A la mañana siguiente, del brazo de Barnaby Adair, Penelope subió la escalinata de un edificio anodino sito en Great Scotland Yard. Le picaba la curiosidad. Había oído las opiniones generalizadas sobre el Cuerpo de Policía de Peel, los murmullos de la buena sociedad que acompañaron a su establecimiento y posterior desarrollo durante los últimos años, pero aquélla era la primera vez que se relacionaría con miembros de dicho cuerpo. Más aún, aparte de Adair, no conocía a nadie que hubiese visitado el cuartel general; se moría de curiosidad por ver cómo era el lugar.
Cuando él la hizo pasar al vestíbulo principal, un espacio deprimentemente ordinario donde predominaban aburridos tonos de gris, giró en derredor, ansiosa por ver cuánto hubiera que ver. Además de apaciguar su carácter inquisitivo, concentrarse en asimilar cuanto pudiera sobre el Cuerpo de Policía la ayudaba a no seguir absorta en Adair; su proximidad, su fuerza, su innegable atractivo, aspectos sobre los que sus díscolos sentidos se negaban a ser distraídos.
Sermoneándose para sus adentros, estudió la única distracción que ofrecía el vestíbulo, un hombrecillo con un uniforme azul sentido en un taburete alto tras un mostrador situado a un lado. Éste levantó la vista, la vio a ella y luego a Adair, a quien saludó con la mano para acto seguido reanudar lo que estuviera haciendo.
Penelope frunció el ceño y miró en derredor. Aparte de algún que otro discreto oficinista no había nadie más a la vista.
– ¿Aquí es donde tratan con los criminales? Hay una calma espantosa.
– No. Este edificio alberga los despachos de los inspectores. Hay agentes en el edificio anejo y un puesto de policía en la calle. -Ella notó la mirada de Adair en el rostro. -Hoy no vamos a toparnos con ningún delincuente.
Penelope hizo una mueca en su fuero interno y rezó para que Stokes resultara alguien interesante. Después de la noche anterior y de los temerarios valses que habían bailado, necesitaba algo en lo que centrarse, algo que no fuese Barnaby. La creciente intensidad de su reacción ante él la perturbaba de un modo tan seductor como fastidioso.
Barnaby la condujo a la escalera del fondo del vestíbulo. Mientras subían, se recordó a sí misma que pensar en él como Adair en vez de como Barnaby la ayudaría a mantenerlo a una distancia prudente. A pesar de su resolución, aún no había definido un modo de proceder, un modo de tratar con él que anulara el efecto que causaba sobre sus nervios, sobre sus sentidos y, para su suprema irritación, a veces sobre su raciocinio.
Por desgracia, el no haber concebido un plan eficaz había dado plena libertad a sus sentidos para aprovechar el día, zafarse de la traílla y regodearse a su antojo. Tal como habían hecho durante los valses de la víspera. Tal como habían hecho cuando aquella mañana había llegado a la hora convenida para acompañarla allí.
Tal como seguían haciendo.
Apretando los dientes mentalmente, prometió que en cuanto tuviera un momento libre hallaría una manera u otra de llamarlos al orden.
Al final de la escalera Adair la guió hacia la derecha por un largo pasillo.
– El despacho de Stokes está allí.
La condujo hasta una puerta abierta; su mano le acarició la cintura cuando la hizo pasar, causándole un estremecimiento de lo más inoportuno.
Afortunadamente, el hombre (¿caballero?) sentado al escritorio le dio otras cosas en que pensar. Levantó la vista al entrar ella, dejó la pluma a un lado y se levantó en todo su imponente metro ochenta y cinco de estatura.
A su regreso de Glossup Hall, Portia le había descrito a Stokes, pero como entonces Portia acababa de comprometerse con Simon Cynster, su descripción, ahora lo veía Penelope, había sido más bien somera.
Stokes era bastante fascinante, aunque no del mismo modo que Adair, ahora pegado a su derecha, gracias a Dios. De inmediato percibió que había algo enigmático en el inspector; si bien su mente captó en el acto ese dato estimulante, sus sentidos y sus nervios no se vieron afectados en absoluto.
Se adentró en el despacho, sonrió y le tendió la mano con gesto amable.
– Inspector Stokes.
El la estudió un instante antes de estrechársela. Lanzó una mirada rápida a Barnaby.
– La señorita Ashford, supongo.
– En efecto. El señor Adair y yo hemos venido para hablar con usted sobre nuestros niños desaparecidos.
El inspector titubeó y miró a su amigo, que no tuvo dificultad para descifrar las preguntas que asomaban a sus ojos.
– Esta señorita Ashford es incluso menos convencional que su hermana -explicó, dejando que Stokes entendiera su resignación, que no la había llevado allí de buen grado. Luego le ofreció una silla a su acompañante.
Penelope se sentó, sonriendo afablemente. Stokes hizo lo propio en su silla. Tras colocar otra junto a la de Penelope, Barnaby se sentó y cruzó las piernas. No albergaba dudas de que Penelope estaba resuelta a meterse de lleno en todos los aspectos de la investigación. Él y Stokes, llegado un momento, tendrían que trazar una línea y restringir su implicación, aunque todavía no había cavilado como hacerlo exactamente.
