Por lo que Penelope entendió, era la primera vez que el nuevo Cuerpo de Policía y los vecinos del East End trabajaban codo con iodo para localizar a Grimsby y su escuela de ladrones.
Joe Wills y sus hermanos hicieron correr la voz, avisando a sus amigos, asegurándose de que la petición y su propósito, el ataque contra la señora Hughes, la historia de Jemmie y su madre asesinada, se propagara por todo el barrio.
Era un enclave densamente poblado; el boca a boca era más efectivo incluso que los avisos impresos que ofrecían recompensas.
La información que esperaban llegó entrada la noche. Tanto Penelope como Griselda se habían negado a regresar a sus respectivos hogares; Penelope se avino a enviar una nota a Calverton House pero, por lo demás, se negó a moverse de allí. Ambas aguardaron sentadas en el despacho de Stokes junto con los hombres. Sus hombres. No hizo falta discutir para dejar claro que así iban a ser las cosas.
Hicieron pasar a Joe Wills poco antes de la medianoche. Se le veía incómodo rodeado por tantos policías, pero incluso en compañía del sargento que le hizo entrar, el triunfo brillaba en sus ojos.
Penelope lo vio y se levantó.
– Los habéis encontrado.
Joe le sonrió y bajó la cabeza. Saludó a Griselda con el mismo ademán y luego miró a Stokes y Barnaby, ahora también de pie, detrás del escritorio del inspector.
Alguien ha tenido la brillante idea de buscar en Grimsby Street.
Stokes lo miró pasmado.
– ¿Vive en Grimsby Street?
– Qué va. Pero la calle lleva el nombre de su abuelo, así que parecía probable que alguien de allí supiera adonde se había dado el piro. En efecto, su vieja tía aún vive allí; nos dijo que tiene una casa en Weavers Street. No queda lejos de Grimsby Street. Fuimos allá a investigar sin levantar la liebre. Fue fácil de encontrar, sabiendo dónde teníamos que buscar; hace años que vive allí. -Joe miró a Stokes. -He dejado a Ned, Ted y unos amigos nuestros vigilando la casa. Tiene bajos, dos pisos arriba y desván. Los vecinos con los que hablamos no sabían nada de niños, pero si los tienen dentro, en los pisos de arriba, no hay motivo para que nadie los vea. Ellos, los vecinos, saben que Wally vive allí, junto con Grimsby.
Stokes tomaba notas.
– De modo que hay al menos dos hombres dentro de la casa.
– Sí. -Joe hizo una mueca. -De Smythe no sé nada. Los vecinos lo conocen bastante, pero que ellos sepan no está allí y no suele quedarse.
– Bien. Lo primero es dar con Grimsby y los niños. De Smythe nos ocuparemos después. -El inspector miró al sargento apostado en el umbral. -Miller, dígale a Coates que necesito a todos los hombres disponibles.
El sargento se puso firmes.
– ¿Ahora, señor?
Stokes echó un vistazo al reloj.
– Para reunirlos abajo dentro de una hora. Quiero un cordón policial en torno al edificio antes de que entremos.
Las horas siguientes pasaron volando en un frenesí de organización en el que, por una vez, Penelope no pintaba nada. Reducida al estatus de observadora, se sentó en silencio al lado de Griselda y observó, casi con tanto interés como su compañera, a Stokes en acción.
Cuando Barnaby entró y enarcó una ceja, Penelope se dignó a demostrar lo impresionada que estaba.
– No sabía que la policía pudiera ser tan eficiente.
Barnaby lanzó una mirada a su amigo, que estaba sentado a su escritorio rodeado de subordinados, todos concentrados en un plano mientras situaban a los efectivos. Joe estaba de pie junto a Stokes, que recurría a él con frecuencia, comprobando que la zona fuera realmente como figuraba en el plano. Barnaby sonrió.
– Lamentablemente, no todos lo son. Stokes es diferente. -Al volverse se encontró con los ojos de Griselda. -En mi opinión, es el mejor.
La sombrerera asintió levemente y desvió su mirada de nuevo hacia Stokes.
Penelope estudió el semblante de Barnaby.
– ¿Cuánto falta para que nos vayamos? -Para ella, aquélla era la única cuestión pendiente.
Barnaby volvió a mirar al inspector.
– Diría que menos de una hora.
Cuando llegaron a Weavers Street ya se anunciaba el amanecer. Un pequeño ejército había rodeado silenciosamente la zona; también había agentes agazapados en las sombras de la calle. Weavers Street tenía dos brazos; la casa de Grimsby estaba en medio del tramo más corto. Era una decaída estructura mayormente de madera y con las vigas combadas, bastante parecida a las demás del vecindario; dos callejones, apenas lo bastante anchos para un hombre, recorrían ambos lados.
Hacía frío y humedad. Durante la noche se había levantado niebla; las apretujadas casas impedían el paso del viento, de modo que nada removía, y mucho menos disipaba, los densos velos; Penelope apenas veía la puerta de la casa de Grimsby desde donde estaba, debajo del saliente de un porche al otro lado de la calle.
Escrutando el edificio a través de la turbia penumbra, alcanzó a discernir los postigos, todos cerrados. No habría cristales en ninguna ventana; esperó que los hombres que se juntaban en la calle lo siguieran haciendo en silencio.
Stokes y Barnaby habían rodeado la casa, comprobando todas las salidas. Según pudo oír de su conversación en murmullos -eran los únicos autorizados a hablar, -creían tener bloqueadas todas las rutas de escape.
