Sus manos temblaban mientas intentaba limpiar las letras, y extraños sonidos se escapaban de su garganta.
VETE
Dejar mensajes en el espejo con pintalabios era el mayor cliché del mundo, algo que sólo una persona sin ningún tipo de imaginación haría. Tenía que dominarse. Pero saber que un intruso se había colado en su casa cuando ella no estaba y había tocado sus cosas la ponía enferma. No dejó de temblar hasta que hubo borrado esas horribles palabras y buscó en la iglesia otros signos de invasión. No encontró nada.
Cuando su pánico desapareció, trato de imaginar quién podía haberlo hecho, pero había tantos candidatos potenciales que no podía hacer una elección entre ellos. La puerta principal había estado cerrada. La puerta trasera ahora también estaba cerrada, pero no lo había comprobado antes de irse. Por lo que sabía, el intruso habría entrado por ahí, así que la cerró. Se volvió a poner el polo húmedo, salió fuera y dio una vuelta por los alrededores de la iglesia pero no encontró nada inusual.
Al final se dio una ducha, mirando nerviosamente a la puerta abierta mientras se lavaba. Odiaba estar asustada. Lo odió incluso más cuando Ted apareció sin aviso en el marco de la puerta y ella gritó.
– ¡Jesús! -dijo él. -¿Qué te pasa?
– ¡No seas tan sigiloso!
– Llamé.
– ¿Cómo quieres oyera algo? -Cerró el grifo de la ducha.
– ¿Desde cuando te has vuelto tan asustadiza?
– Me has sorprendido, es todo -. No podía contárselo. Lo supo de inmediato. Su estatus como un verdadero superhéroe significaba que se negaría a dejarla vivir aquí sola. No podía permitirse vivir en otro sitio y no iba a dejar que él le pagara el alquiler de otro sitio. Además, le encantaba la iglesia. Tal vez no en este preciso momento, pero le volvería a gustar tan pronto como superase esta mierda.
Él cogió una toalla del nuevo toallero Viceroy, de la línea Edinburgh, que recientemente había instalado. Pero en lugar de dársela, se la colgó del hombro.
Ella estiró la mano, aún haciéndose una buena idea de lo que iba a ocurrir. -Dámela.
– Ven y cógela.
No estaba de humor. Excepto, por supuesto, que pronto lo estuvo porque era Ted el que estaba en frente de ella, firme, sexy y más listo que cualquier hombre que hubiera conocido. ¿Qué mejor forma de deshacerse de los restos de su nerviosismo que perderse en hacer el amor con él cuando este acto demandaba tan poco de ella?
Salió de la ducha y presionó su cuerpo mojado contra el de él. -Dame lo mejor de ti, amante.
Él sonrió e hizo exactamente lo que ella le pidió. Mejor de lo que ella le había pedido. Cada vez lo hacía con más cuidado y posponía más tiempo su propia satisfacción. Después de acabar, se envolvió con una de las piezas de seda que había llevado en la cena de ensayo a modo de pareo, luego cogió un par de cervezas del pack de doce que él había metido en la nevera. Él ya se había puesto los pantalones cortos y sacó un pedazo de papel doblado de su bolsillo.
– Me llegó esto al correo hoy -. Él se sentó en el sofá, con un abrazó apoyado a lo largo del respaldo y cruzó los tobillos sobre una abandonada caja de vinos de madera que ella había reconvertido en una mesa de café. Le cogió el papel y lo miró. DEPARTAMENTE DE SALUD DE TEXAS. No solía compartir los aspectos más mundanos de su trabajo como alcalde, así que ella se sentó en el brazo de un sillón de mimbre con cojines de estampación tropical descolorida para leer. En cuestión de segundo se levantó rápidamente, sólo para darse cuenta que sus rodillas estaban demasiado débiles para aguantar su peso. Se volvió a dejar caer sobre los cojines y releyó el párrafo.
La ley de Texas exige que cualquier persona que de positivo en una enfermedad de transmisión sexual, incluyendo pero no limitándose a clamidia, gonorea, papiloma humano o SIDA, debe proporcionar una lista de sus parejas sexuales recientes. Esto es para notificarle que Meg Koranda le ha incluido como una de esas parejas. Se le recomienda que visite a su médico inmediatamente. También se le insta a que cese todo contacto sexual con la persona infectada anteriormente citada.
Meg lo miró sintiéndose enferma. -¿Persona infectada?
– Gonorrea está mal escrito -, señaló. -Y el membrete es falso.
Ella arrugó el papel en su puño. -¿Por qué no me lo enseñaste tan pronto como llegaste?
