A las tres en punto de aquella tarde Stokes se presentó en la puerta de Griselda Martin. Ella lo estaba esperando. Las persianas que cerraban el escaparate y el panel de cristal de la puerta ya estaban bajadas. No había ni rastro de sus aprendizas.
Griselda se fijó en el coche de punto que aguardaba en la calle.
– Sólo he de recoger el sombrero y el bolso -dijo.
Stokes aguardó en el umbral mientras ella iba con afán a la trastienda y reaparecía momentos después atándose un sombrero de paja sobre el pelo moreno. Incluso a los ojos de Stokes, el sombrero se veía elegante.
Griselda regresó a la parte delantera, indicándole con brioso ademán que bajara los escalones delante de ella. Cerró la puerta con llave, metió la pesada llave en el bolso y se reunió con él en la acera.
Stokes caminó a su lado los pocos pasos que los separaban del carruaje, abrió la portezuela y le ofreció la mano.
Griselda se quedó un momento mirándola, y luego aceptó su mano. Teniendo muy presente la fragilidad de los dedos que agarraba, Stokes la ayudó a subir.
– ¿Qué dirección debo dar?
– La esquina de Whitechapel y New Road.
Stokes se lo dijo al cochero y se reunió con ella en el interior. En cuanto la portezuela se cerró, el carruaje dio una sacudida y se echó rodar.
Griselda iba sentada delante de él; Stokes no podía evitar que su mirada se posara en ella, que permanecía inmóvil como hacía la mayoría de gente en su presencia, pero él reparó en que tenía firmemente agarrado el bolso que llevaba en el regazo.
Se obligó a mirar hacia otro lado pero las fachadas que se deslizaban deprisa no retenían su atención. Ni su mirada, que volvía a posarse en ella una y otra vez. Pronto tuvo claro que debía decir algo para no inquietarla.
Lo único que se le ocurrió fue:
– Quiero darle las gracias por haber accedido a ayudarme.
Griselda lo miró de hito en hito.
– Está intentando rescatar a cuatro niños pequeños, y es posible que a más. Claro que voy a ayudarle… ¿Qué clase de mujer no lo haría?
Stokes se apresuró en tranquilizarla.
– Sólo quería decir que le estoy agradecido. -Vaciló un momento y añadió: -Y si quiere que le diga la verdad, a no todas las mujeres les gustaría mezclarse con la policía.
Griselda lo estudió un momento, luego soltó un leve resoplido y miró hacia otra parte.
Después de cavilar un rato, él decidió que el silencio era la mejor opción. Al menos tras su breve intercambio ella ya no sujetaba el bolso con tanto nerviosismo.
Tal como le habían indicado, el cochero paró en el cruce de Whitechapel y New Road. Stokes bajó primero. Griselda se encontró siendo apeada con el mismo cuidado que le habían prodigado para subir al carruaje. No estaba acostumbrada a tales cortesías, pero pensó que bien podría habituarse.
Aunque era poco probable que tuviera ocasión; Stokes y ella estaban allí por trabajo, nada más.
Stokes ordenó al cochero que los aguardara. Llenando de aire unos pulmones que de pronto parecían apretados -tal vez se había ceñido demasiado el traje de calle, -levantó el mentón y señaló calle, abajo.
– Por ahí.
Durante el trayecto, ella había observado al inspector a hurtadillas, estudiando su rostro de rasgos morenos en busca de algún signo de desprecio a medida que se adentraban en los barrios viejos. No se avergonzaba de su origen pero sabía lo que la gente pensaba acerca del East End. Más no había detectado ni una pizca de desdén, ningún gesto delator de su arrogante y afilada nariz.
Entonces, como ahora, el inspector miraba el paisaje urbano con cierto interés imparcial. Caminaba con soltura y sin esfuerzo a su lado, escudriñando las maltrechas casas apretujadas que se sostenían entre sí. Veía cuanto había que ver pero no manifestaba indicio alguno de juzgar nada.
Griselda se sintió menos tensa cuando enfilaron Fieldgate Street abajo para luego tomar la segunda bocacalle a la izquierda, hacia territorio conocido. Se había criado en Myrdle Street. Llegaron a la altura de la casa de su padre; hizo una pausa junto al único peldaño de la puerta y miró a Stokes a los ojos.
– Aquí nací yo. En esta casa. -Por si le interesaba saberlo.
Stokes asintió. Ella lo miró atentamente pero no vio nada aparte de curiosidad. Así pues, con más confianza en cómo transcurriría la próxima media hora, levantó una mano y llamó a la puerta, tres golpes secos, antes de abrirla y entrar.
