A las nueve en punto de la mañana siguiente, el inspector Basil Stokes estaba en la acera de St. John's High Street observando la puerta de una tienda pequeña. Pasado un rato, abrió la puerta y entró.
Encima de la puerta sonó una campanilla; dos chicas que trabajaban en una mesa al fondo del estrecho espacio rectangular levantaron la mirada. Parpadearon y acto seguido cruzaron fugaces miradas. Una de ellas, que Stokes tomó por la mayor, dejó a un lado el sombrero que estaba adornando y se acercó al pequeño mostrador.
Con voz vacilante preguntó:
– ¿Qué se le ofrece, señor?
Stokes entendía su confusión; él no era el tipo de cliente habitual en una sombrerería de señoras. Echó un vistazo en derredor y poco faltó para que hiciera una mueca ante las plumas, encajes, cintas y fruslerías que colgaban de percheros y adornaban sombreros de formas variopintas. Se sentía fuera de lugar, como si se hubiese colado en el tocador de una señora.
Devolviendo la mirada a la cara redonda de la chica, dijo:
– Busco a la señorita Martin. ¿Está aquí?
La chica se puso nerviosa.
– ¿Quién pregunta por ella, señor?
Estuvo a punto de decirle su cargo pero cayó en la cuenta de que Griselda, la señorita Martin, probablemente proferiría que su personal no supiera que recibía una visite de le policía.
– El señor Stokes. Creo que me recordará. Sólo será un momento, si es posible.
Como tantas personas, la chica no supo establecer su clase social; por si acaso, hizo una reverencia.
– Voy a preguntar.
Desapareció tras la gruesa cortina de la trastienda. El inspector echó un vistazo en derredor. Dos espejos colgaban de una pared. Vio su imagen en uno de ellos, enmarcada por creaciones de plumas y cintas, flores artificiales y lentejuelas expuestas en la pared que tenía detrás. Enseguida desvió la vista.
Al otro lado de la cortina se oía un murmullo de voces que se iba acercando. Clavó su mirada en la cortina cuando ésta se abrió para franquear el paso a una visión tan preciosa como la recordaba.
Griselda Martin no era alta ni baja, ni llenita ni esbelta. Tenía una cara redonda de rasgos agradables, grandes ojos azul lavanda perfilados por pobladas pestañas negras, frente amplia, nariz respingona cruzada por una bandada de pecas, mejillas sonrosadas y labios como un capullo de rosa. El abundante pelo azabache, recogido en un moño en la nuca, enmarcaba su semblante. Aunque su estilo estaba a años luz de la belleza aristocrática, para Stokes era perfecta en todos los aspectos.
Sus ojos eran tales que deberían estar brillando, pero cuando lo miró fueron serios, prudentes, una pizca precavidos.
– Señor Stokes… -Ella también evitó decir su cargo.
Él inclinó la cabeza.
– Señorita Martin, ¿podría dedicarme un momento? Me gustaría comentar un asunto de negocios.
Griselda agradeció que tuviera el tacto de no mencionar a la policía delante de su personal. Se relajó un poco y se volvió hacia sus ayudantes.
– Imogen, Jane, id a hacer el reparto ahora.
Ambas chicas, que habían estado escuchando y observando con avidez, se mostraron decepcionadas, pero dijeron a coro:
– Sí, señorita Martin.
Y dejaron a un lado sus labores.
– Tendrá que aguardar un momento -murmuró Griselda a Stokes.
Éste asintió y se hizo a un lado, procurando ser lo más discreto posible, tarea nada fácil dado que medía más de metro ochenta y era corpulento y ancho de espaldas. Observó mientras las chicas reunían varios paquetes y sombrereras antes de ponerse la capa y el sombrero. Cargadas con sus bultos, se dirigieron hacia la salida mirándole con curiosidad al pasar junto a él.
En cuanto la puerta se cerró a sus espaldas, Griselda preguntó:
– ¿Es por lo de Petticoat Lane?
La inquietud se traslució en su voz. Stokes se apresuró a tranquilizarla.
– No, en absoluto. El maleante fue deportado, así que no debe temer nada de él.
Griselda exhaló un suspiro de alivio.
– Bien. -La curiosidad le asomó a los ojos. Ladeó ligeramente la cabeza. -Pues entonces, ¿a qué debo esta visita, inspector?
«A que no puedo apartarla a usted de mi mente.» Stokes carraspeó.
