CAPÍTULO 23

– ¿Quién es Alert?

Stokes daba vueltas lentamente delante de la silla en que estaba sentado Smythe. Lo habían llevado al domicilio de Barnaby; Jermyn Street no sólo quedaba mucho más cerca que Scotland Yard sino que, tal como Barnaby se había apresurado en señalar, si Alert, quienquiera que fuese, tenía contactos en la policía, era preferible no mostrar las cartas que por fin habían caído en sus manos.

Incluso si Alert sabía que algo había ido mal, incluso si sabía que tenían a Smythe, cuanto menos supiera sobre lo que le sonsacaran, mejor.

Habían atado a Smythe a la silla. No podía soltarse y había dejado de intentarlo. Había probado a romper las ataduras una vez, pero, viendo que no lo conseguiría, no había desperdiciado energía en obstinarse.

Tal vez fuera un grandullón, un ladrón y muy probablemente un asesino también, pero no era un estúpido; Stokes estaba convencido de que Smythe acabaría por contarles todo lo que sabía. Querría algo a cambio, pero no iba a ganar nada guardando los secretos da Alert.

Habían situado la silla de Smythe en medio de la habitación, de cara al hogar; el inspector deambulaba por el espacio despejado que había delante de él. Penelope y Griselda estaban sentadas en las butacas de ambos lados del fuego, que ahora ardía vivamente. Barnaby permanecía de pie junto a Penelope, con un brazo apoyado en la repisa de la chimenea.

Dick y Jemmie estaban sentados a una mesa auxiliar arrimada a una pared, devorando los emparedados que Mostyn les había preparado. Mostyn se mantenía a su lado, tan interesado como ellos en la escena que se representaba en medio del salón.

A Stokes no le sorprendió que Smythe no contestara de inmediato a su pregunta, sino que cavilara con la cabeza gacha, el mentón sobre el pecho.

Lo que los sorprendió a ambos fue la respuesta de Jemmie.

– Es un caballero, un noble. Planeó todos los robos y se llevó todas las cosas que sacamos de las casas.

Stokes se volvió hacia el niño; incluso Smythe levantó la cabeza y le miró.

– ¿Le viste?

Jemmie se cohibió un poco.

– Como para reconocerlo, no; siempre era de noche, y llevaba gorra y bufanda para fingir que era cochero.

– ¡El cochero! -Penelope se incorporó. -¡Eso es! -Miró a Stokes. -Vi un carruaje que avanzaba muy despacio mientras paseábamos; lo vi tres veces esta noche. La última, cuando enfilamos Bolton Street con los niños y Smythe; el carruaje pasó por detrás de nosotros. Había algo raro en él, y ahora sé el qué. Conozco muy bien el aspecto que tienen los cocheros cuando están en el pescante; siempre van un poco encorvados. Ese hombre iba muy erguido. Vestía como un cochero pero no lo era. Era un caballero que fingía ser cochero.

Miró a los niños.

– ¿Es ahí a donde fueron a parar las cosas que habéis cogido de las casas, a ese carruaje?

Ambos asintieron.

– Así es como estaba montado -dijo Jemmie. -Al salir de cada casa, el carruaje y el señor Alert estaban esperando en la esquina para recoger las cosas.

Dick se decidió a intervenir.

Alert entregaba a Smythe un portamonedas, cuota inicial lo llamaban, después de que metiéramos cada cosa en el maletero del carruaje.

– Smythe iba a conseguir más dinero después -agregó Jemmie. -Cuando Alert vendiera las cosas.

Stokes miró a Smythe y casi pudo oír los engranajes de su cerebro. Si aguardaba mucho más, los niños quizá revelaran lo suficiente como para desenmascarar la identidad de Alert, dejándolo a él sin ningún as en la manga.

Smythe percibió la mirada de Stokes y le miró a su vez.

El inspector enarcó una ceja.

– ¿Alguna idea? -Como Smythe titubeaba, añadió. -Se te acusará de robo con escalo, asesinato e intento de homicidio. Te van a colgar, Smythe, y todo por culpa de tu asociación con Alert y sus ardides. Tal como están las cosas, él tiene todos los objetos que quería salvo uno, y parece resuelto a escapar, dejando que tú te enfrentes al tribunal cuando finalmente se averigüe lo que has robado.

El gigantón se revolvió.

– Puede que haya robado algunas cosas, pero ha sido por cuenta de Alert. Salta a la vista que no es mi manera normal de trabajar; ¿a quién se le ocurre llevarse sólo un objeto cuando has entrado en una casa? -Bajó la vista. -Y yo no he matado a nadie.

Stokes lo estudió un momento y preguntó:

– ¿Qué me dices de la señora Carter?

Smythe no levantó la mirada.

– No puede probar nada.

– Sea como fuere -el tono de Stokes fue duro como el granito, -tenemos varios testigos que te vieron intentar matar a Mary Bushel en Black Lion Yard.

Smythe soltó un bufido.

– Pero no lo hice, ¿no? -Hizo una breve pausa, mirando las botas de Stokes. -Asesinar gente no es lo mío. Soy un experto en robo con escalo. Si Alert no hubiese insistido en hacer este trabajo a su manera, nunca se me habría ocurrido siquiera asesinar a nadie.

Stokes dejó que el silencio se prolongara y luego apuntó:

– ¿Y bien?

Smythe finalmente miró al inspector.

– Si le cuento todo lo que sé sobre Alert, y seguro que le bastará para identificarlo, ¿cuáles serán mis cargos? Tras otro silencio, Stokes contestó:

– Si lo que nos das realmente basta para identificar a Alert y te avienes a declarar contra él en caso necesario, mantendremos los cargos de robo con escalo e intento de homicidio. Si pudiéramos demostrar asesinato, irías a la horca. De lo contrario, y con una recomendación fundamentada en tu cooperación, significará el destierro. -Hizo una pausa y agregó: -Tú eliges.

Smythe resopló.

– El destierro ya me va bien.

– Muy bien. ¿Quién es Alert?

Smythe miró hacia abajo.

– Hay un bolsillo secreto en este abrigo, en el forro, junto a la costura del muslo izquierdo. -Stokes se agachó y palpó el abrigo. -Hay tres listas ahí dentro.

El inspector encontró los papeles y los sacó. Se levantó, los alisó y se dispuso a leerlos. Apartándose de la chimenea, Barnaby se aproximó a él.

– Son las listas que Alert me dio. La primera es una lista de casas…

Y a continuación reveló el plan de Alert con todo detalle, refiriendo sus reuniones y cuanto habían hablado. Al explicar los robos, los cuatro de la noche anterior y los tres cometidos aquella noche, Stokes y Barnaby cruzaron las listas: la de las direcciones de las casas robadas y la de los objetos robados.

En un momento dado Barnaby dejó de leer y renegó.

Stokes lo miró. Smythe se calló.

– ¿Qué pasa? -preguntó Stokes.

Malhumorado, Barnaby señaló una dirección, la de la primera casa robada aquella noche.

– Es Cothelstone House.

– ¿La casa de tu padre?

Barnaby asintió. Cogió las descripciones de los objetos a birlar y localizó la pieza correspondiente.

Estatuilla de plata de una dama sobre la mesa de la ventana de la biblioteca… ¡Santo cielo!

Miró a Stokes, que levantó una ceja.

– Deduzco que es muy valiosa. ¿De cuánto estamos hablando?

Barnaby meneó la cabeza.

– No tengo ni idea. El término que suele emplearse al aludir a esta estatuilla es «inestimable». Literalmente sin precio. -Volvió a repasar la lista de objetos, Alert no busca una pequeña fortuna aquí. Si los demás objetos son del mismo calibre, Alert se convertirá en un hombre muy rico.

Stokes sacudió la cabeza con incredulidad.

– ¿Me estás diciendo que esa figurita, en casa de uno de los pares que supervisa a la policía, en una casa que tú visitas asiduamente, estaba encima de una mesa aguardando a que un ladrón ingenioso se la llevara?

Barnaby se encogió de hombros.