Por otra parte, hasta que llegara a un punto donde fuera peligro que ella prosiguiera, Barnaby no acertaba a ver ningún beneficio real en tratar de refrenarla.
– Recibí tu mensaje acerca de los Carter -le dijo el inspector. -Ésta mañana tuve que ir por otros asuntos al puesto de policía de Aldgate y comenté el asunto con el sargento de allí. -Miró a Penelope. Hemos de ser muy cautos para no poner sobre aviso a quienes nos interesa vigilar; si lo hacemos, perderemos toda posibilidad de rescatar a esos niños. Si la muerte de la señora Carter fuera inminente, montar guardia veinticuatro horas al día quizá merecería la pena. -Buscó los ojos de Penelope. -¿Sabe si se espera que fallezca pronto?
Penelope le sostuvo la mirada y luego miró a Barnaby.
– Después de haberla visto, más bien diría que no -dijo por fin.
– ¿De modo que quizá podrían pasar semanas, incluso meses, antes de que este niño, Jemmie, pase a ser un objetivo? -aventuró Stokes.
Penelope suspiró.
– Lo consulté con la señora Keggs, la gobernanta del orfanato, después de visitar a los Carter ayer. La señora Keggs ha estudiado enfermería. Hace poco fue a ver a los Carter y, en su opinión, confirmada por el médico que la asiste, a la señora Carter le quedan al menos tres meses de vida.
El inspector asintió.
– De modo que Jemmie Carter no corre un peligro inmediato, y montar un dispositivo de guardia para vigilarlo podría volverse contra nosotros. Sin embargo, si nuestras vías de investigación más directas fracasan, quizá debamos recurrir a él y a otros en su situación para encontrar una pista.
Recordando a Jemmie, viéndolo en su mente, Barnaby asintió a su pesar.
– Así es; montar guardia demasiado tiempo podría poner a los niños raptados en una situación más peligrosa. -Mirando a Stokes a los ojos, preguntó: -Si esta mañana has ido a un puesto de policía del East End «por otros asuntos», ¿debo colegir que has encontrado otra pista?
Stokes vaciló. Para Barnaby estaba claro que tanteaba cómo proceder ante Penelope; no sabía hasta qué punto debía hablar delante de ella. Penelope se le adelantó.
– Tenga la seguridad, inspector, de que nada de lo que diga me va a impresionar. He venido para ayudar en lo que esté en mi mano y estoy decidida a ver rescatados a nuestros cuatro niños y a los villanos desenmascarados.
Stokes enarcó una pizca las cejas pero inclinó la cabeza.
– Una postura digna de encomio, señorita Ashford.
Barnaby disimuló una sonrisa, estaba claro que su amigo había refinado su tacto.
– Muy bien. -Stokes apoyó los brazos sobre el escritorio y juntó las manos. Miró a Penelope y Barnaby. -Como dije ayer, tenía un contacto que esperaba pudiera ayudarme a establecer mejoría identidad y el paradero de maestros de ladrones que pudieran estar en activo actualmente en el East End. A través de mi contacto, me presentaron a un hombre que ha vivido toda su vida en la zona. Me dio ocho nombres, junto con algunas direcciones, aunque por la naturaleza de sus negocios estos delincuentes se trasladan sin parar, por lo que dudo que las direcciones vayan a sernos de utilidad.
Stokes sacó una hoja de un montón que tenía junto al secante.
– Esta mañana visité el puesto de Aldgate. La policía local verificó mi lista y añadió un nombre más. -Miró a Barnaby. -De modo que tenemos a nueve individuos que investigar. -Pasó la mirada a Penelope. -Pero de momento no hay ninguna garantía de que estos hombres estén implicados en el caso que nos ocupa.
Siguiendo la mirada de Stokes, Barnaby vio que Penelope asentía con expresión satisfecha.
– Ha hecho grandes progresos, inspector; ha ido más deprisa de lo que me habría atrevido a esperar. Entiendo que por el momento no hay nada seguro, pero ahora tenemos un sitio por dónde empezar, una vía para averiguar más sobre escuelas de ladrones en activo. Su contacto sin duda ha hecho avanzar nuestra causa, ¿puedo preguntarle el nombre? Me gustaría enviarle una nota del orfanato expresando nuestra gratitud. Nunca está de más alentar a las personas que te ayudan.
Barnaby hizo una mueca para sus adentros. Se irguió en el asiento, dispuesto a explicarle a Penelope que revelar contactos era algo que un investigador nunca hacía, cuando vio algo que le dejó sin habla.
Las enjutas mejillas de Stokes se estaban sonrojando.
Atento al fenómeno, fijándose en que Penelope ladeaba la cabeza por la misma razón, Barnaby volvió a apoyarse contra el respaldo y dejó a Stokes a su merced.
Enarcando las cejas, Penelope insistió:
– ¿Inspector?
Stokes lanzó una mirada a Barnaby, tan sólo para ver que no recibiría ayuda de su parte. Ahora estaba tan intrigado como Penelope. Apretando los labios, el inspector carraspeó y miró de hito en hito a Penelope.