Con creciente expectación, Penelope miró en derredor. Las filas de agentes se habían engrosado con vecinos. Más allá aguardaban las mujeres envueltas en la penumbra; a pesar de la hora, se habían echado un chal a los hombros y salido a observar. En su mayoría eran madres; si bien sus hombres parecían fieros y ceñudos, fue la silenciosa intensidad de los ojos velados de aquellas mujeres lo que hizo estremecer a Penelope.
Griselda la miró enarcando una ceja.
Penelope le susurró al oído:
– Si Grimsby tiene dos dedos de instinto de supervivencia, se entregará a Stokes.
Miró a los vecinos. Siguiendo su mirada, Griselda asintió.
– El East End se encarga de los suyos.
Barnaby surgió entre la niebla delante de ellas.
– Estamos a punto de entrar. Esperad aquí hasta que el sargento Miller venga a buscaros; vendrá por vosotras y os escoltará al interior en cuanto hayan liberado a los niños. -Miró a Penelope. -Si no te quedas aquí hasta que venga Miller, nunca más volveré a contarte nada sobre ninguna de mis investigaciones. -Y apretó los labios con expresión adusta; a pesar de la oscuridad, Penelope notó la fuerza de su mirada azul.
Sin aguardar su asentimiento, él dio media vuelta y se fue a través de la niebla.
Griselda se movió.
– ¿Nunca más? -murmuró.
Penelope se encogió de hombros.
Aunque no hubo ningún anuncio general, la excitación se extendió entre la multitud que observaba.
Hubo un breve trajín junto a la puerta de Grimsby; Barnaby estaba en medio de la acción, con Stokes a su lado. De pronto la puerta, se abrió hacia dentro revelando una negra caverna. Stokes cogió un farol, le quitó la tapa y entró el primero.
– ¡Policía!
Los agentes se amontonaron en la puerta haciendo un ruido ensordecedor. Stokes y Barnaby se perdieron entre el barullo. Penelope se bamboleaba tratando de ver algo, pero un cordón de agentes circundaba la puerta manteniendo a todo el mundo a distancia; le tapaban la vista.
Se encendieron más luces en los bajos y un leve resplandor apareció en el primer piso. Agarrando el brazo de Griselda, Penelope señaló.
– Están subiendo.
El resplandor provenía de lo más hondo del edificio, lejos de las ventanas cerradas que daban a la calle.
En la esquina delantera del primer piso se encendió otra luz, más pequeña y mucho más próxima a las ventanas.
– Apuesto a que ése es Grimsby -dijo Griselda.
Uno de los postigos de esa esquina se abrió; se asomó una cabezota redonda coronada por una pelambrera gris.
Los espectadores empezaron a abuchear.
– ¡Baja si eres hombre, Grimsby!
– ¡Asesino de viejas!
– ¡Te enseñaremos lo que vale un peine!
Esas y otras imprecaciones se alzaron entre la niebla.
Grimsby, tenía que ser él, miraba con ojos desorbitados.
– ¡Dios mío! -exclamó, y cerró el postigo de golpe.
El gentío gritaba más alto, clamando por su sangre.
Dentro de la casa se oían una serie de golpes sordos y gritos indiscernibles.
Penelope brincaba. Necesitaba saber lo que ocurría. ¿Dónde estaban los niños?
El resplandor del farol había llegado al segundo piso. Durante un buen rato permaneció en ese nivel. El resplandor aumentó al sumarse más faroles al primero.
Penelope escrutaba la planta superior. Joe Wills había dicho que había un desván, pero no se veían ventanas a la calle. Tampoco parecía que hubiera buhardillas en los laterales. Dio un codazo a Griselda.
– No hay ventanas en el desván.
La sombrerera levantó la vista.
– Será sólo el espacio libre bajo el tejado, sin ventanas. Seguramente es un sitio muy rudimentario.
Penelope se estremeció. Luego se aferró al brazo de su amiga y señaló hacia arriba otra vez. Los portadores de faroles, Stokes y Barnaby, supuso, por fin habían subido al desván. La luz brillaba entre las tablas y las tejas mal encajadas.
– Están allí.
Durante los cinco minutos siguientes, rezó para que los niños estuvieran sanos y salvos. Estaba a punto de arriesgarse a no volver a saber nada sobre las investigaciones de Barnaby cuando Miller vino a rescatarla. Las condujo entre el gentío reunido en la calle y a través del cordón policial hasta el interior de la casa, si cabía llamarla casa; más bien parecía un almacén repleto de trastos.
Penelope y Griselda se detuvieron en el escaso espacio libre que había, a medio camino entre la puerta y la escalera, justo cuando bajaron al primer niño.
La joven contó ansiosamente cabezas mientras los niños bajaban la escalera en tropel. ¡Cinco! Sonrió radiante, extasiada de alivio.
Los niños se arremolinaron en la media luz, mirando en derredor, confundidos, sujetando las mantas que les cubrían los huesudos hombros.
– ¡Niños, por aquí! -ordenó ella con voz firme.
Su tono y actitud, perfeccionados con los años, surtieron un efecto instantáneo. Los niños levantaron la cabeza; ella les hizo una seña para que se acercaran, y tres de ellos corrieron a su encuentro. Los otros dos los siguieron más despacio.
Los tres primeros se alinearon ante ella.
– Estupendo -dijo Penelope.