– Me temía que te pusiera de mal humor.
– Ted…
Él la miró casualmente. -¿Tienes idea de quién podría estar detrás de esto?
Pensó en el mensaje en el espejo del baño. -Cualquiera de los millones de mujeres que te codician.
Él lo ignoró. -La carta se ha mandado desde Austin, pero eso no significa mucho.
Ahora era el momento de decirle que su madre había intentado que la despidieran, pero Meg no imaginaba a Francesca Beaudine haciendo algo tan vil como enviar esta carta. Además, casi seguro que Francesca habría revisado la ortografía. Y dudaba que Sunny, en primer lugar, hubiera cometido un error, a menos que lo hubiera hecho deliberadamente para no levantar sospechas. En cuanto a Kayla, Zoey y las otras mujeres que se aferraban a la fantasía de estar con Ted… Meg difícilmente podría lanzar acusaciones basándose en miradas asesinas. Tiró el papel al suelo. -¿Por qué Lucy no tuvo que aguantar esta mierda?
– Pasamos mucho tiempo en Washington. Y, francamente, Lucy no irritaba a la gente como lo haces tú.
Meg se levantó del sillón. -Nadie sabe lo nuestro excepto tu madre y a quien quiera que ella se lo haya dicho.
– A mi padre y Lady Emma, quién probablemente se lo haya dicho a Kenny.
– Quién estoy segura se lo dijo a Torie. Y si la bocazas de Torie lo sabe…
– Si Torie lo supiera, me habría llamado inmediatamente.
– Eso nos deja a nuestro misterioso visitante de hace tres noche -, dijo ella. Los ojos errantes de Ted le indicaron que se le estaba cayendo el pareo, y lo apretó. -La idea de que alguien podría haber estado mirándonos por la ventana…
– Exactamente -. Dejo su botella de cerveza sobre la caja de vino. -Estoy empezando a pensar que las pegatinas de tu coche no era una broma de unos niños.
– Alguien intentó romper mis limpiaparabrisas.
Él frunció el ceño, y ella una vez más pensó en mencionar los garabatos en el espejo, pero no quería que la sacaran de su casa, y eso era exactamente lo que ocurriría. -¿Cuántas personas tienen las llaves de la iglesia? -preguntó ella.
– ¿Por qué?
– Me estaba preguntando si debería estar preocupada.
– Cambié las cerraduras cuando me hice cargo de este sitio -, dijo él. -Tú tienes la llave que tenía escondida fuera. Yo tengo una. Lucy todavía podría tener una y hay una copia en la casa.
Lo que quería decir que probablemente el intruso entró por la puerta abierta de atrás. Dejarla abierta había sido un error que Meg se aseguraría de no repetir.
Era la hora de hacer la gran pregunta y empujó la bola de papel arrugado con sus pies desnudos. -Ese membrete parece auténtico. Y muchos de los empleados del gobierno no son muy buenos en ortografía -. Se humedeció los labios. -Podría haber sido verdad -. Ella finalmente lo miró a los ojos. -Así que, ¿por qué no me preguntaste si era verdad?
Increíblemente su pregunta pareció molestarle. -¿Qué quieres decir? Si hubiera habido un problema, me lo habrías dicho hace mucho tiempo.
Ella se sentía como si él le hubiera quitado el trozo de suelo sobre el que ella permanecía de pie. Confiaba completamente en… su integridad. Justo entonces ella supo que lo peor había ocurrido. El estómago le dio un vuelco. Se había enamorado de él.
Quería tirarse de los pelos. Por supuesto que se había enamorado de él. ¿Qué mujer no lo haría? Enamorarse de Ted era un rito femenino al pasar por Wynette, y ella acababa de unirse a la hermandad.
Estaba empezando a hiperventilar, así que hizo lo que siempre hacia cuando se sentía acorralada. -Te tienes que ir, ahora.
La mirada de él vago por el fino pareo de seda. -Si lo hago, esto no será más que una relación donde nos vemos sólo para acostarnos.
– Exactamente. Eso es justo lo que quiero. Tu glorioso cuerpo, con tan poca conversación como sea posible.
– Estoy empezando a sentirme como la chica en esta relación.
– Considéralo como una experiencia enriquecedora.
Él sonrió, se levantó del sofá, la envolvió entre sus brazos y comenzó a besarla inconscientemente. Justo cuando ella empezaba a caer en otro coma sexual inducido por Beaudine, él puso de manifiesto su legendario autocontrol y se alejó. -Lo siento, nena. Si quieres más de lo que tengo, tienes que salir conmigo. Ve a vestirte.
