CAPÍTULO 01

Londres, noviembre de 1835.


– Gracias, Mostyn. -Sentado a sus anchas en un sillón ante la chimenea del salón de su moderna vivienda en Jermyn Street, Barnaby Adair, tercer hijo del conde de Cothelstone, cogió la copa de cristal de la bandeja que le ofrecía su ayuda de cámara. -No voy a necesitar nada más.

– Muy bien, señor. Le deseo buenas noches. -Arquetipo de su profesión, Mostyn hizo una reverencia y se retiró silenciosamente.

Aguzando el oído, Barnaby le oyó cerrar la puerta. Sonrió y bebió un sorbo. Cuando se había instalado en la ciudad por primera vez, su madre le endilgó a Mostyn con la vana esperanza de que éste inculcara cierto grado de docilidad en un hijo que, como con frecuencia declaraba, tenía un temperamento indómito. No obstante, si bien Mostyn profesaba una estricta observancia de las costumbres y convenciones y era adepto a la deferencia debida al hijo de un conde, amo y criado no tardaron en llegar a un acuerdo. A Barnaby le resultaba imposible concebir la vida en Londres sin el auxilio que Mostyn le proporcionaba, las más de las veces sin que tuviera que pedirlo, como con la copa de brandy que estaba bebiendo.

Con los años, Mostyn se había vuelto más afable, o quizás el carácter de ambos se había endulzado con la edad. Fuera como fuese, la suya era ahora una casa muy cómoda.

Estiradas sus largas piernas hacia el hogar, cruzados los tobillos, hundido el mentón en el fular, Barnaby estudió las lustrosas punteras de sus botas bañadas por el resplandor de las crepitantes llamas. Todo debería ir bien en su mundo, pero…

Estaba a gusto, pero no obstante sentía cierta inquietud.

Se sentía en paz… bueno, digamos envuelto en una bendita paz pero insatisfecho.

No era que en los últimos tiempos no hubiese cosechado ningún éxito. Tras más de nueve meses de pesquisas había desenmascarado a una cuadrilla de jóvenes caballeros, todos de familias acomodadas, que no contentos con ser clientes de antros de perdición habían pensado que sería divertido regentarlos. Había presentado suficientes pruebas como para acusarlos y condenarlos a pesar de su posición social. Había sido un caso difícil, arduo y larguísimo; concluirlo con éxito le había granjeado agradecidos elogios de los pares que supervisaban la labor de la Policía Metropolitana de Londres.

Seguro que su madre, al enterarse de la noticia, había torcido el gesto con expresión remilgada, manifestando tal vez un irónico deseo de que su vástago pusiera tanto interés en la caza del zorro como en la de villanos, aunque sin duda se habría guardado mucho de decirlo en voz alta puesto que su padre era uno de los antedichos pares.

En toda sociedad moderna era preciso que se sirviera a la justicia con ecuanimidad, sin miedo ni favoritismos, mal les pesara a aquellos entre las élites que se negaban a creer que las leyes del Parlamento les eran aplicables como a cualquiera. El propio primer ministro le había felicitado por su último triunfo.

Barnaby se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo. El éxito le había sabido a gloria pero lo había áeja.do extrañamente vacío. Insatisfecho de un modo inesperado. Desde luego había previsto sentirse más feliz en lugar de vacío y sin rumbo, flotando a la deriva ahora que ya no tenía un caso que le absorbiera, que desafiara su ingenio y le ocupara el tiempo.

Quizá su estado de ánimo tan sólo fuese un reflejo de la estación, las últimas fases de otro año, la época en que descendían frías nieblas y la buena sociedad corría a refugiarse al calor de los hogares ancestrales, donde se prepararía para la llegada de las fiestas y las bulliciosas celebraciones que éstas conllevaban. A él esta época siempre le había resultado difícil, en especial hallar una excusa aceptable para eludir las reuniones sociales que astutamente urdía su madre.

