su ayuda de cámara para que le dijera dónde encontrarla. Barnaby titubeó y echó un breve vistazo a los grupos que conversaban en derredor.

– Me figuro que preferirá hablar de nuestra investigación antes que de la última obra del Teatro Real.

Esta vez la sonrisa de ella fue al mismo tiempo petulante y confiada.

– Indudablemente. -Miró en torno. -Pero si vamos a hablar de secuestradores y delitos, deberíamos trasladarnos a un sitio más tranquilo. -Con el abanico, indicó el rincón adyacente a la arcada que daba al salón. -Esa zona suele estar despejada. -Lo miró. -¿Vamos?

Barnaby le ofreció un brazo que ella aceptó. Él reparó en que bastaba que él la observara para que los sentidos de ella reaccionaran sutilmente. Él los alteraba. Barnaby lo había sabido desde el primer momento, desde que ella entró en su salón y lo vio, no en público, sino a solas.

Conducirla a través del salón, deteniéndose forzosamente aquí y allí para intercambiar saludos, le dio tiempo para considerar su propia e inusual reacción ante ella. Era bastante comprensible; su propia reacción era consecuencia directa de la reacción de ella. Cuando sonreía con tanta franqueza, no era porque reaccionara ante su apostura, ante el glamur que a la mayoría de jóvenes damas impedía ver más allá, sino porque veía y reaccionaba ante el hombre que había detrás de esa fachada, el investigador con quien, al menos a su juicio, se estaba relacionando.

Era a su faceta investigadora a la que sonreía, a su lado intelectual. Eso era lo que le había llevado a sentirse tan extrañamente emocionado. Era reconfortante que sus atributes viriles no se tuvieran demasiado en cuenta y que, en cambio, valorasen su mente y sus logros. Penelope quizá llevara gafas, pero su vista era mucho más incisiva que la de sus semejantes.

Por fin llegaron al rincón. Allí estaban relativamente aislados del grueso de los invitados, separados por el ir y venir de quienes entraban y salían del salón. Podían hablar con total libertad aun estando a la vista de todos.

– Perfecto. -Retirando la mano de su manga, se volvió hacia él. -Bien. ¿Qué ha deducido el inspector Stokes?

Reprimió las ganas de informarla de que Stokes no era el único que había deducido cosas.

– Después de considerar todas las actividades posibles en las que cabría emplear a niños de esa edad, parece que lo más probable en este caso sea el robo.

Penelope frunció el ceño.

– ¿Qué quieren los ladrones de unos niños tan pequeños?

Él se lo explicó y ella se indignó. Echando chispas por los ojos tras las lentes, declaró categóricamente:

– Debemos rescatar a nuestros niños sin demora.

Tomando nota de la determinación que resonaba en su voz, Barnaby mantuvo una expresión impasible.

– En efecto. Mientras Stokes tantea a sus contactos con vistas a localizar esa escuela, hay otra vía que a mi juicio deberíamos tomar en consideración.

Penelope lo miró a los ojos.

– ¿Cuál?

– ¿Hay otros niños parecidos que puedan quedar huérfanos pronto?

Ella lo miró fijamente un instante, abriendo mucho sus ojos castaños. Barnaby supuso que le preguntaría por qué; en cambio, en un santiamén había comprendido por dónde iba él y a juzgar por su fascinación, estaba más que dispuesta a seguirlo.

– ¿Los hay? -insistió Barnaby.

– No lo sé, no se me ocurre ninguno en este momento. Yo hago todas las visitas pero a veces transcurre más de un año desde que el niño se inscribe en nuestros archivos hasta que fallece el tutor.

– Entonces ¿puede decirse que existe una especie de lista de huérfanos en ciernes?

– Una lista no, por desgracia, sino un montón de expedientes.

– ¿Y esos expedientes contienen la dirección y una descripción sucinta del niño?

– La dirección sí. Pero la descripción que anotamos se limita a la edad y al color del pelo y los ojos; no basta para nuestro propósito. -Le miró de hito en hito. -No obstante, por lo general me acuerdo de los niños, sobre todo de los que he visto recientemente.

Barnaby tomó aire.

– ¿Cree que…?

– Señorita Ashford.