– Tendrás que debatir esa cuestión con mi señora madre, pero, te advierto que es poco probable que tengas éxito. Sabe Dios los años que mi padre le insistió para que la pusiera a buen recaudo; se rindió hace décadas. Tal como señaló Penelope, estas cosas han estado en nuestras casas desde que nacimos y no les prestamos la debida atención.

– Hasta que alguien las roba. -Stokes estaba indignado. Se volvió hacia Smythe. -De modo que todo ha ido como una seda y Alert ha cargado cada objeto en el carruaje, hasta que habéis llegado a la última casa. ¿Qué ha salido mal?

Smythe puso cara de pocos amigos y miró a los niños.

– No lo tengo claro ni yo. Mejor pregúnteles a ellos.

Stokes se volvió hacia Jemmie y Dick.

– La última casa; ¿cómo os habéis escapado?

Los niños cruzaron una mirada y luego Jemmie dijo:

– La primera noche, Smythe no nos explicaba a qué sitio de cada casa teníamos que ir hasta que llegábamos. O sea que no podíamos planear nuestra jugada. Pero al final de esa noche, Alert nos hizo su subir a su carruaje y luego se paró en un parque para hablar con Smythe sobre las casas de esta noche. Nos dejaron a Dick y a mí en el carruaje, pero les escuchamos.

– Oímos que uno de nosotros tendría que pasar por la cocina de la tercera casa, y resulta que me tocó a mí-dijo Dick. -Decidimos que cogeríamos un cuchillo bien afilado para cortar las correas. -Señaló con el mentón las correas que había usado Smythe y que ahora le ataban manos y tobillos. -Las usaba para llevarnos de una casa a otra y si uno de nosotros tenía que quedarse fuera, lo ataba a una verja o un poste.

– También oímos que en la última casa de esta noche sólo entraría uno -prosiguió Jemmie. -Teníamos que descolgar un cuadro pequeño de una habitación de arriba. Smythe me coló por una ventana trasera y esperó allí a que volviera. Como tenía que ir arriba, pensé que tardaría un rato antes de sospechar y aproveché para salir por la puerta principal. Pero la puerta chirrió de mala manera.

– Casi había acabado de cortar las correas cuando salió -dijo Dick. -Pero Smythe oyó el chirrido y adivinó lo que pasaba. Jemmie me ayudó a soltarme pero entonces vimos que Smythe venía por un lado de la casa y echamos a correr.

– Lo habéis hecho muy bien -aprobó Penelope admirada.

Smythe gruñó y volvió a mirar a Stokes.

– Esto es lo que hay; no puedo contarle nada más. Busque a un caballero que conozca todas esas casas lo bastante bien como para saber todos los detalles escritos ahí, dónde estaban las cosas y cómo cogerlas exactamente, me lo trae y yo le diré si es su hombre.

Stokes estudió a Smythe con detenimiento.

– Aunque lo reconozcas, será tu palabra contra la suya. ¿Alguien más le conoce?

– Grimsby. Lo ha visto más veces que yo.

El inspector hizo una mueca.

– Lamentablemente, la cárcel no le sentó nada bien. Sufrió un infarto y murió. No puede ayudarnos.

Smythe bajó la vista y juró en voz baja. Luego miró a los niños. Stokes siguió su mirada y preguntó:

– Niños, pensad: ¿visteis lo bastante bien a Alert como para reconocerlo?

Ambos torcieron el gesto y negaron con la cabeza. Stokes suspiró. Se estaba volviendo hacia Smythe cuando Jemmie dijo:

– Pero sí le oímos lo bastante bien para reconocer su voz.

Penelope les dedicó una sonrisa radiante.

– ¡Estupendo! -Miró a Stokes. -Eso bastará, ¿no?

EI inspector reflexionó un momento y asintió.

– Debería.

– Bien -Barnaby había estado concentrado en las listas, -pues ahora lo único que necesitamos saber es…

Se calló al oír que alguien llamaba discretamente a la puerta. Barnaby miró a Mostyn, que tras hacer una reverencia acudió a abrir.

El ayuda de cámara dejó la puerta del salón entornada. Nadie hablaba, los adultos atentos a quién sería, los niños de nuevo atareados con emparedados.

Se oyó el chasquido del pestillo; un segundo después, el murmullo de una voz irreconocible saludó a Mostyn. La respuesta de éste se oyó con más claridad:

– ¡Milord! Vaya… No le esperábamos.

– Me lo figuro, Mostyn, pero aquí me tiene -declaró una voz educada y cortés. -Y aquí tiene mi sombrero, también. Veamos, ¿dónde está ese hijo mío?

La puerta del salón se abrió de par en par y el conde de Cothelstone entró con toda calma. Echó un vistazo a los presentes y sonrió benévolamente.

– Barnaby, hijo mío, tengo la impresión de interrumpir una reunión.

Barnaby pestañeó.

– Papá… -Frunció el ceño. -Creía que te habías ido al norte.

– Y lo hice. -El conde suspiró. -Por desgracia, tu madre decidió que había olvidado algo en Londres y se empeñó en que se lo llevara, de modo que me envió de vuelta a recogerlo. -El brillo de los ojos del conde informó a todos sobre qué era ese «algo» que la condesa echaba en falta.

Sonriendo cordialmente, el conde dirigió su atención a los demás presentes y luego miró a su hijo enarcando las cejas.

– Esto… -Barnaby tenía la sensación de que las cosas se le estaban yendo de las manos. -Ya conoces a Stokes, por supuesto. -El conde intercambió una inclinación de la cabeza con el inspector, a quien conocía bastante bien. Barnaby se volvió hacia Penelope -Permíteme presentarte a la señorita Penelope Ashford.

La joven se levantó, hizo una reverencia y tendió la mano al conde.

– Milord, es un placer conocerle.

– Lo mismo digo, querida, lo mismo digo. -Tomando su mano entre las suyas, el conde le dio unas palmaditas. Le sonrió encantado de de la vida. -Conozco a tu hermano. A menudo habla de ti.

Penelope sonrió y contestó con cortesía.

Una sensación de ahogo se cernió sobre Barnaby. Su padre lo sabía. Y si él lo sabía… su madre también. Maldijo para sus adentros. Se las arregló para respirar una pizca mejor cuando su padre, por fin, soltó a Penelope y se volvió hacia Griselda.

Barnaby hizo las presentaciones y luego condujo a su padre junto a los niños, explicando lo suficiente de su historia para justificar su presencia.

– ¡Unos chicos muy valientes! -El conde asintió con aprobación y se volvió para escrutar a Smythe. -Y éste es nuestro villano, deduzco.

– Más bien su esbirro. -A fin de mantener la atención de su padre alejada de Penelope, Barnaby le pasó una de las listas de Alert.

Se disponía a explicar qué era cuando la joven le tocó el brazo. Con el mentón, dirigió su atención hacia los niños, que estaban bostezando.

– Tal vez Mostyn podría llevárselos a la cocina para que tomen un vaso de leche y acostarlos. Me los llevaré al orfanato mañana.

Mostyn asintió, hizo una seña a los niños y los condujo hacia la puerta.

Barnaby se volvió de nuevo hacia su padre y vio que leía la lista con el ceño fruncido.

– ¿Qué haces con una de las infernales listas de Cameron? -Su padre lo miró. -¿Qué significa esto?

Por un instante, Barnaby creyó haberle oído mal.

– ¿Una lista de Cameron?

Su padre agitó la lista que le había entregado, la de las casas.

– Esto. Me consta que lo escribió Cameron. -Miró la hoja otra vez. -Aunque esté todo en mayúsculas, reconocería su caligrafía en cualquier parte. Como secretario de Huntingdon, Cameron pasa a limpio nuestras agendas, siempre con esta meticulosidad. -Desconcertado, miró a su hijo. -¿Qué es esto? Reconozco nuestra dirección, por supuesto, y las demás… Parece una de las rondas de Huntingdon.

Tras cruzar una mirada de asombro con Stokes, Barnaby frunció el ceño.

– ¿Las rondas de Huntingdon?

