Penelope pasó la mañana siguiente intentando concentrarse en la rutina del orfanato. No tenía nada inusual entre manos, y asuntos tales como decidir a qué proveedor pasar el próximo pedido de toallas no le exigían lo suficiente como para apartar la mente de los pensamientos que en verdad la ocupaban.
Cuando había descubierto la desaparición de Dick, en cierto sentido se sintió responsable. Lógicamente, sabía que no era culpa suya pero, no obstante, tuvo la impresión de que, de un modo u otro, tendría que haberla evitado.
Perder a Jemmie no había hecho sino acrecentar ese sentimiento. Al asesinar a su madre y raptar al niño, Smythe y Grimsby, y por extensión Alert, habían cargado directamente contra ella. A partir de ahí, la investigación había tomado un cariz muy personal.
Ahora, con tantas vías agotadas o cerradas para ellos por las razones que fueren, la consumía una especie de frustración rociada de espanto.
Tenían que encontrar y rescatar a Jemmie y Dick, costara lo que costase. Sin embargo, por más que se devanara los sesos, no se le ocurría nada que hacer para lograrlo, no veía hacia dónde tirar.
– ¿Hay noticias sobre esos dos niños, señora?
Levantó la vista y consiguió son reír brevemente a la señora Keggs.
– Por desgracia, no.
La matrona suspiró y meneó su cabeza entrecana. -Menuda preocupación, dos chiquillos inocentes en manos de un asesino.
– En efecto. -Consciente de que debía hacerlo para mantener alta la moral del personal, Penelope adoptó una expresión confiada. -El señor Adair, el inspector Stokes, yo misma y otras personas estamos haciendo todo lo posible para localizar a Dick y Jemmie.
– Sí, lo sé; y es un alivio saber que no han sido olvidados. -La señora Keggs juntó las manos. -Todos rezaremos para que tengan éxito, y pronto.
Tras una inclinación, la señora Keggs se retiró.
Perdiendo su fingida confianza, Penelope hizo una mueca mirando hacia la puerta.
– Yo también, Keggs. Yo también.
Rezar, según parecía, era lo único que podía hacer.
– No se me ocurre nada. -Stokes, paseándose por su despacho, lanzó una penetrante mirada a Barnaby, una vez más sentado en el borde de su escritorio. -¿Y a ti?
Su amigo meneó la cabeza.
– Lo hemos repasado cien veces. Smythe tiene a los niños y, excepto si el Todopoderoso decide intervenir, no tenemos posibilidad de dar con él en un plazo breve.
– Y un plazo breve es cuanto tenemos.
– Así es. Alert… Ahora tenemos una idea más aproximada del juego que se trae entre manos, cada vez estoy más seguro de que le identificaremos a tiempo. -La voz de Barnaby se endureció. -De nuevo se trata de lograrlo a tiempo. Montague ha enviado un mensaje esta mañana; sus indagaciones confirman que los once caballeros sospechosos están en mayor o menor grado endeudados. Teniendo en cuenta su edad y que todos son solteros, tampoco es que resulte sorprendente. No obstante, la importancia de esas deudas depende de las circunstancias de cada uno de ellos, y Montague todavía no ha tenido tiempo de esclarecer esa cuestión. Dice que le llevará días, como mínimo.
El inspector hizo una mueca.
– Ninguno de mis contactos ha encontrado indicios de que alguno de los once esté implicado en asuntos turbios.
Barnaby negó con la cabeza.
– Dudo mucho que Alert se haya rebajado a cometer delitos menores o a tratar con criminales en el pasado. Es listo y prudente aunque cada vez se esté poniendo más gallito. Stokes gruñó sin dejar de caminar.
– Tiene derecho a ponerse gallito. Por el momento, nos ha ganado todas las manos.
Barnaby no contestó. Por primera vez en su carrera de investigador no tenía ningún as en la manga, al menos en lo que a localizar a los niños atañía. A Alert lo perseguiría y tarde o temprano caería en sus manos, pero en cuanto a rescatar a los pequeños. Había hecho una promesa a la madre de Jemmie e incluso al propio niño. Perder a Jemmie, que siguiera secuestrado y por tanto no pudiera cumplir su promesa, le pesaba como un sombrío plomo en el alma, en su honor.
Para colmo de desdichas, la pérdida de Dick y Jemmie estaba poniendo a Penelope terriblemente inquieta. Igual que él, no llevaba bien el fracaso.