Estudió sus rostros y los reconoció a los tres; los tres primeros niños que habían sido raptados en las propias narices del orfanato.
Uno de ellos, Fred Hachett, la miró parpadeando con sus grandes ojos castaños.
– Usted es la señora de la casa. Mi madre dijo que iría a buscarme pero en cambio vino el viejo Grimsby.
– Es verdad; te secuestró. Por eso hemos venido a buscaros y a él lo mandaremos a prisión.
Los niños miraban a los agentes que se abrían paso como podían, en su mayoría camino de la calle ahora que los niños estaban a salvo y los villanos detenidos.
– ¿Todos estos policías están aquí por nosotros? -preguntó otro niño.
Ella rebuscó en la memoria el nombre del chico.
– Sí, Dan, así es. Os hemos buscado durante semanas.
Los niños intercambiaron miradas, impresionados de ser objeto de tanta atención.
– Muy bien. -Penelope sonrió a los niños; apenas podía creer que después de tanto investigar por fin los hubieran hallado sanos y salvos. -Ahora os llevaremos al orfanato.
Se movió para ver los ojos de los dos últimos niños, que seguían un poco retirados. De repente, le cayó el alma a los pies. Tendrían que haber sido Dick y Jemmie, pero no lo eran.
Al ver que ella los miraba fijamente, agacharon la cabeza.
Al cabo de un momento, uno la miró a hurtadillas por debajo de un flequillo mugriento.
– ¿Y qué va a pasar con nosotros, señorita? Tommy y yo no íbamos a ir a ninguna casa para huérfanos.
Penelope parpadeó; trató de pensar con lucidez entre la maraña de emociones que la acuciaban.
– No, pero… ahora sois huérfanos, ¿verdad?
Tommy y su amigo cruzaron una mirada y asintieron.
– En ese caso, también podéis venir con nosotros. Luego arreglaremos los detalles, pero no os quedaréis en las calles. Podéis venir con Fred, Dan y Ben, y os daremos un magnífico desayuno y una cama caliente.
La promesa de comida garantizó la buena disposición de los niños para ir a donde ella quisiera. Penelope inspiró profundamente.
– Pero antes, decidme… ¿Había más niños con vosotros aquí? ¿Niños que tendrían que haber ido al orfanato?
– Se refiere a Dick y Jemmie. -Con los ojos brillantes, deseoso de ayudar, Fred asintió. -Están aquí; al menos estaban, pero ayer salieron con Smythe y todavía no han vuelto.
Dejando a los cinco niños al cuidado de Griselda, con órdenes estrictas de que la esperasen, Penelope se abrió paso entre el remolino de agentes, dirigiéndose a la escalera. Llegó al pie al tiempo que Miller bajaba.
– Tengo que hablar con Stokes y Adair; es urgente.
Miller reparó en su tensa expresión. Echó un vistazo escaleras arriba.
– Ya están bajando, señorita.
Miller y Penelope retrocedieron hacia el centro de la habitación al bajar dos agentes fornidos que llevaban esposado a un hombre de aspecto corriente.
Wally, supuso Penelope. Tenía el pelo de punta, la ropa arrugada y una expresión de absoluta incomprensión. No causó ningún problema a los agentes, que lo llevaron a un lado para que los demás pudieran bajar.
Descendieron otros dos agentes, esta vez conduciendo a un hombre de mucha más edad. Grimsby. Su cabezota redonda de mandíbula prominente y pelambrera lacia y gris se apoyaba sobre unos hombros encorvados y un pecho hundido. Grimsby quizás antaño había tenido un aspecto imponente, pero ahora estaba viejo, le pesaban los años. Pese a todo, sus ojos brillaban con astucia mientras miraba todo, reparando en los niños y Griselda, en los demás agentes, en Miller… y en Penelope.
Ésta le hizo fruncir el ceño. Grimsby no la ubicaba.
Stokes y Barnaby fueron los últimos en bajar.
Los agentes pusieron a Grimsby en medio de la zona despejada y le dieron la vuelta, de cara a Stokes. Siguiendo indicaciones de Miller, los agentes colgaron varios faroles que iluminaron bien la habitación.
Penelope aprovechó el momento; adelantándose, llamó la atención de Barnaby y Stokes. Ambos se volvieron hacia ella, que habló en voz baja:
– Dick y Jemmie, los dos últimos niños raptados, no están aquí, -Ellos miraron a los niños. -Sí, hay cinco, pero hay dos de quienes no sabíamos nada. Según los demás, Dick y Jemmie estaban aquí pero Smythe se los llevó ayer y aún no los ha devuelto.
El inspector maldijo entre dientes y cruzó una mirada con Barnaby, que también puso mala cara.
– Si Smythe es la mitad de bueno de lo que dicen, no volverá a acercarse a este lugar.
– Y si necesita niños -observó Barnaby, -se quedará con los dos que tiene; no los soltará.
– ¡Maldita sea! -Stokes dio voz a su frustración. Al cabo de un momento, dijo: -Veamos qué podemos sonsacar a Grimsby.
– Prueba primero con Wally. -Penelope miró al joven. -Parece… más ingenuo.
No exactamente ingenuo, pero desde luego acertaba en que no andaba sobrado de luces. Dando la espalada a Penelope y Barnaby, Stokes se encaró con los detenidos. Penelope deslizó una mano la de Barnaby y le dio un apretón. Luego lo soltó y regresó con los niños; no quería que se sintieran abandonados de nuevo.
