Emma Traveler nunca había visto a Francesca Beaudine tan angustiada. Cuatro días habían pasado desde que Lucy Jorik había desaparecido, y estaban sentadas bajo la pérgola, a la sombra, en el patio trasero de la casa de los Beaudine. Acucurrucada como un ovillo plateado entre las rosas, Francesca parecía incluso más pequeña de lo que era. En todos los años que se habían conocido, Emma nunca había visto a su amiga llorar, pero Francesca tenía unas marcas delatadoras bajo sus ojos esmeralda, el pelo castaño despeinado y las líneas de cansancio grabadas en su cara con forma de corazón.
Aunque Francesca tenía cincuenta y cuatro años, cerca de quince años mayor que Emma y mucho más bella, su profunda amistad tenía sus raíces en los lazos comunes. Ambas eran británicas, ambas estaban casadas con famosos golfistas profesionales y ambas estaban más interesadas en leer un buen libro que en aventurarse cerca de un green. Lo más importante era que ambas amaban a Ted Beaudine: Francesca con un fiero amor maternal y Emma con una lealtad inquebrantable que había comenzado el día en que se conocieron.
– Esa puñetera Meg Koranda le hizo algo horrible a Lucy. Lo sé -. Francesca miró ausentemente a una mariposa con cola de golondrina revoloteando por los lirios. -Yo tenía dudas sobre ella ya antes de conocerla, a pesar de todos los brillantes informes de Lucy. Si Meg era su amiga más cercana, ¿por qué no la hemos conocido hasta el día antes de la boda? ¿Qué clase de amiga no podía perder el tiempo para asistir a la despedida de soltera de Lucy?
Emma se había preguntado las mismas cosas. Gracias al poder de Google, los cotilleos desfavorables sobre el estilo de vida sin objetivos de Meg Koranda habían empezado a circular tan pronto como la lista de damas de honor fue anunciada. Aunque Emma no creía en juzgar a la gente sin las suficientes pruebas y se negaba a tener en cuenta la rumorolgía. Desafortunadamente, esta vez los cotilleos parecían estar en lo cierto.
El marido de Emma, Kenny, que fue el padrino de Ted, no podía comprender por qué la gente era mucho más hóstil hacia Meg que hacia la novia fugitiva, pero Emma lo comprendía. A la gente local le gustaba Lucy, al menos tanto como les podía gustar una forastera que había pescado a su Ted y a la que habían estado dispuestos a aceptar hasta la noche de la cena de ensayo cuando ella había cambiado delante de sus ojos. Ella había pasado más tiempo con Meg Koranda que con su prometido. Había sido breve con los invitados, estaba distraida y apenas sonrió, incluso en el brindis más divertido.
Francesca sacó un arrugado pañuelo del bolsillo de sus rugosos capri blancos de algodón que llevaba puestos con una vieja camiseta, unas sandalias italianas y sus diamantes siempre presentes. -He estado alrededor de demasiados niños mimados de Hollywood como para no reconocer a uno. Las chicas como Meg Koranda nunca han tenido que trabajar duro ni un día de sus vidas, y piensan que su apellido famoso les da permiso para hacer lo que quieran. Esa es la razón por la que Dallie y yo nos aseguramos de que Ted siempre supiera que tenía que trabajar para vivir -. Se frotó la nariz. -Te diré lo que pienso. Creo que le echo un vistazo a mi Teddy y lo quiso para ella.
Aunque era verdad que las mujeres perdían su buen juicio después de conocer a Ted Beaudine, Emma no creía que Meg Koranda pudiera considerar acabar con la boda de Ted como la mejor estrategia para quedarse con él. Sin embargo, la suya era una opinión minoritaria. Emma apoyaba la teoría menos generalizada de que Meg había echado a perder la felicidad de Lucy porque estaba celosa de que su amiga estaba teniendo éxito en la vida. Pero lo que Emma no podía entender era cómo Meg había sido capaz de hacerlo tan rápido.
– Lucy ya era como una hija para mí -. Francesca se retorció los dedos en el regazo. -Había perdido la esperanza de que conociese a alguien lo suficientemente especial para él. Pero ella era perfecta para él. Todo el mundo que los veía juntas sabía eso.
