CAPÍTULO 14

De no haber sido por un altercado felino en un muro cercano, quizás habría sido Mostyn quien los hubiera despertado.

Mientras alertado por la inminencia del alba Barnaby metía prisa a Penelope, que no quería levantarse y menos aún salir de su cama, para que hiciera ambas cosas y le permitiera conducirla escaleras abajo, incluso mientras salían por la puerta principal y echaban a caminar para acompañarla a su casa, una pequeña parte de él estaba decepcionada por no haber averiguado cómo habría reaccionado su sofocantemente correcto ayuda de cámara.

El frío de la madrugada penetraba su sobretodo. Con la mente cada vez más alerta, decidió que había hecho bien dejándose guiar por el instinto y sacando a Penelope de la casa; no estaba ni mucho menos seguro de que Mostyn, de haberla encontrado en su cama, no hubiera cedido al impulso de escribir a su madre. Y, por supuesto, eso no le convenía en absoluto. No porque su madre pudiera desaprobar su conducta; pues lo que temía era que decidiera que su hijo necesitaba ayuda y se plantara en Londres para ofrecerle la suya.

La mera idea le hizo estremecer.

Miró a Penelope. Cogida de su brazo, seguía el ritmo de sus pasos, más cortos para acomodarse a los de ella, pero obviamente sus pensamientos estaban en otra parte. Pese al considerable vigor de su apareamiento, no parecía afectada o preocupada. De hecho, de haber sido por ella, todavía estarían en la cama, explorando los confines del deseo.

Había hecho un mohín al insistir Barnaby en que debían marcharse.

Ahora sus labios ya no hacían pucheros. Estaban relajados, sonrosados, tan seductores como siempre.

Al cabo de unos pasos, Barnaby se dio cuenta de que la estaba observando, fantaseando otra vez. Apartando las lascivas imágenes de su cabeza, miró al frente y centró sus pensamientos en el lugar en que estaban ahora, en el que deseaba que estuvieran y en cómo ir de un punto al otro. Lo cual casualmente pasaba por hacer realidad sus lascivas fantasías.

Resolvieron no molestarse en buscar un coche de punto; a aquellas horas, sería igual de rápido caminar hasta Mount Street. En las horas que mediaban entre el final de un día y el principio del siguiente, había poca gente en las calles de Mayfair, tanto a pie como en carruaje.

Era una madrugada sin luna, al menos bajo las nubes de noviembre. Aunque reinaba la quietud, el silencio no era absoluto; los envolvía el adormecido rumor sordo de la ciudad por la noche, un manto de sonidos distantes y amortiguados.

Ambos estaban acostumbrados a aquel silencio urbano; imperturbables, siguieron caminando entre la niebla, cada cual sumido en sus pensamientos.

Barnaby no sabía sobre qué cavilaba Penelope, ni siquiera si realmente estaba pensando. De todos modos, no albergaba duda alguna sobre su respuesta a los acontecimientos de la noche, lo cual resultaba reconfortante. No tenía que preguntarse si ella había disfrutado ni si tendría interés en continuar con su relación; ya le había dejado bien clara su opinión a ese respecto.

Haciendo memoria, recordó dónde se hallaban antes de que ella apareciera en su puerta. O al menos dónde pensaba él que se hallaban. Entonces creía que le tocaba a él dar el paso siguiente en aquel juego. Pero estaba claro que ella había seguido unas reglas diferentes.

En efecto, ahora que lo pensaba, no tenía ni idea de qué la había impulsado a ir a visitarle, y mucho menos de una manera tan excéntrica, porra en mano.

Volvió a mirarla, entornando los ojos mientras juntaba las piezas que conocía: había ido en el carruaje de su hermano, el discreto coche negro que se había marchado justo antes de que ella corriera a su encuentro, tras haber dado instrucciones al cochero de dejarla en la calle poco antes de medianoche. Y el cochero había obedecido.

Sólo Dios sabía qué peligros podían haber acechado a Penelope.

– Se me ocurre pensar… -hizo una pausa hasta que, alertada por su tono frío, ella lo miró- que tu hermano dista mucho de ejercer autoridad suficiente, y mucho menos control, sobre ti. Apearse de un carruaje en Jermyn Street en plena noche y correr hacia mí blandiendo una porra… No tenías ni idea de lo que podría haber sucedido. Alguien podría haberte visto y acudir en mi auxilio; yo mismo podría haberte visto antes y golpearte con mi bastón. -La idea le hizo enfermar. La miró con ceño. -Tu hermano no debería permitirte hacer tales locuras.

Penelope le estudió los ojos, encogió los hombros y miró al frente.

– Tonterías. Mi plan salió a pedir de boca. Y en cuanto a Luc, es el mejor de los hermanos, incluso aunque a veces sea mojigato y estúpidamente sobre protector. Siempre ha insistido en que podíamos hacer las cosas a nuestra manera, tomar nuestras propias decisiones sobre la clase de vida que queríamos llevar. Nos ha permitido e incluso alentado a elegir nuestro camino, y por eso no tienes derecho a decir ni una palabra en su contra.

Barnaby le miró la punta de la nariz, que había levantado con altanería.

– Es una actitud muy poco convencional. Conozco a Luc. No me parece que sea tan indulgente.

– ¿Te refieres a que tendría que haber encerrado a sus cuatro hermanas en una torre, o al menos confinarlas en Calverton Chase, y sólo permitirles salir una vez casadas?

– Para acudir a vuestras a bodas, pero no antes. Algo de ese estilo, sí.

Ella sonrió.

Supongo que podría haber sido así, aciertas al pensar que eso sería más acorde con su naturaleza, pero el propio Luc se vio casi obligado a casarse para rescatar la fortuna familiar hace años. No lo hizo, no podía, de modo que trabajó como un poseso en finanzas y así nos rescató, y entonces Amelia se le declaró. Él siempre había querido casarse con ella, de modo que al final todo salió bien, pero sólo porque se valió de sus armas e hizo lo que sentía que debía hacer, no lo que la sociedad pensaba que debía hacer.

Barnaby seguía con el ceño fruncido.

– ¿Me estás diciendo que no le propuso matrimonio a Amelia?

– No; fue ella quien lo hizo. -Dieron unos pasos más y entonces añadió, acabando de desconcertarlo: -Si quieres saberlo, de ahí es de donde saqué la idea de rescatarte en tu puerta con la intención de acabar en tu dormitorio contigo, a solas. Amelia abordó a Luc una noche cuando se dirigía a casa.