Había casado a sus dos hermanos mayores y a su hermana, Melissa, con demasiada facilidad; en él había encontrado su Waterloo, pero presentaba batalla más obstinada e infatigable que Napoleón. Resuelta a ver casado como era debido al menor de su prole, estaba más que dispuesta a echar mano de las armas que fueran precisas con tal de lograr su objetivo.

Pese a no tener nada mejor que hacer, a Barnaby no le apetecía plantarse ante la verja del castillo de Cothelstone como candidato a las maquinaciones nupciales de su madre. ¿Y si nevaba y no podía escapar?

Por desgracia, incluso los villanos tendían a hibernar en los meses fríos.

Un golpeteo seco hizo añicos el reconfortante silencio.

Volviendo la vista hacia la puerta del salón, Barnaby cayó en la cuenta de que había oído un carruaje en la calle. El traqueteo de las ruedas sobre el adoquinado había cesado delante de su residencia. Escuchó el paso comedido de Mostyn dirigiéndose a la puerta principal. ¿Quién podía venir a aquellas horas -un vistazo al reloj de la repisa de la chimenea confirmó que eran más de las once- y en semejante noche? Al otro lado de las pesadas cortinas que cerraban las ventanas la noche era inhóspita, una densa y gélida niebla envolvía las calles engullendo las casas, convirtiendo el conocido paisaje urbano en un fantasmal reino gótico.

Nadie se aventuraría a salir en una noche como aquélla sin una buena razón.

Oyó unas voces apagadas. Al parecer Mostyn ponía empeño en disuadir a quienquiera que estuviese tratando de perturbar la paz de su amo.

De repente se hizo el silencio.

Un momento después la puerta se abrió y Mostyn entró en el salón, cerrando con cuidado a sus espaldas. Un vistazo a los labios prietos de Mostyn y a su expresión de estudiada indiferencia bastó para informar a Barnaby de que la visita no contaba con su aprobación. Aún más interesante resultaba que Mostyn hubiese sido derrocado, de manera inapelable, en su intento por rechazar al visitante.

– Una… dama ha venido a verle, señor. La señorita… -Penelope Ashford.

El tono seco y resuelto hizo que Barnaby y Mostyn se volvieran a la vez hacia la puerta, de súbito abierta de par en par para dejar entrar a una dama envuelta en una capa oscura con el forro de piel, austera a la par que elegante. Un manguito de marta le colgaba de una muñeca, y llevaba las manos enfundadas en guantes de cuero también ribeteados de piel.

Su lustroso pelo caoba, recogido en un moño, brilló cuando cruzó la sala con una gracia y confianza en sí misma que anunciaba su condición más aún que sus delicados rasgos, intrínsecamente aristocráticos. Rasgos animados por tanta determinación, tan firme voluntad, que la fuerza de su personalidad parecía precederla como una ola.

Mostyn dio un paso atrás al acercarse ella.

Sin quitarle los ojos de encima, Barnaby descruzó sin prisa las piernas y se levantó.

– Señorita Ashford.

Unos excepcionales ojos castaños enmarcados por unas gafas de montura de oro finamente labrado se posaron en su rostro.

– Señor Adair. Nos conocimos hace casi dos años, en el salón de baile de Morwellan Park con ocasión de la boda de Charlie y Sarah. -Se detuvo a dos pasos de él y lo estudió como si juzgara el alcance de su memoria. -Tal vez recuerde que hablamos brevemente.

No le ofreció la mano. Barnaby bajó la vista hacia su cabeza inclinada hacia arriba, cabeza que apenas le sobrepasaba los hombros, y se encontró con que la recordaba sorprendentemente bien.

– Me preguntó si yo era el que investigaba crímenes.

Ella le dedicó una sonrisa radiante.

– Sí, en efecto.

Barnaby pestañeó, un tanto asombrado de que, pese a los meses transcurridos, recordara el tacto de aquellos delicados dedos entre los suyos. Tan sólo le había estrechado la mano pero, no obstante, la recordaba a la perfección; hasta tal punto que ahora sintió un hormigueo de memoria táctil.