El conde soltó un bufido.

– Deberías prestar más atención a la política. Huntingdon es concienzudo en extremo y visita regularmente a los pesos pesados del partido en su calidad de parlamentario. Es muy aplicado.

– ¿Y Cameron va con él? -preguntó Stokes.

El conde se encogió de hombros.

– No siempre, pero sí con frecuencia. Si hay algún asunto que debatir, Cameron está presente para tomar nota.

Stokes reclamó la atención de Barnaby.

– Todos los artículos robados estaban en bibliotecas o estudios, ¿te has fijado?

Barnaby asintió. El conde perdió la paciencia.

– ¿Qué artículos robados?

Su hijo le pasó las demás hojas.

– Estos artículos, los que nuestro principal villano dispuso que Smythe robara para él.

El conde agarró los papeles y los estudió. No tardó en ver lo que implicaban, sobre todo cuando llegó al objeto robado en su casa.

– ¿La estatuilla de la tía abuela de tu madre? -Levantó la vista hacia Barnaby, que asintió.

– Junto con todo lo demás.

El conde torció el gesto.

– ¿Se ha apoderado de todos?

– De todos excepto del último, pero todavía no ha tenido tiempo de venderlos. Y ahora, gracias a ti y Smythe, sabemos quién es.

El conde sonrió, esta vez con rapacidad.

– Magnífico.

Fue Penelope quien hizo la pregunta más pertinente:

– ¿Dónde vive Cameron?

El conde lo sabía.

– Vive con su señoría en Huntingdon House.


Una vez que el conde les hubo asegurado que lord Huntingdon aún estaría levantado y dispuesto a recibirlos aunque faltase poco para las dos de la madrugada, todos salieron en tropel hacia Huntingdon House, en la cercana Dover Street.

Stokes se llevó a dos agentes que patrullaban en St. James y los puso a cargo de Smythe, dado que lord Cothelstone sostuvo que también debía ir con ellos, de modo que fue una verdadera procesión la que desfiló por la puerta de Huntingdon House. Pero el ayuda de cámara de Huntingdon dio la talla y manejó el asunto con aplomo. Dejando que el conde, un visitante habitual, se anunciara a sí mismo y a su hijo Barnaby ante lord Huntingdon en su estudio, el ayuda cámara condujo a Penelope, Griselda y Stokes a la sala de estar y luego acomodó a los niños, a Mostyn, los agentes y Smythe en sillas de respaldo recto dispuestas en el pasillo que arrancaba en el vestíbulo.

Al cabo de cinco minutos, el ayuda de cámara estuvo de vuelta para acompañarlos a todos al sanctasanctórum de su amo.

Huntingdon, un caballero alto y robusto, no tenía un pelo de tonto. Escuchó sin revelar emoción alguna mientras Barnaby y Stokes explicaron las imputaciones contra el hombre que Smythe y los niños habían conocido como señor Alert y que podía ser el secretario personal de su señoría, Douglas Cameron.

Cuando le dijeron que Smythe y los niños podían identificar a Alert, Smythe por su aspecto y los niños por su voz, Huntingdon observó a los tres y luego asintió.

– Muy bien. De lo contrario, su historia resulta difícil de creer, aunque estas listas son condenatorias. Esta es su caligrafía, y estas casas las ha visitado a menudo conmigo. No veo motivo para no someter a Cameron a la prueba. Si por un azar del destino es inocente, no tendrá consecuencias para él.

Barnaby inclinó la cabeza.

– Gracias, milord.

– No obstante -Huntingdon levantó un dedo, -lo haremos correctamente. -Dicho esto, su señoría dio instrucciones, disponiendo dónde se situaría cada uno y qué debería hacer.

Dos puertas, una a cada extremo del largo estudio, daban a habitaciones contiguas; un gran biombo oriental se alzaba delante de cada puerta. Huntingdon envió a los dos agentes y a Smythe detrás de un biombo; Penelope, Griselda y los niños se ocultaron detrás del otro.

– Los niños no saldrán hasta que yo lo indique. El ayuda de cámara de Adair aguardará aquí, junto a la puerta, y cuando le dé la señal, les indicará que entren. Es importante que los niños no se muevan de detrás del biombo, donde podrán oírnos pero no vernos. -Huntington fijó en Penelope su penetrante mirada. -Confío en usted, señorita Ashford, para que me diga si los niños identifican a Cameron correctamente como el hombre al que oyeron dar instrucciones a Smythe. Aguarde a que la avise para salir y decírmelo.

Ella asintió.

– Sí, señor.

Se fue con Griselda y los niños a la habitación contigua.

Cuando todo quedó dispuesto al gusto de Huntingdon, con el conde y Barnaby de pie detrás del escritorio a su derecha y Stokes junto a la pared a su izquierda, Huntingdon llamó a su ayuda de cámara y le ordenó que fuera a buscar a Cameron.

– Y, Fergus, ni una palabra sobre quién hay aquí.

El ayuda de cámara pareció ofendido.

– Naturalmente, milord.

Huntingdon miró a Stokes y luego a Barnaby.

– Caballeros, si bien aprecio el interés que ponen en este asunto, seré yo quien dirija esta entrevista. Les quedaré agradecido si, diga lo que diga Cameron, guardan silencio.

El inspector parecía preocupado pero asintió. Barnaby accedió de buena gana, aprobaba la táctica de su señoría y no veía motivos para no dejar el interrogatorio en sus muy capaces manos.

Al cabo de un minuto, se abrió la puerta y entró Cameron.

Barnaby lo estudió. Llevaba el pelo castaño, cortado a la moda, un tanto despeinado, y tenía un ligero rubor en las pálidas mejillas; Huntingdon había explicado un rato antes que le había dado la noche libre y Fergus había confirmado que Cameron había salido alrededor de las nueve y regresado hacía poco.

Iba tan bien vestido como de costumbre, tan impecable como siempre; tras un brevísimo titubeo, excusable dada la inesperada reunión, cerró la puerta y se adentró en el estudio, pasándoles revista con su habitual arrogancia, mostrando una mayor deferencia por el padre de Barnaby y Huntingdon.

Barnaby reparó en ello, así como en la actitud ecuánime que usó con él. Aquel hombre era muy consciente de las diferencias de clase; trataba a quienes consideraba inferiores con desdeñosa insolencia, y a quienes estaban por encima, como Huntingdon y el conde, con aduladora deferencia, y a quienes consideraba sus iguales, como Barnaby, con indiferente respeto. Según le había enseñado la experiencia a Barnaby, sólo quienes no estaban seguros de cuál era su lugar en el mundo invertían tanto esfuerzo en afianzarlo.

Cameron se detuvo a un paso del escritorio. Como cualquier buen secretario, su expresión no revelaba nada, ni siquiera curiosidad.

– ¿Qué se le ofrece, milord?

– Cameron. -Juntando las manos encima del cartapacio, Huntingdon le miró con franqueza. – Estos caballeros han venido a contarme una historia alarmante. Según parece, creen que usted ha estado implicado…

Huntingdon resumió el caso con maestría, omitiendo los detalles redundantes, centrándose en el resultado y las conclusiones.

Observando a Cameron atentamente, a Barnaby le pareció que palidecía ante la mención de las listas, aunque bien pudo deberse a que estuviera perdiendo el rubor lentamente. A pesar de todo, Barnaby y, a su juicio, también su padre y Huntingdon, vieron confirmada la culpabilidad de Cameron en cuestión de minutos.

No reaccionó; pese a que la declaración inicial de Huntingdon había dejado claro que se le consideraba sospechoso de ser la mano oculta tras los delitos que Huntingdon describió, Cameron mantuvo su distante compostura. Un hombre inocente, por más dueño de sí mismo que fuera, habría manifestado como mínimo algún indicio de sorpresa, perplejidad o turbación al ser informado de tales asuntos.

En cambio, Cameron se limitó a aguardar pacientemente hasta que Huntingdon llegó al final de su recitado, que concluyó diciendo:

– Bien, estimado Cameron, ¿tendría la bondad de aclararnos la exactitud de esta historia?