Él se detuvo y la miró de hito en hito.

– ¿También le atizó con una porra?

Penelope negó con la cabeza.

– No fue necesario. Luc estaba como dos cubas después de celebrar el haber librado a la familia de las deudas.

– Una cuba. ¿Qué?

– Como una cuba. -Mirando al frente, reanudó la marcha. -Así es el dicho.

– Ya lo sé. Pero Luc estaba como dos, o al menos eso dice Amelia. Se desplomó a sus pies.

Barnaby decidió que ya sabía más de lo necesario sobre Luc y su esposa. Sin embargo, el hombre a quien conocía como el vizconde de Calverton tenía una mente tan aguda y sagaz como su hermana. Y según Penelope, que sin duda conocía la verdad, Luc siempre había querido casarse con Amelia. De modo que cuando ésta le propuso matrimonio…

Calverton, decidió Barnaby, era un tipo con suerte.

No había tenido que arrodillarse y suplicar, ni siquiera en sentido metafórico.

De hecho, ahora que lo pensaba, que una dama propusiera matrimonio resultaba de lo más recomendable, en concreto y sobre toda porque excusaba al caballero de tener que declarar su estado de perdido enamoramiento.

Cuantas más vueltas le daba, más lo veía como una ventaja estratégica de la mayor importancia, especialmente si la dama en cuestión era Penelope.

Al salir de Berkeley Square por la esquina de Mount Street, echó un vistazo a su rostro; sereno, confiado, el semblante de una dama que sabía lo que quería y, tal como había demostrado en varias ocasiones, aquella noche la más reciente, no era en absoluto reacia a actuar para satisfacer sus necesidades.

Recordando su anterior razonamiento sobre el punto en que se hallaban ahora y hacia dónde quería que fueran, mientras le sujetaba el codo con los dedos y enfilaba con ella la escalinata de Calverton House, le pareció que, gracias al reciente plan de Penelope, acababa de descubrir la mejor manera de alcanzar su objetivo final.


– Gracias, señora Epps. Se lo diré a mi padre.

Con una sonrisa, Griselda se deshizo de la anciana que la había abordado para interesarse por su padre viudo.

Interpretando su papel, Stokes soltó un gruñido -sonido universal masculino para decir «ya era hora», -dedicó una inclinación de la cabeza con el ceño fruncido a la señora Epps y, agarrando a Griselda por el codo, se la llevó de allí.

Cinco pasos después, ella sonrió.

– Gracias. Pensaba que no iba a soltarme nunca.

– Igual que yo. -Sin distender el ceño, el inspector escudriñaba la calle por la que caminaban. Aunque la anchura original del adoquinado era razonable, las casas lo habían invadido de un sinfín de maneras, con grandes aleros en lo alto y porches ampliados y cerrados a nivel de la calle; si a eso se sumaban los montones de cajones de embalaje y cajas apilados ante varias moradas, el camino se veía reducido a poco más que un tortuoso pasaje. -¿Estás segura de que es por aquí?

Griselda le lanzó otra de sus divertidas miradas.

– Sí, lo estoy. -Mirando al frente, añadió: -No hace tanto tiempo que dejé de vivir en este barrio.

Él dio un resoplido.

– Tiene que hacer lo menos… diez años.

La sonrisa de la sombrerera se ensanchó.

– Qué delicado por tu parte. Hace dieciséis. Me marché a los quince para empezar de aprendiza, pero lo he visitado con la frecuencia suficiente como para no haber perdido el contacto por completo; y mucho menos mi sentido de le orientación.

Stokes encogió los hombros; tanto mejor: en aquellas calles tortuosas con el hollín tapando el sol, le estaba costando trabajo saber por dónde iba. Pero por fin había averiguado su edad, quince más dieciséis sumaban treinta y uno, unos pocos años más de los que le habría echado. Lo cual era excelente, dado que él tenía treinta y nueve.

Avanzaban penosamente, alejándose de la ciudad, Aldgate y Whitechapel a su espalda, Stepney delante de ellos, en pos de un tal Arnold Hornby. El viernes, después de distribuir los avisos impresos entre los puestos del mercado de Petticoat Lane y Brick Lane, habían «visitado» las direcciones que les habían dado de Slater y Watts, en ambos casos vigilando el tiempo suficiente para estar seguros de que ninguno de esos dos hombres estuviera implicado en alguna actividad ilegal.

Stokes había considerado la posibilidad de interrogar a Slater y Watts, pero el riesgo de que aun no sabiendo nada mencionaran el interés que la policía tenía por cualquier escuela de ladrones en activo, alertando así indirectamente al interesado, quien sin duda cambiaría de ubicación la escuela y escondería a los niños, era demasiado grande.

– Y además -había agregado Griselda, -aún nos quedan nombres a los que dar caza.

Y eso era lo que estaban haciendo ese día, sábado: dar caza a Arnold Hornby.

Parecían estar yendo espantosamente lejos, adentrándose en territorio cada vez más peligroso. Stokes echó un vistazo a su acompañante, pero si estaba incómoda o nerviosa, no daba la menor muestra de ello; aunque ambos volvían a ir disfrazados, en la barriada hacia la que se dirigían comenzaban a llamar la atención por ir demasiado bien vestidos.

Pero Griselda siguió caminando confiadamente. El inspector no se apartaba de su lado, escrutando la calle y poniéndose cada vez más tenso a medida que el peligro potencial iba en aumento. Era muy consciente de que, de haber ido solo, no habría sentido ni por asomo aquella tensión.

Llegaron a una bifurcación. Sin vacilar, Griselda tomó el camino de la izquierda, que seguía alejándose de Londres.

– Pensaba rezongó Stokes, -que el East End lo definía el alcance de las campanas de Bow Bells.

Ella río.

– Y así es; pero eso depende de cómo sople el viento. -Al cabo de un momento, agregó: -Ya falta poco. Es justo después de aquel callejón, a la izquierda.

Stokes miró al frente.

– ¿El edificio de la puerta verde?

Griselda asintió.

– Y mira qué oportuno: hay una taberna justo enfrente.

Él la tomó del brazo y se dirigieron a la taberna, mirando apenas la casucha de la puerta verde. Agachando la cabeza, Stokes le murmuró al oído:

– Quizá podamos averiguar lo que queremos mientras comemos.