– ¡Grizzy! ¿Eres tú? -La voz de su padre, cascada por la edad.
– Sí, papá. Vengo con una visita.
Dejó el bolso en la minúscula entrada y pasó delante hacia la habitación del fondo. Su padre estaba recostado en un sofá-cama con un gato rojizo acurrucado en el regazo, ronroneando bajo su mano. Cuando ella entró, los ojos se le iluminaron al ver a su hija y se abrieron más cuando repararon en el hombre que la acompañaba.
Griselda se tranquilizó al constatar que su padre estaba despierto y no parecía demasiado dolorido.
– ¿Ha venido el médico esta mañana?
– Sí -contestó su padre. -Ha dejado otro frasco de tónico.
Ella vio el frasco encima de una vieja cómoda.
– ¿Quién es este? -Su padre estudiaba a Stokes con los ojos Entornados.
Griselda lanzó a Stokes una breve mirada de advertencia.
– Éste es el señor Stokes. -Tomó aire y agregó: -El inspector Stokes, trabaja en Scotland Yard.
– ¿Un polizonte? -El tono de su padre dejó claro que no era un oficio que tuviera en alta estima.
– Así es. -Griselda acercó una silla, se sentó y tomó una mano de su padre entre las suyas. -Pero si dejas que te expliqué por qué ha venido…
– En realidad -interrumpió Stokes, -quizá sea mejor, señor, que yo mismo le explique por qué he convencido a su hija para que organizara este encuentro.
Griselda miró al inspector, pero éste miraba a su padre, que soltó un gruñido pero asintió.
– De acuerdo. ¿A qué viene todo esto?
Stokes se lo contó, simple y llanamente, sin adornos. En un momento dado el hombre lo interrumpió para indicarle una banqueta.
– Siéntese, es tan condenadamente alto que me está dando tortícolis.
Griselda captó la chispa de la sonrisa de Stokes al sentarse. Cuando hubo terminado su explicación, el padre de ella había olvidado todos sus recelos, al menos con aquel policía. Ambos pronto estuvieron enfrascados en evaluar a los posibles delincuentes del barrio.
Sintiendo que estaba de más, Griselda se levantó. Stokes la miró pero el padre reclamó su atención. Sea como fuere, al salir de la habitación notó el peso de la atención del inspector. En la atestada cocina del cobertizo adosado a la casa, encendió el viejo fogón, puso agua a hervir y preparó té. Fue a la entrada, cogió las galletas que no había olvidado meter en el bolso y las dispuso en un plato limpio.
Con la tetera, tres tazones y el plato en una bandeja de madera, regresó al pequeño dormitorio. Su padre se alegró al ver las galletas y se sirvió antes de reanudar la conversación.
Tras repartir los tazones, Griselda se sentó. No los escuchaba, tan sólo dejaba que la cadencia de la voz de su padre la envolviera, observaba su semblante, más animado de lo que lo había visto en años, y en silencio agradeció haber venido con Stokes.
Tener interés por las cosas de la vida mantenía viva a la gente mayor, y Griselda no estaba dispuesta a dejar que su padre se fuera sumido en la tristeza.
Se terminaron el té y las galletas. Griselda se levantó, recogió la bandeja y la llevó a la cocina. Regresó a tiempo para ver a Stokes ponerse de pie, metiéndose su libreta de notas negra en el bolsillo mientras daba las gracias a su padre por el tiempo que le había dedicado.
– Y por su ayuda. -Stokes sonreía con facilidad; tenía, se había fijado ella, una sonrisa que, aunque no la mostraba a menudo, invitaba a las confidencias. -La información que me ha dado es exactamente lo que necesitaba. -Sosteniendo la mirada de su padre, su sonrisa devino irónica. -Me consta que ayudar a la policía en sus pesquisas no está muy bien visto por aquí, de modo que valoro el doble su confianza.
Su padre, según vio Griselda, se pavoneaba en su fuero interno, pero disimuló su satisfacción con un viril gesto de asentimiento y un gruñido:
– Usted encuentre a esos niños y tráigalos de vuelta.
– Si en este mundo existe la justicia, con su ayuda lo haremos.
Stokes miró a Griselda, que acudió al lado de su padre, le tapó las piernas con la manta y le recordó que la señora Pickles, la vecina de al lado, le llevaría la cena al cabo de una hora. Luego le dio un beso en la mejilla y se despidió. El buen hombre se dispuso a echar una siesta, sonriendo con inusual satisfacción. Griselda se reunió con Stokes en la entrada y cogió su bolso.
Stokes le sostuvo abierta la puerta para que pasara y salió a la calle detrás de ella, asegurándose de que el pestillo quedaba bien cerrado.