Ella volvió a la realidad. -Dos palabras que nunca quise oír salir de tu boca. De todas formas, ¿qué pasa contigo?
– Quiero salir a cenar -, dijo llanamente. -Nosotros dos. Como la gente normal. A un restaurante de verdad.
– Una idea realmente mala.
– Spence y Sunny tienen una feria internacional de comercio que los mantendrá fuera del país durante un tiempo y, mientras están lejos, voy a aprovechar a ponerme al día con mis negocios tristemente descuidados -. Él le puso un rizo detrás de la oreja. -Estaré fuera casi dos semanas. Antes de irme, quiero salir una noche, estoy harto de andar a escondidas.
– Imposible -, replicó ella. -Deja de ser tan egoísta. Piensa en tu precioso pueblo y luego en la expresión de la cara de Sunny si se entera que nosotros dos…
Su calma desapareció. -Sunny y el pueblo son cosa mía, no tuya.
– Con esa actitud egocéntrica, señor Alcalde, nunca serás reelegido.
– ¡No quise ser elegido la primera vez!
Al final accedió a ir a un restaurante Tex-Mex en Fredericksburg, pero una vez que estuvieron allí, lo colocó en una silla que daba a la pared para que ella pudiera observar desde su sitio. Eso le molestó tanto que pidió para los dos sin consultarle a ella.
– Nunca te enfadas -, dijo ella cuando su camarero dejó la mesa. -Excepto conmigo.
– Eso no es verdad -, dijo firmemente. -Torie consigue que me enfade.
– Torie no cuenta. Tú, obviamente, fuiste su madre en una vida anterior.
Él se vengó acaparando el cuenco de patatas fritas.
– Nunca te habría tomado por un malhumorado -, dijo ella después de un largo y tenso silencio. -Sin embargo, mírate.
Metió una patata en el bol caliente de salsa. -Odio tener que andar a escondidas y no lo voy hacer más. Está relación va a salir del armario.
Su testaruda determinación la asustaba. -Alto ahí. Spence ha vuelto para conseguir lo que quiere para Sunny y para él mismo. Si no creyeses eso, no me habrías animado a aguantarle todas sus estupideces.
Él rompió una patata por la mitad. -También eso va acabar. Ahora mismo.
– No, no lo va hacer. Yo me encargaré de Spence. Tú te encargas de Sunny. En cuanto a nosotros dos… te dije desde un principio como iba a ser.
– Y yo te esto diciendo… -Le lanzó la patata rota en dirección a la cara. -Nunca he escondido nada en mi vida, y no voy a empezar ahora.
No podía creer lo que él estaba diciendo. -No puedes poner en peligro algo tan importante por algo sin sentido como lo nuestro. Esto es una aventura temporal, Ted. Temporal. Cualquier día de estos, levanto el campamento y vuelvo a Los Ángeles. Estoy sorprendida de no haberlo hecho ya.
Si ella hubiera esperado que él insistiera en que su relación no era insensata, se habría sentido decepcionada. Él se inclinó sobre la mesa. -Esto no tiene nada que ver con que esto sea temporal. Tiene que ver con la clase de persona que soy.
– ¿Qué pasa con la clase de persona soy yo? Alguien que está completamente a gusto con mantener una relación a escondidas.
– Ya me has oído.
Ella lo miró con consternación. Esta era una de las consecuencias indeseadas de tener un amante con honor. O al menos lo que é veía como honor. Que ella veía como una inminente elección entre el desastre y un corazón roto.
Entre intentar no pensar en haberse enamorado de Ted y pensar demasiado sobre la posibilidad de la reaparición de invasor misterioso, Meg no podía dormir bien. Empleaba sus noches de vigilia en hacer joyas. Las piezas cada vez eran más complicadas, ya que su pequeño grupo de clientas mostraba una marcada preferencia por las joyas que utilizaban reliquias de verdad en lugar de copias. Ella buscó en Internet distribuidores especializados en el tipo de artefactos antiguos que ella quería usar y desembolsó una alarmante cantidad de sus ahorros en un pedido a un profesor de antropología de Boston que tenía una reputación de honestidad y que proporcionaba un detallado origen de todo lo que le vendió.
Mientras Meg desempaquetaba algunas monedas de Oriente Medio, unas piedras romanas y tres pequeñas perlas preciosas que formaban un mosaico del siglo II, se encontró preguntándose a sí misma si la joyería era a lo que se quería dedicar o era una distracción para evitar descubrir lo que en realidad debería hacer con su vida.