Griselda asintió y dejó que la condujera al interior.

Había tres matones sentados a una mesa del fondo, pero por lo demás la pequeña taberna estaba vacía. Faltaba poco para mediodía; era de suponer que los demás parroquianos no tardarían en llegar. Había una mesa puesta junto a la ventana. Los postigos de madera estaban abiertos de par en par, dejando a plena vista la residencia de enfrente. Se dirigieron a esa mesa.

Las sillas eran toscas; Stokes estuvo a punto de apartar una para ella pero se contuvo a tiempo. Griselda se sentó de cara a la ventana. Él cogió la de al lado y se sentó a su vez, apoyando el brazo sobre el respaldo de la silla de ella. Echó un vistazo a los matones para asegurarse de que recibieran el mensaje. Apartaron la vista.

Satisfecho, se volvió hacia Griselda y la ventana.

La sombrerera se inclinó hacia él, le dio unas palmadas en el brazo que había, apoyado en la mesa y susurró:

– No es preciso intimidar a los vecinos.

Stokes vio sus ojos divertidos, se encogió de hombros y miró al otro lado de la calle. Dejó el brazo donde lo había puesto.

Una camarera pálida salió de la parte de atrás; aún era casi una niña y les preguntó qué querían. Stokes dijo que quería una jarra de cerveza y dejó que la chica se entendiera con Griselda. Para su sorpresa, esta no buscó información sino que se limitó a encargar comida para los dos.

Cuando la niña se hubo ido, Stokes enarcó una ceja. Griselda esbozó una sonrisa.

– Observó mi atuendo. Será mejor que comamos y le demos tiempo para decidir que no suponemos ninguna amenaza.

Stokes gruñó y miró hacia otra parte. Reflexionando que en la mayoría de días que habían pasado juntos Griselda casi siempre le había oído gruñir, se atrevió a decir:

– Tiene razón, se nota que no eres de aquí.

La miró. Griselda inclinó la cabeza. Al cabo de un momento, con la vista puesta en la puerta verde, le dijo:

– Me marché. Sabía que si me quedaba era harto probable que acabara como ella -señaló a la camarera con la cabeza, -sin ninguna esperanza de hallar algo mejor.

– De modo que trabajaste y te fuiste, y trabajaste aún más duro para establecerte fuera del East End.

Ella asintió, curvando los labios.

– Y lo conseguí. De modo que ahora no soy de un sitio ni del otro; ya no soy del East End pero tampoco pertenezco a otro sitio. Stokes vio más allá de su sonrisa fácil.

– Sé lo que se siente.

Griselda, arqueó las cejas, no tanto incrédula como curiosa.

– ¿En serio?

Él le sostuvo la mirada.

– No soy exactamente un caballero, pero tampoco soy un policía del montón.

Griselda sonrió.

– Ya me he dado cuenta. -Lo estudió y al cabo preguntó: -¿Y de dónde sales? ¿A qué se debe que no seas una cosa ni la otra?

Stokes contemplaba la puerta verde.

– Nací en Colchester. Mi padre era comerciante, mi madre la hija de un clérigo. Fui hijo único, igual que mi madre. Mi abuelo materno se interesó por mí; se aseguró de que cursara enseñanza secundaria. -Se volvió y la miró a los ojos. -De ahí procede la parte de «casi un caballero», y eso me hace distinto de la mayoría de los compañeros del Cuerpo. No soy de los de arriba, pero tampoco soy como los demás. -Le sostuvo la mirada. -No soy un caballero.

Griselda le estudió el semblante con gravedad, pero luego curvó los labios; se acercó a él con confianza.

– Tanto mejor. No creo que estuviera muy a gusto sentada aquí con un caballero.

La chica trajo una bandeja con su comida: dos tazones de un estofado apetitoso y pan, un poco duro pero comestible. El aroma del guiso brindó a Griselda la oportunidad de felicitar a la chica, que se mostró menos tímida. Griselda volvió a dejar que se fuera sin más.

Stokes se dijo que debía confiar en la intuición de su acompañante. Se puso a comer y mantuvo la vista clavada en la puerta verde.

Ambos habían terminado de almorzar y aguardaban pacientemente a que la camarera regresara cuando la puerta verde se abrió y una morena de unos veinte años salió. Dejando la puerta entornada, se dirigió a la taberna. Entró y puso los brazos en jarras.

– ¡Eh, Maida! Ponme cinco jarras, cariño.

Maida. La camarera bajó la cabeza y desapareció en la parte de atrás. Regresó momentos después con una bandeja y cinco jarras rebosantes en precario equilibrio.

– Trae. -La morena, cogió la bandeja. -Ponlo en nuestra cuenta. Arnold pasará luego a pagar.

Maida volvió a agachar la cabeza. Plantada en el umbral, secándose las manos con un trapo, observó a la morena cruzar la estrecha calle y entrar por la puerta verde, que se cerró a sus espaldas.

– ¿Un poco de ajetreo ahí enfrente? -murmuró Griselda.

Maida la miró e hizo una mueca.

– Digamos que sí. -Volvió a mirar la puerta verde. -Me gustaría saber cuántos tienen ahí dentro esta mañana. -Miró de nuevo Griselda. -Puteros, quiero decir.

Griselda enarcó las cejas.

– Así son las cosas, ¿verdad?

– Pues sí. -Maida apoyó el peso en una pierna, dispuesta a charlar. -Ahí hay tres; chicas, quiero decir. Pobre Arnold. Cuando me dijo que sus sobrinas iban a vivir con él, pensé que era una excusa pero, según dicen, lo han enredado bien. Supongo que serán parientes. Pobre vejete; tendrá suerte si le pagan el alquiler. Aunque las chicas se portan bien, son buenas vecinas y tal.

– ¿Ningún sobrino? -preguntó Stokes. Comentar toda suerte de delirios era, al fin y al cabo, chismorreo normal y corriente en el East End.

– Quia. -Maida cambió el peso de pierna. -Hay ocio de eso por aquí; los que buscan esas cosas son tipos encopetados, y nosotros estamos muy lejos de los sitios donde van a divertirse. Ojo, estoy segura de que a Arnold no le importaría tener a algún hombre en la casa para compartir la carga; esas chicas lo tienen ahí dentro casi todo el tiempo. Puede que sea viejo, pero es una bestia de hombre, buena protección. Y si es su tío, ¿qué va a hacer? Lo tienen bien pillado, esas chicas.