Tras un breve titubeo, Barnaby la siguió. Stokes observó impasible a Grimsby y luego a Wally. Finalmente, dijo:
– Wally, ¿verdad? -Cuando el aludido asintió, frunciendo el ceño desconcertado, el inspector preguntó: -¿Quién te pidió que mataras a la señora Carter?
Wally frunció más el ceño y meneó la cabeza.
– Yo no he matado a nadie. ¿Quién es la señora Carter?
Saltaba la vista que decía la verdad.
– Wally, te llevaste a un niño, Jemmie, de casa de su madre; ella era la señora Carter.
Wally asintió y puso cara de entender.
– Sí, me lo llevé. Fui a buscarlo con Smythe. Su madre no se encontraba bien, pero estaba viva cuando nos marchamos.
– Cuando tú te marchaste. -Hizo una pausa y al cabo aventuró: -De modo que tú y Jemmie os fuisteis…
Wally asintió.
– Smythe me dijo que me llevara al niño para poder hablar a solas con su madre. AI salir, dijo que le había dicho que Jemmie tenía que venir con nosotros porque se encontraba mal y necesitaba descansar…
– Entiendo. Y ayer fuiste con Smythe a Black Lion Yard. Wally asintió de nuevo.
– Sí. Teníamos que recoger a otro niño; su abuela estaba enferma. -Volvió a fruncir el ceño. -Pero todo salió mal. Sólo queríamos llevarnos al chico para traerlo a la escuela de Grimsby; así tendría un oficio cuando creciera, pero la gente que había allí no lo entendió.
No era la gente de Black Lion Yard quien no lo había entendido. Stokes miró a Barnaby, que estaba junto a Penelope. Barnaby ladeó la cabeza hacia los niños y, articulando los labios, dijo: «Smythe.»
Centrándose otra vez en Wally, Stokes preguntó:
– ¿Sabes dónde para Smythe? Tiene a dos de los niños, ¿verdad?
– Sí. Anoche se llevó a Dick y Jemmie para entrenarlos en las calles. Dijo que eran los dos más avispados. -Frunció todavía más el ceño al caer en la cuenta. -Aunque no los ha devuelto; bueno, no creo que lo haga con tanta bofia por aquí. Pero no sé dónde cuelga la gorra. A lo mejor el jefe lo sabe.
Miró a Grimsby, que estaba ceñudo.
– No, no lo sé. Smythe no va por ahí repartiendo tarjetas, y mucho menos me invita a tomar unas copas de vez en cuando. Es muy reservado.
Barnaby no había esperado menos. Miró a Penelope y le estrechó los dedos que había deslizado otra vez en su mano.
Stokes se volvió hacia Grimsby.
– Tienes edad suficiente para saber cómo va todo esto, Grimsby. Has montado una escuela aquí para entrenar a niños que ayuden a robar. Ningún juez lo verá con buenos ojos. Pasarás el resto de tu vida entre rejas. No volverás a ver la luz del día.
La indignación de Grimsby aumentó.
– Sí, ya lo sé… -Miró a Stokes especulativamente. -Si me: avengo a ayudar contando todo lo que sé, ¿qué opciones tengo?
La sonrisa del inspector fue la personificación del cinismo.
– Sí, y sólo si logras convencerme de que desnudas tu alma y lo que ofreces nos sirve en la investigación, hablaré con el juez. Lo máximo que puedes esperar es una sentencia menos severa. La deportación en lugar de una celda.
Grimsby hizo una mueca.
– Soy demasiado viejo para hacer largos viajes por mar.
– Mejor eso que pasar el resto de tu vida a oscuras, según dicen, -Stokes encogió los hombros. -Sea como fuere, en tu caso no puedo hacer más.
Grimsby torció el semblante y suspiró.
– De acuerdo. Pero, maldita sea, se lo advertí tanto a Alert como a Smythe en cuanto vi el condenado aviso. Les dije que la cosa se estaba poniendo muy fea, pero ¿acaso me escucharon? No. Ningún respeto por la edad y la experiencia. Y ahora soy yo quien acaba entre rejas cuando lo único que hago es enseñar unos cuantos trucos a un puñado de chavales. No soy yo quien los lleva por mal camino.
– ¡No se atreva a fingir que no es un anciano malévolo que se aprovecha de la inocencia de unos niños!
La voz de Penelope cortó la viciada atmósfera, vibrando con tanta furia que todos los presentes se callaron.
Grimsby la miró fijamente, palideció y retrocedió hacia los dos fornidos agentes.
Stokes carraspeó.
– En efecto. Yo no habría sabido expresarlo mejor.
Grimsby lanzó una mirada impresionada hacia él.
– ¿Quién es? -susurró con voz ronca.
– Ella y el caballero que la acompaña tienen mucho interés en este asunto, y entre ambos es probable que estén emparentados con cualquiera de los jueces que vas conocer. -Stokes sostuvo la mirada cada vez más horrorizada de Grimsby. -Me parece que ha llegado la hora de que te dejes de excusas y nos cuentes lo que queremos saber.
Aturullado, Grimsby movió sus manos esposadas.
– Voy a decirle todo lo que sé. De verdad.
Stokes no sonrió.
– ¿Quién es Alert?
– Un encopetado empeñado en robar casas.
– Casas de Mayfair.
– Sí. Quería un mangui, así que lo puse en contacto con Smythe, pero yo no sé nada sobre sus acuerdos.
– ¿No sabes nada sobre los robos planeados? -preguntó Stokes con aire escéptico.
