Capítulo 9

– Estoy asustada, Gideon.

– No lo estés. Te he dado primero las malas noticias para que disfrutes más de las buenas.

– ¿Cuáles son? -murmuró ella.

– Primero, que ya estamos en casa. Y, segundo, que dentro de diez minutos probarás mis famosas fajitas de ternera. Kevin dice que las hago mejor que nadie.

Heidi estaba tan angustiada por las perturbadoras revelaciones de Gideon que no se había dado cuenta de que estaban frente a una casa de estilo ranchero. Gideon llevó el coche a la parte de atrás de la casa. Una ringlera de adelfas florecidas la separaba de la casa vecina. Cuando Gideon le abrió la puerta del coche, Heidi inhaló la embriagadora brisa del océano.

– Qué suerte vivir tan cerca del mar. Mi apartamento está bien, porque está muy cerca del trabajo, pero está muy lejos de la playa.

– Sé lo que quieres decir. Cuando me mudé aquí desde Nueva York, elegí esta casa porque está a solo dos calles del mar. No hay nada como el olor del agua salada en el aire.

Deslizó el brazo alrededor de la cintura de Heidi y la condujo por el sendero hasta la puerta trasera de la casa.

– Ese que ladra es Pokey.

Gideon sonrió.

– Está en la cocina y sabe que traigo visita -sus ojos vagaron por el pelo y la cara de Heidi-. Se te ha rizado el pelo con la humedad -alzó la mano y enlazó alrededor de uno de sus dedos un rizo rojizo y brillante. Atrapada entre el cuerpo de Gideon y la puerta, Heidi sentía el calor que emanaba de él. Sus ojos eran de un azul ardiente-. El otro día, Max, mi mejor amigo, me pidió que te describiera. Le dije que eras con una luz en la oscuridad. Hay en ti un fulgor que te sale de dentro. Y yo quiero acercarme todo lo que pueda para calentarme con él.

Un leve gemido escapó de la garganta de Heidi cuando él bajó la cabeza y la besó. Llevaba tanto tiempo soñando con aquello… Iniciaron un lento y minucioso intercambio de besos. El deleite de saborear y tocar a Gideon le produjo una embriagadora sensación de placer que inundó todo su cuerpo. Aturdida, se dejó llevar por él. Dejó de oír los ladridos de Pokey al otro lado de la puerta. A medida que el tiempo pasaba, un beso los llevaba a otro, cada uno de ellos más largo y profundo. Heidi sentía un frenesí de deseo cuya intensidad resultaba casi temible. Sin embargo, quería más. Más. Quería acercarse más a él.

Como si le leyera el pensamiento, Gideon la alzó en brazos para que no tuviera que ponerse de puntillas para besarlo. Ella tomó su cabeza entre las manos y cubrió su cara de besos hambrientos.

– Sigue así y recibirás el mismo tratamiento -dijo él con un ronco suspiro.

– Creo que no puedo detenerme.

– Entonces, sigue.

Al instante siguiente, Heidi notó que empezaba a besarla de la misma forma. En el pelo, en los párpados, en las mejillas, en la garganta… La fusión de sus bocas y sus cuerpos prendió en ella un fuego más intenso que cualquier otra cosa que hubiera conocido. Pero, mientras seguía sumiéndose en aquella espiral enloquecida, de detrás de las adelfas surgió una voz masculina.

– Eh, vecino, ¿qué tal te va?

Heidi oyó que Gideon lanzaba un gruñido antes de dejarla de mala gana sobre el umbral de cemento de la puerta. Se sentía tan débil que se aferró a él un momento, hasta que consiguió recuperar el uso de las piernas.

– No me va mal, Mel -respondió él.

Heidi intentó desasirse de sus brazos, pero no pudo.

– Gideon, estoy segura de que nos ha visto.

– Y yo también. Y apuesto a que vendería su alma por estar en mi pellejo en este momento.

– ¡Gideon! -lo reprendió ella-. Eres terrible. Por favor, entremos.

Pero no la estaba escuchando. Parecía no tener ninguna prisa.

– Sabía que, si te tocaba, sería así -dijo Gideon-. Necesito besarte otra vez antes de que Pokey intente separarnos.