Una semana después de que Ted dejara el pueblo, Torie la llamó y ordenó a Meg que se presentase en el trabajo temprano al día siguiente. Cuando Meg le preguntó por qué, Torie actuó como si Meg acabara de fallar en un test de inteligencia. -Por Dios. Porque Dex estará en casa para vigilar a las niñas.
Tan pronto como Meg llegó al club a la mañana siguiente, Torie la arrastró hasta el campo de prácticas. -No puedes vivir en Wynette sin coger un palo de golf. Es una ordenanza del pueblo -. Ella le entregó su hierro cinco. -Haz un swing.
– No estaré aquí mucho más tiempo, así que esto no tiene sentido -. Meg ignoró la punzada que le oprimió el corazón. -Además, no soy lo suficientemente rica como para jugar al golf.
– Simplemente mueve la maldita cosa.
Meg lo hizo y erró el golpe. Lo volvió a intentar y volvió a fallar, pero después de unos cuantos golpes más, de alguna forma consiguió darle a la bola el arco perfecto para enviarla a la mitad del campo de prácticas. Se le escapó un grito.
– Un tiro afortunado -, dijo Torie, -pero así es exactamente cómo el golf te atrapa -. Cogió de nuevo el palo, le dio a Meg unas indicaciones y luego le dijo que siguiera practicando.
Durante la siguiente media hora, Meg siguió las instrucciones de Torie y debido a que había heredado las condiciones físicas de sus padres, comenzó a conectar con la bola.
– Podrías ser buena si practicas -, dijo Torie. -Los empleados juegan gratis los lunes. Aprovecha tu día libre. Tengo un juego de palos de repuesto en la sala de las bolsas, puedes cogerlos prestados.
– Gracias por la oferta, pero en realidad no me gusta.
– Oh, claro que te gusta.
Era verdad. Ver a tanta gente jugando había hecho que le picara la curiosidad. -¿Por qué estás haciendo esto? -preguntó mientras llevaba la bolsa de Torie de vuelta al edificio del club.
– Porque eres la única mujer, a parte de mí, que le ha dicho a Ted la verdad sobre su forma de bailar.
– No te entiendo.
– Estoy segura que me entiendes. También podría haber notado que Ted estuvo extrañamente callado cuando saqué a colación tu nombre en nuestra conversación telefónica esta semana. No sé si vosotros dos tenéis futuro, pero con tal de que no se case con Sunny, no voy a correr ningún riesgo.
Fuera lo fuera lo que quería decir con eso. Sin embargo, Meg se dio cuenta que Torie O'Connor estaba en la lista de todo lo que echaría de menos cuando finalmente se fuera de Wynette. Bajó de su hombro la bolsa de palos. -Sin tener en cuenta a Sunny, ¿cómo es eso de que Ted y yo podríamos tener futuro? Él es el Cordero de Dios y yo sólo la chica mala del pueblo.
– Lo sé -, dijo Torie alegremente.
Esa tarde, mientras Meg limpiaba con la manguera el polvo del día del carrito de bebidas, el administrador de catering se acercó y le dijo que uno de los socios quería contratarla para servir un almuerzo a algunas damas en su casa al día siguiente. Unas pocas personas del pueblo podían permitirse contratar rutinariamente a personal para ayudar en sus fiestas privadas, pero nunca nadie la había solicitado a ella, y necesitaba todo el dinero que pudiera conseguir para compensar el gasto por los materiales que acababa de comprar. -Claro -, dijo ella.
– Coje una camisa blanca de camarera de la oficina de catering antes de irte. Lleva una falda negra.
Lo más parecido que tenía Meg era la mini blanca y negra de Miu Miu de la tienda de segunda mano. Tendría que servir.
El administrador de catering le entregó un trozo de papel con las instrucciones. -El Chef Duncan cocinará y trabajarás con Haley Kittle. Te dirá que hacer. Estate allí a las diez. Está bien pagado, así que haz un buen trabajo.
Después de volver de nadar en el arroyo esa tarde, Meg finalmente miró la información que le había dado el administrador de catering. La dirección le parecía familiar. Bajó la vista a la parte inferior de la hoja donde estaba escrito el nombre de la persona para la que iba a trabajar.
Francesca Beaudine.
Hizo una bola con el papel. ¿A qué tipo de juego estaba jugando Francesca? ¿En serio pensaba que Meg cogería el trabajo? Salvo que Meg acaba de hacer eso precisamente. Tiro al suelo su camiseta con el logo feliz y la pisoteó durante un rato por toda la cocina, maldicieno a Francesca y maldiciéndose a sí misma por no haber leído antes la información, cuando todavía podía haber rechazado el trabajo. ¿Lo habría hecho? Probablemente no. Su estúpido orgullo no se lo permitiría.