Ambos se volvieron para encontrarse ante un joven caballero que hacía una reverencia exagerada. Se irguió y sonrió a Penelope.

– Soy el señor Cavendish, señorita Ashford. Su madre y la mía son grandes amigas. Me estaba preguntando si le apetecería bailar. Me parece que se están preparando para un cotillón.

Penelope frunció el entrecejo.

– No, gracias. -Pareció reparar en la gelidez de su tono, así que lo derritió lo justo para agregar: -No soy muy aficionada a los cotillones.

Cavendish pestañeó.

– Vaya. Entendido.

Saltaba a la vista que no estaba acostumbrado a que lo rechazaran. Aunque el semblante disuasorio de Penelope no se relajó, Cavendish dio muestras de querer sumarse a su conversación. Ni corta ni perezosa, ella lo tomó del brazo y le obligó a volverse.

– Aquella de allí es la señorita Akers. -Miró hacia el otro lado del salón. -La chica del vestido rosa con profusión de capullos en flor. Seguro que le encantará bailar el cotillón. -Hizo una pausa y tundió: -Desde luego lleva el vestido apropiado.

Barnaby se mordió el labio. Cavendish, sin embargo, inclinó la cabeza mansamente. Si me disculpan…

Miró esperanzado a Penelope, que asintió alentadoramente.

– Faltaría más -respondió soltándole el brazo.

Cavendish saludó a Barnaby y se alejó.

– Bien. -Penelope volvió a centrarse en Barnaby. -¿Qué estaba diciendo?

– Me preguntaba si…

– Mi querida señorita Ashford. Qué inmenso placer encontrarla honrando esta recepción con su presencia.

Barnaby observó con interés cómo Penelope se envaraba y daba media vuelta lentamente, endureciendo su expresión para enfrentarse al intruso.

Tristram Hellicar tenía fama de vividor. Además no podía negarse que era guapo. Hizo una elegante reverencia; al erguirse saludó con la cabeza a Barnaby y acto seguido dirigió el irresistible encanto de su sonrisa a Penelope, que no se dejó impresionar lo más mínimo.

– Tristram, el señor Adair y yo…

– Hicierais lo que hicieseis, querida, ahora estoy aquí. Seguro que no querrás echarme a los lobos… -Con ademán pausado indicó a los demás invitados.

Tras las lentes, los ojos marrones de Penelope se entrecerraron.

– En un periquete.

– Piénsalo bien, Penelope, que yo esté aquí contigo hace que todos esos jovenzuelos mantengan las distancias, ahorrándote esfuerzos diplomáticos para librarte de ellos. Rigby acaba de llegar, y ya sabes lo agotadora que puede llegar a ser su devoción. Y el señor Adair no es una buena protección; es demasiado educado.

Barnaby captó el destello de la mirada que Hellicar le lanzó, consciente de que el joven se estaba formando un juicio sobre él y su posible relación con Penelope. Había una advertencia latente en esa mirada, pero Hellicar no estaba seguro de que él fuera un rival en lo que al afecto de Penelope atañía, y sin pruebas no pasaría de allí.

Podría haberle dado a Hellicar alguna pista, pero estaba disfrutando con aquel intercambio y lo que éste desvelaba. Aparte de todo lo demás, estaba convencido de que Penelope no se daba cuenta de que Hellicar, pese a su reputación, iba tras ella en serio.

Otra cuestión igualmente fascinante era que Hellicar, aun teniendo el atino de reconocer que ella no una era una mujer del montón y que, por consiguiente, sería inmune a las lisonjas habituales, en realidad no tenía ni idea de cómo conquistarla.

Y si la mitad de lo que se contaba sobre Hellicar era cierto, había sido todo un maestro en el arte de cautivar a las damas de buena familia.

Había fracasado estrepitosamente con Penelope.

Hellicar continuaba con su charla intrascendente, al parecer sin fijarse en que Penelope estaba cada vez más tensa. Ésta finalmente interrumpió su cháchara sin el menor escrúpulo.

– Lárgate, Tristram. -Su voz sonó serena, fría como el acero. Le dejó claro que había caído en desgracia. -O contaré a lord Rotherdale lo que vi en el salón de lady Mendicat.

Hellicar parpadeó y se puso pálido.