Con esas palabras, capturó su boca de nuevo, provocando en Heidi una respuesta que los dejó a ambos temblorosos de deseo cuando por fin se separaron.

– ¿Po… podemos entrar ya? -le rogó ella. Él le lanzó una rápida sonrisa.

– Pensaba que nunca lo dirías -abrió la puerta para que pasara Heidi. Pokey estaba allí, esperándolos. Gideon se agachó para acariciarlo-. Hola, pequeño. Mira quién ha venido. ¿Te acuerdas de Heidi? Dile hola, vamos.

El perro se sentó y alzó la pata. Heidi se agachó y, dándole la mano, le acarició la cabeza.

– No me extraña que todo el mundo te adore.

Sintió el brazo de Gideon a su alrededor al levantarse. Él la miró fijamente a los ojos.

– Eso pensé yo la primera vez que te vi. Todos tus alumnos deben de estar locos por ti -musitó contra sus labios. Pokey ladró, metiéndose entre sus piernas-. ¿Por qué no te pones cómoda mientras yo me ducho?

– ¿Quiere que vaya haciendo la cena?

– Si quieres -le robó otro beso-. Te prometo no tardar mucho.

El perro corrió tras él. Al entrar en la cocina. Junto a la cual se encontraba el comedor, Heidi se dio cuenta de que ya no era la misma mujer que había salido de su apartamento diez horas antes. Y Gideon era el responsable de aquella transformación. Sus sentimientos hacia él eran tan profundos que temía que él no pudiera corresponderle. No se trataba solo de una cuestión de química corporal. Era mucho más que eso. Gideon colmaba necesidades que Heidi ni siquiera sabía que tenía. Pero ahora sí lo sabía; de no ser así, no habría tenido aquella sensación de… de plenitud y éxtasis que le proporcionaba el simple hecho de estar a su lado.

Tras lavarse las manos en el fregadero, abrió la nevera y sacó cebollas y pimientos para hacer la cena. Mientras los cortaba sobre la tabla de la cocina, Pokey entró para hacerle compañía. De nuevo, Heidi tuvo la sensación de que aquella experiencia no podía ser real. Allí estaba, preparando la cena en la cocina de Gideon, con el perro a sus pies, como si aquello ocurriera todos los días. Sin embargo, se sentía a gusto. Muy a gusto. «¿Cómo si este fuera tu sitio?», preguntó una vocecilla interior. Heidi no se atrevió a contestar aquella pregunta. Aún era demasiado pronto.

– Qué maravilla -dijo Gideon en voz baja.

Heidi miró hacia atrás y lo vio entrar en la cocina. Duchado y afeitado, estaba guapísimo con una sudadera de color rojo. Los vaqueros se le ajustaban a las piernas recias y musculosas. Heidi pensó que era el hombre perfecto.

Gideon se acercó a ella y deslizó las manos por su cintura, acorralándola contra la encimera. Heidi dejó escapar un ligero gemido de placer cuando la besó en el cuello.

– Si sigues así, nunca acabaré de cortar las verduras -murmuró ella.

– Date la vuelta y dame lo que quiero, y te prometo que te soltaré.

Heidi dejó el pimiento que estaba cortando.

– No sé si me atrevo -musitó.

– No deberías haber dicho eso. Ahora tengo que besarte otra vez para asegurarme de que no eres fruto de mi imaginación -le quitó el cuchillo de las manos y la hizo darse la vuelta hasta que estuvieron frente a frente. Poniendo una mano de Heidi sobre su corazón, musitó-. ¿Lo oyes latir?

Ella levantó la mirada hacia él.

– No lo sé. El mío late tan fuerte que no sabría decirlo.

Gideon tomó su mano derecha y se la puso sobre el corazón. Ella empezó a temblar otra vez. Maravillada, movió las manos sobre su pecho musculoso.

– ¿Lo notas? -preguntó él-. Mi corazón late peligrosamente deprisa desde que entraste en mi vida. Quiero saber qué vas a hacer al respecto.

– ¿Qué quieres que haga? -preguntó ella con voz trémula.

– Esto, para empezar.