La tentación de descolgar el teléfono y llamar a Ted era casi insoportable. En lugar de eso, se hizo un sándwich y se lo fue a comer al cementerio sólo para descubrir que había perdido el apetito. No era una coincidencia que esto ocurriera mientras él estaba fuera. Francesca había ejecutado un preciso ataque, diseñado para poner en su lugar a Meg. Probablemente daba igual que Meg aceptara o no. Lo que quería, era dejar clara su opinión en este asunto. Meg era una forastera, una aventurera en sus horas bajas que se veía forzada a trabajar por pequeño salario la hora. Una forastera a la que sólo se le permitía la entrada a la casa de Francesca como parte del servicio.
Meg lanzó el sándwich a la maleza. Que les jodan.
Llegó al complejo Beaudine poco antes de las diez de la mañana siguiente. Se había puesto sus plataformas rosa brillante con la blusa blanca y la minifalda de Miu Miu. No serían los zapatos más cómodos para trabajar, pero la mejor defensa contra Francesca era una dura ofensiva, y las plataformas enviában el mensaje de que ella no tenía intención de ser invisible. Meg mantendría la cabeza alta, la sonrisa hasta que le doliera la mandíbula y haría su trabajo lo suficientemente bien como para amargarle la satisfacción a Francesca.
Haley llegó en su Ford Focus rojo. Apenas habló mientras entraban juntas en la casa y estaba tan pálida que Meg se preocupó. -¿Te sientes bien?
– Tengo… unos calambres horribles.
– ¿Puedes llamar a alguien para que te sustituya?
– Lo intenté, pero nadie podía.
La cocina de los Beaudine era tanto lujosa como hogareña, con soleadas paredes color azafrán, suelo de terracota y azulejos azul cobalto hechos a mano. Una enorme lámpara de araña de hierro forjado con apliques de cristal de colores colgaba en el centro de la habitación y los estantes abiertos mostraban ollas de cobre y cerámica hecha a mano.
El chef Duncan estaba desempaquetando la comida que había preparado para el evento. Un hombre bajo de unos cuarenta años, tenía una gran nariz y una gran cantidad de canas en el pelo castaño que le hacían parecer mayor. Frunció el ceño cuando Haley desapareció en el cuarto de baño y luego gritó a Meg para empezará a trabajar.
Mientras colocaba la cristalería y comenzaba a organizar los platos de servir, él le detalló el menú: mini saladitos rellenos de queso Brie fundido y mermelada de naranja, sopa de guisantes frescos mentolada servida en tazas pequeñas que todavía tenían que ser lavadas, una ensalada de hinojo, bollitos de pretzel calientes y, el plato principal, fritatta [26] de espárragos y salmón ahumado que haría en la cocina. El plato fuerte era el postre, copas individuales de soufflés de chocolate en los que el chef había estado trabajando todo el verano para perfeccionarles y los cuáles debían, debían, debían ser servidos tan pronto como salieran del horno y ser servidoso delicada, delica, delicadamente delante de cada invitado.
Meg asintió a las instrucciones, luego llevó al comedor las gruesas copas verdes. Palmeras y limoneros crecían en urnas de estilo griego y romano colocadas en las esquinas, mientras que el agua brotaba de una fuente de pidera situado en una pared de azulejos. La sala tenía dos mesas instaladas temporalmente, además de una larga mesa de madera permanente con la superficie desgastada. En lugar de mantelería informal, Francesca había elegido manteles individuales tejidos a mano. Cada mesa tenía un centro consistente en una bandeja de cobre con pequeños maceteros de barro de orégano, mayorana, salvia y tomillo, junto con maceteros llenos de flores doradas. A través de las amplias ventanas del comedor, podía ver una parte del patio y una pérgola, en la que daba la sombra, donde había un libro abandonado sobre un banco de madera. Era difícil que no le gustara una mujer que había creado un hermoso escenario para entretener a sus amigos, pero Meg haría todo lo posible porque así fuera.
Haley todavía no había salido del baño cuando Meg regresó a la cocina. Acababa de comenzar a lavar las pequeñas tazas de cerámica cuando el tap-tap-tap en el suelo de baldosa anunció la llegada de su anfritiona. -Gracias por ayudarme hoy, chef Duncan -, dijo Francesca. -Espero que encuentres todo lo que necesitas.
Meg enjuagó una taza, se giró desde la pila y miro a Francesca con su brillante sonrisa. -Hola, señora Beaudine.