– ¡No! Alert juega sus cartas sin enseñarlas. Ese canalla tiene la sangre muy fría. Y Smith es más cerrado que una almeja sobre cualquier trabajo que hace. Lo único que sé es que Alert decidió que necesitaba ocho chicos. ¡Ocho! Nunca había oído que un mangui necesitara ocho chicos a la vez, pero eso es lo que me dijo Smythe.
– Y estuviste encantado de proporcionárselos, claro.
Grimsby se mostró malhumorado.
– Pues no, si quiere que le diga la verdad. Ocho son difíciles de encontrar, sobre todo con lo quisquilloso que es Smythe. No lo habría hecho ni siquiera para él, sólo que…
Cuando Grimsby le lanzó una mirada, Stokes terminó la frase por él.
Smythe tenía algo contra ti, alguna palanca para obligarte a hacer lo que quería.
– Smythe no. Alert.
El inspector frunció el ceño.
– ¿Cómo es posible que un encopetado se trate con alguien como tú, y que encima te tenga a su merced?
Grimsby hizo una mueca.
– Ocurrió hace años, estaba pasando una mala racha e intenté hacer un poco de palanqueta por mi cuenta. Solía dárseme bien en mis años mozos. Entré en una casa y me topé con Alert en la oscuridad. Me dio con una porra en la cabeza. Cuando volví en mí, me tenía bien atado; me dio una oportunidad: contarle todo sobre mí, qué hacía, cómo lo hacía y demás, y no me entregaría a la pasma. Como si yo fuera una atracción de feria. Lo tomé por uno de esos nobles a los que les gusta codearse con la plebe, que les gusta pensar que están enterados, así que se lo conté todo. -Meneó la cabeza ante su propia ingenuidad. -No me pareció que corriera ningún riesgo. Quiero decir, era un encopetado, un caballero. ¿Qué iba a importarle yo y mis historias?
– Pero lo recordó.
Grimsby se pasó la mano por la cara.
– Sí, y tanto que sí. -Hizo una pausa. -Me dijo que si proporcionaba a Smythe los niños que necesitaba, se olvidaría de mí.
– ¿Y le creíste?
– ¿Qué alternativa tenía? -Grimsby miró en derredor, otra vez indignado. -Y aquí me tiene, en manos de la bofia.
Apartándose de Penelope, Barnaby se unió a Stokes.
– Dice que Alert es un encopetado. Descríbalo.
Grimsby la observó un momento y dijo:
– No tan alto como usted. Pelo castaño, más bien oscuro y liso. Entre mediano y pesado. Nunca lo he visto con buena luz, así que no puedo decir mucho más.
– ¿Ropa? -quiso saber Barnaby.
– Buena calidad, lo propio de Mayfair.
– ¿Te has visto con él últimamente? -preguntó Stokes.
Grimsby asintió.
– En una casa de St. John's Wood. Nos reunimos en la sala de atrás. Envía un mensaje a Smythe cuando quiere vernos allí, y cuando es al revés, Smythe deja una nota en una taberna, no sé cuál.
– ¿Smythe está enterado de todo el plan de Alert? -pregunto Barnaby.
– Ayer no lo estaba. Cuando vino a buscar a los chavales se quejó de que Alert no soltaba prenda sobre los objetivos. A Smythe le, gusta reconocer bien el terreno antes de actuar. Smythe sabe más que yo pero no lo sabe todo. Todavía no.
Stokes frunció el ceño.
– Esa casa donde os reunís… ¿es suya?
Grimsby hizo una mueca de «¿cómo quiere que lo sepa?».
– Supongo que sí. Siempre está a sus anchas, cómodo y relajado.
– ¿Cuál es la dirección? -preguntó Stokes.
– El 32 de St. John's Wood Terrace. Siempre vamos por atrás, a las puertas del salón que da al jardín. Hay un callejón que pasa por detrás.
Barnaby había estado estudiando a Grimsby.
– Dice que es poco habitual que Smythe quiera ocho niños. ¿Por qué cree que quiere tantos? -Al ver que Grimsby se encogía de hombros, Barnaby endureció su tono. -Adivínelo.
Grimsby le sostuvo la mirada un momento y luego dijo:
– Si tuviera que adivinarlo, diría que Alert pretende entrar en más de ocho casas a la vez, todas en la misma noche. De esta manera la pasma no tendría ocasión de detenerlo.
Barnaby lo imaginó, combinando la perspectiva con lo que Grimsby había dado a entender.
– Ha dicho objetivos. Objetivos concretos. De modo que Alert está planeando enviar a Smythe a robar casas concretas que él ha seleccionado en Mayfair, más de ocho, todas en una noche. -Volvió a centrarse en Grimsby. -¿Ése es el plan?
– Supongo que sí. Lo que no sé es qué casas tiene en mente.
Stokes miró a Grimsby, formándose un juicio sobre él, y luego preguntó:
– ¿Hay algo más, cualquier cosa, que puedas contarnos? -En particular sobre ese Alert -apostilló Barnaby.
Grimsby comenzó a negar con la cabeza pero se detuvo.
– Una cosa; no sé si es real o sólo una figuración mía, pero en más de una ocasión Alert dijo que sabe cómo funciona la policía. Insistió en ello, siempre nos decía que dejáramos que él se preocupara de los polizontes.
