Gideon lanzó el disco una última vez, y una ráfaga de viento lo desvió de su trayectoria. El verde disco de plástico pasó rozando la cabeza rubia de Kevin y habría desaparecido entre el oleaje de no ser por Pokey.
– ¡Buen chico! -gritó Kevin cuando el perro saltó en el aire y atrapó el disco.
– Vámonos a casa.
– Todavía no, papá.
– Tenemos que irnos. Me prometiste hacer los deberes antes de que te lleve a casa de tu madre. Ya sabes que solo te ha dejado venir este fin de semana por ser mi cumpleaños.
– Lo sé. Y eso significa que no podré venir el fin de semana que viene.
– Sí, pero pasaremos juntos el viernes por la tarde. Bueno, solo nos queda una hora. Te echo una carrera hasta casa.
Su casa de estilo ranchero, situada a solo dos manzanas del mar, tenía fácil acceso a la playa a través de un callejón cercano.
Gideon echó a correr. Al mirar hacia atrás, vio que su hijo iba pisándole los talones y que Pokey corría a su lado. El perro vivía con Gideon, pero adoraba a Kevin y disfrutaba de cada momento que pasaban juntos. Fay se negaba a tener animales en casa, y Kevin no conseguía hacerle cambiar de opinión por más que insistía. Pero, como siempre, padre e hijo habían aprendido a adaptarse a las circunstancias.
Unos minutos después, Kevin sacó su libro de matemáticas de la mochila y se sentó a la mesa del comedor para hacer los deberes. Gideon fue a buscar las sinopsis que se había llevado a casa y se sentó junto a su hijo. Pokey se tendió en el suelo, entre los dos. Kevin observó con curiosidad los papeles de su padre.
– ¿Qué haces, papá?
– Deberes, igual que tú.
El chico se echo a reír.
– Anda ya.
– Es verdad. Tienes delante al nuevo profesor de criminología del programa de educación para adultos de la junta de distrito.
– ¿Me tomas el pelo?
– No. Tengo once alumnos matriculados en la escuela municipal.
«Entre ellos, la mujer más guapa que he visto en mi vida. Y las más enigmática».
– No lo sabía.
– ¿Cómo ibas a saberlo? A Daniel Mcfarlane tuvieron que operarlo de urgencia el viernes por la mañana, y me pidió que diera el curso en su lugar.
– ¿Qué le pasa?
– Tiene cáncer, pero creo que la operación solucionó el problema. Con un poco de quimioterapia, se pondrá bien.
– Me alegro -la voz de su hijo se desvaneció-. Eh, papá… ¿tus alumnos te hacen caso?
Gideon se echó a reír.
– Por ahora, no he tenido ningún problema.
– ¿Enseñar es divertido?
– Pues la verdad es que sí.
– ¿Cuánto tiempo vas a ser profesor?
– Aún no lo sé. Seguramente hasta mediados de mayo.
– ¿Tanto? -exclamó Kevin-. ¿Cuándo son las clases?
Cualquier cambio en la rutina de Gideon trastornaba a su hijo si no se tenía cuidado.
– Los miércoles y los viernes a última hora de la tarde.
Kevin puso mala cara.
– ¡Pero esas son las tardes que pasamos juntos! ¿Por eso el viernes fuiste a buscarme tan tarde?
– Sí. Pero he estado pensando en ello. ¿Qué te parecería acompañarme a clase? -preguntó Gideon antes de que su hijo llegara a una conclusión equivocada-. Podrías hacer los deberes mientras ves cómo doy clase. Cenaremos en el Jolly Roger primero, y luego iremos a tomar un helado.
– ¿Me dejas ir?
– Claro -las lágrimas que amenazaban con caer desaparecieron de los ojos del chico-. Sé que esto supone un cambio en nuestra rutina, pero no podía decirle que no a Daniel, ¿no te parece?
– Sí, claro. ¿Puedo llevar a Pokey?
– ¿A ti te dejan llevar perros a la escuela? -replicó Gideon.
Kevin dio un suspiro.
– No.
– ¿Sabes qué? Los miércoles saldré pronto de trabajar e iré a buscarte a la salida del colegio. Iremos al parque o a la playa a jugar con Pokey hasta que llegue la hora de irnos a clase. ¿Qué te parece?