Y entonces Cameron sonrió; una sonrisa desenvuelta y caballerosa que invitaba a su señoría y también al conde a participar de la broma.

– Milord, toda esta historia no es más que pura invención, al menos en lo que atañe a mi supuesta implicación. -Con un ademán descartó la idea, junto con las listas que había sobre el cartapacio. -No acierto a entender por qué han recaído sobre mí las sospechas, pero le aseguro que no he tenido nada que ver con esta… serie de robos. -Su gesto dio a entender que era inconcebible que alguien lo hubiese considerado capaz de realizar un acto como una «serie de robos», como limpiar una chimenea.

Dicho esto, se quedó a la expectativa, haciendo patente con su expresión, su porte y su actitud la absoluta confianza en que Huntingdon aceptaría su palabra y descartaría las acusaciones vertidas contra su persona.

Barnaby lo entendió todo de repente. Cameron, mientras conducía el carruaje, les había visto con Smythe pero no se había imaginado que lo identificarían. Se había olvidado de las listas, o no se le había ocurrido que alguien pudiera verlas y reconocer su caligrafía. Había acudido al estudio preparado para hacer frente a las acusaciones que pudieran surgir, vagas y sin el respaldo de pruebas concluyentes, poniendo absoluta confianza en su posición social como salvaguarda de su integridad.

Las cosas no eran como había supuesto pero, ahora que estaba allí, su única baza era interpretar el papel que tenía previsto. No tenía otra defensa.

Bajando la vista, Barnaby murmuró:

– Está actuando para ampararse en las reglas de los caballeros.

Lo dijo en voz baja, pero su padre y Huntingdon lo entendieron.

Huntingdon estudió a Cameron, luego separó las manos y se reclinó en su butaca.

– Vamos, Cameron. Tendrá que hacerlo mejor.

Un destello de ira brilló en los ojos de Cameron. Estaba acostumbrado a descifrar el doble juego de su patrón; ahora veía que, contrariamente a lo que esperaba, Huntingdon no iba a ayudarle a librarse de aquella historia «descabellada», y mucho menos a cerrar filas con él, como un caballero tomando partido por otro caballero.

– Milord. -Cameron abrió las manos. -No sé qué decir. Desconozco por completo estos sucesos.

Desde suposición detrás del escritorio, Barnaby, por el rabillo del ojo, vio movimiento detrás del biombo cuando Penelope y Griselda retuvieron a los niños sin hacer el menor ruido; Mostyn había salido discretamente del estudio poco antes.

Cameron tomó aire.

– De hecho, debo decir que estoy un poco sorprendido al verme como objeto de tales acusaciones. -Sus ojos se desviaron hacia Stokes. -Sólo cabe conjeturar que los oficiales a cargo de la investigación son incapaces de hallar al culpable. Quizá se figuran que señalando a uno de sus superiores causarán tanta indignación que se pasará por alto su fracaso en proteger a la buena sociedad.

Stokes apretó la mandíbula y un leve rubor le tiñó las mejillas, pero no respondió a la pulla sino que siguió observando a Cameron con una mirada impertérrita que conseguía transmitir su desprecio.

Cameron entornó los ojos pero no pudo decir más en ese frente; apartando la vista de Stokes, miró a su patrón y se dio cuenta de que aún no había conseguido desvirtuar la acusación.

No obstante, Huntingdon parecía estar considerando su sugerencia.

– ¿En serio? -inquirió con tono alentador, invitando a Cameron a explicarse.

Cameron miró un momento a Barnaby y luego buscó los ojos de Huntingdon.

– También soy consciente de que, para algunos, resolver crímenes como éste y echar la culpa a miembros de la clase alta se ha convertido en una especie de diversión. Una diversión que trae aparejada cierta notoriedad, incluso fama. Tales consideraciones pueden nublar el juicio cuando se consiente que lleguen a ser una obsesión. -Osó esbozar una sonrisa. -Una suerte de adicción, si usted quiere.

– Vaya -respondió Huntingdon con frialdad.

Barnaby bajó la cabeza para disimular su sonrisa; Cameron acababa de cruzar una línea roja invisible: un caballero no vertía esa clase de acusaciones contra otro caballero en público, sólo en privado.

– En resumidas cuentas, milord -dijo Cameron endureciendo la voz, -sospecho que estas acusaciones, sospechas o llámelas como quiera, me inculpan por pura conveniencia. Dudo mucho que hubiera algún motivo personal a la hora de elegirme como chivo expiatorio. Sucede simplemente que reúno las condiciones de un sospechoso que, por virtud de mi condición y del puesto que ocupo como secretario suyo, desviará la atención de la deplorable falta de pruebas en este asunto.

Levantando la vista, Barnaby vio la dura mirada de Cameron fija en Huntingdon. Tuvo que reconocer el mérito de Cameron; de haberse tratado de cualquiera con menos carácter que Huntingdon, esa última pulla, recordatorio de que si acusaban a Cameron, el prestigio de Huntingdon se resentiría, le habría valido para salir bien parado, al menos en aquella habitación y en aquel momento.

Lo que creyó ver en el semblante de Huntingdon animó más a Cameron.

– ¿Se le ofrece algo más, milord?

Pero había subestimado a su patrón. Juntando otra vez las manos encima del cartapacio, Huntingdon lo miró con severidad.

– Por supuesto que sí. Curiosamente, no ha explicado por qué unas listas de casas y objetos robados en ellas, redactadas con su inconfundible caligrafía obraban en poder del ladrón que reconoce haberlos robado. Por más que usted sostenga no saber nada sobre esas listas, yo mismo puedo confirmar que usted ha visitado con frecuencia todas esas casas y que está familiarizado con sus bibliotecas y estudios, como mínimo lo bastante para tener cierto conocimiento de los artículos robados. Muy pocos caballeros tienen tal grado de conocimiento de esas casas. Asimismo, usted se cuenta entre los pocos con conocimiento y acceso suficientes para haber falsificado la orden policial emitida contra el orfanato. Si bien las listas redactadas con su peculiar caligrafía, su familiaridad con las casas en cuestión y su capacidad para falsificar órdenes judiciales podrían descartarse por separado como circunstanciales, tomadas en conjunto mueven a reflexión. No obstante, puesto que sostiene su absoluta inocencia, no pondrá ninguna objeción a que el ladrón -hizo una seña para que Smythe saliera de detrás del biombo- confirme si usted es o no es el hombre para quien ha trabajado.

Para esa eventualidad, Cameron sí estaba preparado. Con toda calma, se volvió y plantó cara a Smythe.

El grandullón lo miró con detenimiento y masculló:

– Es él. Se hacía llamar señor Alert.

Cameron se limitó a enarcar las cejas y se volvió de nuevo hacia Huntingdon.

– ¡Milord! -exclamó con expresión y tono de incredulidad. -¡No me diga que piensa confiar en la palabra de un hombre como éste! Sería capaz de decir cualquier cosa. -Lanzando una mirada a Stokes, agregó: -Supongo que le habrán dado un incentivo para hacerlo. Ningún tribunal dictará sentencia basándose en su palabra.

Huntingdon asintió con gravedad.

– Tal vez no. Sin embargo, hay otros testigos. -Miró hacia el otro lado de la habitación. -¿Señorita Ashford?

Penelope salió de detrás del otro biombo y se dirigió a su señoría.

– Ambos niños han reconocido en el acto la voz de su secretario. No cabe duda de que es el hombre a quien oyeron dar instrucciones a Smythe -miró a Cameron- sobre qué casas robar y qué llevarse de cada una.

Cameron la miraba fijamente.

– Dos niños inocentes que no están bajo coacción ni amenazas y que, por consiguiente, no tienen motivos para mentir. -Huntingdon hizo una pausa y luego preguntó: -¿Qué dice ahora, Cameron?

De pronto nervioso, el secretario dirigió la vista a su señoría.

Barnaby comenzó a rodear el escritorio.