Iban caminando calle arriba cuando preguntó:
– ¿Es su único pariente?
Griselda asintió y, tras vacilar un instante, agregó:
– A mis tres hermanos los mataron en la guerra. Mi madre murió cuando éramos pequeños.
Stokes asintió, limitándose a caminar a su lado. Al cabo de unos pasos ella se sintió obligada a añadir:
– Quería que se mudara a St. John's Wood conmigo. -Con un gesto abarcó la calle entera. -Aquí no hay demanda de sombreros. Pero él también nació en esta calle y éste es su hogar, donde viven todos sus amigos, de modo que aquí se quedará.
Percibía la mirada de Stokes, más penetrante, más evaluadora, pero ni siquiera ahora sentenciosa.
– Por eso viene a visitarlo a menudo.
No fue una pregunta pero Griselda asintió.
– Vengo tanto como puedo, aunque eso significa en general sólo una vez por semana. Aun así, hay otras personas, como la señora Pickles y el médico, que cuidan de él, y ambos saben cómo dar conmigo si surge la necesidad.
Stokes volvió a asentir pero no agregó nada más. Griselda tenía la pregunta obvia en la punta de la lengua pero vaciló; al cabo, decidió que no había motivo para abstenerse.
– ¿Usted tiene familiares vivos?
Stokes no contestó de inmediato. Griselda ya empezaba a preguntarse si había traspasado una línea invisible cuando él respondió:
– Sí. Mi padre es comerciante en Colchester. No le veo desde… desde hace bastante. Igual que en su caso, mi madre murió hace tiempo, pero yo era hijo único.
No dijo más, pero Griselda tuvo la impresión de que no sólo había sido hijo único, sino también un niño solitario.
Una vez en el carruaje, camino de St. John's Wood, ella preguntó:
– ¿Cómo va a seguir con su investigación?
Stokes la miró; su titubeo sugería que estaba considerando si debía contárselo o no, pero entonces dijo:
– Su padre me ha dado ocho nombres de posibles maestros. Sabía las señas de algunos pero no todas. Tendré que comprobar cada una para ver si se trata del villano que hay detrás de las desapariciones de los niños, pero cualquier pesquisa deberá hacerse con mucho cuidado. Lo último que queremos es que el maestro, sea quien sea, se dé cuenta de que nos estamos interesando por él. Si lo hace, liará el petate y se esfumará en los suburbios, llevándose a los niños consigo. Nunca le atraparemos y habremos echado por tierra la ocasión de rescatar a los niños.
Griselda asintió y dijo:
– Usted no puede ir por ahí preguntando, lo sabe bien. -Mirándolo a los ojos, no supo por qué estaba haciendo aquello, por qué estaba a punto de involucrarse más en una investigación policial -La gente del barrio enseguida sabrá quién es usted. Se ponga el disfraz que ponga, seguirá sin ser «uno de los nuestros».
Stokes hizo una mueca.
– Tengo pocas opciones aparto de la policía local, y a ellos…
– Tampoco les soltarán prenda. -Hizo una pausa y agregó; -Yo, en cambio, aún sé moverme entre la gente del barrio. Saben quién soy, confían en mí. Sigo siendo uno de ellos.
Stokes se había puesto tenso. Una oscura turbulencia le enturbió la mirada.
– No puedo permitir que haga eso. Es demasiado peligroso. Griselda encogió los hombros.
– Me vestiré con desaliño y volveré a hablar con acento. Correré mucho menos peligro que usted.
Stokes le sostuvo la mirada y ella supo que estaba en un dilema.
– Necesita mi ayuda-insistió; -esos niños necesitan mi ayuda. Apretando los labios, él la miró de hito en hito y luego se inclino hacia delante, apoyando los brazos en las rodillas.
– Estaré de acuerdo en que usted haga las preguntas con una única condición: que yo la acompañe.
Ella abrió la boca para señalar lo evidente. ÉI la acalló levantando una mano. Con un buen disfraz puedo pasar desapercibido, siempre y cuando no tenga que hablar. De eso se encargará usted. Yo sólo la Acompañaré para protegerla; o estoy presente, o usted no va.
Griselda tuvo ganas de preguntarle cómo iba a impedírselo, pero si su padre se enteraba de que andaba por ahí preguntando sobre maestros de ladrones se preocuparía mucho, y era indudable que llevar a Stokes con ella sería, incluso en las zonas más duras del East End, una muy buena protección.
Reclinándose en el asiento, asintió.
– Muy bien. Iremos juntos.
Parte de la tensión de Stokes se liberó.