– De acuerdo, ¿pero y los viernes?
– Los viernes no puedo salir antes. Pero los fines de semana que te toque pasar conmigo, puedes acompañarme a clase. Esas noches iremos a cenar después de clase.
– ¿Por qué te lo pidió Daniel precisamente a ti?
«Kevin, Kevin…»
– Creo que ya sabes la respuesta a esa pregunta.
Su hijo bajó la cabeza.
– Sí. Sois buenos amigos. Ojalá mamá me dejara vivir con…
– Ya hemos hablado de eso, hijo. Y estaremos juntos, aunque sea en clase. Además, así sabrás cómo me gano la vida.
– Eso ya lo sé -dijo el chico con fastidio.
Kevin estaba pasando por una etapa en la que lo angustiaba constantemente que Gideon resultara muerto en acto de servicio. Gideon le decía que ser detective era mucho más seguro que patrullar por las calles. Sin embargo, la angustia persistía.
– ¿Quieres que te lea las historias de mis alumnos? -dijo, decidiendo que en ese momento era más importante ofrecerle un poco de distracción que exigirle que acabara los deberes. Eso podía hacerlo en casa de Fay.
– ¿Qué historias?
– Mis alumnos son escritores de novelas de misterio -salvo una, que tenía un motivo completamente distinto para asistir a sus clases. Heidi Ellis representaba un misterio en sí misma. Un misterio que Gideon estaba empeñado en resolver.
– ¿Escritores de novelas de misterio?
– En efecto. Quieren saber qué sucede en la escena de un crimen desde el punto de vista de un detective. Yo les enseñaré el procedimiento paso a paso.
– Parece interesante.
La luz había vuelto a los ojos de su hijo. Gracias a Dios.
El domingo por la noche, a las once, Heidi acabó de corregir los deberes de sus alumnos y de revisar los suyos y se preparó para irse a la cama. Mientras se lavaba los dientes sonó el teléfono. Esperanzada, se aclaró la boca y corrió a la habitación para contestar al teléfono.
– ¿Hola? -dijo ansiosamente.
– ¿Ellis? Soy John Cobb.
Llena de alivio, Heidi se sentó al borde de la cama.
– Gracias por llamarme. Sé que ha estado fuera de la ciudad y lamento molestarlo en su casa, pero estoy desesperada por ayudar a Dana. Ya casi no se tiene en pie.
– Oí su mensaje hace un rato y ya he llamado al médico de Dana y al juez. Conseguiremos una orden para que el médico de la prisión le proporcione los medicamentos que necesita.
– Oh, gracias -musitó Heidi.
– Permítame asegurarle que estoy tan ansioso como usted porque aparezcan nuevas pruebas que permitan la reapertura del caso.
Ella agarró el teléfono con más fuerza.
– Por eso lo llamé. ¡Yo encontraré esas pruebas!
Se produjo un breve silencio al otro lado de la línea.
– Tendrían que ser pruebas concluyentes. Ron Jenke, el fiscal, goza de una reputación formidable porque siempre gana sus casos. Presentó el caso de Dana ante el jurado como si estuviera claro como el agua. Lo cual significa que, dado que usted y yo sabemos que Dana es inocente, debemos acercarnos al caso desde una perspectiva totalmente nueva. Por desgracia, el detective privado que contrataron los padres de Dana después del juicio no halló nada significativo y ha dejado el caso.
– Lo sé -murmuró ella-. El domingo pasado, cuando fui a la cárcel, Dana me dijo que no había esperanzas. Pero yo le aseguré que se equivocaba y le prometí que la próxima vez que fuera a verla le llevaría buenas noticias.
– Señorita Ellis, estoy seguro de que es consciente de que su caso requiere al mejor investigador que pueda conseguirse. Tendría que ser alguien que mirara el caso desde un punto de visto totalmente distinto. Alguien que no se deje intimidar por Jenke, ni persuadir por las pruebas que condenaron a Dana. Hay investigadores así, pero cuesta encontrarlos, y más aún convencerlos para que acepten un caso cerrado.
Desde la clase del viernes, Heidi tenía constantemente en la cabeza la imagen de Gideon Poletti.
– Yo… he encontrado al mejor de los mejores. Deme un poco de tiempo y creo que conseguiré persuadirlo para que acepte el caso de Dana.