Resultaba evidente que había causado una honda impresión en él, por más que entonces no hubiese reparado en ello. Entonces estaba concentrado en otro caso y había puesto más atención en desviar el interés de la joven que en ella.

Había crecido desde la última vez que la viera. No era que fuese más alta. De hecho, Barnaby no tenía claro que hubiese ganado centímetros en alguna parte de su cuerpo; estaba tan rellenita como su memoria la perfilaba. Sin embargo había ganado en estatura, en seguridad y confianza en sí misma; aunque dudaba que alguna vez hubiese carecido de esta última, ahora era la clase de dama que cualquier necio reconocería como una fuerza de la naturaleza a quien resultaría peligroso contrariar.

No era de extrañar que hubiese arrollado a Mostyn.

La señorita Ashford ya no sonreía. Lo estaba observando abiertamente; en casi cualquier otro caso él lo habría considerado un descaro pero, al parecer, lo estaba evaluando intelectualmente más que físicamente.

Labios sonrosados, embriagadoramente lozanos, firmes como si hubiese tomado una determinación.

Picado por la curiosidad, Barnaby ladeó la cabeza.

– ¿A qué debo el honor de esta visita? -Esa visita tan irregular, por no decir potencialmente escandalosa, siendo como era una dama de buena cuna en edad casadera que visitaba a altas horas de la noche a un caballero soltero con quien no la unía ningún parentesco. Sola. Sin carabina alguna. Debería protestar y decirle que se fuera. Seguro que Mostyn lo veía así.

Sus bellos ojos castaños lo miraron de hito en hito, sin el menor asomo de malicia o temor.

– Quiero que me ayude a resolver un crimen.

Barnaby le sostuvo la mirada.

Ella no se amedrentó.

Transcurrido un elocuente silencio, Barnaby le indicó con elegante ademán la otra butaca.

– Tome asiento, por favor. ¿Le apetece beber algo?

Una breve sonrisa iluminó su semblante, que pasó de vistosamente atractivo a despampanante, mientras se dirigía al sillón colocado delante del suyo.

– Gracias, pero no. Lo único que necesito es su tiempo. -Despidió a Mostyn con un ademán. -Puede retirarse.

Mostyn se puso tenso y lanzó una ofendida mirada a Barnaby.

Reprimiendo una sonrisa, Barnaby refrendó la orden asintiendo con la cabeza. Pese a su desacuerdo, Mostyn se retiró aunque dejando la puerta entornada. Barnaby se percató pero no dijo nada. El mayordomo sabía que muchas jovencitas iban a la caza de su señor, a menudo con bastante inventiva; saltaba a la vista que a su juicio la señorita Ashford podría ser una de aquellas intrigantes. Barnaby no compartía tal parecer. Penelope Ashford tal vez tramara algo, pero el matrimonio no parecía su objetivo.

Mientras ella ponía el manguito sobre su regazo, Barnaby se dejó caer de nuevo en su butaca y la estudió otra vez. Era la joven más singular con que se había topado jamás. Tal fue la opinión que se formó incluso antes de que ella le dijera:

– Señor Adair, necesito su ayuda para encontrar a cuatro niños desaparecidos e impedir que secuestren a ninguno más.

Penelope levantó los ojos y los clavó en el rostro de Barnaby Adair. E hizo todo lo que pudo para no verlo. Cuando había decidido ir a verle no había imaginado que él, o mejor dicho su presencia, pudiera causarle algún efecto. ¿Por qué iba a pensarlo? Ningún hombre la había dejado jamás sin aliento, de modo que ¿por qué él? Era un auténtico fastidio.

Los ondulantes rizos rubios en torno a una cabeza bien formada, los pronunciados rasgos aguileños y aquellos ojos azul celeste que transmitían una penetrante inteligencia sin duda tenían su interés, pero al margen de sus rasgos había algo más en él, en su presencia, que la ponía nerviosa de un modo desconcertante.