Griselda miró por la ventanilla y vio que ya estaban en St. John's Wood High Street. El carruaje paró en seco delante de su puerta. Stokes se apeó y la ayudó a bajar. Ella decidió que no le costaría acostumbrarse a ser tratada como una dama.
Mientras se sacudía las faldas echó un vistazo a la puerta y luego miró al inspector.
– Bien, ¿cuándo comenzamos?
Él frunció el ceño.
– Mañana no. Debo comunicar la información que hemos descubierto a un colega; el que sometió el caso a mi atención. A lo mejor tiene novedades que nos ayuden a establecer cuál de nuestros villanos es el más probable.
– Muy bien, inclinó la cabeza. -Esperaré sus noticias.
Stokes la acompañó hasta la entrada de la tienda. Mientras subía los escalones, buscaba la llave y abría la puerta, Griselda fue consciente de que Stokes miraba la tienda como si no la hubiera visto antes.
Una vez hubo abierto, se volvió y lo miró enarcando las cejas, insinuando una pregunta.
Stokes respondió con su esquiva sonrisa. Miró un momento al suelo y luego levantó la cabeza.
– Estaba pensando que habrá tenido que trabajar muy duro para llegar hasta aquí desde el East End. -Sus ojos se encontraron. -Eso en sí mismo es un logro importante. Y que haya conservado la capacidad de moverse en sus círculos de antes, cosa que le agradezco porque beneficia a mi investigación… -Hizo una pausa antes de añadir en voz más baja: -Eso también lo encuentro admirable.
Le sostuvo la mirada un momento aguantando la respiración y luego inclinó la cabeza.
– Buenas noches, señorita Martin. Me pondré en contacto con usted dentro de un par de días, en cuanto tenga novedades.
Se volvió y bajó los escalones sin prisa.
Griselda tardó un poco en salir de su asombro, en darse cuenta de que sí, en efecto le había hecho un cumplido, y no precisamente baladí. Sintiéndose súbitamente desnuda, entró en la tienda, cerró la puerta y entonces vaciló. Con la punta de un dedo apartó un poco la persiana y observó cómo se alejaba Stokes, recreándose en su elegante silueta, el musculoso garbo de sus pasos, hasta que subió al coche de punto y cerró la portezuela.
Con un suspiro acallado, soltó la persiana y escuchó el chacoloteo del caballo alejándose despacio.
Esa noche, Barnaby hizo algo que no había hecho nunca. A poyó un hombro contra una pared del salón de una elegante matrona y estudió a una joven dama por encima de las cabezas de los invitados.
Por una vez agradeció que la matrona en cuestión, lady Moffat, tuviera un salón cuyo reducido tamaño no diese cabida a su larga lista de amigos y conocidos. Pese al éxodo constante de familias de buen tono que abandonaban la capital, aún quedaban suficientes para garantizar que el gentío que atestaba aquella estancia limitada le prestara un buen amparo.
En las altas esferas, dicho amparo menguaba día tras día. Justo cuando, por primera vez en su vida, tenía necesidad de él. Su madre se desternillaría de risa si supiera que se hallaba en tales apuros.
Aún se reiría más si le viera.
No tenía ninguna pregunta que hacer a Penelope y sin embargo, allí estaba, observándola. Había decidido que, puestos a obsesionarse con ella, más valía hacerlo en persona que quedarse en casa mirando el fuego y viendo su rostro en las llamas. A solas, no apartaría su pensamiento de ella; ningún otro tema, ni siquiera el desconcertante caso que le había planteado, servía para romper el hechizo.
La parte más cuerda y racional de su ser opinaba que debía resistir con tesón a su atractivo. El resto de él, movido por una faceta más primitiva que hasta entonces creía no poseer, ya se había rendido a sus encantos. Como si la idea que revoloteaba por los recovecos de su mente fuera inevitable. Como si hubiera una verdad que no podía, que no sería capaz de negar por más que se empeñara.
Su yo más sofisticado se mofaba y le aseguraba que la dama simplemente le intrigaba por ser tan distinta a las demás que había conocido. Su yo más primitivo hacía caso omiso. Su yo más primitivo observaba, entornando cada vez más los ojos, a los hombres que pululaban en torno a ella. Cuando Hellicar se sumó a ellos pavoneándose, Barnaby renegó para sus adentros, se apartó de la pared y fue a su encuentro.
Penelope se mantenía en sus trece ante el fastidioso puñado de pretendientes cuando entrevió a Barnaby entre el gentío. El torbellino de emociones que sintió al ver que se dirigía hacia ella fue toda una advertencia: excitación, temor y seductor estremecimiento, toda una novedosa y perturbadora mezcla.