Griselda frunció el ceño, como si recordara algo.

– Mi viejo conocía a un Arnold que vivía por aquí; creo que era perista o algo por el estilo. ¿Cómo se llamaba? -Miró a Stokes como buscando inspiración, y entonces se le iluminó el semblante. Miró a Maida. -Ormsby, eso es. Arnold Ormsby.

– Hornby -corrigió Maida. -Sí, ése es nuestro Arnold. Estaba metido en eso, pero ya lo dejó. Lo más lejos que va de su casa es aquí. Lloriquea sobre los viejos tiempos: que si ha perdido todos sus contactos, que cómo tiene que arreglárselas un hombre. -Se encogió de hombros. -Si las sobrinas no se marchan, lo tiene muy negro; según parece, tienen prioridad sobre su tiempo.

Y eso, a juicio de Stokes, era cuanto iban a sacar de Maida. Cruzó una mirada con Griselda.

– Tendríamos que marcharnos.

Griselda asintió. Stokes se levantó, aguardó a que ella hiciera lo mismo y luego dejó unas monedas encima de la mesa. Volviéndose, i lanzó una de seis peniques a Maida.

– Gracias, bonita. Una buena manduca.

Más rápida que un avispón, la mano de Maida cogió la moneda al vuelo. Sonrió e inclinó la cabeza cuando pasaron junto a ella.

– Sí, bueno; vuelvan cuando quieran.

Griselda sonrió y se despidió con la mano.

Stokes la tomó del brazo y la condujo con determinación de regreso a la ciudad y la civilización; las palabras «en otra vida» resonaban en su cabeza.


Penelope merodeaba por el salón de lady Carnegie, fingiendo escuchar las conversaciones de tema político que se sucedían en torno a ella. La cena de noviembre de la señora era un gran acontecimiento en los círculos políticos, uno de los últimos antes de que el Parlamento se cerrara y la mayoría de sus miembros se retirase a sus fincas de campo para recibir el invierno.

Para ellos, aquella velada era la ocasión de congregarse antes de las últimas sesiones de las cámaras.

Para ella representaba una ocasión de oro para aprender más.

Barnaby estaría invitado. Aparte de ser hijo de su padre, y el conde tenía mano en numerosos asuntos políticos, su relación con Peel y el Cuerpo de Policía lo convertía en una solicitada fuente de información para la concurrencia; preferirían con mucho preguntarle a él, uno de los suyos, que a cualquiera de los subalternos de Peel.

Pese a todo, con aquella compañía, podría desaparecer unas horas sin que la echaran en falta, y después de la ronda inicial de preguntas en el salón antes de pasar a cenar, la ausencia de Barnaby también debería ser excusable.

Sonriendo alentadoramente a lord Molyneaux, que le estaba soltando una perorata sobre las nuevas leyes de reforma, Penelope repasó sus planes y sus expectativas. La noche anterior había sido un buen primer paso en su aprendizaje sobre el deseo, sobre lo que el suyo abarcaba, lo que lo alimentaba, pero estaba claro que, por fascinantes que hubiesen sido los esfuerzos de la víspera, sólo había arañado la superficie.

Tras la noche anterior, una pequeña hueste de preguntas había salido a colación, surgiendo en su mente de improviso a lo largo del día, distrayéndola. Azuzando poco a poco su curiosidad hasta nuevas cotas.

Para lograr cierto grado de satisfacción, iba a tener que aprender más.

Sin ponerse en evidencia, volvió a buscar con la mirada entre la gente y frunció el ceño. Si Barnaby había decidido no asistir, no tendría más remedio que darle caza.

Todavía conservaba la porra.

Como si su amenaza mental lo hubiese llamado, Barnaby cruzó la puerta principal en compañía de lord Nettlefold. Se detuvo para saludar a lady Carnegie; lo que le dijo hizo reír a la señora, que le dio unas palmadas en la mejilla y le invitó a entrar. Nettlefold le siguió, resuelto a proseguir su conversación.

Deteniéndose, Barnaby dejó que Nettlefold le hablara mientras escudriñaba el salón. Su vista pasó por los diversos grupos hasta que la alcanzó y se posó en el semblante de Penelope.

Ella se permitió cruzar una breve mirada con él y acto seguido se volvió para contestar a lord Molyneaux. Con el rabillo del ojo, vio que Barnaby permanecía donde estaba, hablando con Nettlefold.

Éste era uno de los pocos invitados de la misma generación de Penelope; en el pasado, había mostrado una tímida pero clara tendencia a considerar la presencia de la joven en tales acontecimientos como una invitación a tenerla presente en calidad de posible buen partido. Ella estaba allí para mantenerse al corriente de cualquier maniobra legislativa que pudiera afectar al orfanato, y también para cultivar el trato con antiguos y potenciales donantes.

Lo último que le apetecía era pasar la velada lanzando indirectas para ahuyentar a Nettlefold.

Al parecer, Barnaby estaba de acuerdo con ella; sólo después de haber dado por concluida su conversación con Nettlefold prosiguió su camino a trancas y barrancas, deteniéndose a saludar en varios corrillos, hasta reunirse con ella.

Tomó la mano que ella le ofreció. Una mezcla de emociones la embargó cuando sus dedos se cerraron en torno a los suyos; alivio por tenerle allí, por saber que en efecto aprendería más esa noche, crecientes expectativas sobre lo que incluiría la nueva lección y un escalofrío por algo más agudo, fruto de un recuerdo táctil sorprendentemente claro de la mano de Barnaby en sus senos, en sus caderas, entre sus muslos.

Abrió su abanico y se dio aire.

– Buenas noches, señor.

Aguardó mientras Barnaby y lord Molyneaux intercambiaban saludos. Afortunadamente, el Cuerpo de Policía no interesaba demasiado a Molyneaux.

Lord Carnegie, su anfitrión, apareció en ese momento, ansioso por conversar a solas con Molyneaux. Entre sonrisas, se separaron. Tras ofrecerle el brazo, Barnaby guió a Penelope a un lugar cercano a la pared, separado del círculo de corrillos.

La miró a los ojos y vio la determinación que ardía en sus oscuras profundidades.

– Todavía no podemos escabullirnos -le advirtió.