Una cálida brisa agitaba las hojas a la sombra de la pérgola. -Si sólo hubiera ido detrás de Lucy, pero no -, continuó Francesca. -Entiendo el orgullo. Dios sabe, su padre y yo tenemos más que suficiente. Pero me gustaría que pudiera poner eso a un lado -. Nuevas lágrimas se filtraron de sus ojos. -Deberías haber visto a Tedy cuando era pequeño. Tan tranquilo y serio. Tan adorable. Era un niño increíble. El niño más asombroso del mundo.
Emma consideraba a sus tres hijos los más increíbles del mundo, pero ella no desafió a Francesca, quién sonrió tristemente. -Era un completo descordinado. Díficilmente podía caminar por una habitación sin tropezar. Confía en mí cuando te digo que sus cualidades atléticas vinieron después de su niñez. Y gracias a Dios que superó sus alergias -. Se sonó la nariz. -También era poco atractivo. Le llevó años conseguir su aspecto. Y era tan inteligente, más inteligente que todos los que lo rodeaban, ciertamente más inteligente que yo, pero nunca es condescendiente con la gente -. Su lacrimosa sonrisa partió el corazón a Emma. -Siempre ha creído que todo el mundo tenía algo que enseñarle.
Emma estaba contenta con que Francesca y Dallie se fueran a Nueva York pronto. Francesca florecía con el trabajo duro, y grabar la siguiente serie de entrevistras sería una buena distracción. Una vez que se instalasen en su casa de Manhattan, podían sumergirse en el trajín de la vida de la gran ciudad, mucho más saludable que permanecer en Wynette.
Francesca se levantó del banco y se acarició la mejilla. -Lucy era la respuesta a mis oraciones por Teddy. Pensaba que él finalmente había conocido a la mujer que era digna de él. Alguien inteligente y decente, alguien que comprendía lo que era crecer con privilegios pero que no se había echado a perder por su educación. Pensaba que tenía carácter -. Su expresión se endureció. -Estaba equivocada con eso, ¿no?
– Todos lo estábamos.
El pañuelo se hizo trizas en sus dedos y hablaba tan bajo que Emma apenas podía escucharla. -Quiero tener nietos desesperadamente, Emma. Yo… yo sueño con ellos… abrazándolos, oliéndoles sus cabezitas suaves. Los bebés de Teddy…
Emma conocía la suficiente historia sobre Francesca y Dallas como para comprender que Francesca estaba hablando de otra cosa a parte del simple anhelo de una mujer de cincuenta y cuatro años por tener nietos. Dallie y Francesca habían estado separados durante los primeros nueve años de la vida de Ted, justo hasta el momento en que Dallie se enteró de que tenía un hijo. Un nieto les ayudaría a llenar ese hueco vacio en sus vidas.
Como si leyera sus pensamientos, Francesca dijo, -Dallie y yo nunca pudimos ver juntos los primeros pasos, escuchar las primeras palabras -. Su voz se hizo más amarga. -Meg Koranda nos robó los bebés de Ted. Nos quitó a Lucy y nos quitó a nuestrso nietos.
Emma no podía soportar su tristeza. Emma no podía verla así. Y en ese momento decidió no decirle a Francesca lo peor de todo. Que Meg Koranda estaba todavía en el pueblo.
– ¿No tiene otra tarjeta de crédito, señorita Koranda? -preguntó la guapa rubia de recepción.
– ¿Rechazada? -Meg actuó como si no entendies la palabra, pero la comprendía muy bien. Con un suave zumbido, su última tarjeta de crédito desapareció dentro del cajón central de la recepción del Wynette Country Inn.
La recepcionista no intentó ocultar su satisfación. Meg se había convertido en el enemigo público número uno de Wynette, una versión retorcida de su papel en la debacle de la boda de su santo alcalde, siendo humillado internacinalmente, se había extendido como un virus por el aire a través de la pequeña ciudad donde todavía permanecían unos cuantos miembros de la prensa. Un relato exagerado de la confrontación de Meg con Birdie Kittle la noche del ensayo era de dominio público. Si simplemente a Meg le hubiera sido posible salir de Wynette inmediatamente, podría haberlo evitado, pero había resultado ser imposible.
La familia de Lucy había dejado Wynette el domingo, veinticuatro horas después de que Lucy huyera. Meg sospechaba que permanecieron allí esperando que Lucy retornara, pero la presidenta había prometido asistir a una conferencia mundial de la Organización Mundial de la Salud en Barcelona con el padre de Lucy, quién era el anfritión de una conferencia de periodistas médicos internacionales. Meg era la única que había hablado con Lucy desde que había huido.