A diferencia de su hijo, Francesca tenía muy mala cara de póquer y el conjunto de emociones que se reflejaban en su cara eran fáciles de descrifar. Primero llegó la sopresa. (No esperaba que Meg aceptara el trabajo.) Luego vino la perplejidad. (¿Exactamente por qué había aparecido Meg?) Lo siguiente en aparecer fue la disconformidad. (¿Qué pensarías sus invitados?) Luego la duda. (Quizás debería haber pensado esto más cuidadosamente.) Seguida por la angustia. (Esto había sido una idea terrible.) Acabando con… la resolución.
– Meg, ¿puedo hablar contigo en el comedor?
– Por supuesto.
Siguió el sonido de tacones fuera de la cocina. Francesca era tan pequeña que Meg casi podía esconderla bajo su barbilla, aunque no podía imaginarse haciendo algo así. Francesca estaba vestida con la misma elegancia de siempre, una camisa color esmeralda y una veraniega falda de algodón blanca que llevaba ceñida mediante un cinturón de un azul pavo real. Se detuvo en la fuente de piedra y se giró el anillo de bodas. -Me temo que ha habido un error. Mío, por supuesto. No te necesitaré después de todo. Naturalmente, te pagaré por tu tiempo. Estoy segura que necesitas el dinero o no habría necesitado… venir hoy.
– No estoy tan necesitada de dinero como antes -, dijo Meg alegremente. -Mi negocio de joyería va mucho mejor de lo que habría soñado.
– Sí, eso he oído -. Francesca estaba claramente nerviosa e igualmente decidida a resolver esto. -Supongo que no pensé que aceptarías el trabajo.
– Algunas veces incluso me sorprendo a mí misma.
– Es mi culpa, por supuesto. Tiendo a ser impulsiva. Eso me ha causado más problemas de los que te puedas imaginar.
Meg lo sabía todo sobre ser impulsiva.
Francesca se puso todo lo recta que le permitía su estatura, algo poco impresionante, y habló con rígida dignidad. -Déjame que te extienda un cheque.
Increíblemente tentador, pero Meg no podía aceptarlo. -Le van a llegar veinte invitados y Halye no se siente bien. No puedo dejar al chef en la estacada.
– Estoy segura que nos las arreglaremos de algún modo -. Ella se tocó su pulsera de diamantes. -Es demasiado embarazoso. No quiero que mis invitadas se sientan incómodas. O tú, por supuesto.
– Si sus invitadas son quiénes supongo que son, les encantará. En cuanto a mí… He estado en Wynette durante dos meses y medio, así que tengo muchas cosas por las que sentirme incómoda.
– En serio, Meg… Una cosa es que trabajes en el club, pero esto es otra cosa. Sé que…
– Perdone. Tengo que terminar de lavar las tazas -. Los zapatos de platarforma rosa brillante hicieron su propio y satisfactorio tap-tap-tap mientras iba de vuelta a la cocina.
Haley había salido del baño, pero mientras estaba trabajando en la encimera, no parecía sentirse mejor y el chef tenía prisa. Meg le arrebató el bote de néctar de melocotón de las manos y, siguiendo las instrucciones del chef, echó un poco dentro de cada copa. Anadió champán, echó un trocito de fruta freca y se giró con la bandeja hacia Haley, esperando haberlo hecho bien. Mientras Haley se la llevó, Meg cogió la bandeja de saladitos que el chef había sacado del horno, cogió un montón de servilletas de papel estampadas, y la siguió.
Haley se había apostado en un sitio al lado de la puerta principal para así no tener que estar moviéndose por la sala. Las invitadas llegaron puntualmente. Vestían ropas de lino y algodón, trajes más elegantes que los que se habrían puesto sus homólogas californianas para un asunto de este tipo, pero esto era Texas, donde no ir bien vestido era un pecado capital incluso para los más jóvenes.
Meg reconoció a algunas de las golfistas del club. Torie estaba hablando con la única persona de la sala vestida enteramente de blanco, una mujer que Meg nunca había visto. La copa de champán de Tories estaba a medio camino de sus labios cuando vio acercarse a Meg con la bandeja de servir. -¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Meg saludó con una falsa reverencia. -Mi nombre es Meg y seré su camarera hoy.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué no?
– Porque… -Torie agitó la mano. -No estoy segura de por qué no. Todo lo que sé, es que no parece correcto.
– La señora Beaudine necesitaba algo de ayuda y yo tenía el día libre.