Y esta vez el fracaso les estaba mirando a la cara. Stokes seguía yendo de acapara allá. A todos ellos, verse obligados a aguardar sin hacer nada, conscientes de la situación en que se hallaban los niños, les consumía los nervios. Y el tiempo se estaba agotando. Ahora los niños habían robado casas junto con Smythe y no sería raro que éste, sabiendo que los estaban buscando, los viera como una amenaza en potencia.
Ahora que Alert había llevado a cabo su plan y conseguido sus robos con escalo, aunque sólo estuvieran al corriente de uno. De repente, Barnaby volvió a centrar su atención en su amigo. -¿Es posible que Smythe cometiera los ocho robos en una noche?
Stokes se detuvo y lo miró parpadeando.
– ¿Con dos niños? No.
– ¿No? ¿Seguro?
El otro entendió lo que quería decir. Se le iluminó el semblante.
– No, maldita sea; es materialmente imposible. Lo cual significa que si Alert se está ciñendo a su plan de cometer ocho robos…
– ¿Y por qué no iba a hacerlo, viendo que su estratagema le está dando un resultado perfecto?
Stokes asnillo.
Entonces le quedan al menos tres robos por cometer.
– ¿Cinco es el máximo en una noche?
– Cuatro es más razonable, sobre todo si tiene que usar niños en todos. Según Grimsby, tal es el caso.
– De modo que la serie de robos de Alert aún no ha concluido, lo cual significa que como mínimo tenemos una noche más y cuatro posibles robos más durante los cuales podríamos atraparlos.
El inspector hizo una mueca.
– Yo no contaría con que Smythe se equivoque.
– No tiene por qué hacerlo él.
Stokes enarcó las cejas.
– ¿Los niños?
– Siempre cabe la posibilidad. Y si hay posibilidad, hay esperanza. -Barnaby reflexionó un momento y, al cabo, se levantó y cogió el abrigo. -Me voy a ver a un hombre para comentar otra clase de posibilidad.
– ¿Sólo te ha dicho eso? ¿Y has dejado que se fuera sin más?
Penelope miraba a Stokes con patente indignación. El encogió los hombros y cogió otro crepé.
– Si con sus pesquisas se entera de algo útil ya me lo contará. Entretanto, con los robos pendientes tengo bastante en que pensar.
Penelope refunfuñó. Salvo Barnaby, volvían a estar reunidos en la sala de Griselda. En esa ocasión, la anfitriona había preparado crepés como los que Penelope tomaba de niña. Resultaba reconfortante estar acurrucada en el sofá de Griselda, tazón de té en mano, picando y bebiendo, pero no así compartir su desaliento.
– Joe y Ned Wills han pasado a verme esta mañana -dijo Griselda. -No hay novedades, pero me han dicho que todo el East End está con los ojos bien abiertos. En cuanto Smythe suelte a los niños, daremos con ellos en cuestión de horas.
Stokes suspiró.
– No lo hará.
– ¿No los soltará? -preguntó Penelope mirándolo fijamente.
Poniéndose muy serio, el inspector meneó la cabeza.
– Sabe que los estamos buscando. O bien se quedará con ellos para cometer otros robos, o se librará de ellos de modo que no representen una amenaza para él. Quizá se los lleve a Deptford o Rotherhithe y los coloque de aprendices o grumetes en barcos carboneros. Obtendrá dinero a cambio de ellos y al mismo tiempo se asegurará de que no le vayan con cuentos a nadie hasta dentro de mucho.
Una llamada a la puerta de la calle hizo que Griselda bajara a abrir; regresó seguida por Barnaby.
A Penelope le pareció verle más resuelto de lo que esperaba. Barnaby se sirvió tres crepés y Griselda le dio un tazón de té. Bebió unos sorbos mientras ella le decía:
– Estábamos comentando lo que Smythe hará con los niños. Stokes piensa que quizá los enrole como grumetes.
El miró a su amigo.
– ¿No pensarás que vaya a matarlos? -insistió la sombrerera. Ésa era la pesadilla que acechaba en los recovecos de su mente.
Stokes la miró a los ojos con firmeza.
– No puedo decir que no vaya a hacerlo. Si se siente realmente amenazado por ellos, quizá lo haga. -Miró a Barnaby. -¿Dónde has estado?
El interpelado dejó su tazón.