Que fuera capaz de afectarla era todo un misterio. Era alto, de miembros largos y esbeltos, pero no más que su hermano Luc, y si bien era ancho de espaldas, no lo era más que su cuñado Simon. Y desde luego no era más guapo que Luc o Simon, aunque tampoco le costaría ocupar un buen puesto en el índice de apostura; había oído describir a Barnaby Adair como un Adonis y debía admitir que era cierto.

Todo lo cual no venía al caso y la llevó a preguntarse por qué le prestaba atención. Optó por centrarse en las numerosas preguntas que veía cobrar forma tras aquellos ojos azules.

– El motivo de que me encuentre yo aquí en vez de un grupo de padres indignados es que los niños en cuestión indigentes y expósitos.

Barnaby frunció el entrecejo. Ella esbozó una sonrisa.

– Será mejor que comience por el principio -dijo la joven.

Barnaby asintió:

– Es probable que eso me ayude a hacerme cargo de la situación.

Penelope puso los guantes encima del manguito. No las tenía todas consigo en cuanto al tono empleado por Barnaby, pero resolvió pasarlo por alto.

– No sé si estará usted enterado, pero mi hermana Portia, ahora esposa de Simon Cynster, otras tres damas de alcurnia y yo fundamos el orfanato ubicado frente al Hospital Benéfico Infantil de Bloomsbury. Eso fue en el año treinta. El orfanato funciona desde entonces acogiendo a expósitos, sobre todo del East End, y enseñándoles a trabajar como sirvientas y lacayos y, de un tiempo a esta parte, también en otros oficios.

– La última vez que nos vimos, usted preguntó a Sarah sobre los programas de formación de su orfanato.

– En efecto. -Penelope no sabía que las hubiese oído hablar. -Mi hermana mayor, Anne, ahora Anne Carmarthen, también colabora, pero desde que se casaron, teniendo una casa que llevar, tanto Anne como luego Portia se han visto obligadas a reducir el tiempo que dedicaban al orfanato. Las otras tres damas también deben atender un buen número de obligaciones. Por consiguiente, en la actualidad estoy encargada de supervisar la administración cotidiana del establecimiento. Y es en esa calidad que esta noche estoy aquí.

Cruzando las manos encima de los guantes, lo miró a los ojos y le sostuvo la mirada.

– El procedimiento normal es que la autoridad competente ponga a los niños formalmente a cargo del orfanato, o que lo haga su último tutor con vida. Esto último se da con frecuencia. Suele suceder que un pariente agonizante, sabedor de que su pupilo pronto estará sólo en el mundo, se ponga en contacto con nosotros, que acudimos y nos encargamos de todas las diligencias. Por lo general, el niño permanece con su tutor hasta el final y, al fallecer éste, se nos manda aviso, normalmente por medio de algún vecino servicial, y entonces regresamos A recoger al huérfano para llevarlo al orfanato.

Barnaby asintió, dando a entender que por el momento todo estaba claro.

Penelope tomó aire y prosiguió, notando los pulmones tensos, su lenguaje era más seco a medida que resurgía el enojo.

– Durante el último mes, en cuatro ocasiones distintas, al llegar en busca de un niño nos hemos encontrado con que un hombre se nos había adelantado. Dijo a los vecinos que era funcionario municipal, pero no existe ninguna autoridad que recoja a los huérfanos. Si la hubiera, lo sabríamos.

La mirada azul de Adair se aguzó.

– ¿Siempre es el mismo hombre?

– Por lo que nos han dicho, podría serlo. Pero no es seguro.

Aguardó mientras él reflexionaba. Se mordió la lengua y se obligó a permanecer quieta en el asiento, observando la expresión concentrada de Barnaby.

Tenía ganas de seguir adelante, de exigirle que actuara y decirle cómo hacerlo. Estaba acostumbrada a dirigir, a hacerse cargo de las cosas y ordenar cuanto estimara conveniente. Sus ideas solían ser acertadas y, por lo general, a la gente le iba todo mucho mejor si se limitaba a ceñirse a sus instrucciones. Ahora bien, necesitaba la ayuda de Barnaby Adair y el instinto le aconsejaba andarse con pies de plomo. Guiar en vez de presionar.