– Como ya dije en su momento, el Cuerpo de Policía y yo le quedamos muy agradecidos por la ayuda que nos prestó en el asunto de Petticoat Lane. -Griselda, junto con numerosos testigos, había visto a un hombre dar tal paliza a una mujer que faltó poco para que la matase. De todos los curiosos, sólo ella y un viejo casi ciego habían estado dispuestos a prestar declaración sobre los hechos; sin el testimonio de Griselda, habría sido imposible interponer una acción judicial. -Ése no es, sin embargo, el asunto que me ha traído aquí.
Llevándose una mano a la espalda, cruzó los dedos.
– Cuando leí su declaración sobre lo de Petticoat Lane me enteré de que, aunque ahora vive y trabaja en este distrito, se crio en el East End. Su padre aún vive allí, y usted misma es bien conocida, al menos en su barrio.
Griselda frunció el entrecejo.
– Puede que haya mejorado mi dicción para facilitar el trato con mis clientes pero nunca he ocultado mis orígenes.
– No, y eso es en parte lo que me ha traído aquí. -Echó un vistazo a la entrada de la tienda para confirmar que ningún cliente iba a interrumpirlos, y se volvió de nuevo hacia ella. -Tengo un caso de niños desaparecidos en el East End. Niños de corta edad, entro siete y diez años, nacidos y criados en esa parte de la ciudad. Estos niños acababan de quedarse huérfanos. La mañana siguiente al fallecimiento de su padre o tutor, apareció un hombre diciendo que lo enviaban las autoridades а recoger al niño. En los casos que investigamos, el padre o el tutor había hecho los trámites necesarios para que el huérfano ingresara en el orfanato, de modo que los vecinos entregaron los niños, para pocas horas después descubrir, al llegar la gente del orfanato, que el hombre en cuestión no tenía relación alguna con esa institución.
Arrugando más la frente, Griselda asintió, instándolo a proseguir.
Stokes tomó aire para mitigar la extraña opresión que le ceñía el pecho.
– Carezco de contactos en el East End y la policía local no está bien arraigada. Así que me preguntaba si… me consta que es pedirle mucho, sé cómo se percibe a la policía… si estaría dispuesta a prestarnos su ayuda en la medida de lo posible. Creemos que a esos niños los raptan para entrenarlos como galopines.
Griselda abrió los ojos como platos.
– ¿Una escuela de ladrones? -Su tono dejó claro que sabía qué era exactamente. Stokes asintió.
Necesito dar con alguien que pueda decirme si corren rumores de que algún maleante en concreto haya montado una escuela hace poco.
Ella cruzó los brazos y soltó un resoplido.
– Bueno, perderá el tiempo si pregunta a sus colegas. Serían los Últimos en enterarse.
– Ya lo sé. Y le ruego que no piense que yo doy por sentado que usted lo sepa, que no es así, pero se me ocurrió que a lo mejor conocía a alguien que pudiera darnos un nombre o una dirección.
Griselda lo estudiaba con su mirada firme y franca. Stokes guardó silencio, presintiendo que si insistía ella rehusaría ayudarlo.
La mujer estaba en un dilema. Conocía el East End; de ahí que hubiese puesto tanto empeño, y trabajado tanto y tan duro, para salir de allí. Había cursado un riguroso aprendizaje, luego trabajó arduamente e hizo grandes economías hasta reunir lo suficiente para alquilar su propio local, y entonces siguió trabajando día y noche para establecerse en el sector. Había tenido éxito y había dejado el East End muy atrás. Y de repinte ahí tenía a aquel policía tan guapo preguntando si estaba dispuesta a regresar a los bajos fondos. Por él y por su caso.
No, se corrigió a sí misma, no lo pedía por él. Trataba de ayudar a unos niños que eran del mismo barrio bajo que ella había abandonado. Sabía del orfanato y su reputación; esos niños habrían tenido una oportunidad de prosperar y superarse si hubiesen ido allí, tal como sus agonizantes padres habían dispuesto.
El futuro de unos niños. Eso era lo que estaba en juego.
Griselda ya no tenía hermanos; había perdido a los tres en la guerra años atrás. El mayor tenía veinte años al morir; en realidad no habían tenido ocasión de vivir su vida.
Entornando los ojos, preguntó:
– ¿Cuánto hace que se llevaron a esos chavales?
– Viene ocurriendo desde hace unas semanas, pero el último de cuatro desapareció hace sólo dos días.
De modo que aún era posible salvarlos.
– ¿Está seguro de que se trata de una escuela de ladrones?