Ordenando con severidad a sus estúpidos sentidos que aguantaran, volvió a centrarse en el aristocrático semblante de Harlan Rigby. En ese momento estaba perorando sobre los placeres de la caza, actividad con la que Penelope estaba muy familiarizada, habiéndose criado en Leicestershire con hermanos muy aficionados a las cacerías. Por desgracia, a Rigby no le entraba en la cabeza que una mera mujer pudiera saber nada al respecto. Aún era más lamentable, dado que poseía una considerable fortuna junto con un aspecto pasable, que ni siquiera Hellicar en sus momentos más corrosivos hubiese minado la seguridad en sí mismo de Rigby y mucho menos le hubiese abierto los ojos al simple hecho de que la senda hacia sus favores no pasaba por menospreciar su inteligencia.
Rigby era un problema que aún tenía que aprender a tratar.
Barnaby apareció, y por arte de magia convenció a los caballeros más jóvenes para que le hicieran un sitio a su lado. Eso la dejó flanqueada por él y Hellicar, pero aún de cara a Rigby.
Con una cordial sonrisa, dio su mano a Barnaby. Rigby interrumpió su pesado discurso mientras Barnaby hacía una reverencia e intercambiaba saludos con ella, pero entonces Rigby tomó aire y abrió su bocaza…
– El ambiente parece muy cargado. -Aparentemente ajeno a Rigby, Barnaby retuvo su mirada. No le había soltado la mano y le estrechó suavemente los dedos. -Hace frío para pasear por la terraza, pero quizá le apetezca dar una vuelta por el salón. -Enarcó las cejas. -Creo que está comenzando un vals, ¿me haría usted el honor?
Penelope sonrió encantada. Cualquiera que la salvara de Rigby y sus opiniones sobre la mejor manera de cruzar perros de caza merecía su eterna gratitud.
– Gracias. Resulta bastante opresivo. Un vals será lo más indicado.
Inclinando la cabeza, Barnaby puso la mano de Penelope en su brazo, cubriéndola con sus dedos.
Con los nervios de punta por el sutil contacto, ella se volvió hacia su círculo de superfluos admiradores.
– Si nos excusan, caballeros.
La mayoría había observado con interés el jueguecito entre ella y Barnaby, y no tardarían en imitar la técnica de este último.
Todos salvo Rigby. Frunciendo el ceño, clavó en Penelope una mirada perpleja.
– Pero, señorita Ashford, aún no le he contado el éxito que obtuve cruzando galgos ingleses.
Su tono dejaba claro que no podía creer que no quisiera enterarse de hasta el último detalle. Penelope no supo qué contestar; la mera idea de que la supusiera interesada en oír semejante cosa la sacaba de quicio. Su caballero andante tomó cartas en el asunto.
– Me resulta difícil creer, Rigby, que no esté enterado de que Calverton, el hermano de la señorita Ashford, es un afamado criador de sabuesos muy apreciados. -Barnaby torció los labios. -¿Acaso intenta atosigarla con sus procedimientos esperando arrancarle secretos de familia?
Rigby pestañeó.
– ¿Cómo dice?
Sonó un resoplido a la derecha de Penelope: Hellicar reprimiendo una carcajada. Los demás caballeros procuraron disimular sus sonrisas.
Barnaby adoptó una expresión contrita. Lanzó una mirada a Penelope y acto seguido dedicó una inclinación de cabeza a Rigby.
– Lamento abreviar de este modo el tiempo para interrogar a la señorita, viejo amigo, pero la dama tiene ganas de bailar. -Con una inclinación de cabeza dirigida al grupo en general, la apartó del círculo. Si nos disculpan.
Todos los demás correspondieron al saludo, divertidos. Rigby se quedó mirándola fijamente como si no diera crédito a que Penelope le dejara con la palabra en la boca.
Pero lo estaba haciendo por una propuesta mucho más estimulante. Barnaby la condujo a la arcada que separaba aquel salón del Moliente, donde las parejas bailaban. Un cuarteto de cuerda ocupaba un hueco en un extremo, aunque le costaba hacerse oír por encima de las conversaciones. En efecto, estaban interpretando los efímeros compases de un vals.
– Sabía que mis oídos no me engañaban. -Barnaby buscó sus rijos. -¿Iba en serio lo de bailar o sólo aprovechaba la oportunidad para escapar de Rigby?
Le estaba ofreciendo la oportunidad de evitar los efectos que le provocaría bailar con él. Si fuera sensata, la aceptaría… pero no era una cobarde.
– Me gustaría bailar. -«Con usted.» No lo dijo, pero la súbita decisión que brilló en los ojos de Barnaby la llevó a preguntarse si él lo había oído o adivinado.
