CAPÍTULO 17

Meg no estaba acostumbrada al aire acondicionado y, tapándose sólo con la sábana, estaba pasando frío por la noche. Se acurrucó contra Ted y, cuando volvió a abrir los ojos, era por la mañana.

Rodó hacia su lado de la cama para observarlo. Era tan irresistible dormido como despierto. Tenía una cara encantadora de dormido, un poco plana por aquí, un poco puntiaguda por allí, y sus dedos se morían por tocarla. Estudió la marca de las camisetas en su bíceps. Ningún chico respetable y glamuroso del sur de California sería pillado con una marca de moreno como esa, pero él no le prestaba la mínima atención. Le besó la marca.

Él se dio la vuelta, llevándose consigo parte de la sábana, esparciendo la esencia almizcle de sus cuerpos dormidos. Ella se excitó al instante, pero tenía que estar en el club temprano y se forzó a levantarse de la cama. A estas alturas, todo el mundo se habría enterado de lo que había ocurrido en el almuerzo de ayer, y a nadie se le ocurriría culpar a Ted por el beso. Un día repleto de problemas se presentaba ante ella.


Estaba preparando el carrito para las golfistas del martes por la mañana cuando Torie salió del vestuario. Con el vaivén de su coleta marchaba hacia Meg y, con su habitual tacto, se puso a manos a la obra. -Obviamente, no puedes quedarte en la iglesia después de lo que ocurrió ayer, tan seguro como que no puedes quedarte con Ted, así que todos hemos decidido que lo mejor es que te traslades a la casa de invitados de Shelby. Viví allí entre mis dos desafortunados matrimonios. Es privada y cómoda, además, tiene su propia cocina, algo que no tendrías si te quedaras con Emma o conmigo -.Ella se encaminó a la tienda de golf, con su coleta brincando, y le dijo por encima del hombro, -Shelby te espera sobre las seis. Le molesta que la gente llegue tarde.

– ¡Espera! -Meg fue detrás de ella. -No me voy a trasladar a tu casa de la infancia.

Torie se puso una mano en la cadera, mirándola más seriamente de lo que Meg nunca la había visto. -No puedes quedarte con Ted.

Meg ya sabía eso, pero odiaba que le dieran órdenes. -Contrariamente a la creencia popular, nadie tiene voto en esto. Y voy a volver a la iglesia.

Torie resopló. -¿En serio te crees que te dejará hacerlo después de lo que pasó?

– Ted no me deja hacer algo -. Caminó de vuelta al carrito. -Agradécele a Shelby por su generosidad, pero tengo mis propios planes.

Torie fue detrás de ella. -Meg, no puedes mudarte con Ted. En serio, no puedes.

Meg fingió no escucharla y se marchó.


No estaba de humor para hacer joyas mientras esperaba a los clientes, así que sacó la copia de American Earth que había tomado prestada de Ted, pero ni siquiera las palabras de los ecologistas más astutos del país pudieron captar su atención. Dejó el libro a un lado cuando el primer cuarteto de mujeres apareció.

– Meg, escuchamos lo del asalto.

– Debe haber sido aterrador.

– ¿Quién crees que lo hizo?

– Apostaría que buscaban tus joyas.

Echó hielo en los vasos de cartón, sirvió las bebidas y respondió a sus preguntas lo más escuetamente que pudo. Sí, estaba asustada. No, no tenía ni idea de quién lo había hecho. Sí, tenía la intención de ser mucho más cuidadosa en el futuro.

Cuando llegó el siguiente cuarteto, escuchó más de lo mismo, pero todavía no se fiaba. Sólo cuando todas se fueron a jugar, se dio cuenta que ninguna de las ocho entrometidas mujeres había mencionado el beso de Ted en el almuerzo o su declaración sobre que él y Meg eran pareja.

No lo comprendía. No había nada que les gustara más a las mujeres de este pueblo que entrometerse en los asuntos de otras personas, especialmente en los de Ted, sin que la cortesía se lo impidiera. ¿Qué estaba pasando?

No junto todas las piezas hasta que el siguiente cuarteto empezó a tirar de sus carritos hasta el tee de salida. Justo entonces lo comprendió.

Ninguna de las mujeres con las que había hablado habían estado en el almuerzo, y no lo sabían. Las veinte invitadas que habían presenciado lo que había sucedido habían hecho un pacto de silencio.