Persuadir en vez de mandar.

Barnaby había adoptado un aire ausente pero de pronto volvió a mirarla a los ojos.

– Ustedes recogen niños y niñas. ¿Sólo han desaparecido niños?

– Sí-contestó Penelope, asintiendo con la cabeza. -En los últimos meses hemos admitido a más niñas que niños, pero ese hombre sólo se ha llevado niños.

Hubo un compás de espera.

– Se ha llevado a cuatro; hábleme de cada uno de ellos. Comience por el primero: cuénteme todo lo que sepa, cada detalle, por más intrascendente que parezca.

Barnaby la observó mientras ella escarbaba en su memoria; concentrada, los rasgos se le suavizaron perdiendo parte de su habitual vitalidad. Tomó aire y clavó la vista en el fuego como si leyera en las llamas.

– El primero era de Chicksand Street en Spitalfields, una boca calle de Brick Lane al norte de Whitechapel Road. Tenía ocho años, o al menos eso nos dijo su tío. Él, el tío, se estaba muriendo y…

Barnaby la escuchó mientras ella, sin acabar de sorprenderlo, lo informaba exactamente y enumeraba los pormenores de cada caso con lujo de detalles. Aparte de formular alguna que otra pregunta secundaria, no tuvo que ayudarla a hurgar en sus recuerdos.

Barnaby estaba acostumbrado a tratar con damas de la alta sociedad, a interrogar a damiselas cuyas mentes se iban por las ramas al abordar un asunto, saltando de un tema a otro, de modo que se precisaba la sabiduría de Salomón y la paciencia de Júpiter para formarse una idea de lo que realmente sabían.

Penelope Ashford pertenecía a otra especie. Había llegado a oídos de Barnaby que era muy suya, que prestaba poca atención a las convenciones sociales si éstas se interponían en su camino. Se decía que era demasiado inteligente para su propio bien, franca y directa en extremo, y abundaban quienes atribuían su soltería a esa combinación de rasgos.

Era notablemente atractiva a su manera, no bonita ni guapa pero tan llena de viveza que atraía las miradas de los hombres. Además, estaba muy bien relacionada por ser hija de un vizconde, y su hermano Luc, que ahora ostentaba el título, era sumamente rico y podría proporcionarle una dote más que apropiada. No obstante, su hermana Portia se había casado hacía poco con Simon Cynster y, si bien Portia quizá fuera más discreta, Barnaby recordaba que las señoras del clan Cynster, juezas dignas de su confianza en tales cuestiones, veían poca diferencia entre Portia y Penelope salvo la franqueza de la segunda.

Y, si mal no recordaba, también salvo su voluntad implacable.

Basándose en lo poco que sabía de las hermanas, también él habría dicho que Portia daría su brazo a torcer, o al menos que se avendría a negociar, mucho antes que Penelope.

– E igual que en los demás casos, cuando esta mañana hemos ido a Herb Lane para recoger a Dick, había desaparecido. Se lo llevó ese hombre misterioso a las siete, poco después del alba.

Terminado el relato, pasó sus persuasivos ojos oscuros de las llamas a su semblante.

Barnaby le sostuvo la mirada durante un instante y acto seguido asintió.

– O sea que de un modo u otro esa gente… pues vamos a suponer que es un grupo organizado quien recoge a los niños…

– Sí, ha de ser un grupo. Esto no nos había ocurrido nunca y ahora, de repente, cuatro casos en menos de un mes, y todos con el mismo modus operandi. -Enarcando las cejas, lo miró de hito en hito.