– Parece lo más probable. -Sin que se lo pidiera Griselda, Stokes describió a los niños, eliminando así las otras posibilidades. Se guardó de abundar en esas alternativas; no era necesario, ella conocía de sobra la realidad del mundo que había abandonado.
Volvió a quedarse callado, a la espera… como un predador, eso sí, pero puso cuidado en no mostrar esta faceta de su ser.
Griselda se planteó desentenderse del asunto, pero en su fuero interno cedió.
– No puedo decirle lo que no sé, pero puedo preguntar por ahí. Visito a mi padre todas las semanas. Le cuesta mucho andar y sale poco, pero se entera de todo y ha vivido toda su vida en el barrio. Tal vez no sepa quién ha montado una escuela hace poco, pero sabrá quién las montaba en el pasado y puede seguir dedicándose a eso.
La tensión que había atenazado a Stokes se aflojó.
– Gracias. Agradeceré cualquier cosa que podamos averiguar.
– ¿Podamos?
Stokes cambió de postura.
– Siendo yo quien le ha pedido que vuelva a visitar ese barrio, debo insistir en acompañarla. A modo de protección.
– ¿Protección? -Griselda le lanzó uno mirada divertida y un tanto condescendiente. -Inspector…
Se calló y repensó lo que casi había dicho, que en el East End no sería ella sino él quien necesitaría protección. Se mordió la lengua porque finalmente se había dignado mirarlo con atención, plantado en medio de su pequeña tienda ocupando demasiado espacio.
Griselda ya lo había tratado brevemente con anterioridad, pero eso había sido en un centro de vigilancia entre una multitud arremolinada de hombres fornidos que habían camuflado su apariencia. Hoy estaba solo, y ella no podía pasar por alto su enjuta dureza, como tampoco la manera en que se movía, sugiriendo que se desenvolvería muy bien en una reyerta.
Algunos caballeros de la buena sociedad tenían ese mismo perfil amenazador que brillaba a través de su apariencia, recordando, a los prudentes que bajo su capa de refinamiento latía un corazón nada civilizado.
Griselda carraspeó y dijo:
– En realidad no necesito escolta, inspector. Visito regularmente a mi padre.
– Tal vez, pero el incidente de Petticoat Lane aún podría tener repercusiones, y como en este caso su incursión en el barrio es a petición mía, espero comprenda que en conciencia no puedo permitir que vaya usted sola.
– Pero…
– Lo siento pero insisto, señorita Martin.
Ella frunció el ceño. Su tono quizá diera a entender que se trataba de una petición, pero la expresión de su semblante de rasgos morenos y el gris apagado de sus ojos decían inequívocamente que, por alguna razón enrevesadamente masculina, no iba a cambiar de postura. Conocía aquella mirada; la había visto en su padre y sus hermanos en infinidad de ocasiones.
Lo cual significaba que sería inútil discutir. Además, Imogen y Jane no tardarían en volver, y sería mejor que ya se hubiese ido cuando llegaran.
Suspiró para sus adentros otra vez. En realidad no la iba a perjudicar pasear por el East End con un hombre como aquel pisándole los talones. Más de una mujer daría cualquier cosa por tal privilegio, y allí le tenía ofreciéndose, y gratis. Asintió.
– Muy bien. Acepto su escolta.
Stokes sonrió.
De repente Griselda se sintió mareada. ¿Era así como una se sentía cuando le flaqueaban las piernas? Sólo porque le había sonreído? Le entraron dudas sobre lo acertado de haber permitido que se le acercara.
– Bien… -Stokes seguía sonriendo. -Supongo que sus chicas regresarán pronto.
Ella pestañeó. Luego le miró a los ojos; grises, cambiantes, tempestuosos.
– Ahora no puedo irme; acabo de abrir.
– Ah. -Él recobró su sobriedad y dejó de sonreír. -Tenía la esperanza…
– Esta tarde -se oyó decir Griselda. -Cerraré temprano; a las tres. Podemos ir a ver a mi padre entonces.
Stokes le sostuvo la mirada y al cabo asintió.
– Gracias. Regresaré a las tres en punto.
No volvió a sonreír y Griselda se lo agradeció en silencio. Pero sus labios se aflojaron cuando el inspector inclinó la cabeza educadamente.
– Hasta entonces, señorita Martin.
Dio media vuelta y fue hasta la puerta. Antes de salir volvió la vista atrás un instante.