Se volvió a dejar caer en el carrito e intentó imaginarse el zumbido en las líneas telefónicas anoche. Podía escuchar a las invitadas de Francesca jurando sobre su Biblia o, al menos, sobre el último número de la revista InStyle, no decir una palabra a nadie. Veinte chismosas de Wynette habían hecho voto de silencio. No podía durar, no bajo circunstancias normales. Pero, tal vez sí, cuando Ted estaba implicado.

Sirvió al siguiente grupo y, por supuesto, sólo le hablaron sobre el asalto sin mencionar a Ted. Pero eso cambió media hora después cuando el último grupo, un dúo, se detuvo. Tan pronto como vio a las mujeres bajarse del carrito, supo que esa conversación sería diferente. Ambas habían estado en el almuerzo. Ambas sabían lo que había ocurrido. Y ambas se acercaban con una mueca definitivamente hostil en sus rostros.

La más baja de las dos, de piel morena, a la que todo el mundo llamaba Cookie, fue directa al asunto. -Todas sabemos que tú estás detrás del asalto a la iglesia, y sabemos por qué lo hiciste.

Meg debería haberlo visto venir, pero no lo había hecho.

La mujer más alta tiró de sus guantes de golf. -Querías mudarte a su casa y él no quería, así que decidiste hacer algo para que fuera imposible que se negara. Destrozaste tu casa esa mañana antes de ir a trabajar a casa de Francesca.

– No podéis pensar eso en serio -, dijo Meg.

Cookie cogió un palo de su bolsa sin pedir su bebida habitual. -No piensas que puedes salirte con la tuya, ¿verdad?

Cuando se fueron, Meg caminó por el tee de salida durante un rato, luego se dejó caer en el banco de madera que estaba en el tee. No eran ni las once en punto y ya flotaban ondas de calor en el aire. Debería irse. Aquí no tenía futuro. No tenía amigos de verdad. Ni un trabajo que mereciera la pena. Pero de todos modos se había quedado. Se quedaba porque el hombre del que estúpidamente estaba enamorada, había puesto en peligro el futuro de este pueblo, por el cuál se preocupaba tanto, por hacer saber a todo el mundo lo importante que era ella para él.

Hacía caso a su corazón.

Su móvil comenzó a sonar no mucho después. La primera llamada era de Ted. -Oí que la mafia femenina del pueblo esta intentando que te vayas de mi casa -, dijo él. -No les hagas caso. Te vas a quedar conmigo, y espero que estés planeando hacer algo bueno para cenar -. Una larga pausa. -Yo me encargaré del postre.

La siguiente llamada fue de Spence, así que no respondió, pero él dejo un mensaje diciendo que volvería en dos días y que le enviaría una limusina para recogerla para ir a cenar. Luego Haley llamó a Meg pidiéndole que se reuniera con ella en la tienda de bocadillos en el descanso de las dos. Cuando Meg llegó allí, se encontró con una desagradable sorpresa en forma de Birdie Kittle sentada en frente de su hija en una de las mesas verdes de metal del bar.

Birdie llevaba un traje formal de punto color berenjena. Había puesto la chaqueta en el respaldo de la silla, revelando una camiseta de tirantes blanca y unos brazos regordetes y ligeramente pecosos. Haley no se había molestado en maquillarse, lo que habría mejorado su aspecto si no hubiera estado tan pálida y tensa. Saltó de la mesa como un gato. -Mamá tiene algo que decirte.

Meg no quería oír nada de lo que Birdie Kittle tuviera que decir, pero ocupó la silla vacía entre ellas. -¿Cómo te sientes? -le preguntó a Haley. -Espero que mejor que ayer.

– Estoy bien -. Haley se volvió a sentar y cogió una galleta con trocitos de chocolate de una caja de cartón frente a ella. Meg recordó la conversación que había escuchado en el almuerzo.

– Haley estuvo otra vez con Kyle Bascom anoche -, había dicho Birdie. -Lo juro por Dios, si está embarazada…

La semana pasada, Meg había visto a Haley en el aparcamiento con un chico desgarbado de su edad, pero cuando lo había mencionado, Haley había estado evasiva.

Ella rompió un trozo de galleta. Meg había intentado vender esas mismas galletas en el carrito de bebidas, pero las virutas se derretían. -Adelante, mamá -, dijo Haley. -Pregúntale.