– Por supuesto que no. -Penelope echó un vistazo al resto de invitados. -Después de cenar. Ya sabes cómo se ponen estos caballeros cuando han tomado unas cuantas copas. No nos echarán en falta al menos durante unas horas.

– ¿Tu madre está aquí?

– No. Al final se ha echado atrás. A veces lo hace.

– ¿Y has venido sin acompañante? -se asombró él ligeramente. La miró, recordando algo. -Y sé perfectamente que no tienes veintiocho años.

Penelope se encogió de hombros, levantando la nariz.

– Tu Mostyn es un pesado; ponerme unos cuantos años de más me ayudó a tranquilizarlo.

Él soltó un resoplido.

– Se ha quedado perplejo al ver que me había recobrado milagrosamente y que te había acompañado a casa.

Penelope volvió a encogerse de hombros, dando a entender que le traía sin cuidado.

– Estoy aquí como administradora del orfanato, no como la señorita Penelope Ashford. De ahí que las anfitrionas, que en su mayoría me conocen desde que nací, no se extrañen si aparezco sin mamá.

Barnaby alzó las cejas pero tuvo que admitir que la ausencia de carabina facilitaría escabullirse de una reunión como aquélla; estaba mucho menos concurrida que un baile y, por consiguiente, no era tan fácil perderse de viste temporalmente si había alguien vigilando tu presencia.

– Después de cenar, pues, en cuanto volvamos al salón.

Penelope tenía razón; las conversaciones se prolongarían durante horas y cada vez serían más acaloradas, reteniendo la atención de la concurrencia incluso con más avidez que en aquel momento.

– No has tenido noticias de Stokes, ¿verdad?

Sin apartar la vista del salón, Barnaby negó con la cabeza.

– No; de lo contrario te habría mandado recado.

Penelope asintió y dijo:

– Hay una sala encantadora en la otra punta de la casa. -Levantó la mirada hacia él. -Aunque me falta experiencia para juzgar, me parece que es perfecta para… considerar ese asunto que ambos pretendemos explorar.

Los labios de Barnaby temblaron. Al cabo de un momento, inclinó la cabeza.

– Muy bien. Pero hasta entonces, compórtate.

– Por supuesto.

Lanzándole una mirada altanera, se apartó de su lado y se alejó olímpicamente para reunirse con el grupo de la señora Henderson.

Barnaby la observó hasta que se unió a ese corrillo, y luego fue en busca de otro para él, dejando que los presentes le hicieran cuantas preguntas quisieran sobre el Cuerpo de Policía. Su padre estaba en la ciudad pero asistía a una cena del gabinete ministerial; pasaría más tarde pero, hasta entonces, Barnaby era en gran medida su sustituto. Si quería escabullirse con Penelope sin que se notara su ausencia, primero debería aclarar todas las dudas de sus contertulios.

Mientras iba de un corrillo al siguiente, aplicándose en esa tarea, otra parte de su mente ya estaba pensando en después, planeando el encuentro de aquella noche.

Por desgracia, si bien su objetivo -casarse con ella- ahora estaba claro, y el camino para conseguirlo -convencerla de que casarse con él presentaba más ventajas que riesgos- resultaba obvio, esa mismo camino dictaba que, en gran medida, tenía que dejar que ella dirigiera su relación.

Necesitaba que ella, de motu proprio, sacara la conclusión de que no debía temer nada si se casaba con él, que como marido no restringiría su independencia ni mucho menos pretendería controlarla. Si tenía suerte, una vez ella lo aceptase, le propondría matrimonio; eso no debería ser demasiado difícil de encauzar. Dado que ella había promovido su affaire, parecía lo más justo que también fuese ella quien lo llevara a buen puerto.

Para lograr el premio final, no obstante, tenía que mostrarse dispuesto a consentir que Penelope asumiera el papel dominante una vez más, tenía que cederle la iniciativa y resignarse a seguir sus pasos.

No era una idea que antes de conocerla hubiese tomado en consideración, y ni siquiera su yo civilizado lo aprobaba, mucho menos el lado primitivo que, cuando se trataba de ella, dominaba su mente.

Sin embargo, al pasar al comedor y encontrarse sentado a la mesa frente a ella, fue consciente de que tendría que apretar los dientes y aguantarse.

Apretar los dientes y recordarse sin cesar el beneficio ulterior.

La cena se prolongó bastante, con mucha conversación entre platos, pero finalmente les retiraron el último. Tal como era costumbre en tales reuniones, los hombres siguieron a las señoras de regreso al salón, donde les sirvieron oporto y brandy para lubricar las cuerdas vocales con vistas a proseguir las conversaciones.

Rehusando con un ademán el brandy que le ofrecía un lacayo, Barnaby fue en busca de Penelope. Cuando llegó a su lado, ya había despedido al caballero que le había hecho de pareja en la mesa. Como era habitual, el servicio había bajado la intensidad de las lámparas, dejando que las sombras envolvieran partes de la estancia; con frecuencia las discusiones mantenidas en aquella fase posterior eran delicadas, y quienes se enzarzaban en ellas preferían ocultar su expresión a los observadores.

La sombra que Penelope había elegido para sí ocultaba a todos, menos a Barnaby, la expectación que brillaba en sus ojos. Cosa que éste le agradeció. Lady Carnegie era amiga íntima de su madre y distaba mucho de estar ciega.

Tomó la mano de Penelope y la apoyó en su brazo. ¿Dónde está esa sala?

Ella le indicó una puerta lateral.

– Podemos llegar por ahí.

Él la condujo hasta una puerta disimulada por el ángulo de un tabique del salón de planta irregular. La abrió, hizo pasar a Penelope y la cerró tras de sí.

El pasillo estaba a oscuras, pero la luz de luna que entraba por Ir ventanas sin cortinas bastaba. Mientras Penelope iba delante pasillo abajo, la intuición le decía con creciente insistencia que algo no acababa de encajar ni de ser creíble.

A medio pasillo se detuvo y dio media vuelta para enfrentarse al hombre que le pisaba los talones.

A través de la tenue penumbra, le estudio el rostro, confirmando y definiendo qué era exactamente lo que no acababa de cuadrar.

Estudiándole el rostro a su vez, Barnaby arqueó una ceja con arrogancia, poniendo de relieve lo certero de la intuición femenina.

Penelope entornó loe ojos.