Stokes frunció el ceño y miró a Barnaby. Barnaby le devolvió la mirada; le gustaba tan poco como a Stokes lo que Grimsby acababa de decir. En voz baja, dijo:
– Un caballero que dice estar al corriente de cómo trabaja la policía.
Stokes se volvió de nuevo hacia Grimsby.
– Esa casa en St. John's Wood Terrace… Creo que va siendo hora de que hagamos una visita al señor Alert.
– No hay ningún señor Alert que viva en St. John's Wood Terrace. -La voz de Griselda hizo que todos la miraran. Se ruborizó, pero miró con firmeza a Stokes. -Conozco el lugar. No estoy segura de quién vive en el número 32, pero desde luego no se llama Alert.
El inspector asintió.
– No me sorprende, estará usando un alias.
A su lado, Barnaby murmuró:
– ¿Y usa su propia casa?
Aquello costaba de tragar, pero estaba claro que tenían que visitar St. John's Wood Terrace. Stokes dio orden de que llevaran a Wally a Scotland Yard. El sargento Miller, Grimsby y dos agentes irían con ellos a St. John's Wood.
Mientras paraban coches de punto y los demás agentes recibían instrucciones de regresar a sus respectivos puestos, Barnaby y Stokes cruzaron adonde Penelope y Griselda tenían reunidos a los cinco niños.
La expresión de la joven revelaba que se debatía entre el deber de poner a los niños a salvo en el orfanato y su determinación de atrapar a los villanos. La noticia de que Alert fuese un caballero no hacía sino aumentar su determinación, así como la de Barnaby.
Deteniéndose a su lado, éste la miró a los ojos y aguardó a que tomara una decisión; la conocía lo suficiente como para guardarse de insinuarle siquiera cuál sería la mejor. Ella arrugó la nariz.
– Llevaré los niños al orfanato.
Barnaby asintió.
– Yo iré con Stokes.
El inspector señaló a dos agentes que flanqueaban la puerta.
– Johns y Matthews os escoltarán hasta el orfanato. Tienen mi coche esperando.
Penelope dio las gracias y comenzó a sacar a los niños de allí, Los cinco seguían mirando a los policías con los ojos muy abiertos, fijándose en las esposas que llevaban puestas Grimsby y Wally. No perdían detalle para luego poder describir la escena a los demás; era su billete a la importancia, al menos durante unos días.
Barnaby la ayudó a subir a los niños al carruaje, luego le tomó la mano y la ayudó a ella. Penelope se detuvo en el estribo y lo miró.
El sonrió.
– Después iré a contártelo todo.
Ella le apretó los dedos.
– Gracias. Estaré ansiosa hasta entonces.
Barnaby la soltó, dio un paso atrás y cerró la portezuela del carruaje.
Griselda se acercó afanosamente y dijo a Penelope a través de la ventanilla:
– Me voy con ellos. Nos veremos luego. Prometo contártelo todo, incluso lo que él -ladeó la cabeza hacia Barnaby- se deje.
Penelope rió y se reclinó en el asiento. Los dos agentes ya habían subido. El conductor hizo restallar su látigo y el caballo echó a andar lenta y pesadamente, llevándosela a ella y a sus cinco pupilos hacia el orfanato, que era donde debían estar.
– ¿Es aquí?
Señalando la puerta del número 32 de St. John's Wood Terrace, Stokes miró a Grimsby.
– Sí. -Grimsby asintió. -Nunca entré por delante; siempre nos hacía venir por el callejón de atrás. Pero es ésta, seguro.
Stokes subió la escalinata y llamó con la aldaba con un golpeteo autoritario.
Al cabo de un momento, unos pasos se acercaron. La puerta se abrió revelando a una sirvienta de cierta edad con cofia y delantal. ¿Sí?
– Inspector Stokes, Scotland Yard. Quisiera hablar con el señor Alert.
La sirvienta frunció el ceño.
– Aquí no hay ningún señor Alert; se habrá equivocado de dirección.
Observando al reducido grupo reunido en la acera con patente desagrado, comenzó a cerrar la puerta.
– Un momento. Tengo que hablar con su patrono. Vaya a avisarlo, por favor.
La sirvienta miró con desprecio a la chusma que había detrás del Inspector.
– Patrona. Y es demasiado temprano. Aún no han dado las ocho, ni siquiera es una hora decente para…
Se interrumpió al ver el bloc de notas que Stokes sacaba de un bolsillo de su abrigo. Lápiz en mano, preguntó:
– ¿Su nombre, madame?
La sirvienta frunció los labios antes de decir:
– Muy bien. Aguarde aquí; voy a avisar a la señorita Walker.
Se volvió y cerró la puerta, tras dedicar un amago de sonrisa a Stokes.
Barnaby se reunió con él en la escalinata; se apoyaron en las barandillas laterales del porche.
– Diez minutos -dijo Barnaby. -Como mínimo. Stokes se encogió de hombros. -Quizá lo consiga en cinco.
Ocho minutos después volvió a abrirse la puerta, pero como quien apareció iba ligera de ropa, tan sólo con una bata de puntillas, Barnaby consideró que había atinado más en su estimación. El cutis de la mujer era pálido como marcaba la moda, aunque presentaba unas acusadas ojeras. Contempló a Stokes, luego miró a Barnaby con la misma parsimonia, y finalmente volvió a posar la mirada en el inspector.
– ¿Sí?
– ¿Es usted la dueña de esta casa? -Stokes se ruborizó levemente; a juzgar por el atuendo de la mujer, la pregunta se prestaba a la mayor ambigüedad. Ella arqueó las cejas y asintió.