– La señorita Martin, una sombrerera de St. John's Wood High Street, es originaria del East End. La conocí mientras investigaba otro crimen del que ella fue testigo. Cuando le presenté nuestro caso, me propuso presentarme a su padre; ha vivido en la zona toda su vida y ahora que está postrado en cama pasa la mayor parte de los días escuchando y hablando sobre lo que sucede en el barrio.
– ¿Él le dio los nombres? -preguntó Penelope.
Stokes asintió.
– No obstante, como he dicho, no hay garantías de que esa lista nos conduzca a los cuatro niños.
– Pero esos individuos, aunque no tengan ninguna relación con el caso, seguro que estarán al corriente de si hay alguien en activo en su negocio. Cabe que puedan ayudarnos a localizar a nuestro villano y así rescatar a los niños.
Stokes negó con la cabeza.
– No, no será tan fácil. Piénselo.
Barnaby se dio cuenta de que su amigo estaba perdiendo deprisa su renuencia a dialogar con Penelope; igual que Barnaby, estaba comenzando a tratarla como a una investigadora de su equipo.
– Si entramos en el East End -prosiguió Stokes- y preguntamos abiertamente si alguno de estos hombres actualmente tiene montada una escuela de ladrones, nadie lo admitirá. En cambio, al cuanto nos marchemos, cualquiera a quien hayamos interrogado mandará aviso a esos hombres de que andamos preguntando por ellos. Así es como funciona el East End. Es una zona con reglas propias que no alientan las intromisiones desde el exterior, menos aún de la pasma, que es como nos llaman. El resultado final de investigar abiertamente será que los delincuentes, sean los de nuestra lista u otros, cierren el negocio y se muden, llevándose a los niños consigo y poniendo aún más cuidado en no dejar rastro. -Echándose hacia atrás en la silla, Stokes negó con la cabeza. -Nunca los atraparemos si vamos por ahí haciendo preguntas.
Frunciendo el ceño, Penelope respondió:
– Entiendo. -Hizo una pausa breve entes de proseguir-En eso deduzco que se propone entrar en el barrio disfrazado, localizar a esos hombres y observar sus actividades a distancia, para así establecer si actualmente dirigen una escuela de ladrones y si nuestros niños están con ellos.
Stokes pestañeó y miró a Barnaby en busca de orientación. Como no estaba seguro de la dirección que seguía Penelope, Barnaby no pudo darle ninguna.
Cuando Stokes miró a la joven otra vez, ésta retuvo su mirada.
– ¿La señorita Martin le está ayudando en esa empresa?
El no pudo evitar abrir un poco los ojos; vaciló unos instantes y luego, a regañadientes, lo admitió.
– La señorita Martin ha convenido en ayudarnos a proseguir las pesquisas en la dirección que usted acaba de apuntar.
– ¡Estupendo! -exclamó Penelope radiante.
Al ver su sonrisa, el inspector no fue el único que se incomodó de repente. A la vista de su deleite, Barnaby notó que su intuición se ponía en alerta.
– Bien. -Penelope miró a Stokes, luego a Barnaby y de nuevo al inspector. -¿Cuándo vamos a reunimos con la señorita Martin pura trazar nuestro plan?
Petrificado, Barnaby no reaccionó con celeridad suficiente para Impedir que Stokes contestara.
– Tengo previsto reunirme con ella mañana por la tarde. -El inspector contemplaba a Penelope con una incredulidad mayor que la de Barnaby. -Pero…
– Usted no va a ir -terció Barnaby sin rodeos y con inquebrantable convicción.
Volviendo la cabeza, Penelope parpadeó.
– Claro que voy a ir. Tenemos que preparar cada detalle de los disfraces y decidir cómo es mejor trabajar para descubrir lo que necesitamos averiguar.
Stokes respiró hondo.
– Señorita Ashford, no puede aventurarse en el East End.
Ella volvió su mirada cada vez más oscura, hacia Stokes.
– Si una sombrerera de St. John's Wood puede transformarse en una mujer que pase desapercibida en el East End, seguro que sabrá disfrazarme igual de bien.
Barnaby se quedó literalmente sin palabras. Le constaba que Penelope se mofaría si la describía como una belleza, pero era el tipo de dama que, sin proponérselo, hacía volver la cabeza a los hombres. Y ése era un rasgo imposible de disfrazar. Penelope lo miró con dureza y dijo:
– Si el señor Adair, que estoy segura querrá sumarse a la cacería aunque igualmente deberá disfrazarse para ello, y yo nos sumamos a usted y la señorita Martin para hacer indagaciones, esas indagaciones darán resultado más pronto.
– Señorita Ashford. -Juntando las manos sobre el escritorio, Stokes hizo un valeroso esfuerzo para replegarse en una postura formal y autoritaria. -Sería desaprensivo por mi parte permitir que una dama como usted…
– Inspector -la voz de Penelope adquirió una meticulosa dicción que no admitía interrupciones, -se habrá dado cuenta de que el señor Adair está guardando silencio. Eso se debe a que sabe que discutir esta cuestión es inútil. No necesito su permiso ni el de él para investigar este asunto. Estoy decidida a ver a nuestros cuatro niños rescatados y a los villanos enjuiciados. Además, como administradora del orfanato, estoy moralmente obligada a hacer cuanto pueda en ese sentido. -Hizo una pausa y agregó: -Y estoy convencida de que si pido ayuda a la señorita Martin, me la prestará sin tener en cuenta lo que ustedes puedan pensar.