– ¿Qué viste? Tú no harías…

– Créeme, lo vi, y lo haría. Y disfrutaría cada instante del relato.

Apretando los labios y entornando los ojos, Hellicar estudió el semblante de Penelope y su firme expresión, y decidió que no se estaba marcando un farol. Aceptando la derrota, hizo una reverencia bastante menos fluida que la anterior.

– Muy bien, bella Penelope, me retiraré. Por ahora. -Echó un vistazo a Barnaby. -No obstante, si tu propósito es llevar una vida sin restricciones, charlar tan animadamente con Adair no es un modo Inteligente de convencer a esos cachorros anhelantes de que no estás interesada en que te lleven al altar. Allá donde uno va, los demás se aventuran. -Y volviéndose agregó: -Quedas advertido, Adair: es peligrosa.

Con un saludo, Hellicar se marchó.

Penelope frunció el ceño, cada vez más desesperada. ¡Sandeces!

Barnaby tuvo que esforzarse para disimular su sonrisa. Era peligrosa, sí, peligrosamente impredecible. No necesitaba la advertencia de Hellicar, pues para él la amenaza provenía de su propia fascinación; nunca antes había conocido a una dama de alcurnia que, intencionadamente y con pleno conocimiento de causa, se saltara a la torera las limitaciones sociales cada vez que le venía en gana y sabía que podía salirse con la suya.

Por primera vez en más tiempo del que recordaba, lo estaba pasando en grande en una recepción social. Le estaban entreteniendo de un modo novedoso e inesperado.

– Al menos se ha ido. -Penelope se volvió de nuevo hacia él. -Bien. -Frunció el ceño. -¿Dónde estábamos?

– Iba a preguntarle…

– Señorita Ashford.

Ella soltó un bufido de fastidio. El joven lord Morecombe. Lo despachó sumariamente, sacándolo sin piedad del error de que ella tuviera el más mínimo interés en oír comentar el último estreno, y menos aún sus logros en la carrera de cuadrigas a Brighton.

Después de Morecombe le tocó el turno a Julian Nutley.

Luego vino el vizconde Sethbridge.

Mientras le atendía, y luego a Rigby, que haciendo honor a la descripción de Hellicar resultó el más difícil de ahuyentar, Barnaby dispuso de tiempo sobrado para estudiarla.

No era difícil comprender que aquellos desventurados caballeros reuniesen valor para enfrentarse a su afilada lengua. Era una joven sumamente atractiva, aunque no de una manera usual. El tono oscuro de su vestido hacía que su piel de porcelana resplandeciera. Incluso las gafas, que sin duda restaban encanto a su apariencia, en realidad la realzaban: la montura de oro perfilaba el contorno de los ojos mientras las lentes los magnificaban un poco, haciendo que parecieran aún más grandes, resaltando sus largas y rizadas pestañas morenas, el intenso castaño de los iris y la clara inteligencia que brillaba en sus profundidades.

Con la vitalidad que infundía a sus rasgos, de hecho a todo su ser, el conjunto irradiaba una belleza que llamaba la atención, tanto más cuando se comparaba con la pálida, dócil y apastelada uniformidad de las demás damiselas del mercado nupcial.

Barnaby dudaba que ella entendiera que, lejos de ser un arma disuasoria, el carácter sardónico y la actitud arbitraria con que trataba a los pretendientes, en su caso surtían el efecto contrario. Su conducta la había convertido en un trofeo que conquistar, y los caballeros que la cortejaban eran conscientes del invaluable caché que supondría conseguir su mano.

Escuchándola tratar con, y en el caso de Rigby ahuyentar, todos aquellos que osaban entorpecer su conversación con Barnaby, saltaba a la vista que consideraba a los caballeros una especie considerablemente menos inteligente que ella.

Barnaby tuvo que admitir que en la mayoría de los casos tenía razón, pero no todos los caballeros eran unos zoquetes. El impulso de mencionárselo para marcar al menos un tanto a favor de su sexo, y quizá de paso empujarla a comprender en parte el atractivo que tenía para los hombres, lo tentó por un momento.

– ¡Por fin! -Tras una última mirada fulminante a la espalda de Rigby, Penelope se volvió una vez más hacia él.

Sin darle ocasión de hablar, Barnaby levantó una mano acallándola.