Buscó sus labios, rozándolos tiernamente. Loca de deseo, Heidi le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo hacia sí. Él gruñó de satisfacción cuando sus bocas se fundieron. Heidi habría podido seguir así para siempre. Pero no había contado con Pokey, que empezó a brincar a su lado y a gemir, reclamando atención. Al parecer, Kevin no era el único que no se acostumbraba a tener que compartir a Gideon. Eso fue lo que dijo Heidi cuando por fin se separaron.

– Pues tendrán que acostumbrarse -dijo Gideon secamente.

Heidi comprendió que aquella respuesta significaba que Kevin aún mostraba resistencia, pero decidió dejarlo correr y se dio la vuelta para seguir cortando las hortalizas.

Gideon tampoco parecía querer hablar de sus problemas. Puso música clásica, cortó los filetes de ternera en tiras finas y los puso sobre la parrilla. Mientras él calentaba las tortillas y ponía la mesa, Heidi preparó una ensalada sencilla.

– Kevin tiene razón. Son las mejores fajitas que he probado -dijo unos minutos después, cuando se sentaron a la mesa del comedor. Acompañada de la ensalada y de un poco de vino tinto, la comida resultaba tan perfecta como todo lo que tenía que ver con Gideon. Heidi se atrevió a lanzarle una mirada-. Está buenísimo… y tu salsa de sésamo es una maravilla. Gracias por una cena tan deliciosa.

Él la miró por encima del borde de la copa de vino.

– Aún no hemos tomado el postre.

– Yo no puedo más.

– Tal vez cambies de opinión cuando demos un paseo por la playa. Pero lo primero es lo primero. Discúlpame un minuto. Voy a sacar unas cosas del maletero del coche -Pokey se fue trotando tras él.

Heidi sabía a qué se refería y sintió que su felicidad se desvanecía. Levantándose de la silla, recogió la mesa y lo puso todo sobre la encimera. Gideon regresó con un montón de fotocopias y la ayudó a acabar de recoger la cocina. Después, deslizó la mano por la nuca de Heidi.

– ¿Empezamos? Sé que estás asustada, pero cuanto antes acabemos, antes podremos irnos a ver cómo sube la marea -ella asintió y lo acompañó a la otra habitación-. Creo que deberíamos empezar por lo peor, así que te dejaré leer los diarios primero. Como te decía antes, fueron la prueba que permitió a Ron Jenke presentar un alegato concluyente y definitivo ante el jurado -le dio el grueso fajo de fotocopias-. Este es el primer diario. Son seis en total. Siéntate y ponte cómoda. Encenderé la luz.

Heidi miró la primera hoja y vio que tenía fecha del ocho de septiembre. En esa época, Amy debía de estar en séptimo curso.


La señorita Winegar me dijo que los cuadernos del colegio solo deben contener cosas que los demás puedan leer, así que me dio este pequeño diario para que lo guardara en casa. Me dijo que podía escribir en él todo lo que quisiera, porque nadie lo leerá nunca. Es la única profesora que se ha mostrado amable conmigo.

A Heidi no le sonaba el nombre de la señorita Winegar, pero siguió leyendo.


Mis padres preferirían que yo no hubiera nacido. Pero da igual, porque a mí ellos tampoco me gustan. Ni Dana tampoco. Todos los días me dice que me odia con toda su alma y que ojalá Heidi fuera su hermana, y no yo. Heidi también me odia. Cuando viene a casa, siempre me dice que me quite de en medio. Mamá y papá la tratan mejor que a mí. No saben lo malas que son Dana y ella conmigo cuando ellos no están en casa. A veces, cuando estoy en el cuarto de baño, me encierran y fingen que no me oyen golpear la puerta, suplicando que me dejen salir.


El gemido de Heidi resonó en toda la habitación. Ella buscó a Gideon con la mirada llena de estupor. No tenía ni idea de que Amy albergara aquellos sentimientos retorcidos.