Cameron no reaccionó como un caballero, sino que arremetió contra Penelope. Atónita, ésta se vio sujetada por los brazos. Con los ojos desorbitados, Cameron le dio la vuelta y la inmovilizó contra él. Y blandió una navaja ante su rostro.

Un escalofrío recorrió el espinazo de la joven. Cameron debía de estar loco. La navaja parecía afilada.

– ¡Atrás! -gritó Cameron al tiempo que arrimaba la espalda a la pared. Penelope notó cómo volvía la cabeza hacia un lado y otro. Percibía el nerviosismo, rayano en el pánico, que emanaba de él. -¡Atrás, he dicho! O le rajo la mejilla. -De repente, la navaja con su brillante filo estaba muy cerca del rostro de ella.

Un sudor frío estremeció a Penelope, aterrada. Cameron era muy fuerte y no podría zafarse de él, menos aún con la navaja tan cerca. Había separado las piernas y ni siquiera podía darle patadas. Inspiró hondo y se obligó a apartar la mirada de la navaja. Miró a los demás; veía borrosos sus rostros. Entonces vio a Barnaby, consiguiendo enfocarle la cara.

Estaba junto al escritorio, pálido y demudado el rostro, los rasgos en tensión, listo para intervenir, pero retenido por la amenaza de Cameron. Observaba todo sin perder detalle.

Cuando Cameron recorrió la estancia con la vista para ver qué hacían los demás, Barnaby abrió la boca e hizo el gesto de morder.

Penelope se quedó perpleja pero enseguida lo entendió. Echó la cabeza hacia atrás contra el pecho de Cameron y le clavó los dientes en la mano que empuñaba la navaja.

Cameron dio un grito.

Cerrando los ojos, Penelope volvió a morder con toda el alma y apretó la mandíbula.

Cameron chilló como un poseso. Intentó apartar la mano pero fue en vano. Con esa mano inmovilizada, no podía usar la navaja. Y con la fuerza del mordisco, tampoco podía soltarla. Se sacudió de un lado para otro, aullando, tratando furiosamente de librarse de Penelope.

Forcejeaban y daban vueltas pero la joven se negaba a soltarlo. Con un esfuerzo tremendo, Cameron le dio un violento empujón que la obligó a soltarlo; salió despedida a través de la estancia y chocó contra Stokes y el conde, y al caerse hicieron tropezar a los dos agentes que habían corrido en su auxilio.

Liberándose apresuradamente del grupo que había arrastrado con ella, a gatas, Penelope vio a Cameron blandiendo la navaja para mantener a Barnaby a distancia. Huntingdon estaba de pie pero no podía rodear el escritorio sin distraer a Barnaby.

Y a juzgar por su cara, Cameron sólo aguardaba una ocasión para rajar a Barnaby.

El tiempo pareció detenerse.

La navaja soltó un destello, luego otro. Barnaby se agachó justo a tiempo.

Cameron gruñó y arremetió. Con el corazón en un puño, Penelope se puso a gritar. En el último instante, Barnaby sé giró y la navaja brilló al deslizarse junto a su pecho.

Barnaby fue a coger el brazo de Cameron pero éste se echó para atrás. Con ojos de loco, blandiendo la navaja para mantener a raya a todos, fue retrocediendo.

Se había olvidado de Griselda, o quizá ni siquiera había reparado en ella. Saliendo subrepticiamente de detrás del biombo, la sombrerera había cogido una pesada estatuilla de una mesa auxiliar y se estaba acercando por detrás, manteniéndose pegada a la pared. Sosteniendo la estatuilla en alto, aguardó a que llegara su momento y, cuando tuvo a Cameron a su alcance, le asestó un buen golpe en el cráneo.

Penelope se puso trabajosamente de pie mientras Cameron se tambaleaba.

– ¡Más fuerte! -gritó a su amiga. -¡Dale otra vez!

Anticipándose a Griselda, Barnaby dio un paso al frente, apartó la navaja y soltó un puñetazo tremendo contra la mandíbula de Cameron, que salió despedido y chocó de espaldas contra la pared y puso los ojos en blanco. Le fallaron las rodillas y se escurrió hasta el suelo, donde quedó hecho un guiñapo.

Barnaby se irguió delante de él, haciendo una mueca mientras sacudía la mano.

Horrorizada, Penelope corrió a su lado.

Huntingdon le dio una palmada en el hombro.

– Buen trabajo.

Penelope no estaba tan segura. Cogió la mano de Barnaby, su hermosa, elegante y hábil mano, y observó cómo se le iba enrojeciendo en torno a los nudillos pelados.

– Oh, Dios mío, ¿qué le has hecho a tu mano?

Para desconcierto de Barnaby, el leve daño que se había hecho en la mano tenía absorta a Penelope. Todo lo demás quedaba relegado a segundo plano. Para ella lo principal era llevárselo enseguida a Jermyn Street para atender sus heridas. Salvar sus nudillos pelados.

Que Mostyn se hubiera hecho cargo de los niños, ofreciéndose a cuidar de ellos y llevarlos al orfanato a la mañana siguiente, ratificó su impaciencia por marcharse cuanto antes de allí.

Cosa que también Barnaby decidió que le convenía; aparte de todo lo demás, necesitaba hablar con ella enseguida, antes de que su padre dijera algo que le complicara más la vida.

Penelope sintió un gran alivio cuando él se avino a dejar el asunto en manos de lord Huntingdon y su padre. Según su punto de vista, sobraban personas capaces para hacerse cargo del desalmado Cameron y adoptar todas las medidas necesarias. Los agentes llevarían a Smythe y Cameron a Scotland Yard; Stokes acompañaría a Griselda a su casa. La única responsabilidad de Penelope era velar por el bienestar de los niños y Barnaby.

Esto último era lo prioritario. Cuando llegaron a su casa, pidió a Mostyn que acostara a los niños y arrastró a Barnaby hasta su dormitorio. Lo obligó a sentarse en la cama y luego fue al cuarto de baño a buscar una palangana de agua.

Regresó, acercó el candelabro para tener más luz, le examinó la herida y masculló:

– Los hombres siempre a puñetazos. -Estaba muy agitada; no sabía muy bien por qué. -No tenías por qué pegarle; Griselda podría haberse encargado de él si le hubieses concedido un segundo más.

– Necesitaba pegarle. Penelope pasó por alto la dureza de su tono. -Me gusta mucho tu mano, ¿sabes? -La sumergió en el agua fría. -Las dos. Me gustan mucho otras partes tuyas, por supuesto, pero eso no viene al caso, Tus manos… -Cayó en la cuenta y se calló. Inspiró profundamente. Estoy parloteando. -Oyó el asombro de su propia voz, pero su lengua no se detuvo. -¿Ves a qué me has reducido? Yo nunca parloteo; pregunta a cualquiera. Penelope Ashford no ha parloteado en su vida, y heme aquí, parloteando como una boba, y todo porque no has tenido cuidado…

Barnaby la hizo callar con el sencillo recurso de darle un beso. Agachando la cabeza, le cubrió los labios y le paró la lengua con la suya.

Deslizó un brazo en torno a ella y la atrajo hacia sí.

Casi al instante, Penelope se relajó.

Al principio fue un beso con ternura, un prolongado, relajante y tranquilizador intercambio. Pero había mucho más entre ambos, reacciones más primitivas que pedían ser saciadas, necesidades más poderosas que despertaban e inesperadamente los atraparon, adueñándose del beso, infundiéndole pasiones que ninguno de ellos tenía intención de mostrar pero que necesitaban desesperadamente mitigar. Aplacar. Satisfacer.

Barnaby ladeó la cabeza y le saqueó la boca, causando estragos en sus sentidos… y ella le correspondió con ardor. Se sacudió el agua de las manos y las hundió en sus cabellos, atravesando los mechones rizados para agarrarle la cabeza, sujetarlo con firmeza y besarlo a su vez; reclamarlo como suyo con la misma avidez, la misma avaricia, la misma glotonería con que él la reclamaba.

Con el mismo desenfreno y la misma desmedida.