Con cierto laconismo, Barnaby dijo:

– Precisamente. Tal como estaba diciendo, esas personas, sean quienes sean, parecen estar informadas sobre la identidad de sus futuros pupilos…

– Antes de que sugiera que pueden enterarse a través de alguien del orfanato, permítame asegurarle que eso es harto improbable. Si conociera a quienes trabajan allí, entendería por qué estoy tan segura. Además, aunque le haya referido nuestros cuatro casos, no podemos saber si otros niños del East End que acaban de quedar huérfanos no están desapareciendo también. Las más de las veces nadie avisa a nuestra institución. Es posible que estén desapareciendo muchos más, pero ¿quién va a dar la voz de alarma?

Barnaby la miraba fijamente mientras se hacía una composición mental de la situación.

– Abrigaba la esperanza -prosiguió Penelope, bajando la vista para alisar los guantes- de que usted se aviniera a investigar esta última desaparición, ya que a Dick se lo han llevado esta misma mañana. Soy consciente de que por lo general investiga delitos relacionados con la buena sociedad, pero me preguntaba, dado que estamos en noviembre y la mayoría de nosotros se dispone a marcharse al campo, si quizá dispondría de tiempo para tomar en consideración nuestro problema. -Levantó la vista, buscando sus ojos; no había ni un ápice de timidez en los suyos. -Naturalmente, podría encargarme del asunto yo misma…

Barnaby evitó reaccionar justo a tiempo.

– Pero he pensado que contar con el apoyo de alguien con más experiencia en estas cuestiones podría conducir más deprisa a una resolución.

Penelope le sostuvo la mirada y confió en que su anfitrión fuera tan agudo como se decía. Por otro lado, sabía por experiencia que la franqueza rara vez resultaba contraproducente.

– Hablando claro, señor Adair, he venido aquí en busca de su ayuda para averiguar el paradero de los pupilos que hemos perdido, no por el mero deseo de informar a un tercero sobre su desaparición para luego desentenderme de ellos. Tengo la firme intención de buscar a Dick y los otros tres niños hasta que los encuentre. Pero como no soy boba, preferiría tener al lado a alguien familiarizado con el crimen y los métodos de investigación apropiados. Además, si bien es cierto que a través de nuestro trabajo tenemos contactos en el East End, pocos de nosotros, por no decir ninguno, nos movemos en los bajos fondos, de modo que mi capacidad para obtener información en ese terreno es limitada.

Hizo una pausa y le escrutó el semblante. La expresión de Barnaby apenas revelaba nada; su frente despejada, las cejas rectas, los firmes pómulos bien dibujados, las líneas austeras del mentón y la mandíbula permanecían fijos, impasibles. Penelope abrió las manos.

– Bien, le he explicado nuestra situación. ¿Nos ayudará?

Para su fastidio, Barnaby no contestó enseguida. No mordió el anzuelo incitado por el temor de que ella se aventurase sola en el East End. No obstante, tampoco se negó. La estudió con detenimiento, manteniendo la expresión indescifrable el tiempo suficiente para que ella se preguntara si él había descubierto su estratagema. Luego cambió de postura, reclinándose de nuevo en el respaldo.

– ¿Cómo cree que deberíamos plantear nuestra investigación?

Penelope disimuló una sonrisa.

– Pensaba que, si no tiene otros compromisos, podría visitar el orfanato mañana para formarse una idea de cómo trabajamos y del tipo de niños que acogemos. Luego…

Barnaby escuchó mientras ella bosquejaba una estrategia sumamente sensata que le proporcionaría los datos esenciales para establecer por dónde encauzar la pesquisa y, por consiguiente, el mejor modo de proceder.

Las sensatas y lógicas palabras que pronunciaban sus labios, todavía lozanos y carnosos, todavía turbadores, confirmaron que Penelope Ashford era peligrosa. Tanto o más de lo que sugería su reputación.

En el caso de Barnaby, sin duda más, habida cuenta de la fascinación que le causaban sus labios. Por añadidura, le estaba ofreciendo algo que a ninguna otra damisela se le habría ocurrido darle: un caso. Justo cuando con más urgencia lo necesitaba.

– Una vez que hayamos hablado con los vecinos que vieron cómo se llevaban a Dick, confío en que estará en condiciones de trazar un plan de acción.

Barnaby levantó la mirada hasta sus ojos.