Torie frunció el ceño, luego se giró hacia la delgada mujer a su lado, que tenía un salvaje pelo corto negro y gafas con montura de plástico rojo. Haciendo caso omiso del protocolo, las presentó. -Lisa, esta es Meg. Lisa es la agente de Francesca. Y Meg es…
– Les recomiendo los saladitos de hojaldre -. Meg no podía estar segura de que Torie no fuera a identificarla como la hija de la gran Fleur Savagar Koranda, la superestrella de los agentes, pero ahora conocía lo suficientemente bien a Torie como para no darle la oportunidad. -Asegúrense de dejar un hueco para el postre. No les estropearé la sorpresa diciéndoles de que se trata, pero no van a estar decepcionadas.
– ¿Meg? -Emma apareció, con su pequeña frente fruncida y un par de pendientes que Meg había hecho con unas perlas de cornalina del siglo XIX flotando en sus orejas. -Oh, querida…
– Lady Emma -. Meg le ofreció la bandeja.
– Sólo Emma. Oh, no importa. No sé ni por qué me molesto.
– Yo tampoco -, dijo Torie. -Lisa, estoy segura que Francesca te ha hablado sobre nuestro miembro local de la familia real británica, pero no creo que vosotras os conozcaís. Ésta es mi cuñada, Lady Emma Wells-Finch Traveler.
Emma suspiró y le tendió la mano. Meg se escapó y, bajo la mirada de los ojos preocupados de Francesca, fue a servir a la mafia local.
Birdie, Kayla, Zoey y Shelby Traveler estaban reunidas junto a la ventana. Cuando Meg se acercó, escuchó a Birdie decir, -Haley estuvo otra vez con Kyle Bascom anoche. Lo juro por Dios, si está embarazada…
Meg recordó la cara pálida de Halye y rezó para que eso no hubiera ocurrido ya. Kayla vio a Meg y empujó tan fuerte a Zoey que le salpicó champán en la mano. Todas las mujeres miraron la falda de Meg. Shelby le dirigió a Kayla una mirada inquisitiva. Meg le ofreció unas cuantas servilletas a Birdie.
Zoey se tocó un collar que parecía estar hecho de Froot Loops. -Me sorprende que todavía tengas que trabajar en fiestas privadas, Meg. Kayla me dijo que la venta de tus joyas va muy bien.
A Kayla se le erizó el pelo. -No tan bien. He rebajado el colgante del mono dos veces, y todavía no he podido venderlo.
– Te dije que te haría otro -. Meg estaba de acuerdo en que el colgante del mono no era su mejor obra, pero casi todo lo demás que le había dado a Kayla se había vendido rápidamente.
Birdie se tocó un mechón de su pelo color pájaro carpintero y se dirigió a Meg con altanería. -Si yo fuera a contratar a gente para servir el almuerzo, especificaría a las personas que quiero contratar. Francesca es demasiado informal para estas cosas.
Zoey miró alrededor. -Espero que Sunny no haya vuelto todavía. Imáginaros si Francesca la invita con Meg aquí. Ninguna de nosotras necesita ese tipo de situaciones estresantes. Al menos, no cuando el colegio empieza en unas cuantas semanas y soy profesora en una escuela.
Shelby Traveler se giró hacia Kayla. -Me encantan los monos -, dijo ella. -Te compraré el colgante.
Torie llegó al corrillo. -¿Desde cuándo te gustan los monos? Justo antes de que Petey cumpliera diez años, te escuché decir que era pequeñas bestias sucias.
– Eso fue sólo porque no dejaba de decirle a Kenny que le comprara uno para su cumpleaños.
Torie asintió. -Y Kenny lo habría hecho. Quiere tanto a Petey como a sus propios hijos.
Kayla se tocó el pelo. -La novia francesa de Ted, la modelo, siempre pensé que se parecía a un mono. Por sus dientes.
Las mujeres locas de Wynette estaban en plena acción. Meg se escapó.
Cuando llegó a la cocina, Haley había desaparecido y se encontró con el chef echando humo mientras pasaba por encima de unas copas rotas de champán. -¡Hoy no es de ayuda! La mandé a casa. Deja ahí la mierda de cristal y empieza a con las ensaladas.
Meg hizo todo lo que pudo por seguir sus rápidas órdenes. Corrió por la cocina, evitando los cristales rotos y maldiciendo sus plataformas rosas, pero cuando volvió al comedor con una nueva bandeja de bebidas, redujo deliberadamente el ritmo, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Tal vez no tenía mucha experiencia como camarera, pero nadie necesitaba saberlo.
Cuando volvió a la cocina, descubrió tres pequeñas vinagreras para la ensalada mientras el chef abría el horno para comprobar las frittatas. -Quiero que esto se sirva caliente.