– Estás siendo demasiado dócil en esto. Tú no eres de los que siguen mansamente a una dama.

Tras un breve silencio, Barnaby dijo:

– Cuando la dama va en la dirección que deseo, carece de importancia quién lleva la iniciativa.

Ella frunció el ceño y preguntó:

– ¿Eso significa que si decido ir en una dirección que no te gusta no me seguirás?

Barnaby apretó los labios pero no se alteró, dibujando una advertencia más que una sonrisa.

– No; significa que si intentas ir en una dirección que no merezca la pena, tendré que reconducirte.

Enarcando las cejas, ella le sostuvo la mirada.

– ¿Reconducirme?

Barnaby siguió mirándola fijamente y se abstuvo de contestar, haciendo que ya no estuviera tan segura de ser ella quien llevaba las riendas de su affaire.

Si él le permitía llevar las riendas, ¿debía comportarse ella como si las llevara de verdad? Sin embargo, en cualquier momento él podría rescindir su estatus de seguidor y asumir el control… Penelope pestañeó, menos segura de la posición que cada cual ocupaba en relación al otro.

Tras un momento más escudriñando sus ojos azules sin sacar nada en claro, señaló el fondo del pasillo con un ademán.

– ¿Y esta noche qué?

Los labios de Barnaby se curvaron una pizca más; digno pero resuelto, inclinó la cabeza.

– Tú diriges.

Penelope se volvió y así lo hizo. Qué extraño. Qué excitante. Llevaba las riendas; él le cedería el mando siempre y cuando la dirección que tomara le agradase. Lo cual le planteaba el desafío de «agradarle», desafío que, por el momento, parecía estar satisfaciendo.

Al llegar a la sala, Penelope abrió la puerta y entró. Echó un vistazo en derredor, confirmando que fuese como la recordaba, una habitación cuadrada que daba a un jardín lateral desierto, cómodamente amueblada con dos sofás bien acolchados en ángulo delante de la chimenea, un sillón y varias mesas auxiliares. Había un buró arrimado a la pared y un arpa ocupaba un rincón ensombrecido.

No había ninguna lámpara o vela encendida, pues la sala no se había preparado para recibir invitados. Pero la tenue luz de la luna, que todo lo invadía, entraba a raudales; una amable iluminación que, al menos a juicio de Penelope, resultaba muy propicia para sus intenciones.

Se detuvo entre los dos sofás y dio media vuelta. Barnaby se había parado delante de la puerta. Penelope abrió los brazos.

– ¿Te parece apropiada?

El ya había inspeccionado la habitación. Ahora la miraba a ella. En el silencio, la joven oyó el chasquido del cerrojo al cerrarse. Apartándose de la puerta, Barnaby caminó despacio hacia ella.

– Eso depende de lo que tengas en mente.

«Más.» Pero exactamente qué y cómo… Cuando se detuvo delante de ella lo miró a los ojos.

– Sé muy bien que las damas y caballeros de nuestra posición suelen permitirse encuentros íntimos en veladas como ésta, en habitaciones como ésta.

Esa era una de las razones de que tuviera tantas ganas de probarlo, de experimentar cualquier emoción ilícita que resultara de un encuentro de esa índole. De aprender cuanto pudiera sobre el deseo.

La mirada de Barnaby había bajado a sus labios. Penelope se preguntó si se imaginaba besándola.

Acercándose a él con audacia, levantó las manos, las apoyó en su pecho y las deslizó despacio hacia arriba, hasta alcanzarle los hombros, arrimándose aún más, de modo que sus senos le rozaron el pecho cuando entrelazó las manos en su nuca.

– He pensado…

La mirada de Barnaby seguía clavada en sus labios. Sus manos Subieron para asirle la cintura.

Pasando la punta de la lengua por sus labios, Penelope observó cómo sus ojos seguían el movimiento. Se sintió deliciosamente pecadora, deliciosamente atractiva y al mando cuando agregó:

– …que tal vez podríamos improvisar sobre la marcha, por decirlo así, y ver adonde nos lleva el deseo.

Barnaby por fin levantó los ojos para mirarla de hito en hito. Tras escrutar su semblante brevemente, sonrió.

– Una idea -murmuró, su aliento cálido sobre los labios de ella al agachar la cabeza- excelente.

Ella se estiró mientras él se inclinaba. Sus labios se encontraron; no habría sabido decir quién besó a quién. Desde el inicio el encuentro fue intenso, fogoso y enteramente mutuo, movido por un deseo que, para cierta sorpresa de Penelope, parecía prender al instante, pasando de chispa a llama y a rugiente infierno.

Más fuerte que antes, más seguro, más poderoso, se extendía debajo de su piel y la hacía jadear sensualmente.

El deseo no era placer sino la necesidad de éste, no era deleite sino la avidez del anhelo.

En cuestión de minutos el beso se convirtió en un licencioso duelo de incitación, una competición para ver quién podía encender más profunda y completamente la pasión del otro. Si bien no cabía dudar de que Barnaby tenía más experiencia, Penelope ponía entusiasmo y ganas, y la fe ciega en su propia invencibilidad que es el sello de los inocentes.

Con las bocas unidas y las lenguas enredadas, él saqueaba mientras ella hostigaba, y el ardor crecía entre ambos.

Ninguno vencía. Aunque Penelope ni siquiera estaba segura de que semejante concepto pudiera aplicarse en aquella clase de torneo.

Tenía el cuerpo acalorado y los pechos hinchados le dolían dentro de los restrictivos confines del corpiño. Barnaby dio un paso atrás, llevándosela consigo, y sin interrumpir el beso se dejó caer de espaldas sobre uno de los sofás al tiempo que la levantaba y la ponía de rodillas, una a cada lado de sus muslos, de modo que pudiera apoyarse contra él y proseguir con el fogoso beso.

Mientras sus manos le desabrochaban deprisa el corpiño para que se abriera, con la otra la liberó de la camisola para poder tocar su encendida piel y aliviarla.

Calmándola y excitándola.

La dualidad de su contacto le quedó clara a Penelope, incluso A través de la embriagadora fogosidad del beso. Cuando los dedos de Barnaby encontraron su pezón y lo sobaron y pellizcaron, dio un grito ahogado al rebosar de placer, pero un creciente apetito flotaba en su estela.

Por cada caricia que él le daba, ella quería muchas más. Cada breve estallido de placer, de deleite, no hacía más que intensificar sus anhelos.