– Consultando con lord Winslow; toda una autoridad en cuestiones legales. Si puede demostrarse que los niños, como menores actuando bajo coacción de un adulto, fueron obligados a robar casas en contra de su voluntad, y eso podemos demostrarlo mediante testimonios que incluyen el mío y el de la señorita Ashford, serán absueltos del delito y podrán declarar contra su raptor.
La expresión de Stokes devino aún más sombría.
– O sea que si damos con ellos representarán una verdadera amenaza para Smythe.
Barnaby asintió. Buscó los ojos de Penelope.
– Serán considerados inocentes sólo si logramos encontrarlos. Pero tenemos que encontrarlos pronto y arrebatárselos a Smythe. Quizás él no sepa qué significa «bajo coacción», a saber, que los niños pueden declarar contra él sin implicarse ellos mismos, pero saben demasiado y, al igual que Grimsby, Smythe sabrá de sobra que se puede pactar con la policía. Dará por sentado que se alentará a los niños para que cuenten todo lo que saben a cambio de una sentencia más leve. -Serio, le sostuvo la mirada. -Lo cual significa que para Smythe, lo mire como lo mire, Jemmie y Dick representarán una verdadera amenaza en cuanto termine los robos de Alert.
Aquel resumen y sus consecuencias los enfrentaron a la cruda realidad.
Repasaron cuanto sabían una vez más. Por desgracia, saber que iban a tener lugar más robos no servía para impedirlo, como tampoco para localizar a Smythe y los niños.
– Hay que admitir que Alert lo tiene todo bien atado. -Stokes dejó su tazón. -Ha previsto lo que nosotros, la policía, íbamos a hacer, y desde el principio ha jugado con ventaja.
Siguieron hablando hasta encontrarse de nuevo en un punto muerto. Penelope miró por la ventana y vio que el día gris había dado paso a una tarde aún más fea. Suspiró, dejó su tazón en la mesa y se levantó.
– Debo marcharme. Esta noche tengo otra cena para recaudar fondos.
Barnaby le escrutó el semblante. También dejó su tazón y se puso en pie.
– Te acompaño a casa.
Una vez más tuvieron que caminar hasta más allá de la iglesia y su camposanto para buscar un coche de punto. Ya en camino hacia Mount Street, Barnaby estudió su perfil y luego le cogió una mano, se la llevó a los labios y le besó con delicadeza los dedos.
Ella le lanzó una prolongada mirada inquisitiva.
Él sonrió.
– ¿Qué cena es ésa?
– La de lord Abingdon, en Park Place. -Suspiró mirando al frente. -Portia es quien organiza estas veladas, ¡y luego se marcha al campo con Simon y a mí me toca asistir! -Hizo una pausa -Nunca la había echado tanto de menos como ahora. Detesto tener que concentrarme en cumplidos y conversaciones corteses cuando hay asuntos mucho más importantes que atender.
Acariciándole los dedos con ademán tranquilizador, Barnaby dijo:
– En realidad esta noche no podemos hacer nada. No sabemos cuándo se propone llevar a cabo los próximos robos Alert ni si los repartirá en más de una noche; ni siquiera sabemos cuántos de los ocho previstos tiene aún pendientes Smythe. Si Alert está bien relacionado con la policía, sabrá que no van a actuar hasta recibir respuesta del marqués a propósito de esa urna. E incluso entonces, ¿qué van a hacer? Desde el punto de vista policial, la situación es diabólicamente difícil.
Penelope recostó la cabeza contra el respaldo almohadillado.
– Ya lo sé. Y lord Abingdon es una buena persona que nos ayuda en varios frentes. No debería tomarla con él esta noche. -Al cabo de un momento agregó: -Por desgracia, mamá no puede asistir; esta mañana se ha enterado de que una vieja amiga está enferma y se ha marchado a Essex a verla porque pronto tendremos que irnos a Calverton Chase.
El tiempo se estaba acabando en más de un frente.
– Conozco a Abingdon bastante bien. Le ayudé a resolver un asunto de menor importancia hace algún tiempo. -Cuando ella se volvió, él la miró a los ojos. -Si te apetece, esta noche te acompaño.
Penelope le estudió la expresión; luego sus labios se curvaron ligeramente.
– Sí. Me encantaría.
Barnaby sonrió. Alzándole la mano, le besó los dedos otra vez.
– Iré a recogerte a las… ¿siete?