Birdie frunció la boca y su pulsera de oro chocó contra el borde de la mesa. -Escuché lo del asalto a la iglesia.

– Sí, parece que todo el mundo lo ha hecho.

Birdie quitó la envoltura a la pajita y la metió en su bebida. -Hablé con Shelby hace un par de horas. Fue amable de su parte invitarte a su casa. Ya sabes, no tenía por qué hacerlo.

Meg mantuvo su respuesta en un tono neutral. -Me doy cuenta de eso.

Birdie removió el hielo con la pajita. -Como parece que no estás dispuesta a quedarte allí, Haley pensó…

– ¡Mamá! -Haley le lanzó una mirada asesina.

– Bueno, pardon [28]. Yo pensé que podrías estar más a gusto en el hotel. Está más cerca del club que la casa de Shelby, así que no tendrías que conducir tanto para venir a trabajar y ahora mismo tengo habitaciones libres -. Birdie pinchó tan fuerte la parte inferior de la taza de cartón que le hizo un agujero. -Puedes quedarte en la habitación Jasmine, enhorabuena. Hay una cocina, que puede que recuerdes de todas las veces que la limpiaste.

– ¡Mamá! -El color inundó la pálida cara de Haley. Había algo frenético en ella que preocupaba a Meg. -Mamá quiere que te quedes allí. No sólo yo.

Meg lo dudaba mucho, pero significaba mucho para ella que Haley valorara tanto su amistad como para enfrentarse a su madre. Cogió un trozo de galleta que Haley no se había comido. -Apreció la oferta, pero ya tengo planes.

– ¿Qué planes? -dijo Haley.

– Voy a volver a la iglesia.

– Ted nunca dejará que hagas eso -, dijo Birdie.

– Ha cambiado las cerraduras y yo quiero volver a mi casa -. No mencionó la cámara de seguridad que él tenía intención de terminar de instalar hoy. Contra menos gente lo supiese, mejor.

– Sí, bueno, no siempre podemos conseguir lo que queremos -, dijo Birdie rememorando a Mick Jagger. -¿Estás pensando en alguien más a parte de ti misma?

– ¡Mamá! Es bueno que vuelva a la iglesia. ¿Por qué tienes que ser tan negativa?

– Lo siento, Haley, pero te niegas a reconocer todo el lío que Meg ha provocado. Ayer, en casa de Francesca… No estuviste allí, por lo que es posible que…

– No estoy sorda. Te escuché al teléfono con Shelby.

Aparentemente el código de silencio tenía algunos fallos.

Birdie casi tiró su bebida cuando se levantó de la silla. -Todos estamos intentando hacer lo que podemos para arreglar tus desastres, Meg Koranda, pero no podemos hacerlo todo. Necesitamos un poco de colaboración -. Cogió su chaqueta y se fue, con su pelo pelirrojo ardiendo bajo el sol.

Haley migó su galleta dentro de la caja de cartón. -Creo que deberías volver a la iglesia.

– Parece que eres la única -. Mientras Haley miraba a lo lejos, Meg la observó con preocupación. -Obviamente, no me las estoy apañando muy bien con mis propios problemas, pero sé que algo te preocupa. Si quieres hablar, estaré aquí para escucharte.

– No tengo nada sobre lo que hablar. Tengo que volver al trabajo -. Haley cogió el refresco que había dejado su madre y las migas de la galleta, y regresó a la tienda de bocadillos.

Meg se dirigió al edificio principal para recoger el carrito de bebidas. Lo había dejado cerca de la fuente de agua potable y, justo cuando llegaba allí, una figura muy familiar y muy desagradable se acercaba por la esquina del edificio. Su vestido veraniego de diseño y sus zapatos de tacón Louboutin sugerían que no había ido a jugar un partido de golf. En lugar de eso, se dirigía con paso decidido hacia Meg, sus tacones sonaron tap-tap-tap sobre el asfalto para, a continuación, quedarse en silencio al pisar el césped.

Meg resistió la urgencia de hacer la señal de la cruz, pero cuando Francesca se detuvo frente a ella, no pudo reprimir un gemido. -No diga lo que creo que va a decir.