– Lo soy.
Visto que no agregaba nada más, limitándose a mirarlo con expectación, Stokes prosiguió:
– Busco a un tal señor Alert.
La mujer no contestó, aguardando a que él se explicara, pero entonces, cayendo la cuenta, dijo:
– Aquí no hay nadie que se llame así.
Se oyó mascullar a Grimsby:
– Maldita sea. Sabía que no tenía que fiarme de ese canalla.
Stokes se volvió hacia Grimsby.
– ¿Sigues estando seguro de que ésta es la casa? -Como Grimsby asintió enfáticamente, el inspector agregó: -Entonces aún nos queda una pregunta.
Se volvió y miró a la señorita Walker; su sirvienta había reaparecido y no perdía detalle de la conversación.
– Un caballero que se hace llamar señor Alert ha estado usando su salón trasero para reunirse con este hombre -señaló a Grimsby- y con otro, en varias ocasiones durante las últimas semanas. Me gustaría saber cómo ha podido ser.
La confusión de la señorita Walker era claramente genuina.
– Vaya, le aseguro que no tengo ni idea. -Miró a su sirvienta. -No hemos tenido ningún… incidente, ¿verdad? Siempre cerramos las puertas del salón del jardín en cuanto anochece.
La sirvienta asintió, ceñuda. Tanto Stokes como Barnaby repararon en ello. El primero preguntó:
– ¿Qué ocurre?
La sirvienta miró a su ama y luego dijo:
– El sillón que está junto a la chimenea del salón de atrás. Alguien se ha sentado en él de vez en cuando. Arreglo el salón cada noche antes de irme, y a veces el cojín está hundido a la mañana siguiente.
Stokes no disimuló su perplejidad.
– Pero la señorita Walker…
Esta se ruborizó.
– Yo… Verá… -Lanzó una mirada a su sirvienta y acto seguido añadió: -Normalmente ya estoy acostada cuando Hannah se marcha, y suelo dormir profundamente.
Hannah asintió.
– Muy profundamente -puntualizó la sirvienta. Había desaprobación en sus ojos, pero ni un asomo de mentira.
Barnaby comprendió, igual que Stokes, que les estaban diciendo que la señorita Walker era, como muchas mujeres de su condición, adicta al láudano. Una vez en cama y con su dosis, no oiría ni un obús de artillería que explotara en la calle.
– Tal vez este hombre-sugirió Barnaby, -el señor Alert, conozca a su… benefactor.
Stokes pilló la indirecta.
– ¿Quién es el dueño de esta casa, señorita Walker?
Pero la señorita Walker se había alarmado. Ladeó el mentón.
– Creo que eso no es asunto suyo. Él no está aquí, y no hay necesidad de que lo moleste por un asunto como éste.
– Es posible que pueda ayudarnos -repuso Stokes. -Y se trata de una investigación por asesinato.
Barnaby gimió para sus adentros. Era de esperar que mencionar un asesinato no ayudara en nada. Ahora la señorita Walker y la sirvienta estaban muertas de miedo y se negaron en redondo a revelar nada más.
Hubo movimiento en la acera y Griselda se reunió con ellos; tiró de la manga de Stokes. Cuando la miró, dijo:
– Riggs. El caballero propietario de esta casa es el honorable Carlton Riggs. -Dirigió la vista más allá de Stokes. -A veces viene a la tienda a comprar sombreros y guantes para la señorita Walker.
Stokes se volvió hacia la señorita Walker y enarcó una ceja.
– Sí. Carlton Riggs es dueño de esta casa desde hace años, desde antes de que yo le conociera.
El inspector inclinó la cabeza.
– ¿Y dónde está el señor Riggs ahora?
Ella lo miró parpadeando y luego miró a Barnaby. Obviamente) lo reconoció como miembro de la aristocracia.
– Bueno, está de vacaciones, ¿no? -Miró de nuevo a Stokes- Es temporada baja en la ciudad. Se fue al norte, a la casa familiar hace tres semanas.
El cementerio contiguo a la iglesia de St. John Wood era un lugar oscuro y lúgubre en los mejores momentos. A las once de una neblinosa noche de noviembre, los desmoronados monumentos intercalados con viejos árboles retorcidos proyectaban sombras más que suficientes para ocultar a dos hombres.
Smythe estaba debajo del árbol más grande, en medio del recinto, y observaba los andares desenfadados de Alert, con el aire de un caballero excéntrico tomando el fresco, aproximándose a él.
Tuvo que reconocer su mérito; tenía una sangre fría a prueba de bomba. Como de costumbre, Smythe le había dejado recado al barman del Crown and Anchor de Fleet Street, pero esta vez el mensaje no se había limitado a unas pocas palabras. Pedía una reunión con urgencia y advertía a Alert en términos muy claros que no debían encontrarse en el sitio habitual, el salón del número 32 de St. John Wood Terrace, unas pocas manzanas más al norte, proponiendo el cementerio en su lugar.
Tal como había esperado, Alert había sido lo bastante inteligente como para tomar en serio su advertencia. Y tal como había previsto también, no estaba nada contento con ella.
Deteniéndose delante de él, Alert le espetó:
– Más vale que tengas una buena razón para pedir este encuentro.
– La tengo -gruñó Smythe.
Alert echó una ojeada al cementerio.
– ¿Y por qué demonios no podemos vernos en la casa?