– Bien hecho. Yo la ayudaré en todo lo que pueda. Recemos para que el resultado sea distinto. Porque estoy convencido de que Dana es inocente.
– Sí, lo es. Y yo no descansaré hasta que vuelva a casa. Dadas las circunstancias, mis padres y yo queremos que sea usted nuestro abogado para intentar ayudar a Dana. Les diremos a los Turner lo que pensamos hacer. Ahora mismo están tan destrozados que tal vez esto les dé un poco de esperanza.
– Son más afortunados de lo que creen por tener amigos como ustedes.
– Dana y yo crecimos puerta con puerta, señor Cobb. Yo soy hija única y no podría querer a una hermana más de lo que la quiero a ella. En cuanto a mis padres, la quieren como a una hija. Lucharé para sacarla de la cárcel, cueste el tiempo que cueste.
– Le aseguro que haré todo lo que esté en mi mano para ayudarla. Llámeme cuando quiera que nos veamos.
– Muchísimas gracias. En los próximos días le enviaremos un cheque por correo.
– No se preocupe por eso ahora, señorita Ellis. Y buena suerte. Confío en tener noticias suyas muy pronto.
Cuando colgó el teléfono, Heidi estaba más convencida que nunca de que un hombre con la reputación de Daniel Mcfarlane habría buscado al mejor detective para que lo sustituyera. Si el detective Poletti no conseguía reunir nuevas pruebas, nadie podría hacerlo.
Pero el señor Cobb tenía razón en una cosa. Su profesor era un ser humano con una vida privada y una carrera que tal vez le hicieran imposible ocuparse del caso de Dana.
Heidi tenía que conseguir que se interesara por su amiga. Y la mejor manera de hacerlo era asegurarse de que su sinopsis fuera, en efecto, una obra maestra.
– ¡Ahí está Max, papá! -Kevin empezó a agitar el brazo.
Gideon giró la cabeza y vio que su mejor amigo atravesaba el salón lleno de gente del Jolly Roger. Eran amigos desde hacía dieciocho años o más, y Gideon podía decir sin reparos que nunca lo había visto tan feliz. El matrimonio había transformado a Max. Y la noticia de que iba a ser padre mantenía una perpetua sonrisa en su cara.
– Eh, Kevin, ¿qué tal te va? -el hombre alto y de pelo negro dio una palmada a Kevin en el hombro y se sentó en un taburete, junto a él.
– Muy bien. ¿Dónde está Gaby?
– Ha tenido que ir a un seminario después del trabajo.
– Mierda -masculló Kevin.
Gideon sonrió.
– Así que, como te has quedado solo, has decidido aceptar nuestra invitación. Supongo que somos mejor que nada.
Max sonrió. Estaba locamente enamorado de su mujer, pensó Gideon por enésima vez.
Gideon se había enamorado de Fay a los veintidós años. Entonces creía que ella también lo amaba. Pero sus infidelidades antes y después de su boda habían destruido esa creencia.
Tras su divorcio, Gideon había tenido varias relaciones serias. Pero siempre había algo que le impedía declararse. No era solo cuestión de confianza. Habiendo cumplido los treinta y siete años, se daba cuenta de que siempre había esperado que apareciera su alma gemela. Alguien que lo atrajera física, intelectual y emocionalmente.
Al instante, la imagen de Heidi Ellis apareció en su cabeza. Desde el viernes por la noche, aquella imagen lo asaltaba una y otra vez. Con solo pensar que la vería pasado un rato se le aceleraba el corazón.
– ¿Te he dicho que Gaby fue a revisión la semana pasada y que el médico le dijo que vamos a tener cuatrillizos? -bromeó Max.
Gideon asintió con la cabeza.
– Eh, papá…
– ¿Qué, hijo? -Kevin y Max rompieron a reír. Gideon los miró, extrañado-. ¿Qué pasa?
Max se volvió hacia Kevin.
– ¿Desde cuándo está así?
– Desde el viernes pasado.
– ¿Y qué pasó el viernes pasado?
– Que a Daniel Mcfarlane tuvieron que operarlo, y le pidió que lo sustituyera en un curso de criminología que estaba dando en el colegio Mesa. Allí es adonde iremos después de la cena. Sus alumnos son una panda de escritores de misterio.
– ¿Es eso cierto?