La siguiente hora pasó volando para Meg mientras intentaba hacer el trabajo de dos personas, al mismo tiempo que el chef se preocupaba por los souffles de chocolate del postre. Torie y Emma parecían decididas a incluirla en la conversación cada vez que aparecía en el comedor, como si Meg fuera otra invitada. Meg apreciaba sus buenas intenciones pero desearía que la dejaran concentrarse en su trabajo. Kayla olvidó su animosidad el tiempo suficiente para decirle a Meg que quería otro colgante y unos pendientes de piedra pre-colombinas para una amiga que tenía su propia tienda en Austin. Incluso la agente de Francesca quería hablar, no sobre los padres de Meg, aparentemente nadia lo había mencionado, sino sobre la frittata y el toque de curry que había detectado.
– Tiene un paladar increíble -, dijo Meg. -El chef usó apenas una pizca. No puedo creer que lo notara.
Francesca se debió dar cuenta que Meg no sabía si la frittata tenía curry o no porque rápidamente desvió la atención de Lisa.
Mientras Meg servía, pillaba fragmentos de conversación. Las invitadas querían saber cuando iba a volver Ted y qué pensaba hacer sobre varios problemas, que iban desde el ruidoso gallo de alguien hasta el regreso de los Skipjacks a Wynette. Cuando Meg le estaba sirviendo a Birdei un vaso refrescante de té helado, Torie reprendió a Zoey por su collar de Froot Loops. -¿No podrías llevar, sólo por una vez, un collar normal?
– ¿Piensas que me gusta pasarme por ahí llevando la mitad de cosas de la tienda de comestibles? -Zoey susurró, cogiendo un bollito de la cesta y partiéndolo por la mitad. -Pero la madre de Hunter Gray está sentada en la mesa de al lado y la necesito para organizar la fiesta del libro de este año.
Torie miró a Meg. -Si fuera Zoey, me gustaría establecer unos límites muy claros entre mi trabajo y mi vida personal.
– Es es lo que dices ahora -, replicó Zoey -, pero ¿recuerdas lo emocionada que estabas cuando llevé aquellos pendientes de macarrones que me hizo Sophie?
– Eso fue diferente. Mi hija es una artista.
– Seguro que sí -. Sonrió Zoey. -Y ese mismo día hiciste la cadena telefónica del colegio para avisar de los imprevistos.
Meg se las apañó para recoger los platos sin tirarle nada a nadie sobre el regazo. Las golfistas le preguntaron si había té helado Arizona. En la cocina, la cara del chef estaba bañada por el sudor mientras sacaba los perfectos souffles de chocolote del horno. -¡De prisa! Pónlos en la mesa antes de que se bajen. ¡Delicadamente! Recuerda lo que te dije.
Meg llevó la pesada bandeja al comedor. Servir los souffles era trabajo para dos personas, pero se apoyó un borde de la bandeja contra la cadera y cogió el primero.
– ¡Ted! -exclamó Torie. -¡Mirar quién está aquí!
A Meg el corazón se le subió a la garganta, la cabeza le dio vueltas y se tambaleó sobre sus plataformas rosa cuando vio a Ted en el marco de la puerta. En cuestión de segundos, los souffles empezarían a bajarser… Y todo en lo que pudo pensar fue en los carritos de bebés. Su padre había señalado ese fenómeno cuando era una niña. Si tú estabas viendo una película y veías un carrito de bebé, sabías que un coche a toda velocidad iba en su dirección. Lo mismo ocurría con el escaparate de una floristería, una tarta de boda o un ventanal que daba a la calle.
Siéntate en tu sitio, pequeña, y aguanta porque va a haber una persecución de coches. Justo igual que con los souffles de chocolate.
Apenas pudo sujetar la bandeja. Estaba perdiendo el equilibrio. Los souffles habían empezado a bajarse. Se iba a producir una persecución de coches.
Pero la vida no es una película, y al igual que antes había evitado los cristales rotos de la cocina, no iba a permitir que los recipientes blancos de los souffles se le cayeran. Incluso mientras se seguía tambaleando, equilibró su peso, reposicionó su cadera y puso toda su fuerza de voluntad en recupera el equilibrio.
Los recipientes se reasentaron. Francesca se levantó de su silla. -Teddy, querido, llegas justo para el postre. Ven y únete a nosotras.
Meg alzó la barbilla. El hombre al que amaba la miraba. Aquellos ojos de tigre que se ahumaban cuando hacían el amor, ahora estaban claros y ferozmente perceptivos. Su mirada se fijó en la bandeja que llevaba. Luego de vuelta en ella. Meg miró hacia abajo. Los souffles comenzaron a derrumbarse. Uno por uno. Pfft… Pfft… Pfft…