Barnaby entrevió su salvación, una salida para él y para Stokes. Atrajo la atención de su amigo.
– En vista de la obstinación de la señorita Ashford, tal vez deberíamos posponer la cuestión hasta reunimos con la señorita Martín.
De ese modo, sería ésta quien echaría el jarro de agua fría de la realidad sobre el entusiasmo de Penelope. Apenas dudaba que una sombrerera sensata y acostumbrada a lidiar con testarudas damas de alcurnia, sabría convencer a Penelope de que debía confiar la investigación a terceros. La señorita Martin seguro que sería más capaz de disuadir a Penelope que él mismo o Stokes.
Habiendo llegado a la misma conclusión, Stokes asintió lentamente.
– Me parece una sugerencia razonable.
– Bien. Asunto resuelto. -Penelope miró a Stokes. -¿A qué hora y dónde quedamos mañana?
Acordaron encontrarse frente a la tienda de la señorita Martin de St. John's Wood High Street a las dos de la tarde.
– Estupendo.
Penelope se levantó y estrechó la mano de Stokes. Al volverse hacia la puerta, vio que Barnaby la miraba.
– ¿Usted se queda o también se marcha, señor Adair?
– La acompaño a casa. -Barnaby aguardó a que se dirigiera hacia la puerta antes de cruzar una mirada de resignación con Stokes. -Nos vemos mañana.
Su amigo asintió.
– En efecto.
Barnaby se volvió y vio la espalda de Penelope, pero no le importó ir detrás de ella; la vista desde esa posición era compensación si luciente.
– ¿Grimsby? ¿Estás ahí, viejo?
Smythe iba encorvado para no darse contra las vigas de la planta baja de la casa de Grimsby. Se decía que Grimsby era dueño de todo el edificio, un destartalado inmueble de tres pisos en Weavers Street.
Tras oír la respuesta quejumbrosa procedente del primer piso, Smythe aguardó junto al polvoriento mostrador. A su alrededor toda clase de mercancías viejas obstruían el suelo, amontonadas aquí y allí sin ningún orden aparente. Grimsby sostenía que vendía bibelots pero Smythe tenía constancia de que la mayoría de los objetos con que se comerciaba en la tienda eran robados. En ocasiones, él mismo había birlado alguno.
Unos trabajosos pasos en la escalera del fondo de la tienda inundaron el descenso del propietario al local de la planta baja. El piso de arriba era donde los niños que Grimsby tutelaba aprendían las lecciones. Y la buhardilla superior, oculta salvo si sabías dónde mirar, era donde los niños dormían.
Smythe se irguió en cuanto Grimsby apareció entre la polvorienta penumbra. Se estaba haciendo mayor y lucía una panza considerable, pero en los ojos redondos como cuentas que estudiaban a Smythe brillaba una chispa de inteligencia.
– Smythe, ¿qué andas buscando?
– Traigo un mensaje de nuestro amigo común.
La expresión de Grimsby, de astuta y maliciosa avaricia, no se alteró.
– ¿Qué quiere?
– La seguridad de que suministrarás las herramientas para su asunto según lo acordado.
Las facciones de Grimsby se relajaron. Encogió los hombros.
– Puedes decirle que no hemos tenido dificultades. Smythe entornó los ojos. -Pensaba que te faltaban dos niños.
– Sí, es verdad. Pero a no ser que haya cambio de planes, aún tenemos tiempo de sobra para pillar a dos más y entrenarlos.
Smythe titubeó y volvió la vista hacia la entrada de la tienda para comprobar que no había nadie merodeando. Bajó la voz.
– ¿Sigues recogiendo huérfanos?
– Sí, es nuestra mejor fuente. Antes los teníamos que coger de las calles, y siempre había el riesgo de levantar un revuelo. En cambio, nadie se inquieta porque nos llevemos a los huérfanos del barrio.
– ¿Y qué perspectivas tienes para estos dos últimos? ¿Cuándo los tendrás?
Grimsby vaciló un momento y luego, entornando los ojos, dijo:
– Yo no te digo cómo llevar tus asuntos, ¿verdad?
Smythe se irguió.
– No me vengas con ésas, Grimsby. Soy yo quien tiene que tratar con Alert. Y lo que se trae entre manos es grande.
– Ya, ¿y quién te propuso para eso, eh?
– Tú, viejo depravado, razón de más para que te haga cumplir la promesa de conseguirme ocho niños. Ocho, todos bien entrenados y con la boca cerrada. Y eso lleva tiempo… un tiempo que se te está acabando.
– ¿Para qué diablos necesitáis ocho? Es la primera vez que me entero de un asunto que necesite ocho a la vez.
– ¡A ti qué te importa! Alert lo quiere así y ya está. Grimsby le miró receloso.