En el instituto, como son de las mayores, se creen que son las reinas del mambo. Yo soy como una brizna de hierba que pisotean sin siquiera darse cuenta. Se ríen de mí cuando me preparo para ir a clase de ballet. Dana dice que estoy demasiado gorda y que debería ponerme a régimen. Heidi le dijo a mi madre que utilizara conmigo la dieta de la Fuerza Aérea, porque la señora Ellis dice que a ella le fue muy bien.


Horrorizada. Heidi tomó otra hoja. No quería leer más mentiras, pero tenía que pasar por aquello si pretendía ayudar a Dana.


Le he dicho a papá que voy a ser una estrella de cine. Él me contestó que estaba demasiado gorda. Pero se lo demostraré. Dejaré de comer. Cuando sea famosa, lo lamentará, y Dana y Heidi se sentirán como briznas de hierba.


Sintiéndose enferma, Heidi puso la hoja sobre la mesa.

– No puedo hacerlo, Gideon. ¡No puedo! -se levantó de un salto, frotándose los brazos-. No hay un ápice de verdad en todo eso. Su mente retorcida lo inventó todo. ¿Dana los ha leído?

– Lo dudo -dijo él con voz suave-. Pero estoy seguro de que su abogado le dijo lo que contenían. Ron Jenke eligió los pasajes más dañinos y los leyó durante el juicio. Solo has visto un par de páginas del primer diario.

– ¿Son todos así?

El rostro de Gideon se ensombreció.

– Mucho peor.

– ¿En qué sentido?

– Lee el principio del tercero -lo buscó entre el montón de papeles.

Heidi lo asió y abrió la primera página. Por la fecha, era del verano en que Amy comenzó sus clases en la escuela de interpretación.


Mis padres se quedarán pasmados cuando sepan que Heidi y Dana son lesbianas.


¿Qué?


Por eso me odian tanto. Porque saben que lo sé. Anoche mamá me mandó a la tienda de los Ellis a buscar a Dana porque era tarde. Las sorprendí a ella y a Heidi desnudas. Estaban en la trastienda, manoseándose. Me oyeron antes de que pudiera retirarme. Dana me agarró del brazo. Estaba furiosa conmigo. Dijo que, si me atrevía a contarles a mis padres lo que había visto, Heidi y ella me matarían. Si hubieras visto sus ojos y oído su voz, sabrías que lo decía en serio. Desde entonces me dan miedo. He descubierto que planean hacer un viaje alrededor del mundo. Me alegro de que se vayan. No me siento segura cuando están en casa. Solo quieren irse para estar juntas sin que nadie lo sepa.


Heidi miró a Gideon, aturdida.

– ¿En el juicio se leyó la parte donde dice que somos lesbianas?

– Sí.

– Dios mío. Pobre Dana. Y pobre familia suya. Yo no tenía ni idea de…

Gideon asintió.

– Lee las últimas páginas del último diario. Fueron escritas el día de su asesinato.

Heidi sintió una náusea al inclinarse para buscar las páginas. Le temblaban tanto las manos que estuvo a punto de dejarlas caer.


Dana solo teme una cosa: perder el amor de papá. Sabe que lo perderá si papá descubre su secreto. Hoy me llamó y me pidió que fuera a navegar con ella este fin de semana a la playa de Newport. Nosotras dos solas, dijo. Sé lo que planea. Yo no soy buena nadadora. Dirá que fue un accidente. Le dije que no podía ir porque estaba preparando una función. Ella fingió que no le importaba, pero sé que se enfureció. Es solo cuestión de tiempo que se le ocurra otra cosa. Kristen dice que vaya a la policía y pida protección. Dice que me acompañará, pero yo me temo que no podrán ayudarme. Nunca me creerían, porque papá y mamá son personas importantes. Stacy piensa que debería huir a algún lugar donde Dana no pueda encontrarme. Eso significaría abandonar mis planes de dedicarme al cine, pero he decidido que debo hacerlo si quiero sobrevivir. Esta mañana hice la maleta. Me marcho. Nadie sabe adónde voy, ni cómo llegaré, salvo yo misma. Tengo el dinero que papá me dio para la matrícula del próximo semestre.


Aquel era el último pasaje. Heidi dejó la hoja sobre el montón de fotocopias y tomó la transcripción del juicio. Se sentó en el sofá y empezó a leerla exhaustivamente.