– Sí. Papá me leyó sus historias. La mayoría eran bastante malas.
Gideon observó el brillo de los ojos de Max y supo lo que estaba pensando antes de que dijera nada.
– Conque escritores de misterio, ¿eh? Apuesto a que la mayoría son mujeres.
– Solo hay dos hombres -dijo Kevin.
– Qué interesante.
– A mí me gustó la historia de la momia que descubren en un sótano de un museo de Nueva York. Pero la momia huele muy mal, así que la desenvuelven y encuentran un cadáver. El fiambre solo llevaba muerto una semana y…
– Kevin, cambiemos de tema. Ya nos traen lo que hemos pedido.
Mientras les servían las hamburguesas y los batidos, Max se reía en voz baja, sacudiendo los hombros.
– ¿Por qué no elegiste la historia de la momia, papá? -preguntó Kevin tras darle un enorme mordisco a su hamburguesa-. Es mucho mejor que esa de las chicas de alterne que envenenaban los bombones.
Max rompió a reír a carcajadas.
– Creo que tendré que asistir a tus clases.
Gideon se echó a reír.
– Papá, una chica de alterne es una prostituta, ¿no?
– Sí, papá… -dijo Max en voz baja.
– Te recordaré este momento algún día, cuando tu hijo o tu hija empiece a hacerte preguntas.
– Lo estoy deseando -Max ya no estaba bromeando, y la emoción de su voz lo demostraba. Contaba las horas que faltaban para que pudiera tomar en brazos a su hijo. Gideon miró a Kevin y le dio gracias a Dios-. Bueno, háblame de tus alumnos.
– Papá dice que la mayoría son viejecitas.
Los comentarios de Kevin estaban metiendo a Gideon en un atolladero por momentos.
– Alguna habrá que no sea vieja -dijo Max con sorna antes de llenarse la boca de patatas fritas.
– Kevin, ¿te importaría decirle a la camarera que nos traiga más agua?
– Claro.
En cuanto el chico se levantó, Max dijo:
– ¿Quién es ella?
– Un bombón, pero seguro que está comprometida.
– Pero estás interesado.
– Tal vez.
– ¿Tal vez? ¡Y un cuerno! ¿Está casada?
– No.
– ¿Cómo es?
– Es… -Gideon tragó saliva-. Como una luz en la oscuridad -dijo suavemente. Ignoraba de dónde procedían aquellas palabras; normalmente no era muy dado a la poesía. Pero, de algún modo, eso era exactamente lo que sentía.
Max se irguió en la silla.
– Cielo santo -toda burla desapareció de su expresión-. Me recuerdas a mí cuando conocí a Gaby. Vamos, quiero una descripción completa.
– Se llama Heidi Ellis. Es pelirroja y tiene los ojos azules. Mide un metro sesenta y cinco, más o menos. Y tiene una figura fantástica. Es lista, guapa, encantadora, sexy y…
– ¿Y qué?
– No sé qué más. Es profesora de geografía, no escritora. De hecho, el curso se da en su aula. Ignoro por qué, pero cuando pensó que no la admitiría en la clase estuvo a punto de echarse a llorar. Tuve la impresión de que…
– La camarera dice que ahora mismo viene -dijo Kevin, sentándose de nuevo.
Max lo miró.
– Eh, Kevin, ¿qué vas a hacer mientras tu padre da clase?
– Los deberes -respondió Gideon por él-. Puede escuchar mientras los hace.
La camarera les llevó una jarra de agua y dejó la cuenta frente a Gideon.
– Eso suena muy bien -dijo Max en cuanto se fue.
– Supongo. Pero ojalá Daniel le hubiera pedido a otro que diera el curso en su lugar -masculló Kevin.
Gideon y Max se miraron, lanzándose mensajes invisibles.
– Míralo de este modo, Kevin. Aparte del hecho de que tu padre está ayudando a un amigo, la mayoría de los chicos de tu edad no tienen la oportunidad de ver a sus padres trabajando. Al menos, te enterarás de oídas de algunas de las cosas que hace tu padre en el trabajo. Seguramente aprenderás mucho. Yo creo que tienes bastante suerte.
– Lo sé. Tu padre murió cuando tú tenías siete años.
– Mis dos padres murieron. A tu edad, yo habría dado cualquier cosa por tener a mi padre a mi lado.