En cuanto la puerta se cerró, los pies de Griselda se movieron motu propio, llevándola hasta la cristalera. Alargó la mano para silenciar la campanilla.
Se quedó observando cómo se alejaban los hombros de Stokes y de pronto se preguntó qué estaba pasando.
Y por qué. No era propio de ella reaccionar así ante un hombre apuesto, aunque las duras facciones del inspector tenían un atractivo difícil de ignorar.
Cuando lo hubo perdido de vista frunció el ceño, giró en redondo y se encaminó hacia el sombrero que estaba decorando con plumas. Si gracias a él iba a cerrar temprano, más le valía volver al trabajo.
A las diez en punto de aquella mañana Barnaby entró sin ser anunciado al despacho de Penelope en el orfanato y la sorprendió revisando un montón de carpetas.
Al verle, ella parpadeó.
Barnaby sonrió abiertamente.
– ¿Hay suerte?
Tras mirarlo un tenso instante, sus perturbadores labios se apretaron y devolvió su atención a los papeles. Con bastante tirantez, dijo:
– Tengo a un niño en mente pero no recuerdo su nombre. Vive con su madre en algún lugar del East End y la pobre se está muriendo.
Barnaby indicó las carpetas con el mentón.
– ¿Todas éstas son de niños que van a quedarse huérfanos?
– Sí.
Habría varias decenas, lo cual daba para pensar. Al cabo de un momento Penelope hizo una pausa, alargó la mano y empujó el montón a través del escritorio hacia él.
– Podría ir separando a las niñas, a los que tengan menos de seis años y a los que no vivan en el East End. Los detalles, por desgracia, están esparcidos por las páginas.
Obedientemente, Barnaby abrió la primera carpeta y la revisó. Trabajaban a buen ritmo, él descartaba las carpetas de las chicas, los niños más pequeños y los de fuera del East End, mientras ella estudiaba los datos de las carpetas restantes, buscando algún rasgo del chaval que recordaba.
Transcurrieron diez minutos en silencio; la frialdad de Penelope fue menguando. Finalmente, sin levantar la vista, dijo en tono casi acusador:
– Ha llegado una hora antes.
Revisando el contenido de una carpeta, Barnaby murmuró:
– No pensaría en serio que iba a permitir que sólo madrugara usted… -Por el rabillo del ojo, vio que ella tensaba los labios.
– Tenía la impresión de que los caballeros de su clase se quedaban en cama hasta mediodía.
– Y así es. -«Cuando tengo compañía femenina en dicha cama y…» -Cuando no persigo delincuentes.
Le pareció oírla resoplar pero sin añadir más.
El siguió eliminando carpetas; ella leyendo.
– Aquí lo tenemos. -Levantó la carpeta. -Jemmie Carter. Su madre vive en una casa de vecinos entre Arnold Circus y Bethnal Green Road. -Releyó una vez más la carpeta y la puso encima del montón.
Barnaby la observó rodear el escritorio y recoger el monedero, y se preguntó si serviría de algo tratar de disuadirla.
Levantando el mentón, pasó junto a él camino de la puerta.
– Podemos alquilar un coche enfrente.
Ni siquiera se volvió para ver si la seguía. Barnaby fue tras ella.
Un cuarto de hora después iban balanceándose en un viejo coche de punto que se adentraba en los bajos fondos. Barnaby miraba las deterioradas y decrépitas fachadas. Clerkenwell Road ya le había parecido un espanto; de haber tenido elección, jamás habría llevado a una dama a aquel barrio.
Recostado en el asiento, estudiaba a Penelope, que, asida con firmeza a una correa, no apartaba los ojos de las deprimentes calles.
No habría sabido decir qué, pero algo había cambiado. Había esperado encontrar cierta resistencia, pero al entrar en su despacho se había topado con una amorfa aunque infranqueable barrera que la protegía eficazmente de él. Al tomarle la mano para ayudarla a subir al carruaje, se había tensado como de costumbre, pero como si ahora el efecto sobre ella se hubiera aligerado hasta la trivialidad.
Como desechándolo, igual que a él, por intrascendente.
Pero una cosa era que su agudeza mental fuera más valorada que sus atributos personales; otra muy distinta que tales atributos fueran ignorados por completo.
Nunca se había considerado vanidoso, estaba bastante seguro de no serlo, y desde luego no era la clase de caballero que esperaba que las damas cayeran rendidas a sus pies, pero la negativa de Penelope a reconocerle como hombre, la negativa a admitir el efecto que surtía sobre ella, comenzaba a crisparle.