– Así lo espero. -Vaciló unos instantes; a todas luces ella estaba resuelta a tomar parte activa en la investigación. Dado que él conocía a su familia, era incuestionable que el honor lo obligaba a disuadirla de tan imprudente empeño, aunque tenía igual de claro que cualquier insinuación por parte de él para que se retirara a su casa y dejara que él diera caza a los villanos toparía con una férrea oposición. Ladeó la cabeza. -Da la casualidad de que mañana estoy libre. ¿Podría reunirme con usted en el orfanato por la mañana?

Ya la apartaría de la investigación en su debido momento, cuando estuviera al corriente de los hechos y de cuanto ella supiera sobre aquel extraño asunto.

Penelope lo obsequió con una sonrisa radiante, interrumpiendo de nuevo el hilo de su pensamiento.

– ¡Estupendo! -Recogió los guantes y el manguito y se levantó. Había conseguido lo que quería; era hora de marcharse antes de que él le dijera algo que ella no tuviera ganas de oír. Mejor no enzarzarse en discusiones. Todavía no.

Barnaby se levantó a su vez y le indicó la puerta. Ella pasó por delante, poniéndose los guantes. No había conocido a otro hombre que tuviera las manos tan bonitas, de dedos largos y elegantes… Las recordaba de la ocasión anterior, razón por la cual evitó estrecharle la mano.

Barnaby la siguió hasta el vestíbulo.

– ¿Su carruaje la espera?

– Sí. -Se detuvo ante la puerta y levantó la vista hacia él. -Me aguarda frente a la casa contigua.

Barnaby torció los labios.

– Entiendo. -Su ayuda de cámara estaba indeciso, pero él le hizo una seña para que no interviniera y cogió el pomo. -Permítame acompañarla.

Penelope inclinó la cabeza. Cuando él abrió la puerta, salió al estrecho porche. Ella se estremeció al sentir su presencia tan cercana. Alto y abrumadoramente masculino, la escoltó al bajar los tres escalones hasta la acera y luego hasta donde aguardaba el carruaje de su hermano, con el cochero paciente y resignado sentado en el pescante.

Adair abrió la portezuela y le ofreció la mano. Conteniendo el aliento, Penelope le tendió los dedos y trató de pasar por alto cómo los envolvían los de él, procurando no percibir el calor de su firme apretón cuando la ayudó a subir al carruaje.

Más no lo logró.

No pudo respirar hasta que él le soltó la mano. Se dejó caer en el asiento de cuero y se las arregló para sonreír y asentir.

– Gracias, señor Adair. Nos veremos por la mañana.

Barnaby la estudió a través de la penumbra, luego levantó la mano a modo de saludo, dio un paso atrás y cerró la portezuela.

El cochero sacudió las riendas y el carruaje arrancó bruscamente. Soltando un suspiro, Penelope se recostó en el asiento y sonrió a la oscuridad. Satisfecha, y una pizca petulante. Había reclutado a Barnaby Adair para su causa y, a pesar del inaudito acceso de sensiblería, había manejado la situación sin desvelar su aflicción.

En general la velada había sido un éxito.

Barnaby se quedó plantado en la calle, envuelto en la niebla, observando cómo se alejaba el carruaje. Cuando dejó de oír el traqueteo de las ruedas, sonrió y enfiló hacia su puerta.

Al subir los escalones del porche se percató de que estaba de buen humor. El abatimiento se había esfumado, sustituido por la expectativa de lo que le depararía el nuevo día.

Y eso debía agradecérselo a Penelope Ashford.

No sólo le había propuesto un caso, uno que se apartaba de su ámbito habitual y que, por consiguiente, supondría un desafío y ampliaría sus conocimientos, sino que, aún más importante, se trataba de un caso que ni siquiera su madre desaprobaría.

Redactando mentalmente la carta que escribiría a su progenitora a primera hora de la mañana, entró en su casa silbando entre dientes y dejó que Mostyn se encargara de echar el cerrojo a la puerta.

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