Kevin asintió.
– Siento que murieran.
Gideon siempre podía contar con Max que conocía las inseguridades de Kevin y sabía cómo hablar con él.
– Yo también, pero eso fue hace mucho tiempo -apuró su vaso de agua, miró su reloj y luego alzó la vista hacia Gideon-. Invito yo -echó mano a la cuenta, pero Gideon se le adelantó.
– Nosotros te invitamos, ¿recuerdas? Nos alegramos de que hayas venido, ¿verdad, Kevin?
– Claro.
– Dale un beso a Gaby de nuestra parte.
Max sonrió.
– No te preocupes por eso -levantándose, añadió-. Continuaremos esta conversación mañana, en la comisaría.
Gideon asintió, comprendiendo. Kevin, que estaba concentrado bebiéndose su batido de leche, le dijo adiós con la mano a Max cuando este se alejó.
– ¿Listo para marcharnos, Kevin?
– Espera. Aún no he terminado.
Mientras su hijo engullía el resto del batido, Gideon pensó en la noche que tenía por delante, preguntándose qué le depararía. Estaba deseando averiguarlo.
Heidi no quería llegar pronto a clase, por si al detective Poletti le parecía una muestra de descaro. De modo que esperó hasta el último minuto para entrar en el aula. Todos los demás estaban ya sentados.
Se sintió desilusionada al ver que el profesor no estaba. Tal vez le había surgido un imprevisto y el señor Johnson había abierto el aula para que entraran los alumnos. Sentándose en el único sitio libre, junto a Nancy, notó que había un chico rubio, muy guapo, de unos trece o catorce años, sentado unas filas más atrás del semicírculo de pupitres. Al parecer, uno de los alumnos se había llevado a su hijo a clase. El chico tenía libros y cuadernos sobre la mesa, pero estaba enfrascado mirando las fotografías que adornaban el aula. Nancy, que parecía tener unos treinta años, giró la cabeza hacia Heidi.
– ¿No es fantástico este curso?
– Fascinante.
– Para serte sincera -susurró-, me alegro de que el otro profesor no pueda venir. El detective Poletti es guapísimo, ¿no te parece?
– Es muy atractivo, sí.
– No dejamos de preguntarnos si estará casado. ¿Tú no lo sabrás, por casualidad? -preguntó mientras el objeto de su conversación entraba de repente en el aula, cerrando la puerta a su espalda.
Esa noche llevaba unos chinos parduscos, un jersey de cuello vuelto marrón oscuro y una americana casi del mismo color que su pelo. Les lanzó aquella sonrisa que a Heidi le había parecido sobrecogedora la primera vez que la vio.
– Buenas tardes. ¡Qué puntuales sois! Antes de que empecemos, permitidme presentaros a mi hijo, Kevin, que está sentado detrás de vosotros.
Todos se giraron, menos Heidi, que bajó la cabeza, intentando no mostrar ninguna emoción ante aquella revelación inesperada. Nancy ya tenía la respuesta a su pregunta. Y Heidi también.
Respiró hondo, diciéndose para sus adentros que era preferible saber la verdad antes de que pasara más tiempo.
– Dada la naturaleza de mi trabajo, Kevin no puede acompañarme a la oficina -su comentario produjo risas-. Así que se nos ocurrió que lo mejor sería que viniera a clase y aprendiera al mismo tiempo que vosotros. Le dejé leer vuestras sinopsis, así que sabe lo que hicimos la semana pasada. Por si te sirve de algo, Lillian, tu historia de la momia le pareció estupenda -se levantó una mano-. ¿Sí, Jackie?
– Lillian es la única de la clase que ha publicado un libro. Tu hijo tiene buen gusto.
El grupo mostró su aprobación entusiasta. Incluso desde la distancia que los separaba, Heidi pudo ver que los ojos del chico se iluminaban.
– ¿Has oído eso, Kevin? Elegiste una historia que seguramente se convertirá en un best seller.
– Con su ayuda, detective Poletti, estoy segura de ello -dijo Lillian, halagada.
Gideon les lanzó una rápida sonrisa.
– En ese caso, pongámonos manos a la obra. Primero, siento curiosidad por saber qué tal habéis hecho los deberes. Después os devolveré las sinopsis. Luego, a las ocho, haremos un descanso de cinco minutos. Y finalmente oiremos la historia de Heidi antes de que os mande los deberes para el viernes.