El carruaje enfiló Arnold Circus y se detuvo junto a una bocacalle.
– Hasta aquí hemos llegado -anunció el cochero.
Barnaby cruzó una mirada con Penelope entornando los ojos, abrió la portezuela y se apeó. Echó un vistazo en derredor antes de hacerse a un lado y darle la mano para ayudarla a bajar. Levantó la vista hacia el cochero.
– Aguarde aquí.
El hombre lo miró de hito en hito y se tocó la visera de la gorra.
– Muy bien, señor.
Soltando la mano de Penelope para tomarla del codo, Barnaby se dirigió hacia el sur.
– ¿Qué calle? -«Qué miserable callejón» habría sido más apropiado.
Penelope señaló la segunda a su derecha.
– Aquella.
Él la condujo hacia allí, haciendo caso omiso de las furibundas miradas que ella le lanzaba apretando los labios. No iba a soltarla, un en semejante barrio; si lo hiciera tomaría la delantera, confiando en que él la siguiera unos pasos por detrás, pero entonces Barnaby no podría ver los peligros que acechaban hasta que fuese demasiado tarde.
Se sentía absolutamente medieval.
Penelope no podía quejarse; la culpa era toda suya.
Hacia un día sombrío en Bloomsbury, pero al entrar en el estrecho pasaje una deprimente oscuridad se abatió sobre ellos. El aire era opresivamente bochornoso; ni un rayo de sol se colaba entre los aleros para caldear la piedra húmeda y fría ni la madera putrefacta. Ninguna brisa removía el denso miasma de olores.
Antaño la calle era adoquinada pero apenas quedaban adoquines ya. Él sujetaba a Penelope mientras ella se iba abriendo camino.
Apretando los dientes por la sensación que le causaban sus dedos largos, fuertes y cálidos envolviéndole el codo, su modo de agarrarla, firme e inflexiblemente masculino, perturbándola de una manera que no había imaginado posible, Penelope murmuró una breve oración de alivio cuando reconoció la puerta de la señora Carter.
– Es aquí.
Se detuvo, levantó la mano libre y llamó con fuerza.
Mientras aguardaban respuesta, juró para sus adentros que hallaría la manera de superar el efecto que Barnaby Adair ejercía sobre ella. O lo lograba o sucumbía, y esto último estaba descartado.
La puerta se entreabrió con un quejumbroso chirrido. Al principio pensó que el pestillo se había descorrido solo, pero entonces fijó la vista y vio la enjuta y apenada carita de un niño que la miraba desde el lóbrego interior.
– Jemmie -sonrió Penelope, satisfecha de que la memoria no la hubiese traicionado.
Al ver que el chaval no le contestaba y tampoco abría más la puerta, sino que permanecía mirándolos con recelo, cayó en la cuenta de que con la falta de luz no podía reconocerla. Sonriendo otra vez, se explicó:
– Soy la señora del orfanato. -Señaló a Barnaby y agregó: -Y él es el señor Adair, un amigo. Nos gustaría hablar con tu madre.
Jemmie los miró sin pestañear.
– Mamá no está bien.
– Ya lo sé. -Bajó un poco la voz. -Sabemos que no se encuentra bien, pero es importante que hablemos con ella.
Los labios de Jemmie comenzaron a temblar; los apretó con fuerza para disimular. Endureció la expresión de su carita, domeñando el miedo y la preocupación.
– Si han venido a decirle que al final no me llevarán con ustedes, ya pueden marcharse. No necesita que le digan más cosas que la preocupen.
Penelope se agachó para poner su cara a la altura de la del niño. Le habló con más ternura.
– No es eso, sino todo lo contrario. Hemos venido a tranquilizarla, a decirle que vamos a hacernos cargo de ti y que no tiene que preocuparse.
Jemmie la miró fijamente a los ojos y al cabo pestañeó varias veces. Luego levantó la vista hacia Barnaby.
– ¿Es verdad?
– Sí-contestó Barnaby.
El niño lo aceptó. Tras examinarlo un momento más, les franqueó el paso.
– Está dentro.
Penelope se levantó, acabó de abrir la puerta y siguió a Jemmie. Barnaby entró el último, agachándose bajo el dintel. Incluso dentro, si se mantenía bien erguido sus rizos rubios casi rozaban el techo desconchado.
– Por aquí.