– ¿Te propones abandonar a los chavales a su suerte?
– No es mi intención. Pero no quiero tener que decirle a Alert que no puedo acabar sus encargos porque un niño se ha quedado atascado en una ventana o se ha tropezado con un lacayo al salir. Entrenados o no, cometen errores, y Alert, como bien sabes, no es un hombre indulgente.
– Sí, bueno, ésa es la única razón por la que he salido de mi retiro, para apaciguar al maldito señor Alert.
Smythe estudió el rostro de Grimsby.
– ¿Qué cuentas tenéis que ajustar, viejo?
– ¡Ahora es a ti a quien no le importa! Te puse en contacto con él y os conseguiré los chavales, y ahí acabo yo.
– Justo lo que Alert quería que te recordara. -La mirada de Smythe se endureció. -¿Qué hay de esos dos últimos niños? Los necesito, quiero poder decirle a Alert que ya tenemos los ocho.
Grimsby lo miró fijamente un momento y luego dijo:
– Las calles están llenas de huérfanos pero no del tipo que necesitamos. Todos son torpes como bueyes o simplones o cosas peores. Unos inútiles, eso es lo que son. -Hizo una pausa y acto seguido se aproximó a Smythe y bajó la voz. -Cuando te dije que tendría a los ocho, tenía a ocho en mente. Ahora tengo seis. Pero estos dos últimos… Ahora resulta que sus parientes enfermos no están tan enfermos como me habían dicho.
Smythe interpretó la expresión de Grimsby, descifró la mirada de sus ojillos redondos, leyendo entre líneas. Pensó en Alert y en su partida de apuestas altas.
– Entonces… ¿cuán enfermos están esos parientes moribundos? O mejor dicho, ¿cómo se llaman y dónde viven?
A lo largo del día siguiente, domingo, Penelope se vio obligada armarse de paciencia, hasta que por fin ella y Barnaby, es decir, Adair, llegaron a St. John's Wood High Street. Avisado de que debía detenerse ante la sombrerería, el coche de punto aminoró la marcha mientras el cochero escrutaba las fachadas.
Se detuvo ante una tienda pintada de blanco con un único escaparate. Las persianas tapaban el interior pero el rótulo que colgaba ondina de la puerta rezaba «Griselda Martin, sombrerera».
Barnaby, es decir, Adair, se apeó y la ayudó a bajar. Mientras él pagaba al cochero, Penelope se acercó a los tres escalones de la tienda, luego se volvió y vio que Stokes venía a su encuentro calle abajo. La saludó cortésmente inclinando la cabeza.
– Señorita Ashford. -Por encima del hombro, saludó a Barnaby. -La señorita Martin nos está esperando.
Penelope tiró de la campanilla que había junto a la puerta, que repicó en el interior.
Unos pasos ligeros se acercaron presurosos a la puerta. Se oyó un chasquido y la hoja de abrió hacia dentro. Penelope vio unos preciosos ojos azules engastados en una dulce cara redonda de mejillas sonrosadas. Sonrió.
– Hola. Usted debe de ser la señorita Martin.
La mujer pestañeó y luego vio a Barnaby y Stokes en la acera. El inspector se acercó.
– Señorita Martin, le presento a…
– Penelope Ashford. -Dando un paso al frente, la joven le tendió la mano. -Encantada de conocerla.
La señorita Martin miró la mano de Penelope, la estrechó con gesto vacilante y añadió una reverencia por si acaso.
– No, no. -Penelope entró en la tienda arrastrando a la señorita Martin consigo. -Dejémonos de ceremonias. Ha sido usted muy amable al ayudarnos a rescatar a nuestros niños desaparecidos. Le estoy profundamente agradecida.
Siguiendo a Penelope al interior, Barnaby vio la extrañeza que causaba el plural en los ojos de Griselda Martin. Cuando ésta lo miró a él, Barnaby sonrió de modo tranquilizador.
– Barnaby Adair, señorita Martin. Soy amigo de Stokes e, igual que la señorita Ashford, que es la administradora del orfanato adónde iban a ir los niños, agradezco sinceramente su colaboración.
Stokes cruzó el umbral y cerró la puerta, llamando la atención de la señorita Martin.
– Confío en que disculpe esta invasión, señorita Martin, pero…
– La verdad, señorita Martin-interrumpió Penelope, -es que insistí tanto que el inspector no tuvo más remedio que permitirme venir a conocerla, junto con el señor Adair. Estoy absolutamente decidida, a rescatar a los cuatro niños que nos han arrebatado, y deduzco que usted tiene un plan para entrar en el East End y buscar pistas de la escuela de ladrones donde probablemente han sido matriculados.
Barnaby tuvo la súbita premonición de que dejar que Penelope hablara libremente con la señorita Martin conduciría al desastre. Pero entonces la sombrerera frunció el entrecejo y esperó estar equivocado.
Penelope no había apartado la mirada del rostro de la señorita Martin. En respuesta a su expresión ceñuda, asintió.