Sonriendo más abiertamente, ella asintió.
– Sea.
A las once de aquella noche, tras una agradable cena con lord Abingdon y dos amigos que, al igual que su señoría, sentían un especial interés por obras de beneficencia, Barnaby y Penelope bajaron la escalinata de su residencia londinense para encontrarse con que la niebla había escampado, dejando una noche fría y despejada.
– ¡Vaya!, incluso pueden verse las estrellas. -Penelope se colgó del brazo de Barnaby. -No nos molestemos en buscar un coche; será agradable dar un paseo.
Barnaby le echó un vistazo cuando echaron a andar por la acera.
– Tendremos que cruzar medio Mayfair para ir hasta Mount Street. ¿No será que, por casualidad, esperas tropezarte con Smythe por el camino?
Penelope enarcó las cejas.
– Por raro que te parezca, no se me había ocurrido esa idea. -Lo miró sonriendo-No pensaba caminar hasta Mount Street. Jermyn Street queda mucho más cerca.
Así era. Barnaby parpadeó.
– Pero tu madre…
– Está en Essex.
Llegaron a Arlington Street, doblaron la esquina y siguieron caminando.
– Creo que por una cuestión de recato no deberías exhibirte paseando del brazo de un caballero por Jermyn Street a estas horas de la noche.
– Tonterías. Con esta capa y la capucha puesta, no me reconocerá nadie.
Barnaby no sabía muy bien por qué discutía; estaba la mar de contento de llevarla con él, exactamente como si ya estuvieran casados o al menos fueran una pareja comprometida, pero…
– Mostyn se quedará de una pieza.
Penelope resopló.
– Podría exigir ver tus menús para la semana y lo único que Mostyn haría sería una reverencia, murmurar «sí, señora» y salir corriendo a buscarlos.
Él se quedó atónito. Le llevó unos instantes digerir lo que aquellas pocas palabras implicaban. Finalmente, dijo:
– ¿Se dirige a ti llamándote «señora»?
Penelope se encogió de hombros.
– Muchos lo hacen.
Muchos no eran Mostyn, su tremendamente correcto ayuda de cámara.
– Vaya.
Habían llegado a la esquina de Bent Street. Sin más que añadir Barnaby enfiló por ella.
Miró la cara de Penelope; bajo su expresión alegre, casi juguetona, detectó cierta resolución. Dado el irresoluto estado de su relación, sospechó que sería prudente ceder gentilmente. Y ver adonde los estaba llevando.
Podría muy bien ser que fuera adonde él quería ir.
En efecto, Penelope estaba tramando y planeando, ensayando frases apropiadas para sacar a colación la cuestión del matrimonia en cuanto llegaran a su casa. Preferiblemente en el salón; no habiendo cania, sería más fácil hablar allí.
Había supuesto que cualquier conversación sobre su relación, sobre cómo había evolucionado desde un acuerdo inicial meramente profesional para convertirse en algo más -a tal punto que ahora, como había sucedido las dos noches anteriores, la gente los tomaba por una pareja, como personas unidas por ese vínculo indefinible que señalaba a quienes estaban o deberían estar casados, -debería postergarse hasta que hubiesen encontrado a Dick y Jemmie.
Pero con lo escurridizo que estaba resultando Smythe… ¿qué sentido tenía aguardar, posponer lo inevitable?
Más aún cuando, como habían constatado una y otra vez a lo largo de la última semana, lo inevitable presentaba importantes ventajas para ambos.
Le costaba creer que la realidad de su relación no fuera tan clara para él como lo era para ella. Lo que sí podía creer, dada su experiencia en tratar con caballeros de su clase, era que vacilara antes de hablar, que incluso le asustara abrir su corazón y declarar sus sentimientos.
Ella no tenía tales reservas, no era presa de tal vacilación. Era perfectamente capaz de abordar ese tema y además estaba dispuesta a hacerlo.
Pero antes tenían que llegar a su salón. Charló despreocupadamente sobre esto y aquello, curiosa por los clubs de caballeros que apenas entrevió mientras Barnaby la hacía cruzar con premura St. James, y de pronto se encontró con que ya estaban en Jermyn Street.
En cuanto vio la puerta de su casa notó que se ponía nerviosa. Barnaby la guió hasta lo alto de la escalinata y la soltó para sacar la llave del bolsillo, pero entonces se oyeron unos pasos al otro lado de la puerta. Sorprendido, Barnaby levantó la vista cuando les abrió Mostyn.