Jemmie los condujo a una habitación abarrotada pero mucho más limpia de lo que Barnaby había esperado. Alguien estaba haciendo un gran esfuerzo para mantener el lugar ordenado y pasablemente limpio. Más aún, había un marchito ramo de violetas en una jarra puesto en el alféizar de la ventana, una mancha de un intenso color incongruentemente alegre en la triste habitación.
Una mujer yacía sobre una cama precaria en un rincón. Penelope adelantó a Jemmie y fue a su lado.
– Señora Carter. -Sin titubeos, Penelope cogió la mano de la sorprendida mujer de encima de la áspera manta y la tomó entre las suyas pese a que la señora Carter no se la había ofrecido. Penelope sonrió con ternura. -Soy la señorita Ashford del orfanato.
El semblante de la mujer se iluminó.
– Pues claro. Ya me acuerdo. -Una tenue sonrisa revoloteó sobre un rostro demacrado por el constante dolor. La señora Carter había sido una mujer guapa de pelo rubio y mejillas sonrosadas, pero ahora estaba consumida, toda piel y huesos; su mano era flácida entre las de Penelope.
Sólo hemos venido a ver cómo estaban usted y Jemmie, para asegurarnos de que todo iba bien y confirmarle, para su tranquilidad, que en su debido momento nos aseguraremos que cuiden bien de Jemmie. No tiene de qué preocuparse.
– Caramba; muchas gracias, querida señorita. -La señora Carter se encontraba demasiado mal para que la diferencia social la cohibiera. Volvió la cabeza sobre la almohada, miró a su hijo y sonrió. -Es un buen chico. Me está cuidando muy bien.
Pese al estado de su cuerpo, el brillo de los ojos azules de la señora Carter indicaba que aún iba a tardar en marcharse de este mundo. Aún le quedaba tiempo que compartir con su hijo.
– Permítame contarle lo que Jemmie hará cuando se una a nosotros.
Penelope refirió por encima los trámites que seguiría el niño para arreglar su situación legal y luego pasó a detallar las actividades e instalaciones que el establecimiento proporcionaba a sus pupilos. Barnaby echó una ojeada a Jemmie, que estaba a su lado. El niño no escuchaba a Penelope; tenía los ojos clavados en su madre. Como resultaba evidente que las palabras de Penelope aliviaban a la enferma, la tensión del enjuto cuerpo de Jemmie cedió.
Mirando de nuevo a la cama, Barnaby notó una inusual opresión en el pecho. No se imaginaba a sí mismo viendo morir a su madre, peor todavía, presenciar cómo se iba consumiendo lentamente. Y lo que ya le resultaba inconcebible era la idea de pasar tan mal trago a solas.
A un inesperado agradecimiento por tener familia, con inclusión de su madre metomentodo, se le sumó un sincero respeto por Jemmie. El niño hacía frente, y muy bien, a una situación a la que Barnaby preferiría no enfrentarse. A la que no se imaginaba enfrentándose.
Volvió a mirar a Jemmie. Aun con la escasa luz reinante era obvio que estaba escuálido.
– Y eso es lo que pasará. -Sonriendo con desenvoltura, Penelope escrutó el semblante de la señora Carter. -Ahora la dejaremos descansar, y descuide que vendremos a recoger a Jemmie cuando llegue el momento.
– Gracias, querida. -Levantó la vista hacia Penelope al incorporarse ésta. -Me alegra que Jemmie vaya a irse con usted. Sé que lo cuidará bien.
La sonrisa de Penelope tembló.
– Lo haremos.
Se volvió hacia la puerta.
La habitación estaba tan atestada que Barnaby tuvo que arrimarse a un lado para dejarla pasar. Antes de salir detrás de ella, miró a la señora Carter, le sostuvo la mirada e inclinó la cabeza.
– Señora. Nos aseguraremos de que Jemmie esté a salvo.
Al volverse hacia la puerta se fijó en que la atención de Jemmie seguía puesta en su madre. Le tocó el hombro y le señaló la entrada.
Arrugando levemente la frente, el niño le siguió. Como Penelope aguardaba junto a la puerta, la minúscula entrada estaba abarrotada, pero al menos podían hablar sin molestar a la señora Carter. Jemmie se detuvo justo después de cruzar el umbral, desde donde podía ver a su madre.