Cuando finalmente interrumpieron el beso, ambos respiraban deprisa; el anhelo y la necesidad, no sólo físicos, corrían por sus venas. El mismo palpito, la misma pulsión. Penelope lo miró a los ojos y vio todo lo que ella sentía bullendo en sí misma, el mismo tumulto de sentimientos.

La misma razón oculta.

El mismo motivo. La misma fuerza.

Tomó aire entrecortadamente, dispuesta a hablar; a todas luces, el momento de hacerlo había llegado. No obstante, la asaltó una duda. Barnaby era un soltero empedernido; toda la buena sociedad lo sabía. Si ahora ella hablaba y proponía, y él rehusaba, el tiempo de estar juntos tocaría a su fin. A pesar de sus deseos, en cuanto él supiera que estaba pensando en el matrimonio, si no lograba convencerlo para que aceptara, Barnaby la apartaría de su vida… y Penelope dudaba mucho que pudiera soportar algo así. Si hablaba y él no accedía, ella perdería todo lo que tenía ahora.

Y si no hablaba… perdería todo lo que podrían tener.

Incluso si él abrigaba los mismo sentimientos que ella, eso no significaba que viera el matrimonio como el camino apropiado para él.

Por primera vez en su vida, enfrentada a un claro desafío, su coraje se tambaleó. Jamás se había enfrentado a un momento tan crítico. Buscó alguna pista en los ojos de él, algún indicio de cómo iría a reaccionar. Y recordó… Torció el gesto.

– ¿Por qué necesitabas pegar a Cameron?

Él lo había dicho como si tuviera una importancia que trascendiera el mero hecho de detener al malvado.

Barnaby le sostuvo la mirada y sonrió irónicamente. Bajó la vista a sus labios.

– Has dicho que lo hice sin pensar. -Apretó la mandíbula. -Y tienes razón, no lo pensé. Fue algo… extraño. Yo nunca hago las cosas sin pensar; igual que tú nunca parloteas. Pero desde que Cameron te sujetó… dejé de pensar. No necesitaba hacerlo. Lo que necesitaba estaba perfectamente claro sin que tuviera que intervenir la mente.

Hizo una pausa e inspiró hondo.

– Tenía que pegarle porque te había agarrado. Si hubiese agarrado a Griselda, no habría sentido lo mismo; aunque a lo mejor Stokes sí. Pero Cameron te agarró a ti, y en algún momento de estas últimas semanas has pasado a ser mía. Mía para protegerte. Para tenerte y sostenerte. Para mantenerte a salvo.

La miró a los ojos y Penelope vio la sinceridad que brillaba en los suyos.

– Por eso le aticé, porque ni siquiera tuve que pensar para saber que debía hacerlo. Necesitaba hacerlo y punto. -Hizo una pausa y prosiguió: -He oído que las cosas pueden ser así con una mujer determinada. No creía que tal cosa fuera a sucederme, pero contigo ha ocurrido. Si no quieres ser mía… -Escrutó sus ojos y, endureciendo la voz, agregó: -Es demasiado tarde. Porque ya lo eres.

Penelope había estado buscando algo a lo que entregar su corazón, y allí lo tenía, brillando en los ojos de Barnaby.

– Me parece que deberíamos casarnos.

Él se sintió invadido por un júbilo inmenso; mirando los ojos oscuros de la joven, se regocijó para sus adentros.

Sin darle tiempo a reaccionar, Penelope frunció el ceño.

– Me consta que es una proposición sorprendente, pero si atiendes a mi razonamiento creo que verás que es consistente y presenta importantes ventajas para los dos.

Aquello era lo que él pretendía conseguir. Procuró que sus ojos no revelaran su sensación de triunfo; quería oír todo lo que ella tuviera que decirle.

– Adelante, soy todo oídos.

Penelope volvió a fruncir el ceño, insegura sobre cómo interpretar su tono, pero tomó aire y prosiguió:

– Sé tan bien como tú que hay una larga lista de razones lógicas, racionales, dictadas y aprobadas socialmente por las que deberíamos casarnos. -Lo miró de hito en hito. -Pero ni tú ni yo permitimos que tales consideraciones nos afecten; las menciono pura y simplemente para descartarlas, señalando tan sólo que un matrimonio entre nosotros gozaría de aceptación social.

Barnaby pensó que su madre se pondría loca de contenta. Asintió y aguardó. Ella posó su mirada en sus labios.

– Hace semanas comentaste que nos llevamos excepcionalmente bien. En privado, en público, en sociedad e incluso, siendo lo más notable, en lo que atañe a nuestras excéntricas vocaciones. Podemos conversar sobre cualquier tema que nos interese y además disfrutamos haciéndolo. Hablamos de cosas de las que no hablaríamos con nadie más. Compartimos ideas. Reaccionamos de manera semejante ante los problemas. Las mismas circunstancias nos empujan al mismo fin. -Levantó la vista para mirarlo a los ojos. -Como ya dije en su momento, somos complementarios. Todo lo que ha sucedido desde entonces no ha hecho más que subrayar lo correcta que fue esa aseveración.

El ladeó la cabeza y escrutó sus ojos.

– Tú y yo no somos iguales -prosiguió ella, -pero nosotros, nuestras vidas, en cierto modo encajan. -«Tú me completas», pensó, transmitiendo la idea con la misma eficacia que si la hubiese pronunciado en voz alta. -Juntos somos más fuertes que por separado. Creo que estas semanas así lo han demostrado. -Hizo una pausa. -De modo que pienso que deberíamos casarnos y dar continuidad a la pareja que hemos formado. Para nosotros, el matrimonio no será una limitación, sino que nos permitirá expandir nuestra asociación abriéndola a todos los aspectos de nuestras respectivas vidas.

A través de las manos que apoyaba en su espalda, Barnaby percibió el férreo propósito que la dominaba.

– Por eso pienso que deberíamos casarnos. Y eso es lo que desearía si estuviera en mis manos y tú también lo desearas.

Sincera, directa, lúcida y resuelta; Barnaby la miró a los ojos y vio todo eso y más. Lo único que tenía que hacer era sonreír de un modo encantador, fingir que estaba atónito con su propuesta, su proposición, simular que consideraba sus argumentos y luego aceptar con dignidad.

Y entonces ella sería suya y él tendría cuanto deseaba sin necesidad de admitir, de revelar ni reconocer más que ante sí mismo, lo que le impulsaba. La fuerza que había clavado sus garras en su alma y ahora le poseía.

Por desgracia… parecía que esa fuerza tenía otras ideas.

Sincera, directa, lúcida y resuelta… no bastaba. Que él se limitara a aceptar nunca bastaría.

– Sí, deberíamos casarnos. -La aspereza de su voz hizo que Penelope abriera los ojos. Y sin darle tiempo a pensar, a especular, añadió: -Pero…

Intentó desesperadamente censurar sus propias palabras pero teniéndola entre sus brazos, con sus ojos negros en los suyos, de repente fue imperativo, más importante que la vida, que ella lo supiera y entendiera, absoluta y completamente.

– Cuando dimos los primeros pasos hacia la intimidad, si hubieses tenido más experiencia te habrías dado cuenta de que un hombre como yo no te habría tocado si no estuviera pensando en el matrimonio.

Penelope abrió más los ojos. Hubo un compás de espera antes de que consiguiera decir:

– ¿Desde entonces?

Barnaby asintió, apretando la mandíbula.

– Exactamente desde entonces. Eras una virgen de alta cuna, hermana de tu hermano; ningún caballero honorable te habría tocado, sólo que yo quería que fueras mi esposa y tú, por aquel entonces, eras contraria al matrimonio. De modo que me doblegué a tus deseos, pero sólo porque estaba empeñado en hacerte cambiar de parecer.

Penelope entornó los ojos.

– ¿Querías hacerme cambiar de parecer?

Su tono hizo reír a Barnaby.

– Ni siquiera entonces, cuando no te conocía tan bien, imaginé que pudiera lograrlo. Yo no podía hacerte cambiar de parecer pero esperé, recé, para que llegaras a ver por ti misma que casarte conmigo podía ser una buena idea. Que te convencieras a ti misma para cambiar de postura. Tal como has hecho.