Penelope alcanzó los botones que cerraban la camisa de Barnaby.

Él la detuvo, tomando su mano en la suya. Interrumpió el beso, separándose sólo unos centímetros, justo lo suficiente para informarla con un grave murmullo:

– No; más tarde tenemos que volver al salón. Querías esta clase de encuentro; tendrás que atenerte a las reglas.

Así pues, al mando pero no tanto. Se lamió los labios hinchados.

– ¿Cuáles son esas reglas?

– Nos quedaremos más o menos vestidos.

Penelope parpadeó.

– ¿Podemos?

– Es fácil.

Procedió a mostrarle cómo. Cómo, con ella tal como estaba, de rodillas a horcajadas sobre él, podía arreglarle las faldas y las enaguas de modo que sus sensibles muslos desnudos cabalgaran sobre sus musculosas piernas enfundadas en unos finos pantalones. El ligero roce cada vez que se movían, aunque sólo fuera un poco, resultó inesperadamente erótico.

Penelope apenas lo había asimilado cuando él levantó la parte delantera de las faldas y deslizó la mano debajo. Y la tocó.

La sensación la fulminó, atravesándola como una deliciosa púa. Con un gemido, cerró los ojos y sintió que la columna vertebral le flaqueaba. Barnaby se inclinó y capturó sus labios, tomándolos con lánguida avidez mientras debajo de las faldas exploraba y acariciaba.

Tocaba y frotaba hasta hacerla arder con un vivo deseo que ahora ya conocía.

Sus manos eran mágicas, pura magia en la piel de la joven. Palmas fuertes esculpían íntimamente sus curvas, dedos poderosos y expertos la acariciaban y penetraban hasta hacerla arder, hasta que pensó que el deseo la haría enloquecer.

Penelope no tenía fuerzas para interrumpir el beso y dar una orden. Estaba aferrada a los hombros de Barnaby casi con desesperación; aflojó una mano, la deslizó hasta su cuello, encontró el lóbulo de la oreja y pellizcó.

Él apartó los labios.

– ¿Qué pasa? -preguntó con voz ronca.

– ¡Venga! -Penelope cerró los ojos y se estremeció cuando él hundió los dedos en ella y acarició su interior. -¡Los dedos no! -masculló entre dientes. -¡Quiero lo otro!

Por un instante pensó que iba a tener que abrir los párpados, fulminarlo con la mirada y, de un modo u otro, tomar cartas en el asunto… La idea resultaba atractiva, y mucho, pero debido a su postura y a lo tensa que ya estaba, dudó que pudiera hacerlo, desde luego no en el sentido de dar al momento lo que merecía y aprender de él como era debido.

Menos mal que Barnaby comprendió que ella estaba dispuesta a no negarle nada. Notó, más que oyó, su irritante risita arrogante, pero como él no tardó en reaccionar, llevando una mano a los botones de su pantalón, decidió pasarla por alto.

Entonces la rígida vara de la erección se liberó como movida por un resorte, concitando toda la atención de Penelope. El guio la punta roma hasta su entrada; la mano que tenía en la cadera de Penelope apretó, ella entendió cómo iba a funcionar aquello y, con avidez y entusiasmo, con un alivio inenarrable, abrazó el momento y se empaló lenta y gustosamente.

La sensación de Barnaby llenándola y abriéndola inundó su mente. Con tan sólo unos centímetros dentro, respiró hondo y abrió los ojos.

Tenía que verle la cara, tenía que observarle mientras, centímetro a centímetro, le dejaba entrar en su cuerpo, encerrándolo, poseyéndolo.

No siendo poseída.

La diferencia, se dio cuenta mirándolo de hito en hito, con todos los sentidos fijos en la sensación de su acoplamiento, era profunda.

Barnaby también la sentía. Hasta la médula. Jamás había sentido de nada igual, ni una sola vez en todos sus años de experiencias similares. Le era imposible contar las veces que había estado en una situación como aquélla; nunca había puesto reparos en aceptar las diversiones que las aburridas damas de la buena sociedad siempre habían estado dispuestas a ofrecerle.

Pero con ninguna había sido así.

Ninguna había sido Penelope.

Le costaba trabajo mantener los ojos abiertos, enfocar el rostro de la joven mientras ésta, lenta y deliberadamente, lo alojaba en su interior, enfundándolo en un abrasador calor resbaladizo que amenazaba con carbonizar todos los instintos civilizados que poseía.

No tenía nada de civilizado lo que sentía, el regocijante triunfo que se adueñaba de él, que le endurecía los músculos mostrando su poderío con ávida anticipación.

Ella era suya.

Pese a la firme conciencia, la inteligencia y la voluntad que le observaban desde el fondo de sus ojos negros, pese a eso, pese a lo que ella pensara, Barnaby vio el momento como una rendición visceral.

Un sacrificio sensual en que ella le consentía todo y se aplicaba con gusto a saciar su apetito.

Su implacable deseo de ella, que parecía no hacer más que aumentar con cada día que pasaba; había alcanzado cotas extremas la noche anterior.

Penelope llegó al final de su deslizamiento hacia abajo y alteró su postura, apretando todavía más para tomarlo por entero.

Entonces sonrió.

En la medía luz, el gesto quedó velado en misterio: la sonrisa femenina por antonomasia. Sin dejar de sostenerle la mirada, Penelope comenzó a ascender.

Reprimiendo un gruñido, Barnaby cerró los ojos; entendió lo que ella quería, pero no supo si sería lo bastante fuerte para dárselo.

Lo intentó. Intentó que su cuerpo se sometiera, intentó dejar de tomar el control para que ella pudiera montarlo a su antojo y experimentar.

Penelope subió y, de nuevo lentamente, se deslizó hacia abajo, explorando mientras lo hacía, contrayendo los músculos de su vaina en torno a la dura erección de Barnaby, sintiéndolo dentro de ella.

La sensación era más potente que si ella hubiese empleado las manos.

Con los ojos cerrados, Barnaby se concentró en no reaccionar, en obviar la avalancha de sensaciones táctiles que Penelope le imponía, y en buena medida fracasó. Hundió más los dedos en sus caderas, agarrándola casi con desesperación; le dejaría moratones, pero le constaba que ella los preferiría a que él tomara el control. A que le negara la libertad de explorar y aprender.

Pero no podía ir más allá.