Había recibido una llamada de teléfono en la madrugada del domingo, aproximadamente a la hora que la novia y el novio deberían haber dejado la recepción nupcial para irse a su luna de miel. La señal era débil y apenas reconoció la voz de Lucy, que sonaba tenue e insegura.
– Meg, soy yo.
– ¿Luce? ¿Va todo bien?
Lucy se rió de forma ahoga y semihistérica. -Cuestión de opiniones. ¿Te acuerdas de ese lado salvaje de mí del que siempre estás hablando? Supongo que lo encontré.
– Oh, cariño…
– Soy… soy una cobarde, Meg. No puedo enfrentar a mi familia.
– Lucy, te quieren. Te comprenderán.
– Diles que lo siento -. Su voz se quebró. -Diles que los quiero y que sé que he hecho un lío enorme de todo esto, y que volveré y lo solucionaré, pero… no todavía. No puedo hacerlo todavía.
– Está bien. Se lo diré. Pero…
Se cortó antes de que Meg pudiera decir nada más.
Meg se armó de valor y le habló a los padres de Lucy sobre la llamada. -Está haciendo esto por su propia voluntad -, había dicho la presidenta, quizás recordando su propia escapada rebelde hace mucho tiempo. -Por ahora tenemos que darle el espacio que necesita -. Le hizo prometer a Meg que permanecería en Wynette unos cuantos días más por si Lucy reaparecía. -Es lo menos que puedes hacer después de causar este desastre -. A Meg le pesaba demasiado la culpa como para negarse. Desafortunadamente, ni la presidente ni su marido habían pensado en cubrir los gastos de la prolongación de la estancia de Meg en el hotel.
– Eso es raro -, dijo Meg a la recepcionista. Además de su belleza natural la recepcionista tenía un asombroso pelo, un perfecto maquillaje, unos dientes de un blanco cegador y un surtido de pulseras y anillos que la definían como alguien que gastaba más tiempo y dinero en su apariencia que Meg. -Desafortunadamente no llevo otra tarjeta conmigo. Extenderé un cheque -. Imposible, ya que había vaciado su cuenta corriente hacía tres meses y había estado viviendo de su preciosa última tarjeta de crédito desde entonces. Buscó en el bolso. -Oh, no. Olvidé mi talonario.
– No hay problema. Hay un cajero automático a la vuelta de la esquina.
– Excelente. -. Meg cogió su maleta. -La meteré en mi coche de camino.
La recepcionista salío disparada del mostrador y le cogió la maleta. -Estaremos esperándote cuando regreses.
Meg miró a la mujer de manera fulminante y dijo unas palabras que nunca imagino que saldrían de su boca. -¿Sabes quién soy? -No soy nadie. Absolutamente nadie.
– Oh, sí. Todo el mundo lo sabe. Pero tenemos policías.
– Está bien -. Cogió su bolso, un Prada que era de su madre, y atravesó el vestíbulo. Cuando quiso llegar al aparcamiento, empezó a sudar frío.
Su Buick Century de quince años y gran cosumidor de gasolina estaba aparcado como una verruga oxidada entre un nuevo y brillante Lexus y un Cadillac CTS. A pesar de la constante ventilación, el Rustmobile todavía olía a cigarrillos, sudor, comida rápida y a turba. Bajó las ventanillas para que entrara algo de aire. Un cerco de sudor se había formado en la parte superior del top de seda que llevaba con unos vaqueros, un par de pendientes de plata martillada que se había hecho con unas hebillas que encontró en Laos y un sombrero de fieltro marrón vintage que su tienda favorita de segunda mano en L.A. aseguraba que procedía de los bienes de Ginger Rogers.
Apoyó la frente contra el volante, pero no importaba cuanto lo pensase, no podía ver otra salida. Sacó su móvil del bolso e hizo lo que se había prometido no hacer nunca. Llamó a su hermano Dylan.
Aunque era tres años más pequeño que ella, ya era un genio de un gran éxito financiero. Su mente tendía a divagar cuando él hablaba sobre lo que hacía, pero ella sabía que era extremadamente bueno. Como se había negado a darle su número del trabajo, lo llamó al móvil. -Hola, Dyl, llámame de inmediato. Es una emergencia. Lo digo en serio. Tienes que llamarme ahora mismo.
Sería inútil llamar a Clay, que era el gemelo de Dylan. Clay todavía era un actor muerto de hambre, apenas podía pagar el alquiler, aunque eso no iba a durar mucho más ya que se había graduado en la escuela de drama de Yale, aparecía en una creciente lista de obras de Broadway y tenía talento apoyado por el apellido Koranda. A diferencia de ella, ninguno de sus hermanos había cogido nada de sus padres desde que se graduaron en la universidad.