– Me temo que Hellicar estaba en lo cierto. Si nos quedamos aquí conversando, muchos lo verán como una invitación permanente a unirse a nosotros. ¿Puedo sugerir, por mor de nuestro objetivo común, que saquemos provecho del vals que los músicos parecen estar a punto de tocar?

Hizo media reverencia y le ofreció la mano.

Penelope la miró, y luego a él. Los primeros compases del vals flotaban sobre las conversaciones de alrededor.

– ¿Tiene ganas de bailar?

Barnaby enarcó una ceja.

Tendremos suficiente intimidad para hablar sin arriesgarnos a que nos interrumpan. -La miró a los ojos. -¿No sabe bailar el vals?

Penelope frunció el ceño.

– Claro que sé. Ni siquiera yo pude evitar que me lo enseñaran. Y armándose de valor apoyó su mano en la de él. Debía enterarle de lo que él tenía que comunicarle, y en vista del fastidio de sus pretendientes, la pista de baile era una buena opción. Barnaby la hizo girar hacia el salón.

– De lo que se deduce que lo intentó, tomando aire lentamente, ella levantó la vista, desconcertada…

Me refiero a evitar que le enseñaran a bailar el vals. Penelope pestañeó. Rogó al cielo de que Barnaby no se percatara de que su contacto la confundía hasta el punto de perder el hilo de la conversación. Miró al frente.

– Al principio no veía ningún sentido en aprender semejante habilidad, pero luego…

Encogió un poco los hombros y dejó que la condujera a la pista y la atrajera hacia sí.

Sus brazos la rodearon con delicadeza y corrección, pero aun así los sentidos de la joven vibraron. Les exigió, de mala manera, que hicieran el favor de comportarse. Pese a su irritante reacción ante él, bailar era, se dijo a sí misma, una idea excelente.

Se había desprendido de la renuencia a que le enseñaran a bailar tras descubrir que el vals podía ser tonificante y excitante. Últimamente rara vez se lo permitía porque la habían decepcionado demasiadas parejas de baile. Daba por hecho que Adair tampoco daría la talla, lo cual le vendría muy bien. Una vez descubriera que era un bailarín mediocre, sus embelesados sentidos perderían interés por él de inmediato. No existía mejor cura para su absurda obsesión con él.

Con la cabeza alta, el mentón inclinado en el ángulo exacto, una sonrisa confiada curvándole los labios, se arrancó a bailar, y acto seguido se encontró siguiendo en vez de llevando.

Tardó un momento en adaptarse, pero ése era un punto a favor de él. Luego recordó que no quería dejarse impresionar, al menos no en ese ruedo. Por desgracia, su causa languideció y feneció mientras, con la vista clavada en su rostro, notaba cómo él la hacía evolucionar sin esfuerzo a lo largo del salón, deteniéndose y dando vueltas junto con las demás parejas que surcaban la pista. No era tanto la soltura con que la movía -era lo bastante liviana como para que casi todos los caballeros fueran capaces de hacerlo, -como la sensación de poder, de control, de energía domeñada que imprimía a las simples revoluciones del vals.

Lejos de sentirse liberada, estaba presa, atrapada.

Y a pesar de ser precisamente lo que no había deseado, se sorprendió a sí misma sonriendo con más sinceridad, relajándose en su holgado abrazo mientras admitía que sí, Barnaby sabía bailar el vals. Y sí, ella podía entregarse a su maestría y limitarse a gozar.

Hacía mucho tiempo que no había disfrutado con un vals.

Los ojos azules de Barnaby buscaron su rostro y entonces torció los labios.

– Está visto que cambio de parecer y al final prestó atención su profesor de baile.

– Luc, mi hermano. Un tirano muy estricto y exigente. -Se concedió un momento más para gozar con la sensación de flotar por la pista, de los firmes muslos de él rozándole las faldas, antes de preguntar: -Ahora, por fin, podremos terminar nuestra conversación. ¿Qué era lo que quería decirme?

Barnaby bajó la vista a sus ojazos castaños y se preguntó por qué no había querido aprender a bailar el vals.

– Iba a sugerir que si usted pudiera identificar a cualquier otro niño que vaya a quedar huérfano en un futuro cercano y que encajara en el perfil de los secuestrados, podríamos vigilarlos, tanto para identificar a los secuestradores si se presentan como, en última instancia, para impedir que se los lleven.