Sin decir palabra, la atrajo hacia la pista, la rodeó con sus brazos y la hizo girar para incorporarse a la multitud que bailaba.
Igual que la vez anterior, las evoluciones del vals se adueñaron de ella, le aturdieron los sentidos y le embotaron lamente.
Agradablemente.
No volvieron a hablar, no intercambiaron una sola palabra, al menos no en voz alta. Pero se sostenían la mirada y la comunicación parecía fluir sin palabras, en otro plano, en una dimensión distinta. En un idioma diferente.
Un lenguaje de los sentidos.
Una mano grande, cálida y fuerte en su espalda, la otra sujetándole los dedos con firmeza, Barnaby la sostenía con tal seguridad que le permitía relajarse, prescindir de la acostumbrada desconfianza que le inspiraban sus parejas y deleitarse en el movimiento de la danza, en los giros rápidos y seguidos, en los cambios de sentido y las paradas, en la maestría con que él la conducía por la pista.
Los hombres imperiosos, concluyó, tenían su lugar… incluso para ella.
La música los envolvía. La magia del momento se prolongaba, el sutil placer le calaba los huesos, adueñándose de ella y aliviándola de un modo inexplicable. Como si una mano cálida le acariciara los sentidos.
Se sentía como un gato satisfecho. De haber podido, habría ronroneado, pero sí podía sonreír, y lo hacía con dulzura y delicadeza, mientras evolucionaban y ella flotaba en una nube de deleite.
Al cabo de un rato también él sonrió con el mismo aire de silenciosa satisfacción. No necesitaban palabras para comunicarse el placer compartido que sentían.
Los músicos llegaron al final de la pieza demasiado pronto para su gusto. Barnaby se detuvo con una floritura. Se inclinó; ella correspondió con la debida reverencia y, suspirando para sus adentros, regresó al mundo real.
Barnaby le tomó la mano, la apoyó en su brazo y se encaminaron hacia el salón.
Los sentidos de Penelope aún bailaban el vals pero la mente volvía a funcionarle, al menos lo bastante como para recordar el motivo de la presencia de Barnaby allí: debía de tener preguntas que hacerle.
Lo miró a la cara y aguardó, pero él no parecía tener prisa por seguir con sus pesquisas. Volvió la vista al frente y fue sonriendo a los conocidos con que se cruzaban. Le agradaba que el momento se prolongara, estar juntos sin más, él y ella, sin que ninguna investigación se entrometiera, e incluso imaginar, al menos por un momento, que la investigación no era la causa de que él estuviera allí.
Pero lo era, y ahora que lo pensaba… Suspirando en su fuero interno, preguntó:
– Así pues, ¿qué quería saber?
Barnaby bajó la mirada hacia ella con gesto de desconcierto.
– La investigación -aclaró Penelope. -¿Qué ha venido a preguntarme?
Los ojos de Barnaby perdieron toda expresión, luego apretó los labios y miró al frente; tras localizar a la madre de la joven, giró hacia ella.
– ¿Y bien? -insistió Penelope, esperando que tuviera presente que su madre desconocía la situación en que se hallaba el orfanato, como tampoco sabía que lo hubiese reclutado para investigar y mucho menos que ella misma estuviera investigando también.
– Concédame un momento para pensar -murmuró Barnaby, sin apartar la vista del frente. Sin mirarla.
Penelope parpadeó. Tal vez se le había olvidado lo que quería preguntarle. Tal vez el vals también lo había distraído a él.
O tal vez…
La condujo cerca de la butaca de su madre, que conversaba con lady Horatia Cynster. Ambas damas sonrieron con benevolencia al verlos aproximarse, pero siguieron enfrascadas en su charla.
De repente, Penelope necesitó saber con certeza qué había llevado a Barnaby a casa de lady Moffat. Retiró la mano de su brazo, se volvió hacia él y le lanzó una mirada inquisitiva.
Barnaby se la sostuvo. Apretó los labios e improvisó:
– Stokes no estaba cuando fui a verle esta tarde. Le dejé una nota explicándole la situación de Jemmie Carter. Seguro que ordenará poner vigilancia, pero de todos modos mañana iré a verle otra vez. Sin duda ya está trabajando en este caso. Tenemos que intercambiar información y decidir el paso siguiente.
A Penelope se le iluminaron los ojos.
– Yo también iré.