Ella cogió su teléfono cuando sonó.
– La única razón por la te llamo -, dijo Dylan, -es curiosidad. ¿Por qué Lucy huyó de su boda? Mi secretaria me habló de un cotilleo en la red que dice que eres la única que habló con ella de suspender la boda. ¿Qué paso con eso?
– Nada bueno. Dyl, necesito una transferencia.
– Mamá dijo que esto pasaría. La respuesta es no.
– Dyl, no estoy bromeando. Estoy en un aprieto. Me quitaron la tarjeta de crédito y…
– Madura, Meg. Tienes treinta años. Es hora de nadar o hundirse.
– Lo sé. Y estoy haciendo algunos cambios. Pero…
– Cualquier cosa en la que te hayas metido, puedes salir por ti misma. Eres mucho más lista de lo que piensas. Tengo fé en ti, incluso si tú no la tienes.
– Lo aprecio, pero ahora necesito ayuda. De verdad. Tienes que ayudarme.
– Jesús, Meg. ¿No tienes orgullo?
– Eso es una mierda de pregunta para hacer.
– Entonces no me hagas decirla. Eres capaz de controlar tu propia vida. Consigue un trabajo. Sabes lo que es, ¿no?
– Dyl…
– Eres mi hermana, y te quiero, y porque te quiero, ahora voy a colgar -. Se quedó mirando el teléfono sin conexión, enfadada pero no sorprendida de la evidencia de la conspiración familiar. Sus padres estaban en China, y habían dejado increíblemente claro que no iban a ayudarla de nuevo. Su escalofriante abuela Belinda no daba regalos. Obligaría a Meg a apuntarse a clases de actuación o algo igualmente insidioso. En cuanto a su tío Michel… La última vez que lo había visitado, le había dado una conferencia mordaz sobre la responsabilida personal. Con Lucy huída, a Meg le quedaban tres buenas amigas, todas ellas eran ricas y ninguna le prestaría dinero.
¿O lo harían? Esa era la cuestión sobre ellas. Georgie, April y Sasha eran mujeres totalmente independientes e impredecibles que le habían dicho a Meg durante años que necesitaba dejar de joder y comprometerse con algo. Aunque si les explicaba lo desesperaba que estaba…
¿No tienes orgullo?
¿Realmente quería darles a sus exitosas amigas más evidencias de su inutilidad? Por otro lado, ¿cuáles eran sus opciones? Tenía apenas unos cien dólares en su bolsillo, sin tarjetas de crédito, una cuenta bancaria vacía, menos de medio depósito de gasolina y un coche que podía romperse en cualquier momento. Dylan tenía razón. Por mucho que lo odiara, necesitaba conseguir un trabajo… y rápido.
Pensó en ello. Mientras estuviera en el pueblo del chico malo nunca podría encontrar un trabajo, pero tanto San Antonio como Austin estaban a menos de dos horas de viaje, más o menos asequible al medio depósito de gasolina. Seguramente podría encontrar trabajo en uno de esos sitios. Eso significaría no pagar la cuenta, algo que nunca había hecho en su vida, pero se había quedado sin opciones.
Las palmas de las manos le estaban sudando en el volante mientras salía lentamente de la zona de aparcamiento. El sonido del mal silenciador le hizo anelar el Nissan Ultima híbrido que había tenido que dejar cuando su padre dejo de hacer los pagos. Sólo tenía la ropa que llevaba puesta y el contenido de su bolso. Dejar su maleta era una locura, pero debiendo tres noches del Wynette Country Inn, unos cuatrocientos dólares, no había mucho que pudiera hacer al respecto. Les pagaría con intereses tan pronto como encontrara un trabajo. ¿Qué trabajo sería?, no tenía ni idea. Algo temporal y, con suerte, bien pagado hasta que descubriera lo que quería hacer.
Una mujer que estaba empujando un cochecito se detuvo a mirar el Buick marrón ya que había arrojado una nube de humo aceitoso. Eso, combinado con su silenciador rugiendo, difícilmente hacía al Rustmobile un coche ideal para una huída, así que intentó agacharse en el asiento. Pasó los juzgados de piedra caliza y la biblioteca pública cercada mientras se dirigía hacía las afueras del pueblo. Finalmente, vio la señal de los límites del pueblo.