Sin darle tiempo a pestañear siquiera, Penelope entró haciendo gala de su majestad. El ayuda de cámara le franqueó el paso, inclinándose respetuosamente.
– Té, por favor, Mostyn. En el salón.
Tono y actitud calculados a la perfección, tal como si fuera su coposa. Barnaby se quedó boquiabierto.
Ella se volvió para dirigirle una breve mirada y se encaminó hacia el salón.
– Su amo y yo tenemos asuntos que tratar.
«¿Qué asuntos?» Enarcando las cejas con creciente sorpresa, Barnaby dio un paso al frente.
– ¡Chisss!
¿Chisss? Todavía en la entrada, Barnaby se volvió y vio a un hombre junto a la verja. El hombre le hizo una seña, mirando furtivamente en derredor.
Desconcertado, Barnaby preguntó:
– ¿Qué quiere?
– ¿Usted es el señor Adair?
– Sí.
– Me envían con un mensaje, señor. Urgente, diría yo.
El hombre volvió a hacerle señas para que se acercara.
Frunciendo el ceño, Barnaby comenzó a bajar. Un peldaño bastó para que tuviera una perspectiva mejor de la calle. Se paró en seco, escudriñando la oscuridad, y una premonición le erizó el vello de la nuca. Al ver a tres hombres, no, cuatro, aguardando en la penumbra a ambos lados de su casa, comenzó a subir otra vez.
Ellos lo vieron y se abalanzaron sobre él.
Alcanzó al primero con una patada en el pecho que lo arrojó contra la verja lateral, pero los demás subieron en tropel la escalinata a por él. Derribó a otro de un puñetazo en el estómago, pero los demás lo rodearon, cerniéndose sobre él para que no pudiera imprimir tanta fuerza a sus golpes.
Intentaban agarrarlo para obligarle a bajar la escalinata, reducirlo y llevárselo pero sin hacerle daño. Sin navajas, gracias a Dios.
Él forcejeaba con uno al tiempo que trataba de impedir que los demás lo atacasen por detrás, cuando notó que había alguien más a sus espaldas. La pesada empuñadura del bastón de su abuelo apareció por encima de su hombro, golpeando la cabeza del hombre con el que forcejeaba.
Mostyn se había sumado a la trifulca.
Su atacante chillaba al encajar los golpes; otros dos intentaron intervenir, pero el bastón golpeó primero hacia un lado y después hacia el otro, derribándolos en el acto.
El bastón volvió a golpear al hombre que aún sujetaba a Barnaby, obligándole a soltarlo y protegerse la cabeza.
Entonces unas manos pequeñas agarraron el faldón del abrigo de Barnaby para que no perdiera el equilibrio y luego tiraron de de con una fuerza sorprendente.
Fuerza que usara para zafarse definitivamente de aquel sujeto con un bramido ronco, el hombre hizo caso omiso del bastón, arremetió agachándose y agarró el faldón del abrigo de Barnaby otra vez. Sujetándolo bien, intentó que Barnaby cayera por la escalinata, pero con el peso de Penelope sumándose para afianzarlo, Barnaby aseguró los pies y le arrancó el abrigo de un tirón; acto seguido giró sobre sí mismo y empujó a Penelope hacia el interior, agarró a Mostyn, que aún asestaba temibles bastonazos a diestro y siniestro, y también le hizo retroceder.
Se abalanzó tras ellos justo a tiempo, pues el matón del que se había librado se recobró enseguida, pero cuando él y sus compinches subieron en tromba la escalinata, les cerró la puerta en las narices.
Frustrados, se pusieron a aporrear la puerta.
Apoyándose contra ella, Barnaby alargó el brazo y echó los cerrojos mientras Mostyn se apresuraba a hacer lo mismo con los de abajo.
La puerta se sacudió con una nueva embestida.
Mostyn corrió a sumar su peso al de Barnaby. Los golpes proseguían. Mostyn expresó con palabras la incredulidad que todos compartían:
– ¡Esto es Jermyn Street, por el amor de Dios! ¿Acaso no lo saben?
– Parece que les da igual.
Con cara de pocos amigos, Barnaby rebuscó en el bolsillo de su chaleco y sacó un silbato atado a una cinta. Sin dejar de hacer fuerza contra la puerta, se lo pasó a Penelope.
– Hazlo sonar por la ventana del salón.