Barnaby había contado con que ella siguiera sus comentarios en orden cronológico hasta el presente; en cambio, tal como debería haber previsto, retrocedió hasta el punto que había revelado pero no explicado.

– ¿Por qué querías casarte conmigo? -Frunció el ceño, perpleja. -Casi desde el principio de nuestra relación, antes de que llegáramos a conocernos bien… ¿Qué te indujo a querer casarte conmigo?

El tuvo que vencer el embarazo, forcejear consigo mismo, para revelar la verdad.

– No lo sé. -Al ver que le miraba incrédula, reiteró: -No lo sé. -Apretó los dientes y prosiguió: -En ese momento, lo único que sabía era que eras la mujer de mi vida. No lo entendía pero aun así lo tenía claro.

– ¿Y decidiste actuar basándote en eso? -Parecía un tanto… fascinada.

Era peligroso admitirlo, pero Barnaby se obligó a asentir.

La mirada de Penelope, oscura y luminosa, se enterneció. Ladeó la cabeza sin quitarle los ojos de encima.

– ¿Y ahora?

La pregunta definitiva.

Mirándola a los ojos, se obligó a hablar. A confesar y acabar con aquello de una vez, a decirle todo lo que nunca había tenido intención que supiera.

– Sigo sin comprender por qué un hombre en su sano juicio le diría esto a una mujer, pero… te amo. Antes de que entraras en mi vida, no tenía ni idea de lo que era el amor; lo veía en los demás, incluso lo apreciaba en ellos, pero nunca lo sentí. De modo que no sabía cómo era, cómo sería… Hasta ahora. -Inspiró hondo. -Cuando Cameron te inmovilizó, amenazándote con la navaja, literalmente lo vi todo rojo. Lo único que sabía era que tú, en torno a quien gira mi vida ahora, estabas en peligro. Que si te ocurría algo no podría seguir viviendo; tal vez existiría pero no estaría verdaderamente vivo tal como lo he estado contigo durante estas últimas semanas.

Barnaby le escrutó los ojos.

– Antes no has llegado a decirlo, así que lo haré yo: tú completas mi vida. Te amo, te necesito y quiero que seas mía, y que todo el mundo lo vea y lo sepa. -Para su sorpresa, le resultó fácil decirlo. -Quiero que nos casemos. Quiero que seamos marido y mujer.

Penelope lo miró a los ojos y luego, lentamente, sonrió.

– Me alegro -dijo. Le cogió la cabeza y la acercó a la suya. -Porque también es lo que yo quiero, porque también te amo. Es extraño e inesperado pero fascinante y excitante, y quiero seguir explorándolo contigo. -Con sus bocas separadas apenas unos centímetros, hizo una pausa. Sus cautivadores labios carnosos esbozaron una sonrisa deliciosa. -Y quizá quieras recordar que discutir conmigo nunca es prudente.

Barnaby habría reído de buena gana pero Penelope lo besó. Y siguió besándolo cuando él la estrechó entre sus brazos y le correspondió.

Pegada a él, lo alentó. Con todas las barreras derribadas, todos los obstáculos superados, ya no había motivo alguno para no celebrar al máximo lo que habían hallado, lo que compartían: el amor, el deseo, la pasión.

Dieron rienda suelta a los tres sentimientos. Juntos, como un único ser, dejaron que el tumulto hiciera estragos y los devorase.

Dejaron que los arrastrara a un combate alocado, desesperado, vertiginoso, acuciado por la necesidad. Quién tomaba a quién, quién era más provocador, quién transmitía mejor su devoción… Como siempre, discutieron sin hablar, pegados el uno al otro, abordaron la cuestión y al final renunciaron a perseguir la respuesta. En beneficio de su mutuo deleite, su mutuo placer y su suprema satisfacción.

Hasta el momento culminante en que él la tuvo debajo, en que ella se arqueó y lo tomó dentro de sí, en que las manos de ella se aferraron desesperadas mientras el coronaba la cima; en ese momento, bajando la mirada hacia ella, hacia el arrobo tan descarnadamente perfilado en sus facciones, no pudo dudar, no dudó, que la devoción de ella, su entrega, su amor, eran iguales a los suyos.

Entonces la vorágine la arrastró, y la gloria emanó a través de ella, entrando en él. Incluso cuando sus manos resbalaron inertes de sus hombros, la estrecha sujeción del cuerpo de Penelope lo arrastró con ella hacia el vacío eterno. Hacia ese momento donde imperaba la exquisita sensación de que nada importaba salvo que eran uno.

El momento los rundió, los envolvió en cálidas nubes de dicha, de plenitud, de bendición, con la certeza de que allí era donde el destino había querido llevarlos; indefensos ante algo que ninguno de los dos podía negar.

íntegros. Completos. Uno en brazos del otro.


Se casaron, no en cuestión de días como habrían deseado sino a finales de enero. Diciembre llegó y con él vino la nieve; palmos y palmos de nieve. Aunque sus respectivas casas solariegas no distaban mucho entre sí, sus madres declararon al unísono que eran demasiados quienes tendrían que enfrentarse a posibles ventiscas para asistir a las nupcias; por consiguiente, dichas nupcias deberían posponerse hasta después del deshielo.

Según Penelope tuvo ocasión de oír camino de la iglesia, ella y Barnaby debían considerarse afortunados por haber podido casarse antes de abril.

El clima no afectó del mismo modo la vida cotidiana en la ciudad. Cameron fue encarcelado en Newgate, pendiente de la revisión de los cargos que iban a imputarle; su juicio forzosamente debería postergarse hasta que aquellos a quienes había robado regresaran a la capital para identificar sus pertenencias.

El día siguiente al arresto de Cameron, Stokes y Huntingdon registraron la casa. Gracias a una criada que había oído ruidos en el trastero adyacente a su minúscula habitación del desván, descubrieron el alijo compuesto por los siete objetos que Smythe y los niños habían entregado a Cameron.

Riggs había confirmado que Cameron era un conocido suyo, que había estado en su casa de St. John's Terrace y que su amante, la señorita Walker, era esclava del láudano. Riggs se había quedado perplejo al enterarse de los actos de Cameron.

– Siempre me pareció un buen tipo. Jamás hubiera sospechado que fuese capaz de algo así.

Ese sentimiento encontró eco en muchos otros; fue Montague quien finalmente arrojó luz sobre los motivos de Cameron.

Cameron no era lo que había pretendido ser, y eso venía siendo así desde sus tiempos de estudiante. Hijo de un molinero del norte que se había casado con la hija del señor del lugar, su abuelo materno, miembro de la pequeña nobleza, había disfrutado enviándolo a Harrow.

Lamentablemente, gracias a sus compañeros, los años de colegio le dejaron entrever el mundo de la alta sociedad. Ahí nació su ambición, su ardiente deseo, no sólo de acceder a ese círculo selecto sino de formar parte de él. De modo que había ocultado sus modestos orígenes y disimulado afanosamente su condenatoria carencia de recursos económicos.

Se las había arreglado para llegar a fin de mes gracias al juego, que le había resultado muy útil hasta que tropezó con una mala racha. Su vida fue de mal en peor rápidamente. Había caído en las garras del prestamista con peor reputación de todo Londres, un usurero que Stokes y sus superiores estarían encantados de ver fuera de circulación pero del que ni los deudores desesperados ni los hombres muertos se sentían inclinados a hablar.

Dado que el plan de Cameron había sido de su propia invención, no fue de demasiada ayuda en ese sentido. Ahora que dicho plan, así como la fachada que había construido, se habían desmoronado echando por tierra sus ilusiones, Cameron se había ensimismado y prácticamente no hablaba.

Habida cuenta de la magnitud de los robos que había tramado, así como del abuso de su posición como secretario de Huntingdon para tal fin, a sabiendas de que tales actos dañarían gravemente el prestigio del todavía en ciernes Cuerpo de Policía, y visto que había incitado a Smythe y Grimsby a cometer un asesinato, a raptar niños inocentes e inducirlos a iniciarse en la delincuencia, el destierro era lo mejor que Cameron podía esperar; tendría suerte si se libraba de la horca.