– Sí, bueno, a mí tampoco me hace mucha gracia todo esto -. Con un rápido movimiento de su mano se puso sus gafas de sol Cavalli en la cabeza, revelando esos luminosos ojos verdes, con sombra de ojos bronce y rimel oscuro cubriendo sus pestañas ya de por sí gruesas. El poco maquillaje con el que Meg había comenzado el día hacia horas que lo había sudado, y mientras que Francesca olía a Quelques Fleurs, Meg olía a cerveza.

Miró a la diminuta madre de Ted. -¿Podría, por lo menos, darme un arma primero para que me dispare a mí misma?

– No seas tonta -, replicó Francesca. -Si tuviera un arma, ya la habría usado contigo -. Ella le dio un manotazo a una mosca que tuvo la audacia de zumbar cerca de su exquisito rostro. -Nuestra casa de invitados está separada de la casa principal. Tendrías privacidad.

– ¿También tengo que llamarte mamá?

– Buen Dios, no -. Algo sucedió con la esquina de su boca. ¿Una mueca? ¿Una sonrisa? Imposible de decir. -Llámame Francesca como el resto.

– Vale -. Meg metió los dedos en su bolsillo. -Sólo por curiosidad, ¿alguien en este pueblo es remotamente capaz de meterse en sus propios asuntos?

– No. Y esa es la razón por la que desde el principio insistí para que Dallie y yo siguiéramos teniendo una casa en Manhattan. ¿Sabías que la primera vez que Ted vino a Wynette tenía nueve años? ¿Puedes imaginarte cuantas de las peculiaridades locales se le habrían pegado si hubiera vivido aquí desde que nació?

Ella exhaló. -No lo quiero ni pensar.

– Aprecio tu oferta, al igual que apreció las ofertas de Shelby y Birdie Kittle, pero, por favor, ¿podrías informar a tu aquelarre que voy a volver a la iglesia?

– Ted nunca lo permitirá.

– Ted no tiene voto en esto -, espetó Meg.

Francesca mostró un pequeño gesto de satisfacción. -Estás demostrando que no conoces tan bien a mi hijo como tú te crees. La casa de invitados tiene la puerta abierta y la nevera está llena. Ni siquiera tendrás que verme -. Y se fue.

Cruzó la hierba.

Luego la zona del asfalto.

Tap… tap… Tap… tap… Tap… tap…


Meg repasaba su miserable día mientras salía del aparcamiento de empleados esa tarde noche y conducía por el camino de acceso a la carretera. No tenía intención de trasladarse a la casa de invitados de Francesca, o a la de Shelby Traveler o al hotel Wynette Country. Pero tampoco se iba a mudar con Ted. Por más enfadada que estuviera con las entrometidas mujeres de este pueblo, no iba tocarles las narices. No importaba lo molestas, entrometidas y criticonas que fueran, creían que estaban haciendo lo correcto. A diferencia de tantos otros estadounidenses, los habitantes de Wynette, Texas, no comprendían el concepto de la apatía ciudadana. También tenían a la realidad de su lado. No podía vivir con Ted mientras los Skipjacks estuvieran por allí.

De la nada, algo voló hacia el coche. Gritó y pisó el freno, pero fue demasiado tarde. Una roca se estrelló contra su parabrisas. Vio algo de movimiento entre los árboles, apartó el coche a un lado y salió. Se resbaló un poco con la grava suelta pero recuperó el equilibrio y corrió hacia el bosquecillo de árboles que lindaba con la carretera.

Las ramas se engancharon en sus pantalones cortos y rozaron sus piernas cuando se metió en la maleza. Vio otro destello de movimiento, pero ni siquiera podía decir si se trataba de una persona. Sólo sabía que alguien la había vuelto a atacar, y estaba harta de ser una víctima.

Se adentró más en el bosque, pero no estaba segura de que camino seguir. Se paró para escuchar, pero no oyó nada excepto el sonido de su propia respiración. Al cabo del tiempo se dio por vencida. Quien quiera que le hubiera tirada la roca se había ido.

Todavía estaba temblando cuando regresó al coche. Una tela de araña de cristal resquebrajado se extendía en el centro de la luna, pero si estiraba el cuello lo suficiente podía ver para conducir.