Barnaby se paró, hurgó en el bolsillo del chaleco y sacó todo el suelto que llevaba encima. No iba a dar a Jemmie un soberano; estar en posesión de tanto dinero pondría al niño en situación de riesgo,
– Toma. -Cogió una de las huesudas manos de Jemmie, la giró, hacia arriba y le llenó la palma de monedas. Antes de que el azorado chaval tuviera ocasión de reaccionar, agregó: -Esto no es caridad. Es un regalo para tu madre. Un regalo sorpresa. No quiero que se lo cuentes, pero tienes que darme tu palabra de que usarás el dinero en lo que más signifique para ella.
Jemmie se había quedado con la mirada fija en el montón de cobre y plata que tenía en la mano. Apretaba con fuerza los labios. Al cabo de un prolongado silencio levantó la vista hacia Barnaby con expresión cautelosa.
– ¿Qué significará más para ella?
– Tienes que comer. -Barnaby sostuvo la mirada de Jemmie. -Sé que ella tiene poco apetito, pero contra eso ni tú ni nadie puede hacer nada. No gastes el dinero en manjares para tentarla; no dará resultado. Eso ya no le interesa. Lo único que la hará feliz, que hará más dichosas sus últimas semanas o meses, será verte bien. Sé que te sabrá mal comer sin que ella coma, pero debes hacerlo por ella, tienes que obligarte a comer… más de lo que has estado comiendo.
Jemmie bajó la mirada al suelo.
Barnaby hizo una pausa y notó una opresión en el pecho al inhalar aire.
– Tú eres lo más importante de su vida, lo más importante que dejará atrás. Eres lo que más quiere ahora, y eso debes respetarlo y cuidarlo; cuida de ti… por ella.
Tras vacilar un instante apoyó una mano en el huesudo hombro de Jemmie, le dio un apretón y lo soltó.
Sé que no es fácil, pero es lo que tienes que hacer. -Hizo otra pausa y luego preguntó: -¿Lo prometes?
Jemmie no levantó la mirada. Mantuvo los ojos fijos en el reluciente montón de monedas. Una lágrima se deslizó y cayó sobre el montón. Luego asintió.
– Sí-musitó. -Lo prometo.
Barnaby asintió.
Bien. Esconde las monedas.
Dio media vuelta y se reunió con Penelope junto a la puerta. Ella había estado observando en silencio. Su mirada se entretuvo en el rostro de Barnaby un momento más, y luego se volvió, abrió la puerto y salió. Agachándose de nuevo, él la siguió al tenebroso callejón. Jemmie corrió a la puerta secándose la cara con la manga.
– Gracias. -Miró a Barnaby y luego a Penelope. -A los dos.
Barnaby asintió.
– Recuerda tu promesa. Volveremos a buscarte cuando llegue la hora.
Y tomó el brazo de Penelope para encaminarse hacia Arnold Circus. Con la viste al frente, ella dijo:
– Gracias. Lo ha hecho muy bien.
Barnaby encogió los hombros. Lanzó una última mirada a la puerta de la señora Carter; estaba cerrada.
– ¿Cómo haremos para que Jemmie no caiga en manos de esos delincuentes?
Penelope hizo una mueca.
– Me había figurado que advertiríamos a la señora Carter, y también a Jemmie, pero como bien ha dicho él, sólo le faltan más preocupaciones.
Barnaby asintió.
– Lo mismo que a él. -Al cabo de un momento añadió: -Y además advertirle no le haría ningún bien. Si nuestros villanos lo quieren se lo llevarán, y con lo enclenque que está no podrá defenderse. Será mejor para él no intentarlo.
El bullicio y la menos sombría penumbra de Arnold Circus se acercaban.
– Hablaré con Stokes. -Barnaby miró en derredor cuando entraron en la plaza redonda. -Hará que los agentes del barrio estén ojo avizor. ¿Qué hay de los vecinos? ¿Podemos hablar con alguno?
– Lamentablemente, en este caso los vecinos sirven de poco. La señora Carter no hace mucho que se ha mudado aquí. Antes vivían en una calle mejor, pero cuando no pudo seguir trabajando y Jemmie tuvo que dedicar más tiempo a cuidarla, no les alcanzaba para pagar el alquiler. El casero actual es un viejo amigo de la familia; no les cobra nada por las habitaciones. Fue él quien convenció a la señora Carter para que nos mandara llamar. Pero no hay nadie con quien se sienta a gusto en la vecindad, nadie en quien confíe para vigilar su casa. El casero vive a unas pocas calles de aquí.
Al llegar junto al carruaje, Penelope se detuvo y apretó la mandíbula.