La nota alegre la puso la boda del inspector Basil Stokes y la señorita Griselda Martin a principios del Año Nuevo. Después de pasar la Navidad con sus familias, primero en Calverton Chase y luego en Cothelstone Castle, y tras haber viajado, por orden de la duquesa, a Somersham Place para participar de las festividades, donde se vieron sometidos a otra ronda de felicitaciones y bromas, Barnaby y Penelope aprovecharon la excusa para huir. Enfrentándose al mal estado de las carreteras, llegaron a la capital la víspera de la boda. Y menos mal, ya que Barnaby era el padrino de Stokes y Penelope acompañó a Griselda como su dama, de honor.

Penelope consideró el resultado un triunfo. Se apresuró a arrancar a la feliz pareja la promesa de que asistirían a sus nupcias con Barnaby cuando llegara el momento.

A finales de mes, tras haber bailado el vals que abrió la celebración de su boda, vals que disfrutó hasta lo más hondo de su alma, Penelope se retiró de la pista del salón de Calverton Chase y confesó a su hermana Portia, que junto con su hermana mayor Anne había sido dama de honor:

– Fue muy tentador, estando en Londres, hacer que Barnaby obtuviera una licencia especial y resolver el asunto sin más, pero…

– No os atrevisteis a enfrentaros a la consiguiente decepción de vuestras madres. -Portia sonrió. -No lo habríais olvidado nunca.

Mirando hacia el otro extremo del salón de baile, donde estaban sentadas en un canapé su madre y la de Barnaby, rodeadas por otras damas de su misma categoría, recibiendo encantadas las felicitaciones de sus conocidos, Penelope frunció el ceño.

– No lo entiendo; tampoco es que no hayan presidido las bodas de sus hijos hasta hoy. Para mamá, ésta es la quinta, y para la duquesa, la cuarta; a estas alturas, sería normal que no les hiciera tanta ilusión.

Portia se rio.

– Te olvidas de una cosa. Para ellas, esta boda representa un triple triunfo.

– ¿Y eso?

– Para empezar, sabes perfectamente que toda la sociedad estaba al tanto de tu resuelta oposición a casarte. Tu cambio de parecer supone un triunfo inmenso para mamá. Y lo mismo sirve para Barnaby; se temía mucho que engrosara las filas de los solteros empedernidos, así pues no es de extrañar que lady Cothelstone esté radiante. Y por último, pero no por ello menos importante, tanto para mamá como para la duquesa, sois los últimos. Los más jóvenes y los últimos de su prole. -Portia miró hacia donde estaban las dos señoras. -A partir de esta mañana ya no les queda ninguna tarea pendiente.

Penelope pestañeó; aquello desde luego daba una nueva perspectiva a la felicidad de su madre.


– Pero lo más probable -dijo tras reflexionar- es que pongan el mismo interés en las vidas y las bodas de sus nietos.

– Interés sí, pero a distancia; sospecho que dejarán que nosotras carguemos con las preocupaciones de nuestra prole.

Hubo algo en la voz de Portia que hizo que Penelope la mirara con más atención. Al cabo de un momento, preguntó:

– ¿Eso es lo que trae el viento?

Portia la miró a los ojos y se sonrojó, cosa que no solía ocurrirle con frecuencia.

– Es posible. Todavía es pronto para estar seguros, pero… es probable que vuelvas a ser tía dentro de unos siete meses.

Emily ya tenía dos hijos, y Anne acababa de dar a luz al primero, un niño, cuya llegada había reducido a su marido, Reggie Camarthen, a un estado de adoración rayano en la idiotez.

– ¡Estupendo! -Penelope sonrió. -Me muero de ganas de ver a Simon armando alboroto por otra persona.

Portia sonrió a su vez.

– Igual que yo.

Ambas se quedaron absortas pensando en ello, y luego Penelope sustituyó a Simon por Barnaby… y la asaltó la duda. No se había detenido a pensar en los hijos; cabía que vinieran o no, pero la idea de coger en brazos a un angelical Barnaby de rizos dorados le causó una extraña sensación que le aceleró el pulso.

Apartó la idea para examinarla más tarde, pues aún no se había acostumbrado del todo a estar tan ridícula y perdidamente enamorada, cuando otros invitados reclamaron su atención. Todos los miembros de ambas familias y sus parientes habían asistido; no sólo estaba a rebosar Calverton Chase, sino que muchas casas cercanas y todas las posadas de los alrededores estaban repletas de huéspedes.

La más anciana era lady Osbaldestone; a pesar de su avanzada edad, sus ojos negros seguían siendo muy agudos. Había dado unas palmadas a Penelope en la mejilla diciéndole que era una joven muy inteligente. Penelope se había guardado de preguntarle qué acto en concreto demostraba su inteligencia.

La tarde transcurrió entre música, baile y regocijo general. La vistosidad del exterior hacía que la atmósfera festiva aún fuera más placentera puertas adentro.

Finalmente, tras soportar durante horas que le tomaran el pelo por su cambio de postura en lo concerniente al matrimonio, a lo que con absoluta sinceridad había respondido que, dado que Penelope era una joven excepcional, su antiguo rechazo de las damiselas en general nunca se había aplicado a ella, declaración que desató la hilaridad de Gerrard, Dillon y Charlie, Barnaby encontró a Penelope, hábilmente se disculpó en nombre de ambos ante aquellos que conversaban con ella y se la llevó a bailar un vals.

La pista de baile era el único lugar en que Penelope se dejaba guiar sin oponer resistencia. Cosa que Barnaby no dudó en aprovechar.

– Creo -dijo mirando sus ojos oscuros- que deberíamos marcharnos. Ahora mismo.

– Vaya. -Penelope enarcó las cejas, sonriente. -¿Y adonde nos marchamos? ¿Seguimos a Stokes y Griselda de vuelta a la ciudad?

– Sí y no. -El inspector y su flamante esposa se habían quedado durante las primeras horas del interminable banquete nupcial, pero Stokes había tenido que regresar a Londres; se habían marchado hacía unas horas. -Iremos hacia Londres pero por una ruta diferente.

Barnaby poseía una cabaña de caza no lejos de allí; hacía años que era suya pero apenas la usaba. Para aquella ocasión, lo había dispuesto todo para convertirla en el nido perfecto para la noche de bodas. Sonrió sin apartar los ojos de los suyos. Antes de que Penelope entrara en su vida, nunca se había considerado un hombre romántico. Al parecer no era así.

– Creo que te gustará el sitio al que vamos.

La sonrisa de Penelope devino más tierna y profunda.

– Me consta que sí.

No podía haberlo adivinado; Barnaby levantó las cejas.

– Porque sólo necesito estar allí contigo -añadió ella.

Ahora le tocó a él sentir la oleada de cariño que había demudado su expresión. Notó que el corazón se le expandía. Ella lo percibió en su mirada.

– ¿Puedo hacer una sugerencia para mejorar tu plan?

Tal como él había esperado.

– Adelante.

– ¿Ves esa puerta de allí, al otro lado del espejo? -Barnaby asintió y ella prosiguió: -Cuando pasemos por delante en la siguiente vuelta, podríamos pararnos sin más, abrirla y escaparnos. Si no… si nos despedimos formalmente, nos pasaremos horas saludando. Ya hemos dado las gracias a todos por asistir. Propongo que nos marchemos antes de quedar empantanados.

Barnaby le escrutó los ojos, luego miró al frente mientras la conducía dando la siguiente vuelta. Llegaron a la altura de la puerta y se detuvo, la abrió, hizo pasar a Penelope y la cerró a sus espaldas, cogiéndola entre sus brazos y besándola como un joven enamorado.

Entonces se escaparon.

Como bien había aprendido, fuera cual fuese el asunto en cuestión, sus dos mentes juntas siempre funcionaban mejor que una sola.

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