Penelope pestañeó y abrió más los ojos.

– Sí, claro. ¡Qué buena idea! -Musitó estas palabras como si hubiese tenido una revelación. De pronto se soltó y recobró su brío y el ¡ciencia. -Mañana revisaré los archivos. Si encuentro posibles candidatos…

– Me reuniré con usted en el orfanato a primera hora -dijo Barnaby. Sonrió mirándola de hito en hito. Si pensaba que iba a permitir que fuera sola de caza, estaba muy equivocada. -Podemos revisar los archivos juntos.

Penelope lo observó como evaluando las posibilidades que tenía de rehusar su ofrecimiento, aunque él estaba bastante seguro de que ella entendía que no se trataba de un ofrecimiento sino de una afirmación inapelable. Finalmente sus labios, siempre tan atrayentes, cedieron.

– Muy bien. ¿Pongamos a las once?

Barnaby inclinó la cabeza.

– Y veremos qué podemos encontrar.

Se irguió, le hizo dar una vuelta y reanudaron el baile en dirección al salón. Un vistazo a su semblante le confirmó que disfrutaba del baile tanto como él.

Incluso en esto era la antítesis de la norma. La mayoría de jóvenes damas eran vacilantes; incluso siendo excelentes bailarinas se mostraban pasivas, no sólo permitiendo sino confiando en que un caballero las dirigiera por la pista. Penelope no quería saber nada de la pasividad, ni siquiera durante un vals. Si bien tras los primeros pasos había consentido en que él la llevara, la fluida tensión que confería a sus gráciles miembros, la energía con que se acoplaba a su paso, convertía la danza en un.esfuerzo compartido, una actividad a la que ambos contribuían, haciendo que la experiencia fuera un mutuo placer compartido.

Con gusto bailaría hasta bien entrada la noche con ella…

De repente, apartó de su mente la idea de los distintos bailes que podrían permitirse danzar juntos. Ese no era el motivo por el que estaba bailando un vals con ella. Se trataba de la hermana de Luc Ashford, y su relación con ella era mero fruto de una investigación.

¿O no?

Al terminar un giro le miró la cara, los labios rubí ligeramente abiertos, sus encantadores ojos y el semblante de madona que ningún maquillaje o afeite podría jamás disfrazar, y se preguntó cuan sincero estaba siendo. Hasta qué punto estaba obstinado en no ver.

Penelope se zafó de sus brazos. Él los dejó caer y sonrió de un modo encantador.

– Gracias.

Respondiendo con una sonrisa, ella inclinó la cabeza.

– Baila muy bien el vals… Mucho mejor de lo que me esperaba.

El se fijó en el hoyuelo de su mejilla izquierda.

– Encantado de servirla.

La joven se rio ante tan seca respuesta.

Barnaby le tomó la mano, la apoyó en su brazo y la hizo girar hacia el salón.

– Venga conmigo, la acompaño hasta su madre. Y luego tendré que irme.

Así lo hizo. Mientras salía del salón sintió cierta satisfacción por lo entretenida que había sido la velada, algo con lo que en ningún momento había contado.

Penelope miró sus anchas espaldas hasta que lo perdió de vista. Sólo entonces se tomó la molestia de poner en orden sus ideas y valorar la situación.

Y al hacerlo…

– ¡Maldita sea! -murmuró entre dientes.

Era incapaz de encontrar un defecto en Barnaby Adair; en su talento como investigador, ninguno, al menos de momento, y, más sorprendente aún, en sus atributos varoniles tampoco. Aquello no era buena señal. Normalmente, y más después de haber conversado un par de veces con un caballero, ya lo habría descartado.

A Barnaby Adair no podía descartarlo. Y entre otras razones porque no se dejaba descartar.

Penelope no sabía a ciencia cierta qué iba a hacer con él, pero estaba claro que tendría que hacer algo. O bien tomar medidas para anular el efecto que ejercía en ella, o bien seguir aguantando a su díscola cabeza y a sus absortos sentidos.

La segunda opción era inadmisible. Y hasta que lograra la primera no sería capaz, era evidente, de manejar a Barnaby a su antojo.

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