– Por cierto, apuesto a que se estará preguntando por qué una dama de mi posición muestra tanto interés por conseguir el bienestar de cuatro niños del East End. La respuesta es bastante simple. Aunque no hayan sido entregados al orfanato como estaba previsto, eso no impide que estuvieran a nuestro cargo. Esos niños son pupilos nuestros y, como administradora de la institución, no voy a darles la espalda y permitir que se los lleven, negándoles la vida que sus padres dispusieron para ellos, dejando que los reclute un hatajo de criminales. Ése no era el destino que les estaba reservado y si es necesario removeré cielo y tierra para devolverlos al buen camino.
Observando su rostro, Barnaby comprendió que al decir «cielo y tierra» lo decía en sentido literal. La fiereza que brillaba en sus ojos castaños y que tensaba sus facciones daba fe de su resolución y férrea determinación.
Dicho esto, Penelope sonrió, desterrando la imagen de diosa guerrera.
– Espero que comprenda, señorita Martin, que simplemente no puedo quedarme en casa mano sobre mano, aguardando novedades. Si hay alguna cosa que yo pueda hacer para ayudar a localizar a esos niños y rescatarlos, y creo que la hay, entonces mi sitio está aquí, haciéndola.
Detrás de él, Barnaby oyó que Stokes se movía inquieto. Era obvio que no había previsto que Penelope apelara a la señorita Martin, y mucho menos con semejante fervor. Pese a haber visto con bastante claridad adonde conducirían los métodos de persuasión de Penelope -a ella entrando disfrazada en el East End, -Barnaby, aunque a su pesar, tuvo que admirar su honestidad, así como su estrategia.
La señorita Martin había permanecido callada durante toda la declaración de Penelope y ahora le estaba estudiando el semblante. Ya no fruncía el entrecejo pero la duda persistía en sus ojos.
Barnaby estuvo tentado de decir algo, de intentar poner sordina a la arenga de Penelope, pero intuyó que si hablaba posiblemente conseguiría lo contrario. Estaba seguro de que Stokes opinaba lo mismo; con su característica franqueza, Penelope había trasladado la discusión a un plano en el que ellos, meros hombres, casi no contaban.
Todo dependía de cómo reaccionara la señorita Martin a las palabras de Penelope.
Ésta ladeó la cabeza sin apartar la mirada del rostro de la sombrerera.
– Confío en que deje a un lado cualquier reserva que pueda tener por mi condición social, señorita Martin. Poco importa la calidad de nuestros vestidos: ante todo somos mujeres.
Una sonrisa fue iluminando poco a poco el semblante de la otra.
– En efecto, señorita Ashford. Siempre he sido del mismo parecer. Y, por favor, llámeme Griselda.
La joven sonrió de oreja a oreja.
– Sólo si usted me llama Penelope. ¡Bien! -Se volvió con un ademán elocuente hacia Barnaby y Stokes, y luego miró de nuevo a Griselda. -Manos a la obra.
Barnaby cruzó con su amigo una mirada de aprieto; Penelope había ganado aquella escaramuza sin necesidad de disparar un solo tiro. Pero la batalla aún no había terminado.
Griselda señaló hacia la trastienda.
– Si tienen la bondad de subir a mi salita, podremos sentarnos y buscar la mejor manera de organizarlo todo.
Rodeó el mostrador y apartó la pesada cortina. Detrás había una pequeña cocina con una gran mesa de pino llena de plumas, cintas, encajes y cuentas.
Penelope inspeccionó aquel revoltijo de artículos femeninos.
– ¿Decora todos sus sombreros usted misma?
– Así es. -Griselda enfiló un estrecho tramo de escaleras, -Tengo dos aprendizas pero hoy no trabajan.
Subió los peldaños, seguida por Penelope. Barnaby pasó el siguiente; la escalera era tan angosta que él y Stokes tuvieron que ladear los hombros.
En lo alto, Barnaby entró en una acogedora salita que un saliente extendía sobre la entrada de la tienda. En el lado opuesto, un tabique limitaba el espacio. A través de una puerca abierta entrevió un dormitorio con una ventana estrecha que daba al patio trasero.
Siguió a las mujeres hasta un sofá y dos sillones desparejados dispuestos en torno a una pequeña chimenea. Un montoncito de carbón seguía encendido, emitiendo un poco de calor, lo justo para templar la estancia. Barnaby echó un vistazo a la capa forrada de piel de Penelope; aún la llevaba abrochada, no cogería frío. El y Stokes se habían desabrochado sus sobretodos, pero se los dejaron puestos al sentarse.
Griselda Martin, con un chal de lana sobre los hombros, se dejó caer en un sillón y Penelope eligió el extremo del sofá más cercano A ella. Barnaby se sentó a su lado; Stokes ocupó el otro sillón.
– Stokes nos ha explicado la situación -dijo Barnaby. -Debemos recabar información sobre los individuos que ha identificado, pero tenemos que hacerlo sin levantar sospechas, ni en esos individuos ni en nadie más, a riesgo de perder a los niños para siempre.
Griselda asintió.