– Porque la casa, en realidad toda la calle, está plagada de polizontes que aguardan a que usted o yo asomemos la cabeza.
Pese a la escasa luz, Smythe percibió el susto de Alert aunque éste no reaccionó de inmediato. Cuando lo hizo, su voz sonó ecuánime, monótona, sepulcral.
– ¿Qué ha ocurrido?
Smythe le contó lo que sabía; que habían hecho una redada en la escuela de Grimsby y habían perdido a Grimsby, Wally y cinco niños. Smythe estaba furioso por la cuenta que le traía; la oportunidad de llevar a cabo una serie de robos en cadena del calibre que Alert había descrito sólo se presentaba una vez en la vida; aparte del dinero, se habría forjado un nombre, lo cual le habría dejado en muy buena posición por el resto de sus días. Estaba enfadado, pero su furia no era comparable a la de Alert.
Tampoco es que Alert hiciera más que dar dos pasos y apoyar un puño en el borde de una lápida. Era la cólera que clamaba en cada línea de su cuerpo, en la rígida y crispada tensión que se había adueñado de él, su violencia contenida, lo que hacía temblar al mismísimo aire y al instinto de Smythe.
Y lo que le hizo pensar: semejante furia sugería que Alert necesitaba desesperadamente cometer aquellos robos. Lo cual, en opinión de Smythe, era un buen augurio. Para él.
No podía efectuar los robos sin la información que Alert se había reservado hasta entonces, pero ahora quizá se avendría a llevar a cabo la empresa a la manera de Smythe.
– ¿Tienes idea de quién…? -La voz de Alert vibraba de furia; se interrumpió para inspirar hondo. -No. Eso no importa. No podemos permitir que nada nos distraiga…
Volvió a interrumpirse. Se volvió, dio tres zancadas en otra dirección, se detuvo, levantó la cabeza y tomó aire otra vez antes de encararse a Smythe.
Smythe reflexionó, sopesando los pros y los contras; como lo que más pesaba eran sus ganas de hacer el trabajo, finalmente asintió.
– De acuerdo. Haremos las ocho en dos noches.
– Bien. -Alert hizo una pausa antes de agregar: -Nos reuniremos aquí dentro de tres noches. Hasta entonces, tú y los niños será mejor que os perdáis de vista.
Recomendación del todo innecesaria; Smythe reprimió su respuesta instintiva y, con toda calma, dijo:
– Según cuando quiera hacer los trabajos, es posible que no salga bien. -Como Alert frunció el ceño, añadió: -Se lo he dicho antes, necesito tres días para estudiar las casas. Dado que vamos a hacer tantas, aunque estén en la misma zona preferiría más tiempo, pero si es preciso haré la exploración en tres días. No menos de tres días.
Alert vaciló y se metió la mano en el bolsillo. Smythe se puso en guardia, pero Alert sólo sacó un trozo de papel. Lo miró y se lo entregó.
– Éstas son las casas, pero las familias aún no se han marchado. En cuanto lo hagan y estemos preparados para hacer el trabajo, te daré la lista de artículos que hay que robar en cada casa, así como detalles sobre la ubicación de todos ellos.
Smythe cogió la lista y la ojeó, pero estaba muy oscuro para leer nada. La dobló y se la metió en el bolsillo.
– ¿Seguimos con un artículo por casa?
– Sí. -Alert lo miró con rapacidad. -Tal como expliqué al principio, con estos artículos en concreto, uno de cada casa es cuanto necesitamos. Con sólo uno, serás más rico de lo que jamás hayal soñado; ocho artículos en total. Y-bajó la voz, que sonó más dura y amenazadora- hay motivos para que, en estos casos, cojamos un solo artículo. Arramblar indiscriminadamente con otras cosas pondría en peligro… toda la jugada.
Smythe se encogió de hombros.
– Lo que usted diga. Inspeccionaré esas casas y entrenaré a los chicos; en cuanto no haya moros en la costa, me dará la lista de artículos y nos pondremos en marcha.
Alert lo estudió un momento antes de asentir.
– Bien. Nos vemos aquí dentro de tres noches.
Dicho esto, dio media vuelta y se encaminó a la salida del cementerio.
Smythe permaneció bajo el árbol y vigiló hasta que Alert desapareció entre los monumentos. Sonriendo para sí, enfiló en otra dirección.
Dio unas palmadas al bolsillo, tranquilizado por el crujido del papel en su interior. Llevaba tiempo esperando tener algo que utilizar contra Alert; algo que identificara a aquel hombre. No le gustaba hacer negocios con personas que no conocía, sobre todo si eran encopetados. Cuando las cosas se ponían feas, los encopetados eran propensos a acusar a las clases bajas y proclamarse inocentes. Tampoco era que Smythe esperara ser atrapado, pero tener un pequeño as en la manga para asegurarse el silencio de Alert o, según cómo, para negociar si las cosas se ponían peliagudas, siempre resultaba tranquilizador.
Ahora tenía la lista de casas, casas que Alert sabía que contenían un objeto muy valioso y, más aún, que conocía lo bastante bien como para describirlos con detalle, así como su ubicación precisa dentro de las diversas casas.
– ¿Y cómo ibas a saber eso, mi distinguido caballero? -Sonriendo, Smythe se contestó: -Porque eres un visitante habitual de esas casas.
Ocho casas. Si alguna vez tenía que identificar a Alert, una lista de ocho casas con las que estaba familiarizado bastaría para ello. Smythe estaba convencido.