– Haré que alguien dé aviso al casero. Seguro que se ocupará de los Carter en la medida en que pueda. Le pediré que nos mande aviso si él o alguien se entera o ve algo sospechoso.
Barnaby abrió la portezuela, le cogió la mano y la ayudó a subir. Luego él montó a su vez. En cuanto el carruaje se cerró, el cochero, azuzó el caballo y emprendieron el largo viaje de regreso hacia calles más elegantes.
– Me parece que no podemos hacer más -Barnaby contemplaba el monótono paisaje urbano. Su tono daba a entender que deseaba que no fuera así, que hubiera algo más concreto que pudieran hacer para proteger a Jemmie sin preocupar a su madre, quizás innecesariamente.
Penelope hizo otra mueca; ella también miraba por la ventanilla. Y en su fuero interno se debatía, no con su conciencia pero sí con algo muy próximo a ella: su sentido de lo correcto, de la verdad, de elogiar al prójimo cuando lo merecía.
De reconocer la humanidad de Barnaby Adair.
Preferiría con mucho considerarlo un típico caballero de buena familia, desvinculado del mundo por el que circulaba el carruaje, un hombre nada interesado y ajeno a los asuntos con que ella se enfrentaba a diario.
Por desgracia, su vocación, esa faceta suya que la había obligado a buscar la ayuda de él, era prueba fehaciente de que Barnaby era lo contrario.
Viéndole tratar con Jemmie, oyendo el compromiso que había transmitido su voz al decirle a la pobre señora Carter que mantendría a Jemmie a salvo, le había hecho imposible seguir cerrando los ojos y el alma ante sus virtudes, mucho más atractivas para ella que su desenfadado encanto.
Cuando aquella mañana él se había personado en el orfanato, Penelope estaba resuelta a guardar las distancias. A que su trato se limitara puramente a lo profesional, a reprimir cada pequeño temblor de sus indisciplinados nervios, sin darle el menor motivo para pensar que ejercía algún efecto en ella.
Pero su determinación flaqueó, ilógicamente, cuando al llegar temprano, Barnaby había demostrado que captaba su empeño y voluntad mucho mejor que cualquier otro hombre que ella conociera. Pero enseguida se obstinó, ciñéndose a su plan para tratar con él.
Y luego… él se había comportado como pocos caballeros lo habían hecho, ganándose su respeto hasta un punto que ningún hombre había alcanzado.
En menos de una hora Barnaby había vuelto insostenible el plan de ella. No iba a ser capaz de ignorarlo, ni siquiera de fingir que lo ignoraba, puesto que había conseguido que lo admirase. Que lo apreciase. Como persona, no sólo como hombre.
Con la mirada fija en las casas ruinosas que se deslizaban ante sus ojos, admitió en su fuero interno que necesitaba volver a plantearse la manera de tratar con él. Necesitaba un plan mejor.
Reinó el silencio hasta que el coche de punto se detuvo delante del orfanato. Barnaby salió de su ensimismamiento, desprendiéndose de la inquietante y persistente idea de impedir que Penelope siguiera haciendo visitas como aquélla. Se apeó, la ayudó a bajar y pagó al cochero, dándole una generosa propina.
Mientras el agradecido hombre se alejaba traqueteando, Barnaby se volvió, recordó no sujetarle el brazo como había hecho en los bajos fondos, un gesto protector que sólo aquel entorno excusaba, y en cambio le tomó la mano y enlazó su brazo con el suyo.
Penelope le lanzó una breve mirada pero accedió. Él abrió la verja y recorrieron juntos el sendero hasta la puerta principal.
Tocó la campanilla.
Penelope retiró la mano de su brazo y le dijo:
– Escribiré una carta al casero de la señora Carter de inmediato.
Barnaby asintió.
– Yo me pondré en contacto con Stokes y le explicaré la situación. -La miró a los ojos. -¿Dónde estará esta noche?
Los ojazos castaños de Penelope parpadearon.
– ¿Por qué lo pregunta?
La súbita irritación de ella lo agobió, acrecentada por su patente perplejidad.
– Por si se me ocurre algo más que usted necesite saber. -Hizo que sonara como algo obvio.
– Ah. -Penelope reflexionó como si revisara mentalmente su agenda. -Mamá y yo asistiremos a la fiesta de lady Moffat.
– Entiendo.
Para su alivio, la puerta se abrió. Saludó con la cabeza a la señora Keggs, hizo una breve reverencia a Penelope, giró en redondo y se fue.
Antes de decir algo todavía más inane.