Cuando llegó a la iglesia, su enfado había remitido. Lo que más deseaba era ver la furgoneta de Ted aparcada en la entrada, pero no estaba allí. Intentó usar su llave para entrar, pero la cerradura había sido cambiada, tal como esperaba. Volvió a bajar las escaleras y miró debajo de la rana de piedra, incluso sabiendo mientras la levantaba que no le habría dejado una nueva llave. Siguió caminando alrededor hasta que encontró una cámara de seguridad instalada en un nogal que alguna vez había servido para resguardar a los fieles cuando venían al servicio religioso.

Agitó los brazos. -¡Theodore Beaudine, si no vienes ahora mismo y me dejas entrar, voy a romper una ventana! -Se dejó caer en el último escalón para esperar, luego se volvió a levantar y cruzó el cementerio hacia el arroyo.

Su zona de natación la esperaba. Se desnudó, dejándose puesto el sujetador y las bragas, y se metió. El agua, fresca y acogedora, se cernió sobre su cabeza. Nadó hasta el fondo rocoso, se impulsó y volvió a la superficie. Se sumergió de nuevo, esperando que el agua se llevara consigo ese día horrible. Cuando finalmente tuvo frío, metió los pies mojados en las zapatillas, agarró la ropa sucia del trabajo y se dirigió de vuelta a la iglesia con la ropa interior mojada. Pero cuando salió de entre los árboles, se paró de golpe.

El gran Dallas Beaudine estaba sentado en una lápida de granito negro, y su fiel caddy, Skeet Cooper, estaba de pie a su lado.

Maldiciendo en voz baja, volvió a meterse entre los árboles y se puso los pantalones cortos y el sudado polo. Enfrentarse al padre de Ted era algo completamente diferente a tratar con las mujeres. Se pasó los dedos por el pelo mojado, se dijo a sí misma que no mostrase miedo y se acercó al cementerio. -¿Inspeccionando tu futuro lugar de descanso?

– No está tan próximo -, dijo Dallie. Él descansaba cómodamente en la piedra marcada, sus largas piernas cubiertas por vaqueros estiradas hacia delante, los rayos de luz jugaban con las hebras plateadas de su cabello rubio oscuro. Incluso con cincuenta y cinco años, era un hombre guapo, lo que evidenciaba todavía más la fealdad de la piel de Skeet.

Se le resbalaban los pies por las zapatillas mientras se acercaba. -Podría ser peor que este sitio.

– Supongo -. Dallie cruzó sus tobillos. -Los inspectores llegaron un día antes y Ted tuvo que ir al vertedero con ellos. El acuerdo sobre el resort podría llevarse a cabo después de todo. Le dijimos que te ayudaríamos a trasladar tus cosas a su casa.

– He decidido quedarme aquí.

Dallie asintió con la cabeza, como si se lo estuviera pensado. -No parece muy seguro.

– Colocó una cámara de seguridad.

Dallie asintió de nuevo. -La verdad es que Skeet y yo acabamos de trasladar tus cosas.

– ¡No teníais derecho!

– Cuestión de opiniones -. Dallie volvió su rostro hacia la brisa, como si estuviera comprobando la dirección del viento antes de realizar su siguiente golpe de golf. -Te vas a quedar con Skeet.

– ¿Con Skeet?

– No habla mucho. Supuse que preferirías quedarte con él que tener que lidiar con mi esposa. No me gusta cuando está enfadada, y te puedo asegurar que tú la enfadas.

– Se enfada por un montón de malditas cosas -. Skeet se cambió de posición el palillo de su boca. -Tampoco hay mucho que puedas hacer para hacerla cambiar de opinión, Francie es Francie.

– Con el debido respeto… -Meg sonó como un abogado, pero la tranquila seguridad de Dallie la ponía nerviosa de una forma que ninguna mujer conseguía. -No quiero vivir con Skeet.

– No veo por qué no -. Skeet cambió de posición su palillo. -Tendrás tu propia televisión y nadie te molestará. Sin embargo, me gusta tener mi casa limpia.

Dallie se levantó de la tumba. -Puedes seguirnos o Skeet conducirá tu coche y tú puedes venir conmigo.

Su firme mirada testificaba que la decisión estaba tomada y nada de lo que dijera iba a cambiarla. Sopesó sus opciones. Claramente, regresar a la iglesia ahora mismo no era una opción. No iba a mudarse con Ted. Si él no comprendía por qué, ella sí. Eso la dejaba con la casa de Shelby y Warren Traveler, el hotel y la casa de invitados de Francesca o quedarse con Skeet Cooper.