– Heidi miró a todas partes, menos al hombre que mantenía cautivados a sus alumnos.
La hora siguiente resultó reveladora. Gideon complació a todo el mundo alabando sus trabajos sobre la escena del crimen, pero al mismo tiempo les demostró por qué era él el experto. De pie frente a la pizarra, el detective Poletti procedió a cambiar, adornar y ampliar sus lastimosos esfuerzos, explicándoselo todo con detalle. Y lo hizo con tal claridad y rapidez que Heidi se quedó sin aliento.
Cuando acabó, la clase guardó un asombrado silencio. Gideon había llenado dos pizarras con procedimientos de investigación que a ellos ni siquiera se les habían ocurrido, pese a haber utilizado el expediente como guía.
– No os molestéis en copiar todo esto. Mientras os devuelvo las sinopsis, Kevin os repartirá un esquema de lo que he puesto en la pizarra para que podáis estudiarlo en casa -le hizo una seña a su hijo-. Cuando os dé vuestras sinopsis, veréis que he anotado unas cuentas sugerencias acerca de las pesquisas en la escena del crimen. Con eso y con el esquema que os vamos a repartir, podréis crear una lista verosímil que añada autenticidad a vuestras novelas.
Heidi deseó tener en su poder una copia del informe de la escena del crimen compuesto la noche del asesinato de Amy. Algo le decía que palidecería en comparación con el que Gideon había escrito en la pizarra. La minuciosidad, la cantidad de procedimientos, la búsqueda exhaustiva de pruebas…
Dudaba de que el verdadero informe fuera tan minucioso como el de ficción. A primera hora de la mañana llamaría a la oficina de John Cobb para obtener toda la información que pudiera.
Enfrascada en sus pensamientos, no notó que el chico ya había empezado a repartir los esquemas. Todo el mundo intentaba trabar conversación con él. A juzgar por sus respuestas, al chico le daba vergüenza ser el centro de tantas atenciones. Una reacción típica en un muchacho de su edad.
– Gracias, Kevin.
– De nada.
– Debes estar orgulloso de tu padre.
– Lo estoy.
– ¿Vas a ser policía de mayor?
– Puede ser.
– ¿De quién has sacado el pelo rubio?
– De mi madre.
– ¿En qué curso estás?
– En octavo.
– ¿A qué colegio vas?
– Al Oakdale.
Heidi escuchaba aquella letanía de preguntas que habría sacado de quicio a cualquiera de sus alumnos. Kevin no era un niño, pero los alumnos de la clase lo trataban como si lo fuera. Él demostraba un aplomo considerable al responderles, a pesar de su evidente malestar.
Cuando se acercó a ella, Heidi le lanzó una breve mirada. Era un chico guapo, pero no se parecía en nada a su padre. A veces, esas cosas ocurrían.
Dana, por ejemplo, no se parecía a sus padres tanto como Amy. Pero los celos que sentía Amy hacia la belleza y la popularidad de su hermana habían emponzoñado su alma mucho antes de que alguien la asesinara.
Heidi le dio las gracias a Kevin por el esquema y recordó que había dicho que asistía al colegio Oakdale, que solo distaba unos kilómetros del colegio Mesa. Eso significaba que la familia Poletti vivía en Mission Beach. Lo cual no tenía importancia, desde luego. El hecho de que el detective viviera cerca de su lugar de trabajo no debía significar nada para ella.
Gideon Poletti era un profesional. De modo que, si iba a pedirle ayuda, debía hacerlo desde el punto de vista profesional, y olvidarse de cómo le latía el corazón cada vez que lo veía. Él tenía mujer y un hijo, ¡por el amor de Dios! Y, por lo que ella sabía, quizá tuviera más hijos esperándolo en casa.
Molesta por el rumbo que estaban tomando sus pensamientos, Heidi abrió su cuaderno y sacó la sinopsis. En el descanso, mientras Gideon salía al pasillo con su hijo, se enfrascó en el caso de Dana. Era de vital importancia que su exposición resultara convincente. Aquella era su única oportunidad de atrapar el interés del detective. Y dado que Gideon podía reconocer el caso, decidió utilizar nombres reales.