Al acabar, una hora después, se quedó allí sentada, llena de estupor. El asesinato de Amy, y el consiguiente encarcelamiento de Dana, había arrastrado a todos, los implicados a un auténtico infierno. Pero Heidi no había tocado fondo hasta ese momento.

– ¿Sabes qué es lo más trágico de todo? -musitó, deshaciendo el silencio-. Que Amy salpicó sus diarios de verdades para que las mentiras le parecieran verídicas a quien no la conociera.

Pasándose una mano por el pelo, Gideon se levantó.

– Ven, vamos a dar un paseo para despejarnos.

Le buscó a Heidi una chaqueta. Salieron de la casa en dirección a la playa, con Pokey atado de la correa. El sol se había ocultado hacía largo rato en el horizonte, y la marea empezaba a subir. Gideon apoyó el brazo sobre los hombros de Heidi y juntos caminaron a lo largo del oleaje, con Pokey delante. A Heidi no le importó que la espuma bullera alrededor de sus zapatillas y mojara los bajos de sus pantalones. Gideon también parecía absorto. Ninguno de los dos hablaba.

Pasearon al menos una hora antes de regresar en medio de una brumosa oscuridad. Cuando volvieron a la casa, Heidi se sentía completamente helada. Gideon encendió un fuego en la chimenea del comedor.

– Ven -extendió una manta en el suelo, delante de la chimenea-. Mientras entras en calor, traeré el postre.

– Yo no quiero nada, gracias. No podría digerir.

Se sentó de rodillas frente a las llamas, atraída por el fuego. Gideon se sentó junto a ella, con Pokey a sus pies y un plato con un par de donuts en la mano. Comió como si no pasara nada. Cuanta más naturalidad mostraba él, más incómoda se sentía ella. Al final, el silencio se le hizo insoportable.

– El que dijo «ten cuidado con lo que deseas» sabía lo que decía -estalló de pronto-. Esta pesadilla es peor de lo que podía imaginar -hablando cada vez más rápido, dijo-: Después de pensarlo mucho, he llegado a la conclusión de que quiero dejar el caso. Siento haberte metido en todo esto, Gideon. Pero no te preocupes, te pagaré tu tiempo y tu trabajo. Si me llevas a mi casa, no te molestaré más.

Empezó a levantarse, pero Gideon tiró de ella y la obligó a apoyar la cabeza y los hombros entre su pecho y sus rodillas levantadas. Heidi quedó atrapada entre su cuerpo. Tenía la boca de Gideon tan cerca que notaba su aliento en los labios. No podía moverse. Y él la miraba intensamente.

– Estás loca si crees que he creído una sola palabra escrita en ese diario. Te lo demostraré -musitó antes de besarla.

Al primer roce de sus labios, Heidi se olvidó de todos sus recelos. Gimiendo de deseo, fue incapaz de hacer nada, salvo responderle con idéntico ardor.

El ansia de Gideon parecía tan insaciable como la de ella. Sin saber cómo había ocurrido, Heidi se encontró tumbada sobre él. Al cabo de unos minutos, perdió todas sus inhibiciones. Si el perro no hubiera empezado a gimotear, no se habría dado cuenta de que estaba besando a Gideon con el mismo frenesí con que él la besaba a ella. Avergonzada por su falta de control, intentó apartarse de él.

– No tan deprisa -masculló Gideon, cambiando de postura de modo que ella quedó tumbada en el suelo, bajo él. Sus ojos brillaban de deseo-. Si todavía tienes dudas, te sugiero que nos quedemos así hasta que desaparezcan.

Diciendo esto, la besó en la garganta, en los ojos, en la boca… Heidi sintió que se le disolvían los huesos. Si consentía que aquello continuara, perdería toda objetividad. Por el bien de Dana, y por el de Kevin, debía mantener la cabeza fría. Era demasiado pronto para abandonarse al deseo.

Pero no podría refrenarse mientras estuviera en brazos de Gideon. Debía hacer lo correcto, fuera como fuera, por más que deseara a Gideon.