No podía resistir más aquella deliciosa tortura.

Soltando una de sus caderas, le cogió la nuca y tiró de ella para darle un beso de los que dejaban marca.

Penelope no retrocedió, sino que fue a su encuentro tan ansiosa como él.

«Mal asunto.»

El control, suyo o de ella, devino un punto discutible. Una cosa pasada y olvidada.

Ni una vez en la vida, en el sinfín de relaciones sexuales que había experimentado, se había visto inmerso en semejante fogosidad, sumido en una conflagración tan visceral. Los envolvía a ambos como una ola que tomara impulso para romper contra ellos y arrastrarlos hacia una embravecida marea de necesidad, de apetito, de ansias desesperadas. Más poderosa, tan necesitada y ávida, tan llena de pasión incontrolada que Barnaby se vio tan perdido como ella, e igualmente a su merced.

Completamente fuera de control.

Perdido en el reino de una necesidad más profunda, de unas ansias más fundamentales y primitivas.

Ambos jadeaban, se aferraban, se besaban como si les fuera la vida en ello. Acoplados, con los cuerpos resbaladizos bajo sus laidas, como si alcanzar el paraíso prometido fuese un requisito para seguir existiendo.

Y de pronto se vieron allí.

Penelope soltó un grito apagado por el beso. Como réplica, la liberación arrasó a Barnaby, anulando sus capacidades intelectuales, resquebrajando su conciencia hasta dejarla absolutamente receptiva al poderoso sentimiento que surgió tras la liberación y lo llenó de una dorada saciedad nunca antes experimentada. Entretanto, repleta y esbozando una sonrisa de deleite, Penelope se desplomó encima de él, que la estrechó entre sus brazos.


Incontables minutos después, Barnaby estaba sentado con ella entre sus brazos, acariciándole con una mano la nuca y la espalda, tranquilizándola no sólo a ella sino también a sí mismo.

Con el cálido peso de Penelope reposando encima de él, su vaina un guante caliente en torno a su medio turgente erección, no deseaba nada más que abrazarla y sentirse completo.

Sentir, por primera vez en su vida, lo que podía ser la plenitud.

No era simplemente una sensación corporal. Debía reconocer que su paladar se había perfeccionado con los años, convirtiendo el inocente deleite de Penelope en un elixir embriagador, mas la dicha y el impoluto placer que compartían parecía en cierto modo más selecto, más refinado, una experiencia culminante que, sin saberlo, Barnaby llevaba toda la vida buscando.

Ella era lo que había estado buscando durante toda su vida de adulto.

Estrechó los brazos en torno a ella; habiéndola hallado, no tenía la menor intención de dejarla escapar nunca más. Sobre eso, tanto su yo civilizado como su naturaleza primitiva estaban completamente de acuerdo.

Apoyando el mentón contra la seda lacia y brillante de sus cabellos, inspiró; al olor a almizcle de su trato carnal se sobreponía un aroma que era puramente ella, una fragancia de lilas y rosas, de femenina e indomable voluntad. No sabía cómo era posible que la fuerza de voluntad pudiera tener una fragancia, pero para él no cabía duda de que tenía su lugar en el ramillete que era ella.

Penelope se movió, relajada de pies a cabeza. Barnaby le dio un beso en el pelo.

– Aún tenemos tiempo. No hay prisa.

Ella suspiró y se reclinó de nuevo.

– Qué bien.

Esas palabras, dichas casi en un arrullo, transmitían una satisfacción deleitada hasta lo indecible. Barnaby sonrió, más que complacido de percibir eso en su voz, de saber que era a causa de lo que compartían.

Por fin comprendió del todo y en detalle por qué sus amigos Gerrard Debbington, Dillon Caxton y Charlie Morwellan habían cambiado de parecer acerca del matrimonio. Tiempo atrás, si bien por motivos muy diferentes, los cuatro habían sido rotundamente contrarios al estado de casados. Mas con la dama adecuada, que los otros tres habían encontrado, el matrimonio, tener y conservar a partir del día de la boda por siempre jamás, se había convertido para ellos en el camino verdadero, en su destino real.

Penelope Ashford era la dama adecuada para él. Ella era su destino.

Para Barnaby, había quedado demostrado sin lugar a dudas. Antes se había sentido inquieto, insatisfecho con lo que le había tocado en suerte; pero desde que ella había entrado en su vida, la inquietud y la insatisfacción se habían esfumado. Ella era la pieza que faltaba en el rompecabezas de su vida: con ella en su sitio, su vida formaría un todo cohesionado.

Ni siquiera contemplaba ya una vida sin ella; seguro que eso no iba a pasar. Así pues…

La mejor, posiblemente la única manera de garantizar que ella se aviniera a casarse con él, era llevarla sutilmente a decidir de motus proprio que ser su esposa era su destino. Esa decisión debía tomarla libremente; él podría alentarla, demostrarle las ventajas, persuadirla, pero nunca presionar. Y mucho menos imponerse. Y tal como habían puesto de manifiesto los esfuerzos de aquella velada, permitir que buscara su propio camino hasta esa decisión significaba dejar que siguiera su propio guión.

Por desgracia, según ella acababa de demostrarle, su guión quizás exigiría acciones por su parte, incluso sacrificios, que no estaba acostumbrado a hacer y que no se sentía cómodo haciendo. Dejar que ella le poseyera en vez de hacerlo al revés lo había afectado; le había exigido más fuerza de la que creía poseer para satisfacerla hasta el punto en que lo había hecho.

Si quería dejar que ella siguiera su propio camino iba a tener que limitar los vericuetos. O tal vez sugerir veladamente otras vías que ella querría explorar y en las que él retendría el control.

Entornando los ojos, con la mirada extraviada, consideró esa posibilidad. Debajo de las faldas, sus manos le cogían el trasero desnudo, curvas de porcelana que había entrevisto la noche anterior pero que no había tenido ocasión de saborear visualmente.

Le costó popo imaginar un interludio que permitiera ese y otros caprichos de similar índole.

Lo que tenía que hacer con ella quizá no fuese tanto minimizar su control como conseguir que lo ansiara, deseara y buscara, presentándolo como una parte natural del juego, cosa que en última instancia era cierta.

La curiosidad, al fin y al cabo, era la principal motivación de Penelope.

Lo único que debía hacer era despertar su interés por lo más oportuno.

Загрузка...