Con ojos como platos, Penelope agarró el silbato y corrió al salón, donde apartó las cortinas de un tirón y abrió la ventana. Se llenó los pulmones de aire, se asomó hasta donde se atrevió sobre la zona de la escalinata, se llevó el silbato a los labios y sopló con toda su alma.
El estridente pitido resultó ensordecedor.
Miró a ver qué efecto surtía sobre los hombres que aporreaban la puerta; con un chillido, esquivó justo a tiempo el ladrillo que entró volando por la ventana.
Indignada y furiosa, volvió a tomar aire.
– ¿Penelope?
Entornando los ojos, lanzó una mirada airada a la ventana antes de correr de regreso al vestíbulo.
– Estoy bien. -Los golpes no cesaban y Barnaby y Mostyn seguían apalancados contra la temblorosa puerta. -Voy arriba.
Recogiéndose las faldas, subió la escalera de dos en dos. Entró como una exhalación en el dormitorio de Barnaby y corrió a la ventana de guillotina que daba a la calle. Finalmente logró abrirla, se asomó, echó un vistazo a los hombres de abajo y volvió a llevarse el silbato a los labios.
Pitó una y otra vez.
Los hombres miraron hacia arriba, renegaron y la amenazaron con el puño, pero estaba fuera de su alcance.
Penelope se mareó y dejó de soplar, pero entonces percibió movimiento en la calle y el sonido de pasos raudos que resonaban en la noche mientras los agentes del orden convergían desde todas direcciones.
Con hosca satisfacción, observó a los asaltantes volverse para enfrentarse a la policía.
Lo que vino a continuación la dejó atónita.
Los atacantes no huyeron como sería normal que hicieran, sino que arremetieron contra los guardias. En cuestión de segundos se armó una refriega en toda regla. Acudieron más agentes mientras de entre las sombras del otro lado surgían más hombres para sumarse a la pelea.
– Qué raro -se sorprendió Penelope.
Era como si el objetivo final de los asaltantes no hubiese sido Barnaby sino la policía…
Apartándose de la ventana, siguió mirando sin ser vista.
– ¡Dios mío! -comprendió de pronto.
Corrió de nuevo hacia la puerta y se lanzó escaleras abajo con absoluta temeridad.
La muy castigada puerta principal estaba abierta. Salió corriendo a la calle y murmuró un rezo de alivio cuando encontró a Barnaby en la escalinata y no en el bullente amasijo de cuerpos que no paraba de crecer bloqueando la calle.
Tal como había hecho ella, él miraba ceñudo la refriega como si no acabara de entenderla.
Penelope le agarró el brazo.
– ¡Es una maniobra de distracción! -chilló para hacerse oír por encima de los gruñidos y gritos.
Barnaby la miró perplejo.
– ¿Qué?
– ¡No es más que una estratagema! -Levantó un brazo señalando la pelea. -Mira cuántos policías han acudido; todos los agentes de guardia de los alrededores. Están aquí, de modo que han dejado de patrullar donde deberían nacerlo.
La comprensión iluminó los ojos azules de Barnaby.
– Lo que significa que ahora mismo se están cometiendo más robos.
– ¡Sí! -Penelope literalmente brincaba de impaciencia. -¡Tenemos que ir en su busca!
– Me consta que es potencialmente peligroso, pero no podemos quedarnos en casa de brazos cruzados y aguardar a ver qué pasa. -Penelope caminaba resueltamente al lado de Barnaby, escudriñando las casas ante las que pasaban.
Aunque no había levantado la voz, sus palabras vibraron con una fiera determinación que Barnaby no podía discutir; era tan poco propenso a la pasividad y la paciencia como ella.
Había sido imposible acabar con la contienda. Se había zambullido en ella y pescado a un joven agente, al que liberó y mandó a toda prisa a Scotland Yard con un mensaje para Stokes. No sabía si el sargento Miller estaría de guardia ni si habría algún otro oficial con quien pudiera contar. Y menos sabía aún dónde estaría Stokes; tenía la leve sospecha de que su amigo podría estar en St. John's Wood, en cuyo caso estaba demasiado lejos para prestarles ayuda.
De modo que allí estaban, sólo ellos dos, recorriendo las calles de Mayfair.