Reuniendo toda su fuerza de voluntad, tomó la cara de Gideon entre las manos y lo obligó a dejar de besarla. Alzándole la cara, lo miró a los ojos.

– Me has convencido -admitió con voz áspera-. En realidad, el deseo que siento me asusta. Pero si me acostara contigo perdería la perspectiva, y ahora es cuando más la necesito.

Notó que él respiraba hondo.

– Lo entiendo. Por ahora, al menos -añadió.

Se levantó lentamente y tiró de ella para que se levantara, acariciándole la espalda con suave insistencia.

– Tú y yo tenemos un caso que resolver. Nos quedan seis días para averiguar qué le pasó a Amy la noche que murió. Pero hay un problema. No solo no quiero vivir alejado de ti. Ni siquiera quiero decirte buenas noches. Así que voy a pedirte que pases esta semana conmigo.

– Pero…

– No he dicho que duermas conmigo -añadió él-. No pisaré la habitación de invitados… a menos que tú me lo pidas. Hay un cuarto de baño al otro lado del pasillo, con un cepillo de dientes de más. Mañana por la mañana pasaremos por tu apartamento para que recojas lo que necesites -deslizó las manos hasta sus hombros y los apretó con fuerza-. Quiero tenerte cerca mañana, tarde y noche. Necesito saber qué puede haber entre nosotros.

– Yo también -musitó ella. Posiblemente, más que él-. ¿Pero y si Kevin se entera? Llegaría a una conclusión equivocada y…

– Ya le he hablado de ti -la interrumpió Gideon-. Sabe que eres muy importante para mí. Afrontaremos sus miedos a medida que vayan apareciendo -le miró la boca con los ojos entornados-. Cuando entraste en mi vida hace un par de semanas, me sentí atraído por ti instantáneamente. Me sentí como si tuviera diecinueve años otra vez. Después de años de vivir en una especie de limbo, no sabía que podía sentirme así de nuevo.

A Heidi le pareció increíble que aún estuviera soltero.

– ¿Tu… tu divorcio fue muy doloroso? -preguntó casi sin darse cuenta.

– Siéntate conmigo en el sofá y te lo contaré -el sofá solo estaba a unos pasos de allí. Gideon se sentó y la atrajo hacia sí-. La traición de Fay fue muy dolorosa. El divorcio resultó un verdadero alivio.

Heidi desvió la mirada.

– No debí preguntártelo. Lo siento.

– No te disculpes. Tienes todo el derecho a saber que no soy el padre biológico de Kevin.

Ella se quedó atónita.

– Por eso no os parecéis…

– Sí. Fay tuvo una aventura a mis espaldas cuando éramos novios. Por entonces vivíamos en Nueva York. Cuando nos casamos y nació Kevin, Max y yo fuimos llamados a declarar como testigos de cargo en un caso de brutalidad policial. Fue una experiencia tan traumática que ambos dejamos el departamento de policía. Max acabó en el FBI, y yo me mudé con mi familia a San Diego y empecé a trabajar en homicidios. Fay encontró trabajo como agente de bolsa. No tardó mucho tiempo en tener otra aventura… con el hombre con el que está casada ahora.

– ¡Gideon! -Heidi estaba boquiabierta.

– Creo que cuando conocí a Fay estaba enamorado del amor. Éramos incompatibles en muchos sentidos, pero éramos jóvenes y nuestras diferencias nos parecían fascinantes. Nos pareció natural casarnos, pero desde el principio fue un error. Sin embargo, yo me empeñé en que siguiéramos juntos. En resumen, que ella llegó un día de la oficina y me dijo que iba a dejarme porque se había enamorado de otro. Yo me quedé atónito. Aunque las cosas nos iban mal, no pensaba que pudiera llegar tan lejos. Le sugerí que fuéramos a un consejero matrimonial. Pero se negó. En ese momento le dije que podía disponer de su libertad, pero que yo pediría la custodia de Kevin. Entonces fue cuando me informó de que Kevin no era hijo mío y me contó lo de su aventura en Nueva York. Una prueba de ADN confirmó que no soy el padre biológico. Naturalmente, eso no cambió mis sentimientos hacia Kevin. Acudí a terapia por mediación del departamento. El psicólogo me convenció de que los niños necesitan a sus madres durante los años formativos, así que acabé pidiendo los derechos de visita más amplios posibles. Kevin quiere a su madre, pero ella no ha dejado de trabajar en todos estos años, y ha dejado su educación en manos de niñeras. Por desgracia, Kevin nunca ha congeniado con su padrastro, aunque la verdad es que es un tipo bastante agradable.