– Lo que iba a sugerir… -Miró a Stokes, que asintió para que prosiguiera. Ella tomó aire y dijo: -Hay mercados en Petticoat Lane y en Brick Lane. Casi todos los hombres que mi padre menciono trabajan en esa zona y sus alrededores. Ambos mercados estarán muy concurridos mañana; si yo voy y finjo interés por distintas mercancías, no me costará mucho indagar sobre fulano o mengano aquí y allá. La gente pregunta sin parar por sus conocidos en los puestos. Como tengo el acento apropiado, a nadie le extrañará que pregunte; contestarán sin tapujos, y sé cómo animar a cualquiera que sepa algo para que me lo cuente todo.
Miró a Stokes.
– El inspector ha insistido en que me acompañará, dado que estoy colaborando en una investigación policial. -Volvió a mirar a Penelope y Barnaby, sólo que ahora con expresión preocupada. -Sin embargo, no me parece prudente que ninguno de ustedes dos venga con nosotros. En cuanto la gente los vea sabrá que hay gato encerrado; se limitarán a observar y no dirán palabra.
Barnaby miró a Penelope. Él tenía intención de acompañar a Stokes y Griselda. Stokes le había visto disfrazado y le constaba que podía transformarse. Pero si aún cabía alguna posibilidad de que Penelope aceptara la advertencia de Griselda y se aviniera a no ir al East End… no había motivo para desvelar sus planes.
Le joven miró de hito en hito a la anfitriona.
– Usted es sombrerera, de modo que sabe cómo un simple cambio de sombrero puede modificar la apariencia de una mujer. Sabe hacer que una mujer tenga un aspecto soso o que parezca despampanante. -Sonrió; fue un gesto breve y encantador. -Considéreme un reto a su habilidad: necesito que cree un disfraz que me permita moverme por los mercados del East End sin llamar la atención.
Griselda le sostuvo la mirada y luego la escrutó abiertamente. Entornó los ojos, pensativa.
Barnaby contuvo el aliento. Una vez más estuvo tentado de hablar para decir lo evidente: que ningún disfraz disimularía adecuadamente la asombrosa vitalidad de Penelope y mucho menos su innata elegancia aristocrática. Y una vez más la intuición le advirtió que mantuviera la boca cerrada. Cruzó una mirada con Stokes; su amigo estaba igualmente sobre ascuas, deseoso de influir en el desenlace pero sabiendo que estaban condenados al fracaso si lo intentaban.
Penelope resistió el escrutinio de la sombrerera sin alterarse lo más mínimo.
Finalmente, Griselda se pronunció:
– Nunca pasará por una vecina del East End.
Barnaby tuvo ganas de aplaudir.
– Pero -prosiguió Griselda, -con la ropa adecuada, el sombrero y el chal adecuados, podría tomarse por una florista de Covent Garden. Acuden a los mercados bastante a menudo en busca de clientes aprovechando las horas en que los encopetados no abundan en su ronda habitual, y, lo más importante, muchas de ellas son… bueno, hijas ilegítimas, así que sus rasgos no la señalarán como impostora.
Barnaby lanzó una mirada horrorizada a Stokes, que se la devolvió con creces.
Entonces Griselda hizo una mueca.
– Sea como fuere, aunque pudiéramos disfrazar su apariencia, se delatará en cuanto abra la boca.
Barnaby miró a Penelope esperando verla abatida por la decepción. En cambio, resplandecía.
– Por mí no te apures, encanto, -su voz sonó bastante distinta; seguía siendo ella, pero una ella diferente. Sé hablar la tira de idiomas: latín, griego, italiano, español, francés, alemán y ruso entre otros; así que el East End para mí sólo es otro idioma, y además fácil porque lo oigo a diario.
Barnaby estaba impresionado. Cruzando los brazos, se recostó en el sofá. Miró a Stokes, vio su propia consternación reflejada en sus ojos y se encogió de hombros. Al final, habían perdido la batalla.
Griselda parecía asombrada.
– Ha sido… perfecto. Si no la hubiese estado mirando, habría pensado que era de… no sé, de algún lugar cercano a Spitalfields.
– Estupendo. De modo que con el disfraz adecuado estaré en condiciones de ayudar a recabar la información que necesitamos. -Miró a Barnaby y le preguntó con dulzura: -Supongo que usted también nos acompañará, ¿verdad?
El la miró entornando los ojos.
– Cuente con ello. -Miró a Griselda. -No se preocupe por mí; Stokes puede confirmar que mi disfraz es bueno.
El inspector asintió.
– Igual que el mío. -Y a Griselda le dijo: -Ya lo hemos hecho antes.
La sombrerera le estudió el semblante y luego asintió.
– Muy bien. -Volvió a mirar a Penelope. -O sea que tenemos que preparar su disfraz.
Finalmente decidieron que Griselda pediría una falda, una blusa y una chaqueta a las sirvientas de una casa cercana.
– Les hago sombreros por Pascua; estarán encantadas de ayudar. Y tienen su misma talla.
Zanjado el asunto, Stokes sacó la lista de nombres. Él y Griselda decidieron el orden más acertado para abordar la lista.
Finalmente, convinieron en reunirse en la tienda a las nueve en punto de la mañana siguiente.