Barnaby maldijo para sus adentros; le había dicho aquello para justificar su presencia, no para tentarla. No hay ninguna necesidad de…
– Por supuesto que la hay. Soy quien más sabe acerca de esos niños; los cuatro que se han llevado y Jemmie. -Sus ojos oscuros se oscurecieron aún más; Barnaby tuvo la impresión de que estaba haciendo un esfuerzo para no fruncir el ceño. -Además -añadió con cierta sequedad, -fui yo quien propició la investigación; tengo derecho a saber qué se está haciendo.
Barnaby discutió, con contundencia pero sin levantar la voz.
Penelope lo miró testaruda sin dar su brazo a torcer. Cuando él se quedó sin argumentos, ella comentó con aspereza:
– No entiendo por qué se toma la molestia. Sabe perfectamente que no cambiaré de opinión; y si decido ir a ver al inspector Stokes, no puede hacer nada para impedírmelo.
A Barnaby se le ocurrieron unas cuantas cosas, pero todas conllevaban el uso de una cuerda. Exasperado, resopló entre los dientes.
– De acuerdo.
Ella le obsequió con una sonrisa, aunque tensa.
– ¿Lo ve? Si no cuesta nada…
– Y que lo diga.
Penelope le oyó rezongar pero se guardó mucho de comentar nada. Miró a la concurrencia.
– ¿A qué hora tiene previsto ir a ver a Stokes?
Con los labios prietos, él se dio por vencido.
– Pasaré a recogerla a las diez.
Ella tardó un momento en reaccionar y luego inclinó la cabeza.
– Le estaré aguardando.
Una advertencia, aunque no esperaba menos. Una vez que se proponía algo era tan ingobernable como él. Oía a su madre desternillarse de risa.
Estaba pensando en retirarse; despedirse y marcharse. Por el modo en que se conducía Penelope, un tanto envarada a su lado, y las miraditas de reojo que le lanzaba, se diría que contaba con que lo hiciera. Cortar por lo sano y huir.
Pero esa noche ya había perdido cuanto podía perder; no le quedaban concesiones que hacer.
Y la noche aún era joven; seguramente tocarían uno o dos valses más, y en aquella clase de veladas no había casamenteras tomando buena nota de quién bailaba cuantas veces con quién.
Miró a lady Calverton, todavía enfrascada con lady Cynster.
Quizá podría salvar algo más de aquella velada; bien podía quedarse un rato y recoger los beneficios que pudiera.
Si a eso iba, el primer paso a dar era derretir a la doncella de hielo que tenía a su vera. Mirándole el claro perfil, preguntó:
– ¿Rigby siempre es tan pedante?
Penelope lo miró recelosa pero al cabo de un instante contestó.
Después de eso, gracias a la cuidadosa atención que prestó, suficiente para sujetar las riendas con firmeza, el resto de la velada transcurrió en su favor.
– Buenas noches, Smythe.
El caballero que se hacía llamar señor Alert -se enorgullecía de estar siempre alerta a las posibilidades que le ofrecía el destino -observó mientras su esbirro, perfilado contra la luz de la luna en la puerta ventana abierta, recorría con la vista la sala sin iluminar.
La casa pareada de St. John's Wood Terrace había demostrado ser muy útil para Alert. Como siempre que se reunía con sus colegas más rudos, la única fuente de luz en la sala eran las brasas de un fuego mortecino.
– Pase y tome asiento. -Alert hablaba arrastrando las palabras como dictaba la moda, sabiendo que así recalcaba la distinción entre él y Smythe. Amo y sirviente. -Creo que no necesitamos mucha más luz para concluir nuestro asunto, ¿verdad?
Smythe le lanzó una mirada dura pero poniendo cuidado en que no fuera desafiante.
– Como guste.
Una bestia de hombre, sorprendentemente rápido y ágil para su (nano, cruzó el umbral, cerró la puerta y se abrió paso entre los muebles en sombra hasta el sillón situado frente al que ocupaba Alert junto al fuego.
Relajado en su asiento, las piernas cruzadas, el vivo retrato de un caballero a sus anchas, Alert sonrió alentadoramente mientras Smythe se sentaba.
– Estupendo. Sacó una hoja de un bolsillo de la chaqueta. -Tengo una lista de casas para visitar. Ocho direcciones en total, todas en Mayfair. Tal como dejé claro en nuestra última reunión, es imperativo, absolutamente esencial que robemos en todas la misma noche. -Clavó sus ojos en Smythe. -Me figuro que usted y Grimsby habrán hecho los preparativos pertinentes. Smythe asintió.
– A Grimsby aún le falta algún niño, pero dice que pronto tendrá los ocho.
– ¿Y usted confía no sólo en que pueda suministrar el número y el tipo correcto de niño, sino que el entrenamiento que les dé tenga el nivel requerido?
– Sí. Conoce el percal, y ya he usado niños suyos.