Heidi sacudió la cabeza.

– No me extraña que Kevin se aferre a ti.

– Está empeñado en vivir conmigo.

– ¿Y qué dice tu ex mujer al respecto?

Él dejó escapar un suspiro.

– Mejor que no lo sepas.

– Oh, Gideon… lo que acabas de contarme me ha dejado aún más preocupada. No quiero que Kevin se sienta más inseguro por mi culpa.

– Es demasiado tarde para eso. Tendrá que superarlo, porque no pienso dejarte. Te he contado todo esto para que comprendas mejor a Kevin y estés preparada para ayudarme con él.

Aunque odiaba pensarlo. Heidi culpaba a la ex mujer de Gideon por haber inculcado a su hijo aquel sentimiento de inseguridad. Una madre debía hacer lo posible por facilitar la relación de sus hijos con su ex marido. Heidi lo había comprobado una y otra vez en la escuela, donde a menudo se enfrentaba a los problemas emocionales de los hijos de padres divorciados. Con frecuencia, la actitud de la madre hacia su ex marido se reflejaba en la actitud de los chicos hacia él… y podía crear una situación positiva y cómoda para todos. Pero, naturalmente, esa madre debía ser generosa.

Aquella idea la devolvió al principio de la conversación. Si la mujer de Gideon no hubiera sido egoísta, no le habría sido infiel a un hombre tan maravilloso como Gideon. Sin duda seguirían casados todavía y Heidi no estaría con él en ese momento. Ni siquiera podía imaginárselo. Gideon se había vuelto tan necesario para ella como… como el respirar.

– ¿Heidi?

Su voz la devolvió al presente.

– Pareces cansada, pero no me extraña, con las impresiones que has recibido hoy. Creo que es hora de que te vayas a la cama. Mañana por la mañana empezaremos a planear nuestra estrategia.

Dana. Durante un rato, Heidi casi se había olvidado del motivo por el que estaba allí.

Se levantaron del sillón sin decir nada. Gideon la agarró de la mano y le enseñó el resto de la casa, mientras Pokey trotaba tras ellos.

Heidi descubrió, sorprendida, que el cuarto de estar estaba al otro lado de la casa. Los muebles eran más formales que modernos. Gideon le dejó echar un vistazo a las otras tres habitaciones que daban al pasillo.

– Tienes una casa muy bonita -dijo ella-. Me gusta porque mezcla lo moderno y lo tradicional. Y todo está muy limpio y ordenado.

En ese momento estaban frente a la puerta del cuarto de invitados.

– Eso tengo que agradecérselo a mi asistenta.

– Qué suerte tienes -dijo ella con ligereza.

– Sí, tengo mucha suerte.

Heidi no comprendió qué quería decir hasta que la tomó en sus brazos y volvió a besarla. Se derritió en sus brazos, pero, de pronto, él se separó. Heidi aún tenía las manos apoyadas contra su pecho.

– Hace un rato, te hice una promesa -musitó él-. Y pienso cumplirla -ella no pudo reprimir un quejido de protesta-. Yo siento lo mismo -añadió Gideon.

Era humillante saber que tenía más fuerza de voluntad que ella. Heidi no quería separarse de él. Apartó las manos de su pecho lentamente, de mala gana, y entró en el cuarto de invitados.

– Buenas noches. Nos veremos por la mañana -cerró la puerta y se apoyó contra ella, demasiado debilitada para hacer otra cosa.

Si Gideon no hubiera sido la clase de hombre que era, Heidi se habría arrojado a las llamas de su deseo en ese mismo momento. Vivir con él bajo el mismo techo suponía un riesgo. Heidi lo había sabido desde el instante en que él se lo sugirió, pero había pensado que podría soportarlo.

¿A quién intentaba engañar?

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