– Así tendré tiempo de organizar el trabajo de las aprendizas. Luego tendremos que disfrazarla -dijo a Penelope- y después ir ti Petticoat Lane. Deberíamos llegar hacia las diez y media, una buena hora para empezar a moverse entre los puestos. Para entonces ya estará tan concurrido que será fácil perdernos entre el gentío.
Una vez todo acordado, se dieron la mano, ambas mujeres a todas luces complacidas de haberse conocido, y luego bajaron en fila a la tienda.
Griselda los acompañó hasta la puerta. Siguiendo a Penelope y Barnaby, Stokes hizo una pausa en el umbral para comentar algo con Griselda.
El coche de punto estaba aguardando para llevar a Barnaby y Penelope de regreso a Mayfair; él la ayudó a subir, montó y cerró la portezuela.
Se dejó caer en el asiento al lado de ella y mantuvo la vista al frente, reflexionando, sin tenerlas todas consigo, sobre qué les iba a deparar el día siguiente.
A su lado Penelope continuaba radiante, irradiando un impaciente entusiasmo.
– Los disfraces darán buen resultado, no hay de qué preocuparse.
Barnaby cruzó los brazos.
– No estoy preocupado -repuso, pero su tono dio a entender que estaba mucho más que eso.
– No tiene por qué venir si no quiere. Estaré a salvo con Griselda y Stokes. Al fin y al cabo, es policía.
El se las arregló para no gruñir.
– No faltaré. -Tras un momento de silencio, añadió cansinamente: -De hecho, iré pegado a usted. -Se fue poniendo furioso a medida que pensaba en el asunto. -¿Se imagina lo que diría su hermano si supiera que vamos a entrar en tropel en el East End con usted disfrazada como una «florista» de Covent Garden? -Dichas floristas solían calificarse con más exactitud como «furcias» de Covent Garden.
– Pues lo cierto es que sí-contestó Penelope, impasible. -Se pondría pálido, como hace siempre que refrena su genio, luego discutiría con esa voz tensa y espantosamente controlada que tiene, y después, tras perder la discusión, levantaría los brazos al cielo y se marcharía hecho una furia.
Penelope lo miró de reojo; aunque Barnaby se negó a volverse, adivinó que aquello le parecía gracioso.
– ¿Es lo mismo que va a hacer usted?
Apretando los labios y la mandíbula, Barnaby reflexionó y luego contestó sin alterarse.
– No. Discutir con usted es una pérdida de tiempo.
Tratar a Penelope como él prefería, sobre una base lógica, racional, nunca le resultaría ventajoso. Con otras damas, los planteamientos lógicos y racionales le dejaban con la sartén por el mango, pero con ella no. Era una maestra consumada en el uso de la lógica y la razón para sus propios fines, tal como acababa de demostrar.
Cruzado de brazos, mantuvo la expresión ceñuda mirando al I rente, ignorando el efervescente triunfo que borboteaba a su lado.
Tanto él como Stokes habían sucumbido al deseo de Penelope de conocer a Griselda contando con que, en el mejor de los casos, habría cierta tirantez entre ambas. En cambio, Penelope había tendido puentes sin el menor esfuerzo para salvar el abismo social que las separaba; y había sido ella quien lo había hecho, no Griselda. Ésta había observado y aguardado, pero la joven había hecho el esfuerzo necesario, de modo que ahora había una amistad en ciernes, una relación que nadie podría haber predicho.
Así pues, donde él y Stokes habían sido un equipo de dos ahora había un equipo de cuatro.
Se había hecho a la idea de ir al East End con su amigo; ambos habían trabajado disfrazados con anterioridad. Pero siendo cuatro… La búsqueda sería más rápida, eso sí. La impostación de Penelope del acento del East End había sido asombrosamente buena. Desde luego podía pasar por una lugareña incluso mejor que él. Si los cuatro se separaban, liquidarían la lista de Stokes más deprisa.
Tener a Penelope y Griselda en el equipo les ayudaría a localizar a los cuatro niños desaparecidos mucho antes.
Y, dejando a un lado las discusiones, aquél era su objetivo común.
Levantó la vista cuando el carruaje se inclinó al doblar una esquina; ya habían llegado a Mount Street. Con la mirada en las fachadas mientras el coche aminoraba, dijo:
Mañana por la mañana pida a su lacayo que llame a un coche de punto a las ocho y media. Cuando llegue, dé la dirección de Griselda al conductor y monte.
El coche se detuvo. Al incorporarse para abrir la portezuela, miró a Penelope a los ojos.
Yo me reuniré con usted en el mismo coche.
Enarcando las cejas, ella le estudió el semblante. Barnaby pasó delante, se apeó, la ayudó a bajar, pagó al cochero y la acompañó hasta la puerta de casa de su hermano.
Esperaba que ella le preguntara, que le exigiera saber qué tenía en mente. En cambio, se volvió hacia él con una sonrisa confiada y le dio la mano.
– Hasta mañana, pues. Buenas tardes, señor Adair.
Sintiéndose engañado sin saber por qué, él hizo la preceptiva reverencia. El ayuda de cámara abrió la puerta; dedicó una inclinación de cabeza a tan ilustre personaje, dio media vuelta, bajó la escalinata y se marchó a grandes zancadas.