– Me consta. Pero esta vez usted trabaja para mí. Tal como creo haber señalado, en esta partida las apuestas son muy altas, mucho más que en cualquiera que haya jugado hasta ahora. -Alert le sostuvo la mirada. -Tiene que estar seguro, de hecho tiene que poder asegurarme, que sus herramientas estarán a la altura.
Smythe no pestañeó.
– Lo estarán. -Cuando la expresión de Alert dejó claro que esperaba más, agregó a regañadientes: -Me aseguraré de ello.
– ¿Y cómo se propone hacerlo?
– Sé de dónde saca los niños. Con la fecha que usted me ha dado, hay tiempo para asegurarnos de contar con el número necesario y de que están bien entrenados. -Smythe vaciló como si, finalmente, tomara en consideración las eventualidades, y luego prosiguió: -Iré a ver a Grimsby para asegurarme de que entiende lo serio que es este asunto.
Alert se permitió esbozar una sonrisa.
– Hágalo. No admitiré que nos encontremos en dificultades porque Grimsby no haya comprendido adecuadamente, tal como usted lo ha expresado, la seriedad de nuestro empeño.
La vista de Smythe bajó a la lista que Alert sostenía.
– Necesitaré esas direcciones.
Las direcciones eran la principal aportación de Alert a la delictiva empresa, junto con la lista de objetos a robar (él prefería el término «liberar») de cada casa.
– Todavía no. -Al levantar la mirada se encontró con el ceño de Smythe. -Se la entregaré con tiempo pata que pueda reconocer el terreno pero, como bien ha dicho, aún tenemos mucho tiempo.
Smythe no era tan estúpido como pare no entender que Alert desconfiaba de él. Se levantó.
– Pues entonces me voy.
Alert permaneció sentado y le autorizó a retirarse con un gesto de asentimiento.
– Organizaré nuestro próximo encuentro igual que éste. Salvo indicación en contrario, nos veremos aquí.
Con una cortante inclinación de la cabeza, Smythe se marchó.
Alert sonrió. Todo estaba marchando con arreglo a su plan. Su necesidad de dinero no había menguado; en realidad, gracias a la visita que había soportado la víspera del enemigo en cuyas garras había caído sin darse cuenta, y al último acuerdo de devolución que le había obligado a aceptar, esa necesidad no haría sino ir en aumento día tras día. No obstante, su salvación estaba en camino. Existía, según había descubierto, cierta satisfacción, bastante excitante en realidad, en lo de engañar al destino y a la sociedad sirviéndose sólo de su astucia.
Estaba convencido de que, con lo que él sabía, el talento de Smythe y las herramientas de Grimsby, su situación cambiaría con crecientes beneficios. Además de librarse de los grilletes de los usureros con peor reputación de Londres, su plan acrecentaría significativamente su inexistente fortuna.
El destino, como bien sabía, favorecía a los audaces.
Bajó la vista a la lista de casas que aún sostenía en la mano y quedó pensativo; y vio sobreimpresa la otra lista, todavía más importante, con la que iba emparejada: la lista de objetos a liberar de cada casa.
Había elegido con sumo cuidado. Sólo un artículo en cada domicilio… Era probable que ni siquiera los echaran en falta, no hasta que las familias regresaran en marzo, y posiblemente ni siquiera entonces. En cualquier caso, las sospechas recaerían sobre el personal de las casas.
A decir de todos, Smythe era un maestro en su oficio. Él, o mejor los niños que utilizaba, entrarían y saldrían sin dejar rastro.
Y no habría ningún perista implicado que luego pudiera ayudar a las autoridades. Había eliminado esa necesidad. Conociendo el mundo de las altas esferas como lo conocía, y Dios sabía que lo había estudiado con avidez, se había dado cuenta de que una juiciosa selección de artículos le garantizaría una reventa inmediata.
Ya contaba con coleccionistas ansiosos por adquirir dichos artículos sin hacer preguntas. Vender a tales personas garantizaba que nunca se plantearan la opción de denunciarle. Y los precios que estaban dispuestos a pagar le liberarían holgadamente de la deuda que pesaba sobre él, incluso a pesar de que el montante estuviera ascendiendo continuamente.
Se metió la lista en el bolsillo y sonrió más abiertamente. Por supuesto, los artículos eran mucho más valiosos de lo que le había confiado a Smythe, pero dudaba que un ladrón del East End llegara a adivinar su auténtico valor.
Tendría que andarse con cuidado, pero sabría manejar a Smythe, y Smythe manejaría a Grimsby.
Todo estaba yendo exactamente como deseaba. Y pronto sería tan rico como creían todos los que formaban parte de su vida.