Diciembre estaba al caer, como bien lo anunciaba el aire frío y vigorizante; igual que las mansiones, las calles estaban casi desiertas. De vez en cuando pasaba un coche de punto o un carruaje. Ya era más de medianoche; las pocas parejas que quedaran en la ciudad ya habrían regresado a casa después de sus compromisos nocturnos y estarían bien arropados en la cama, mientras que los solteros acomodados aún no habrían salido de sus clubs.
Era la hora en que actuaban los ladrones.
Habían subido por Berkeley Street, dado la vuelta a la plaza y luego bajado por Bolton Street. En aquel momento caminaban Clarges Street arriba. Al llegar a la esquina, torcieron a la izquierda hacia Queen Street. Delante de ellos, un carruaje negro avanzaba despacio.
Penelope frunció el ceño.
– Juraría que antes he visto ese mismo carruaje.
Barnaby gruñó.
Ella no dijo más. El carruaje era negro y pequeño, el clásico carruaje de ciudad que cualquier casa importante tenía en sus caballerizas a modo de segundo carruaje. ¿Por qué le había llamado la atención? ¿Por qué estaba tan convencida de haberlo visto antes? Recordó dónde. Ellos atravesaban Berkeley Square cuando el carruaje había cruzado Mount Street una manzana por delante, avanzando con la misma lentitud por Carlos Place.
Se volvió para mirarlo: el ángulo de su visión del caballo, el carruaje y el cochero en el pescante era idéntico al de unos minutos antes.
Ahora bien, ¿por qué semejante visión, siendo tan normal en aquella zona, la inquietaba? ¿Por qué no lograba apartar de la mente la certeza de que era el mismo carruaje? No tenía ni idea. Siguió cavilando sobre ello mientras caminaban en silencio, escrutando las sombras, asomándose a las escaleras de los sótanos, pero no llegó a ninguna conclusión.
Al llegar a Queen Street vacilaron un momento, pero Barnaby optó por torcer a la izquierda. Acomodando mejor la mano en el brazo de él, ella siguió andando a su lado. En otra época del año, cualquiera que les viera los tomaría por una pareja de novios dando un largo paseo para disfrutar más tiempo de su mutua compañía. Con el invierno en el aire, semejante motivo resultaba improbable, pero su falta de prisa les permitía examinar las casas.
Igual que la pareja que vieron caminando por la otra acera del Curzon Street.
Al llegar a la esquina de Queen y Curzon, Penelope tiró del brazo de Barnaby y señaló hacia Curzon Street. El miró y sonrió.
Cruzaron a la acera sur de la calle y aguardaron a que la otra pareja se acercara.
Stokes se mostró abochornado y se encogió de hombros.
– No se nos ha ocurrido otra cosa que hacer.
– No podíamos quedarnos en casa sin hacer nada -declaró Griselda.
– Además -añadió el inspector, -deduzco que vuestra presencia aquí se debe a lo mismo.
– En realidad -Barnaby lanzó una mirada a Penelope, -nuestra presencia aquí es más bien una respuesta a una acción directa.
Stokes frunció el ceño.
– ¿Qué ha ocurrido?
Barnaby se lo explicó brevemente.
– Hemos enviado un mensaje -dijo Penelope, -pero si estabais paseando, no habrán sabido dónde encontrarte.
– Ya, pero aquí estamos; y tenéis razón: deben de estar robando más casas esta noche. -Echó un vistazo en derredor. -Y es harto probable que en esta zona.
– Dado que la maniobra de distracción ha sido en Jermyn Street -dijo Barnaby, -¿qué rondas de Mayfair es más probable que hayan quedado desguarnecidas?
Stokes señaló hacia el sur.
– Si tomamos Piccadilly como límite sur, pues todo el camino hasta el Circus, luego hacia arriba por Regent Street -señaló hacia el este- hasta Conduit Street. Desde allí, cruzando Bond Street hasta Burton Street, siguiendo por la parte de arriba de Berkeley Square… y como tu casa está en ese extremo de Jermyn Street, es probable que hayan acudido desde tan al norte como Hill Street y seguramente -se volvió hacia Curzon Street- desde la zona aledaña a Park Lane.
– Así pues, ¿estamos más o menos en medio de la zona desprotegida? -preguntó Penelope.
Apretando la mandíbula, Stokes asintió. -Depende de en qué parte de la ronda estuvieran, pero no he visto a ningún agente desde que enfilamos hacia aquí.
– Nosotros tampoco -dijo Barnaby mirando en torno, -pero nosotros empezamos desde donde habían ido todos.