Con su grisáceo rostro tostado por el sol y la coleta a lo Wilie Nelson cayendo entre sus omoplatos, Skeet se parecía más a un vagabundo que a un hombre que había ganado un par de millones de dólares como el caddie de una leyenda del golf. Junto su destrozado orgullo y lo miró con altanería. -No le presto mi ropa a mis compañeros de cuarto, pero disfruto de una pequeña fiesta-spa los viernes por la noche. Manicura y pedicura. Tú me la haces. Yo te la haré. Ese tipo de cosas.

Skeet cambió su palillo de lado y miró a Dallie. -Parece que volvemos al pasado.

– Eso parece -. Dallie sacó las llaves de su coche del bolsillo. -Aunque es demasiado pronto para decirlo.

No tenía ni idea de lo que estaban hablando. Ellos se adelantaron y ella escuchó a Skeet reírse. -¿Recuerdas aquella noche que casi dejamos que Francie se ahogara en la piscina?

– Era tentador -, respondió el amante esposo de Francie.

– Menos mal que no lo hicimos.

– El señor trabaja de maneras misteriosas.

Skeet tiró su palillo en la maleza. -Parece que está trabajando horas extras estos días.


Había visto la pequeña casa estilo rancho de Skeet cuando exploró por primera vez el complejo Beaudine. Ventanas dobles flanqueaban la puerta principal de un color marrón indescriptible. Una bandera americana, el único rasgo decorativo, colgaba con indiferencia de un mátil cerca del camino de entrada.

– Intentamos no liar demasiado tus cosas cuando las trasladamos -, dijo Dallie mientras le sostenía la puerta abierta para que pasara.

– Muy considerado -. Entró en una sala de estar, inmaculadamente limpia, que estaba pintada en una versión más clara del color marrón de la puerta principal y dominada por un par de butacas reclinables marrones de alta gama, excepcionalmente feas, que estaban colocadas hacia una televisión de pantalla plana enorme. En el centro de ella colgaba un sombrero multicolor. El único verdadero toque estético de la habitación era una hermosa alfombra color tierra muy similar a la del despacho de Francesca, una alfombra que, Meg sospechaba, no había elegido Skeet.

Él cogió el mando y puso el canal de golf. La amplia zona en frente de la puerta principal revelaba una parte de un pasillo y una cocina totalmente equipada con muebles de madera, encimeras en blanco y un conjunto de recipientes de cerámica con forma de casas inglesas. Una pequeña televisión de plasma colgaba encima de una mesa redonda con cuatro sillas giratorias.

Siguió a Dallie por el pasillo. -La habitación de Skeet está al final -, dijo él. -Ronca como un loco, así que deberías comprarte unos tapones.

– Esto cada vez se pone mejor, ¿no?

– Temporalmente. Hasta que las cosas se calmen.

Quería preguntarle cuando esperaba exactamente que ocurriera eso, pero se lo pensó mejor. La llevó a una habitación con pocos muebles y todos los que había eran de estilo Early American: una cama de matrimonio con una colcha con estampado geométrico, una cómoda, una silla tapizada y otra televisión de pantalla plana. La habitación estaba pintada en el mismo marrón que el resto de la casa, y su maleta, junto con unas cajas de embalaje, estaban en el suelo de baldosa. Con las puertas del armario abiertas, pudo ver su ropa colgando de unas perchas de madera y sus zapatos pulcramente alineados debajo.

Francie le ha ofrecido más de una vez decorarle la casa -, dijo Dallie, -pero a Skeet le gusta mantener las cosas simples. Tienes tu propio baño.

– Viva.

– La oficina de Skeet están en la habitación de al lado. Por lo que yo sé, no la usa absolutamente para nada, así que puedes colocar tus cosas de las joyas allí. No se dará cuenta, a menos que pierdas el mando que siempre deja encima de la mesa.

La puerta principal se abrió de golpe, ni siquiera el canal de golf pudo ocultar el sonido de pasos furiosos que siguieron a los bramidos exigentes del hijo predilecto de Wynette. -¿Dónde está?

Dallie miró hacia el pasillo. -Le dije a Francie que deberíamos habernos quedado en Nueva York.

Загрузка...