Stokes maldijo entre dientes.
– Dividamos la zona y separémonos.
Ambos amigos decidieron las rutas a seguir. Stokes asintió.
– Nos reuniremos de nuevo en el lado sur de Berkeley Square, salvo si alguno de nosotros ve a esos canallas. ¿Tenéis el silbato?
Penelope se palpó el bolsillo.
– Lo tengo.
Barnaby volvió a cogerle la mano. Se despidió de Griselda con una inclinación de la cabeza y miró a Stokes a los ojos.
– Si alguno de nosotros ve a un agente, o incluso un coche de punto, deberíamos mandar aviso al Yard y hacer que envíen más hombres.
Stokes asintió y alcanzó el brazo de Griselda.
Barnaby y Penelope dieron media vuelta para enfilar Curzon Street hacia el este. Antes de haber dado un solo paso, un chillido estridente cortó la noche y los dejó helados.
El inspector se plantó a su lado, escrutando la penumbra.
– ¿Dónde?
Ninguno de ellos estaba seguro.
Entonces un segundo chillido rompió el silencio. Penelope señaló hacia la izquierda.
– ¡Allí! En Half Moon Street.
Recogiéndose las faldas, echó a correr. En pocas zancadas, Barnaby y Stokes la habían adelantado. Griselda se puso a su lado.
Los chillidos habían dado paso a un lamento que aumentaba de volumen a medida que se aproximaban al cruce.
Barnaby y Stokes estaban a pocos pasos de Half Moon Street cuando los chillidos alcanzaron nuevas cotas y dos figuras menudas salieron disparadas de la esquina.
Corriendo a toda mecha, se cruzaron como una centella con los dos hombres sin darles tiempo a reaccionar.
Más atrás, Penelope paró en seco resbalando. Ahora que sus chillidos ya no eran distorsionados por el eco de las casas, oyó con claridad que pedían auxilio.
– ¿Dick? -Un rostro pálido levantó la vista. Penelope reconoció al otro. -¡Jemmie! -Casi sin dar crédito a sus ojos, les hizo perentorias señas para que se acercaran a ellas.
Jemmie giró bruscamente para ir a su encuentro pero Dick se plantó en mitad de la calzada muerto de miedo, dispuesto a seguir corriendo. Jemmie se dio cuenta y le dijo:
– Tranquilo, es la señorita del orfanato.
Dick la miró de nuevo y el alivio que iluminó su semblante resultó conmovedor. Penelope echó a correr hacia los niños.
Ambos le cocieron las manos, una cada uno, estrujándoselas y temblando de nerviosismo.
– ¡Por favor, señorita, sálvenos!
– Por supuesto.
Penelope se puso en cuclillas y abrazó a Jemmie, al tiempo que Griselda hacía lo mismo envolviendo a Dick con ademán protector.
Barnaby y Stokes regresaron junto a ellos. Ambos eran hombres corpulentos; con los rasgos ensombrecidos e irreconocibles, resultaban intimidadores. Penelope no se sorprendió de que los niños se arrimaran más a ella y Griselda.
– No pasa nada. -Les sonrió para tranquilizarlos. -Estamos aquí. Pero ¿de qué os estamos salvando?
Apenas había acabado de formular la pregunta cuando un bramido resquebrajó la noche otra vez. Todos levantaron la vista. Barnaby y Stokes se volvieron, protegiendo con sus cuerpos a las mujeres y los niños. Alguna clase de peligro se avecinaba.
Un hombretón salió disparado de Half Moon Street, renegando y maldiciendo, arremetiendo derecho contra ellos.
– ¡De él! -chillaron los niños.
El agresor levantó la vista y vio al reducido grupo. Maldijo, frenó con un patinazo y cayó al suelo. Se levantó apresuradamente y huyó en dirección contraria.
Ambos amigos ya corrían tras él.
Barnaby lo alcanzó antes de que hubiese recorrido una manzana, seguido de cerca, por Stokes. En menos de un minuto tuvieron al villano reducido boca abajo sobre el adoquinado. Barnaby se sentó encima de él mientras Stokes le ataba las manos y los tobillos con las correas que encontró sujetas a su cinturón.
– Me gusta que un criminal vaya bien pertrechado. -Stokes puso al hombre de pie. Lo miró a la cara y sonrió. -El señor Smythe, supongo.
Smythe gruñó.